14

En cuanto comprendió la situación, Nicole Thibodeaux dio orden de que eliminaran a Hermann Goering, el Reichsmarschall.

Era necesario. Muy posiblemente, el brote revolucionario tenía conexiones con él; en cualquier caso, no correría el riesgo. Había demasiado en juego.

En un patio oculto de la Casa Blanca, un pelotón de soldados de la cercana base del Ejército hizo el trabajo; ella escuchó distraídamente el sonido distante, casi inaudible, de sus rifles láser, pensando que la muerte de aquel hombre probaba el escaso poder que había ostentado en el Tercer Reich, pues ese hecho no causaba ninguna alteración en su tiempo, en el presente, el suceso no producía ni siquiera una onda de alteración. Era una nota a pie de página en la estructura gubernamental de la Alemania nazi.

A continuación llamó al Comisario de la PN, Wilder Pembroke.

—Quiero un informe donde se especifique exactamente de dónde obtienen apoyo los Karp. Además de sus propios recursos. Obviamente, no habrían seguido adelante con esto a menos que contaran con aliados. —Miró al oficial superior de la PN con intensidad deliberada, rigurosamente calculada—. ¿Cómo está la Policía Nacional?

—Dispuestos para encargarse de los conjurados —dijo Wilder Pembroke suavemente. No parecía perturbado; en realidad, pensó ella, parecía aún más dueño de sí mismo que de costumbre—. De hecho, ya hemos empezado a rodear a los empleados y ejecutivos de la Karp, y al personal de la empresa Frauenzimmer. Y a todos los que están relacionados con este asunto; estamos trabajando en ese tema utilizando el equipo Von Lessinger.

—¿Por qué no estaban preparados para esto gracias al principio Von Lessinger? —preguntó Nicole bruscamente.

—Admito que la posibilidad estaba allí, pero era mínima. Uno entre un millón de los posibles futuros alternativos. No se nos ocurrió.

—Queda usted depuesto de su cargo —dijo Nicole—. Envíe a su personal. Elegiré un nuevo Comisario de Policía entre ellos.

—Pero a cada momento que pasa se produce un gran número de peligrosas alternativas tan malignas que… —replicó Pembroke, incrédulo, ruborizándose.

—Pero usted sabía que me habían atacado. Cuando esa cosa, ese animal marciano me mordió, debería haberse puesto sobre aviso. A partir de ese momento debería haber esperado un ataque en todos los frentes, porque ése fue el principio.

—¿De… detenemos a Luke?

—No puede detener a Luke. Está en Marte. Se han marchado todos, incluyendo a los dos que estuvieron aquí, en la Casa Blanca. Luke apareció y se los llevó. —Le tiró el informe a Pembroke—. Y, además, ya no tiene usted autoridad.

Hubo un silencio denso y desagradable.

—Cuando me mordió esa cosa, supe que se acercaba un período de dificultades.

Pero en cierto sentido había sido bueno que la mordiera; le había hecho estar alerta. Ahora no la podrían tomar por sorpresa y nadie podría volver a morderla. Ni metafórica ni literalmente.

—Por favor, señora Thibodeaux… —empezó a decir Pembroke.

—No. No gimotee. Está despedido. Es todo.

Hay algo en ti de lo que no me fío, se dijo. Tal vez sea porque dejaste que el papoola me mordiera. Ese fue el principio; de tu declive, de tu caída. Desde entonces recelé de ti.

Y, pensó, fue casi mi fin.

La puerta de la oficina se abrió y apareció Richard Kongrosian, sonriente.

—Nicole, desde que hice bajar a ese psicoquímico de la AG Chemie a la lavandería, me he vuelto completamente visible. Es un milagro.

—Magnífico, Richard —dijo Nicole—. Pero estamos celebrando una conferencia reservada aquí, en este momento. Vuelve más tarde.

Kongrosian vio entonces a Pembroke. La expresión de su cara cambió. Hostilidad… Ella se preguntó por qué. Hostilidad y miedo.

