—Quedan los dos arrestados —dijo el PN, profesional e impasible, a Maury Frauenzimmer y Chic Strikerock—. Vengan conmigo.
—¿Lo ves? —dijo Maury, acusando a Chic—. ¡Te lo dije! Los bastardos la han tomado con nosotros. Somos los que van a pagar por todo esto. El último mono de toda la escala.
Junto con Maury, Chic dejó la familiar oficina de Frauenzimmer Asociados. El PN les siguió inmediatamente. Maury y él caminaron sombríamente, en silencio, hasta el coche policial.
—Hace un par de horas lo teníamos todo —estalló Maury de repente—. Ahora, por culpa de tu hermano, mira lo que nos queda. Nada.
Chic no respondió. No podía dar ninguna respuesta.
—Me las vas a pagar, Chic —dijo Maury mientras el coche policial arrancaba y empezaba a dirigirse a la autopista—. Lo haré, Dios me ayude.
—Saldremos de ésta. Hemos tenido problemas antes. Siempre, de una forma u otra, los hemos solucionado.
—Si hubieras emigrado…
Ojalá lo hubiera hecho, pensó Chic. Ahora mismo, Richard Kongrosian y yo estaríamos…, ¿dónde? En pleno espacio, de camino a nuestra granja, empezando una vida nueva y casta. Y en cambio…, esto. Se preguntó dónde estaría Kongrosian en ese momento. ¿Le irían tan mal las cosas como a él? No era probable.
—La próxima vez que quieras marcharte de la empresa… —empezó a decir Maury.
—Ya basta —exclamó Chic fieramente—. Olvidémoslo. ¿Qué se puede hacer ya?
Al que me gustaría agarrar es a mi hermano Vince, pensó. Y, tras él, a Anton y al viejo Felix Karp.
El PN que estaba sentado junto a él se dirigió de repente al hombre que conducía.
—Mira, Sid. Un control de carretera.
El coche redujo velocidad. Chic vio que en el control habían colocado un transporte de armas móvil; sobre él, un gran cañón apuntaba a las filas de coches y biciclos que había detenidos en los ocho carriles junto a la barricada.
El PN que estaba junto a Chic sacó su arma. Lo mismo hizo el conductor.
—¿Qué pasa? —preguntó Chic.
Su corazón latía desbocado.
Ninguno de los PN contestó. Tenían la mirada fija en la unidad del Ejército que bloqueaba la autopista. Los dos hombres se habían puesto tensos. Chic pudo notarlo. El sentimiento se había contagiado al interior del coche.
En ese momento, mientras el coche de Policía avanzaba hasta casi tocar el coche que tenía delante, un anuncio de Theodorus Nitz se deslizó por la ventanilla abierta.
—¿La gente parece ver a través de sus ropas? —les graznó, como un murciélago, mientras se colocaba bajo el asiento delantero—. En público, ¿le parece que no le toman en cuenta y necesita…?
El anuncio se calló cuando el hombre de la PN le disparó sañudamente con su pistola.
—Cielos, odio esas cosas —dijo, y escupió con aversión.
Al sonido del disparo, el coche patrulla fue rodeado de inmediato por los soldados, todos armados y con el dedo en el gatillo.
—¡Bajen las armas! —ladró el sargento al mando.
De mala gana, los PN soltaron las pistolas. Un soldado abrió la puerta del coche; los dos PN salieron al exterior, con los brazos en alto.
—¿A quién disparaban? —inquirió el sargento—. ¿A nosotros?
—A un anuncio Nitz —dijo tembloroso uno de los PN—. Mire en el coche, bajo el asiento. No les disparábamos a ustedes…, ¡en serio!
—Está diciendo la verdad —anunció por fin un soldado después de rebuscar en el coche—. Hay un anuncio muerto bajo el asiento.
El sargento reflexionó por un instante.
—Pueden continuar —decidió—. Pero dejen aquí sus armas. Y a sus prisioneros —añadió—. De ahora en adelante, sigan sólo las órdenes del Ejército, no de la Policía Superior.
Los dos PN entraron rápidamente en su coche y se perdieron en el tráfico con toda la rapidez posible, tras pasar la barricada abierta. Chic y Maury los contemplaron marcharse.
—¿Qué pasa? —preguntó Maury.
—Pueden irse. Son libres —le informó el sargento—. Vuelvan a sus casas y quédense allí. No participen en nada de lo que suceda en las calles; no importa lo que parezca estar pasando.
El pelotón de soldados se marchó entonces, dejándoles solos.
