La historia comienza en la primavera de 1942, en una ciudad a orillas del Volga que se llamaba Rastiápino antes de la Revolución y Dzerzhinsk a partir de 1929. El nuevo nombre rinde homenaje a Félix Dzerzhinski, bolchevique de la primera hora y fundador de la policía política que, a su vez, se llamó sucesivamente Checa, GPU, NKVD, KGB, hoy FSB. La encontraremos en este libro bajo las tres últimas siglas amenazadoras, pero los rusos, más allá de las denominaciones de época, dicen, más siniestramente todavía, organy: los órganos. La guerra causa estragos, han desmontado la industria pesada y la han trasladado desde el teatro de operaciones a la retaguardia. De este modo, una fábrica de armamento emplea en Dzerzhinsk a toda la población y moviliza además, para vigilarla, a tropas del NKVD. Corren tiempos heroicos y severos: a un obrero que llega con cinco minutos de retraso lo juzga un consejo de guerra y son los chequistas los que detienen, juzgan y ejecutan, en su caso, con una bala en la nuca. Una noche en que unos Messerschmitt que han llegado para explorar el bajo Volga lanzan algunas bombas sobre la ciudad, uno de los soldados que monta la guardia alrededor de la fábrica ilumina el camino con su linterna de bolsillo a una joven obrera que ha salido tarde y se apresura a buscar refugio. Trastabilla, se agarra del brazo del soldado. Él advierte un tatuaje en su puño. En la oscuridad vivamente iluminada por resplandores de incendio, sus rostros se aproximan. Sus labios se tocan.
El soldado, Veniamín Savienko, tiene veintitrés años. Procede de una familia de campesinos ucranianos. Hábil electricista, ha sido reclutado por el NKVD, que en todos los campos selecciona a los mejores elementos, y a eso debe Savienko no encontrarse en el frente como la mayoría de los chicos de su edad, sino destinado a la custodia de una fábrica de armamento en la retaguardia. Está lejos de su casa, es la norma más que la excepción en la Rusia soviética: deportaciones, exilios, traslados masivos de poblaciones, no paran de desplazar a la gente, casi son inexistentes las posibilidades de vivir y morir donde uno ha nacido.
Raia Zybin, por su parte, es de Gorki, ex Nizhni Nóvgorod, donde su padre era director de un restaurante. En la Unión Soviética no eres propietario ni gerente de un restaurante, sino director. Es un negocio que no se crea ni se adquiere, sino un puesto para el que te nombran, y no es un mal puesto, aunque por desgracia el padre de Raia fue destituido por malversación de fondos y lo enviaron a un batallón disciplinario para combatir en el campo de batalla de Leningrado, donde acaba de morir. Es una mancha en la familia, y una mancha así en esta época, en este país, puede arruinar una vida. Consideramos que una de las bases de la justicia es que los hijos no paguen por los delitos de sus padres, pero en la realidad soviética no es siquiera un principio formal, algo a lo que se pueda remitir teóricamente. Los hijos de trotskistas, de kuláks, como se llama a los campesinos pudientes, o de privilegiados del antiguo régimen, están condenados a una vida de proscritos, excluidos del acceso a los excursionistas, la universidad, el Ejército Rojo, el Partido, y la única posibilidad que tienen de eludir esta proscripción es renegar de sus padres y mostrar el máximo celo, y como esto significa denunciar al prójimo, los mejores auxiliares que tendrán los órganos son las personas cuya biografía tiene esta mancha. En el caso del padre de Raia, puede ser que su muerte en el campo del honor haya arreglado un poco las cosas, pero lo cierto es que los Zybin, al igual que los Savienko, han atravesado sin percances el Gran Terror de los años treinta. Sin duda eran demasiado insignificantes. Esta oportunidad no impide que la joven Raia se avergüence de su padre deshonesto, del mismo modo que se avergüenza del tatuaje que se hizo hacer cuando era alumna de la escuela técnica. Más tarde intentará borrarlo rociándose la muñeca con ácido clorhídrico, porque le duele no poder pasearse con un vestido de manga corta y, siendo esposa de un oficial, la consideren vulgar.
El embarazo de Raia coincide casi día por día con el sitio de Stalingrado. Concebido durante el terrible mes de mayo de 1942, en la época de las derrotas más humillantes, Eduard nace el 2 de febrero de 1943, veinte días antes de que capitule el sexto ejército del Reich y se invierta la suerte de las armas. Le repetirán que es un hijo de la victoria y que habría nacido en un mundo de esclavos si los hombres y las mujeres de su pueblo no hubieran sacrificado sus vidas para no abandonar al enemigo la ciudad que llevaba el nombre de Stalin. Más adelante hablarán mal de Stalin, le tacharán de tirano, se complacerán en denunciar el terror que impuso, pero para los miembros de la generación de Eduard habrá sido el jefe supremo de los pueblos de la Unión en el momento más trágico de su historia, el vencedor de los nazis, el hombre capaz de este rasgo digno de Plutarco: los alemanes habían capturado a su hijo, el teniente Yákov Dzhugashvili; los rusos, a su vez, tenían prisionero delante de Stalingrado al mariscal de campo Paulus, uno de los grandes jefes militares del Reich. Cuando el alto mando alemán le propuso un intercambio, Stalin respondió altaneramente que no trocaría a mariscales de campo por unos simples tenientes. Yákov se suicidó arrojándose contra los alambres electrificados de su campo.
De la infancia de Eduard emergen dos anécdotas. La primera, enternecedora, es la preferida de su padre: muestra al bebé acostado, a falta de cuna, en una caja de obuses, mascando a guisa de chupete una cola de arenque y sonriendo como un bendito. «Molodiéts!», exclama Veniamín: «¡Qué buen chico! ¡Estará a gusto en todas partes!»
La segunda, menos encantadora, la cuenta Raia. Fue a la ciudad con su bebé a la espalda cuando empezó un bombardeo de la Luftwaffe. Se refugió en un sótano junto con una decena de ciudadanos, algunos aterrados, otros apáticos. El suelo y las paredes temblaban; intentaban, por el ruido, determinar a qué distancia caían las bombas y qué edificios destruían. El pequeño Eduard empezó a llorar, atrayendo la atención y la cólera de un tipo que, con una voz silbante, explicó que los boches tenían unas técnicas ultramodernas para localizar a objetivos vivos, que se guiaban por los sonidos más débiles y que el llanto del bebé haría que los mataran a todos. Los demás se excitaron tanto que expulsaron a Raia del refugio y tuvo que buscarse otro bajo el bombardeo. Ciega de rabia, se dijo y le dijo al bebé que era un camelo todo lo que quisieran contarle sobre la ayuda mutua, la solidaridad, la fraternidad. «La verdad, no lo olvides nunca, mi pequeño Édichka, es que los hombres son unos cobardes, unos canallas, y que te matarán si no estás preparado para golpear primero.»