—Es una revuelta —dijo Maury, con la boca abierta—. Del Ejército.
—O de la Policía —añadió Chic, pensando rápidamente—. Vamos a tener que hacer autostop para que nos lleven de regreso a la ciudad.
No había hecho autostop desde que era un muchacho; le pareció extraño tener que volver a hacerlo ahora, en sus años adultos. Era casi refrescante. Empezó a caminar entre el tráfico con el pulgar extendido. El viento le soplaba en la cara; olía a tierra y a agua y a gran ciudad. Aspiró una profunda bocanada.
—¡Espérame! —aulló Maury, y corrió tras él.
En el cielo, al norte, una enorme nube gris, como un hongo, se formó de inmediato. Y un rumor sacudió la tierra, asustando a Chic y haciéndole saltar. Se protegió los ojos con la mano para ver qué había pasado. Una explosión, quizá una pequeña bomba A. Inhaló los efluvios de las cenizas y supo definitivamente que así era.
Un soldado que corría a su lado le dijo por encima del hombro:
—La rama local de Karp und Sohnen Werke.
Sonrió con determinación y siguió corriendo.
—La han volado —dijo Maury en voz baja—. El Ejército ha volado la Karp.
—Eso parece —añadió Chic, atontado.
Una vez más, pensativo, alargó el pulgar, esperando que le recogieran.
Por encima de ellos, dos cohetes del Ejército perseguían a una nave de la PN. Chic los observó hasta que se perdieron de vista.
Es una guerra absoluta, se dijo, asombrado.
—Me pregunto si también nos van a destruir a nosotros —dijo Maury—. Me refiero a la fábrica. A Frauenzimmer Asociados.
—Somos demasiado pequeños.
—Sí, supongo que tienes razón —asintió Maury, esperanzado.
Es bueno ser pequeño en tiempos como éstos, advirtió Chic. Cuanto más pequeño, mejor.
Un coche se detuvo ante ellos. Corrieron hacia él.
Ahora, por el este, otra nube en forma de hongo se expandió hasta llenar el cielo, y una vez más el suelo sufrió una sacudida. Esa tenía que ser AG Chemie, decidió Chic mientras entraba en el coche.
—¿Adónde van, chicos? —preguntó el conductor del coche, un hombre gordo y pelirrojo.
—A cualquier parte, amigo. Lejos de todo este lío.
—Estoy de acuerdo —dijo el gordo pelirrojo, y puso el coche en marcha—. No saben hasta qué punto.
El coche era viejo y pasado de moda, pero funcionaba. Chic Strikerock se sentó detrás y se puso cómodo.
Junto a él, visiblemente aliviado, Maury Frauenzimmer hizo lo mismo.
—Supongo que van detrás de las grandes multinacionales —dijo el pelirrojo mientras conducía, siguiendo al coche que marchaba delante de él y atravesaba la estrecha abertura de la barricada.
—Seguro —dijo Maury.
—Ya era hora.
—Cierto —añadió Chic Strikerock—. Estoy con usted.
El coche siguió avanzando.
En el gran edificio de madera, lleno de polvo y de resonancias, los parias deambulaban hablando entre sí, bebiendo Coca-Cola y bailando. Era el baile lo que interesaba a Nat Flieger, y dirigió el Ampek F-a2 portátil en esa dirección.
—El baile no, las canciones —le dijo Jim Planck—. Espera hasta que empiecen a cantar. Si es que lo que hacen se puede llamar así.
—Los sonidos de sus bailes son rítmicos. Creo que tendríamos que grabarlos también.
—Técnicamente, tú eres el líder de la expedición —admitió Jim—. Pero he grabado lo mío en mis buenos tiempos y te digo que esto es inútil. Estará en la cinta, sí, o en ese gusano tuyo, pero no sonará a nada. A nada en absoluto.
Miró sin tapujos a Nat.
Pero hay que intentarlo de todas formas, se dijo Nat.
—Son tan encorvados —comentó Molly, tras ellos—. Y todos son tan… bajos. La mayoría no tienen ni siquiera mi altura.
—Perdieron —dijo Jim, encogiéndose de hombros lacónicamente—. ¿Recuerda? ¿Cuándo fue, hace dos mil años? ¿Tres mil? Hace muchísimo tiempo. Dudo que puedan sobrevivir en esta época. No parecen tener la habilidad necesaria. Parecen… agobiados.
Eso era, advirtió Nat. Los parias —los Neanderthal— parecían agobiados por una carga imposible, la de la misma supervivencia. Jim tenía toda la razón; no estaban preparados para esa tarea. Mansos, pequeños y jorobados, suplicantes, con sus andares arrastrados y sus murmullos sin sentido, vivían pobremente, acercándose cada vez más al fin.
Así que será mejor que grabemos esto mientras podamos, decidió. Porque probablemente no durarán mucho, por el aspecto que tienen. O… ¿me equivoco?
Un paria, un macho adulto que llevaba una camiseta y un par de pantalones de trabajo, tropezó con Nat y murmuró una disculpa inarticulada.
—Tranquilo, no hay problema —le aseguró Nat. Entonces sintió el deseo de verificar su teoría, de intentar alegrar esta forma de vida decadente, esta regresión—. Déjeme comprarle una cerveza —le dijo al paria—. ¿De acuerdo?
Sabía que había un bar en la parte trasera de este edificio que los parias parecían poseer colectivamente.
El paria, mirándole tímidamente, murmuró:
—No, gracias.
—¿Por qué no?
—Porque…
El paria parecía incapaz de sostener la mirada de Nat; tenía la vista fija en el suelo y cerraba los puños y los abría en una sucesión interminable.
—No puedo —consiguió decir por fin.
Sin embargo, no se movió. Permaneció ante Nat, mirando al suelo y sonriendo. Probablemente estaba asustado, decidió Nat. Cohibido y asustado.
—Eh, ¿puede cantar algunas de sus canciones? —le dijo Jim Planck, llamando su atención—. Le grabaremos —dijo, y le hizo un guiño a Nat.
—Déjalo en paz —dijo Molly—. Se ve que no sabe cantar. No puede hacer nada…, eso es obvio.
Se retiró, furiosa con los dos. El paria la miró sin interés, con los ojos abotargados.
¿Habría algo que pudiera iluminar aquellos ojos?, se preguntó Nat. ¿Por qué querían sobrevivir los parias, si la vida significaba tan poco para ellos? Tal vez están esperando, pensó de repente. Esperando algo que aún no ha sucedido, pero que saben —o esperan— que ocurrirá. Eso explicaría sus modales… su vacío.
—Creo que saben hacer muchas más cosas de las que aparentan —dijo Jim—. Es casi como si estuvieran contando el tiempo para no desgastarse. No lo intentan. Diablos, me gustaría verlos.
—A mí también. Pero no vamos a poder hacer que lo intenten.
En un rincón del salón, un aparato de televisión estaba encendido, con el volumen a toda potencia y un grupo de parias, hombres y mujeres, se habían acercado y permanecían inertes ante él. El televisor, advirtió Nat, estaba dando noticias urgentes. Prestó atención inmediatamente; algo había sucedido.
—¿Oyes lo que dice el noticiario? —le dijo Jim Planck al oído—. Dios mío, algo sobre una guerra.
Los dos se abrieron camino entre los parias hasta el televisor. Molly ya estaba allí, escuchando completamente absorta.
—Es una revolución —dijo a Nat, petrificada, por encima del hueco rugido que surgía del televisor—. La Karp… —Su cara mostraba incredulidad—. Los Karp y AG Chemie intentaron hacerse con el poder, junto con la Policía Nacional.
La pantalla mostró las ruinas humeantes y virtualmente desintegradas de un edificio, una instalación industrial de gran magnitud que había sido arrasada. Para Nat era irreconocible.
—Es la sucursal de la Karp en Detroit —consiguió decirle Molly, por encima del ruido—. Lo han hecho los militares. Te juro que eso es lo que acaba de decir el locutor.
—¿Quién va ganando? —preguntó Jim Planck, mirando hacia la pantalla, impasible.
—Todavía nadie. Evidentemente. No lo sé. Escucha a ver qué dice. Acaba de estallar.
Los parias, escuchando y observando, habían guardado silencio. El fonógrafo que había estado tocando música también había enmudecido. Los parias, ahora casi todos, permanecían apiñados ante el televisor, atentos y concentrados mientras observaban las escenas de lucha entre las fuerzas de los EUEA y los miembros de la Policía Nacional, apoyados por el sistema de grandes empresas.
—… en California —anunciaba el locutor—, la División de la Costa Oeste de la PN se rindió intacta al Sexto Ejército, al mando del General Hoheit. Sin embargo, en Nevada…
El televisor mostró una escena que había sucedido en Reno: el Ejército había levantado una barricada y francotiradores de la Policía disparaban desde las ventanas de los edificios cercanos.
—En último extremo —continuó el locutor—, el hecho de que las Fuerzas Armadas posean el monopolio virtual de las armas atómicas parece que les aseguraría la victoria. Pero, por el momento, sólo podemos…
El locutor continuó, mientras a lo largo de todos los EUEA las máquinas informadoras cubrían las zonas en conflicto y le enviaban datos.
—Va a ser una larga lucha —dijo de repente Jim Planck. Parecía gris y cansado—. Supongo que tenemos muchísima suerte de estar aquí, apartados de todos —murmuró, casi para sí—. Es un buen momento para no hacerse notar.
La pantalla mostró el enfrentamiento entre una patrulla de la Policía y una unidad del Ejército; ambas partes intercambiaron rápidamente una sucesión de disparos con sus armas automáticas. Un soldado cayó derribado y lo mismo hizo luego un PN vestido de gris.
Junto a Nat Flieger, uno de los parias que contemplaba la escena absorto sacudió al que tenía al lado. Los dos parias, ambos machos, se sonrieron significativamente. Nat vio la expresión de sus caras. Y entonces se dio cuenta de que todos los parias sentían el mismo placer secreto.
¿Qué está pasando aquí?
—Nat, Dios mío —dijo Jim Planck en voz baja—. Es lo que estaban esperando.
Así que era eso, advirtió Nat con un escalofrío de temor. El vacío, la idiotez, habían desaparecido. Los parias, mientras contemplaban las imágenes de la televisión y escuchaban al excitado locutor, estaban ahora alerta. ¿Qué significaba esto para ellos?, se preguntó Nat mientras estudiaba sus caras ansiosas. Significa que tienen una oportunidad, decidió. Su oportunidad.
Estamos destruyéndonos ante sus ojos. Y… esto puede proporcionales espacio. No sólo en este lugar remoto, sino en todo el mundo. En todas partes. Sonriéndose mutuamente, los parias continuaron observando ávidamente.
El temor de Nat aumentó.
—Hasta aquí llego, muchachos —dijo el hombre gordo y pelirrojo que había recogido a Maury y Chic—. Tendrán que bajar.
Detuvo el coche en una esquina. Ya estaban en la ciudad, lejos de la autopista. Por todas partes, hombres y mujeres llenos de pánico buscaban refugio. Un coche de Policía, con los parabrisas rotos, patrullaba las calles con cautela. Los hombres que iban en su interior estaban armados.
—Será mejor que se metan en alguna parte —advirtió el pelirrojo.
Cansados, Chic y Maury salieron del coche.
—El Abraham Lincoln, donde yo vivo, está cerca —dijo Chic—. Podemos llegar andando. Vamos.
Los dos echaron a correr, uniéndose a la multitud de gente asustada y confusa. Qué lío, se dijo Chic. Me pregunto cómo acabará todo esto. Me pregunto si nuestra sociedad, nuestro estilo de vida, sobrevivirá.
—Me siento enfermo —gruñó Maury, jadeando junto a él, con la cara gris por el esfuerzo—. No… no estoy acostumbrado a estas cosas.
Llegaron al Abraham Lincoln. El edificio no había sufrido ningún daño. En la puerta, el sargento de armas, pistola en mano, permanecía al lado de Vince Strikerock, su lector de identificación. Vince verificaba a cada persona, y estaba atareado con su trabajo oficial.
—Hola, Vince —dijo Chic cuando él y Maury llegaron al puesto.
Su hermano dio un respingo y alzó la cabeza; los dos se miraron en silencio.
—Hola, Chic —dijo Vince por fin—. Me alegra ver que estás vivo.
—¿Podemos entrar?
—Claro —dijo Vince.
Apartó la mirada; luego, tras comunicar su asentimiento al sargento de armas con la cabeza, se dirigió de nuevo a Chic.
—Adelante. Me alegro de que la PN no consiguiera arrinconaros —añadió.
No miró a Maury Frauenzimmer. Hacía como que no estaba allí.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó Maury.
—Usted… puede entrar también —dijo Vince con voz ahogada—. Como invitado especial de Chic.
—Eh, dénse prisa, ¿quieren? —urgió el hombre que les seguía en la cola, empujando a Chic—. No se está seguro, aquí afuera.
Rápidamente, Chic y Maury entraron en el Abraham Lincoln. Un momento más tarde subían en el ascensor hasta el apartamento de Chic, en el último piso.
—Me pregunto qué ha sacado tu hermano de todo esto —musitó Maury.
—Nada. Karp ha desaparecido. Él y otras muchas personas se han quedado sin trabajo.
Y Vince no es el único que conozco de ese grupo, se dijo.
—Incluidos nosotros dos —añadió Maury—. No estamos en mejores circunstancias. Claro que supongo que todo depende de quién gane.
—Eso no nos importa —dijo Chic.
La destrucción, el gran desastre nacional, estaba aún allí. Eso era lo terrible de las guerras civiles; no importaba quién venciera, seguía siendo malo. Una catástrofe. Y para todo el mundo.
Cuando llegaron al apartamento, descubrieron que la puerta no estaba cerrada. Con muchas precauciones, Chic la empujó y echó un vistazo al interior.
Allí estaba Julie.
—¡Chic! —exclamó, dando un paso hacia él. Había dos grandes maletas a su lado—. He estado haciendo el equipaje. Lo he dispuesto todo para que emigremos tú y yo. Tengo los billetes… y no me preguntes cómo los he conseguido porque no voy a decírtelo.
Su cara estaba pálida, pero serena. Se había vestido y parecía excepcionalmente bella. Entonces vio a Maury.
—¿Quién es éste? —preguntó, retrocediendo.
—Mi jefe.
—Sólo tengo dos billetes —dijo ella dudando.
—No hay problema —repuso Maury. Sonrió para tranquilizarla—. Tengo que quedarme en la Tierra. Tengo un negocio importante que atender. —Se dirigió a Chic—. Creo que es una buena idea. De modo que ésta es la chica de la que me hablaste por teléfono. El motivo por el que llegaste tarde aquella mañana. —Palmeó a Chic en la espalda—. Mucha suerte, viejo amigo. Supongo que has demostrado que aún eres joven…, lo suficiente, al menos. Te envidio.
—Nuestra nave sale dentro de cuarenta y cinco minutos —dijo Julie—. Estaba rezando como una loca para que aparecieras. Intenté localizarte en la oficina.
—La PN nos detuvo.
—El Ejército tiene el control del espacio. Y están supervisando las salidas y llegadas de las naves. Así que, si podemos llegar al aeropuerto, no habrá ningún problema. Invertí todo nuestro dinero en comprar los billetes. Resultaron terriblemente caros. Y como esos mercadillos ambulantes ya no existen…
—Será mejor que empecéis a moveros —dijo Maury—. Me quedaré en el apartamento, si no os importa. Parece que aquí se está razonablemente a salvo, considerando como están las cosas.
Se sentó en el sofá y consiguió cruzar las piernas, sacó un cigarro Dutch Masters y lo encendió.
—Tal vez nos volvamos a ver un día de estos —le dijo Chic con embarazo.
No sabía exactamente cómo despedirse.
—Tal vez —gruñó Maury—. De todas formas, envíame unas líneas desde Marte.
Cogió una revista de la mesa y empezó a hojearla.
—¿Qué vamos a hacer en Marte para vivir? —le preguntó Chic a Julie—. ¿Trabajar en una granja? ¿O has pensado en alguna otra cosa?
—Una granja —dijo ella—. Buscar un buen terreno y empezar a regarlo. Tengo parientes allí. Nos ayudarán.
Cogió una de las maletas; Chic se la quitó de las manos y luego cargó con la otra.
—Hasta la vista —dijo Maury en tono ligero y artificial—. Que tengáis suerte cuando escarbéis en ese suelo rojo y polvoriento.
—Buena suerte a ti también —dijo Chic.
Y se preguntó quién la necesitaría más.
—Tal vez os envíe un par de simulacros para que os hagan compañía —dijo Maury—. Cuando todo esto haya acabado.
Chupando su cigarro, los observó marcharse.
La música estrepitosa había vuelto una vez más, y algunos de los parias, jorobados y con grandes mandíbulas, habían empezado a bailar de nuevo. Nat Flieger se apartó del televisor.
—Creo que tenemos suficiente en el Ampek —le dijo a Molly—. Podemos volver a casa de Kongrosian. Ya hemos acabado, por fin.
—Tal vez hayamos acabado en todas partes, Nat —dijo Molly, sombría—. Sabes, habernos mantenido como especie dominante durante miles de años no nos asegura…
—Lo sé. También he visto sus caras.
La condujo al lugar donde había dejado el Ampek F-a2. Jim Planck les siguió, y los tres permanecieron juntos al lado del aparato portátil.
—¿Bien? —dijo Nat—. ¿Regresamos? ¿Se ha acabado de verdad?
—Se ha acabado —dijo Jim Planck, asintiendo.
—Pero creo que deberíamos quedarnos en la zona de Jenner hasta que terminen las luchas —dijo Molly—. No sería seguro volar hasta Tijuana en este momento. Si Beth Kongrosian nos deja quedarnos, quedémonos.
—Muy bien —dijo Nat.
Estaba de acuerdo con ella. Por completo.
—Mira —avisó bruscamente Jim Planck—. Una mujer se acerca. No es un paria sino…, bueno, ya sabéis, es como nosotros.
La mujer, joven y esbelta, se abrió paso entre los grupos de parias. Tenía el pelo corto y llevaba mocasines, pantalones de algodón azules y una camisa blanca. La conozco, se dijo Nat. La he visto un millón de veces. La conocía y a la vez no la conocía. Era terriblemente extraño. Es hermosa hasta un punto increíble, pensó. Una belleza casi innatural, casi grotesca. ¿A cuántas mujeres conozco tan atractivas? A ninguna. No hay ninguna en el mundo tan atractiva, excepto…
Excepto Nicole Thibodeaux.
—¿Es usted el señor Flieger? —le preguntó, acercándose y mirándole a la cara.
Él descubrió que era muy pequeña. Eso no se notaba en la televisión. En realidad, siempre había pensado que Nicole era grande, casi ominosa. Fue un shock descubrir lo contrario. No podía comprenderlo exactamente.
—Sí —contestó.
—Richard Kongrosian me trajo aquí y quiero volver al lugar al que pertenezco. ¿Puede llevarme en su autotaxi?
—Claro —asintió Nat—. Adonde quiera.
Ninguno de los parias le prestaba atención; parecían no saber quién era ella, ni les importaba. Jim Planck y Molly, sin embargo, se quedaron mudos de asombro.
—¿Cuándo se marchan? —preguntó Nicole.
—Bueno, íbamos a quedarnos. A causa de las luchas. Este sitio parece más seguro.
—No —insistió Nicole, inmediatamente—. Tienen que volver. Tienen que tomar parte. ¿Quieren que ganen ellos?
—Ni siquiera sé de quiénes está hablando —dijo Nat—. No alcanzo a comprender qué es lo que pasa, cuáles son los puntos en conflicto o quién lucha contra quién. ¿Lo sabe usted? Tal vez pueda decírmelo.
Pero lo dudo, pensó. Dudo que pueda convertir esto en algo sensato…, para mí o para nadie. Porque no tiene sentido.
—¿Qué haría falta para que me llevaran de vuelta o al menos me sacaran de aquí?
Nat se encogió de hombros.
—Nada —dijo, y entonces se decidió, vio las cosas con claridad—. Porque no lo haré. Lo siento. Vamos a esperar a que esto acabe. No sé cómo se las ha arreglado Kongrosian para traerla aquí, pero es posible que tenga razón. Tal vez éste sea el mejor sitio, para usted y para nosotros. Durante una buena temporada.
Le sonrió. Nicole no le devolvió la sonrisa.
—Maldito sea.
Él continuó sonriendo.
—Por favor, ayúdeme. Iba usted a hacerlo. Había empezado a hacerlo.
—Quizá la esté ayudando, señora Thibodeaux —dijo roncamente Jim Planck—. Al hacer esto, al hacer que se quede aquí.
—Creo que Nat tiene razón —añadió Molly—. Estoy segura de que ahora la Casa Blanca no es un lugar seguro.
Nicole los miró a los tres con furia. Entonces, resignada, suspiró.
—Vaya un sitio para quedarse. Maldito sea Richard Kongrosian. Es básicamente culpa suya. ¿Qué son esas criaturas?
Hizo un gesto hacia la fila de parias adultos y los niños que esperaban a ambos lados del gran salón.
—No estoy seguro —dijo Nat—. Podríamos decir que son parientes nuestros. Nuestra progenie, posiblemente.
—Antepasados —corrigió Jim Planck.
—El tiempo dirá qué es lo que son.
—No me gustan —dijo Nicole, encendiendo un cigarrillo—. Me sentiría mucho más feliz si volviéramos a la casa. Me hacen sentir terriblemente incómoda.
—Es verdad —dijo Nat.
Ciertamente, compartía su reacción.
Alrededor de ellos, los parias continuaron bailando su monótona danza, sin prestar atención a los cuatro seres humanos.
—Sin embargo —añadió Jim Planck, pensativo—, creo que vamos a tener que acostumbrarnos a ellos.
FIN