—Richard —dijo Nicole de repente—. ¿Te gustaría ser Comisario de Policía? Este hombre —prosiguió, señalando a Wilder Pembroke—… está despedido.

—Estás bromeando.

—Sí. En cierto sentido, al menos. Pero en otro, no.

Le necesitaba, pero ¿cómo? ¿Cómo podía hacer uso de él y de sus habilidades? En este momento, simplemente, no lo sabía.

—Thibodeaux, si cambia de opinión… —dijo Pembroke, tirante.

—No lo haré.

—De todas formas —continuó diciendo Pembroke con un tono de voz medido y preparado—, me alegrará volver a mi puesto y servirla.

Entonces salió de la habitación. La puerta se cerró tras él.

—Va a hacer algo —dijo de inmediato Kongrosian—. No estoy seguro de qué. ¿Puedes decir quién te es leal en un momento como éste? Personalmente, no me fío de él. Creo que es parte de una cadena de conspiradores a escala mundial que planean algo contra mí. Y contra ti también, naturalmente —añadió rápidamente—. Van también por ti. ¿No es cierto?

—Sí. Richard —dijo ella suspirando.

Una máquina de noticias rodaba fuera de la Casa Blanca; podía oírla aireando los detalles sobre Dieter Hogben. La máquina conocía la historia completa. Y la estaba explotando a fondo. Volvió a suspirar. El Consejo de Gobierno, aquellas ominosas figuras en la sombra que estaban detrás de cada uno de sus movimientos, estarían ahora indudablemente en pie, como si se despertaran de un sueño. Se preguntó qué harían. Tenían mucha sabiduría; colectivamente, eran bastante viejos. Como las serpientes, eran fríos y silenciosos, pero estaban vivos. Eran muy activos, y, sin embargo, siempre permanecían ocultos. Nunca aparecían en la televisión, nunca ofrecían giras.

En ese instante, deseó poder cambiarse con ellos.

Y de pronto se dio cuenta de que algo había sucedido. La máquina de noticias decía algo sobre ella. No sobre el siguiente der Alte, Dieter Hogben, sino sobre otro asunto Ge.

—¡Nicole murió! —chirrió la máquina—. ¡Hace años! ¡La actriz Kate Rupert ocupa su puesto! El aparato del gobierno completo es un fraude, según…

Y entonces la máquina se marchó. Ya no pudo oírla, pese a intentarlo.

—¿Qu-qué era eso, Nicole? —preguntó Richard Kongrosian, con la cara contraída por la confusión y la intranquilidad—. Decía que estás muerta.

—¿Te parece que estoy muerta? —dijo ella desabridamente.

—Pero dijo que una actriz ocupaba tu puesto —Kongrosian, perplejo, la miró sin comprender—. ¿Eres sólo una actriz, Nicole? ¿Una impostora, como der Alte?

Siguió mirándola, como si estuviera a punto de estallar en lágrimas de pena.

—Es solamente una historia de un periódico sensacionalista —dijo Nicole con firmeza.

Sin embargo, se sentía helada. Aturdida por un miedo oscuro y somático. Todo se había descubierto ahora; algún Ge de alto nivel, tal vez incluso alguien más íntimo del círculo de la Casa Blanca que los Karp, había revelado el último secreto.

Ya no había nada que ocultar. Por tanto, ya no había distinción entre los muchos Bes y los pocos Ges.

Llamaron a la puerta y, sin esperar, Garth McRae entró en el despacho, con aspecto sombrío. Tenía una copia del New York Times.

—Ese psicoanalista, Egon Superb, informó a una máquina entrevistadora. No tengo la menor idea de cómo lo descubrió…; no está en posición de saber nada de primera mano; así que está claro que alguien se lo ha dicho deliberadamente. —Estudió el periódico—. Un paciente. Un paciente Ge confió en él, y por razones que tal vez no lleguemos a saber nunca llamó al periódico.

—Supongo que ya no tiene sentido arrestarlo —dijo Nicole—. Me gustaría averiguar quién le está utilizando. Eso es lo que me interesa.

Sin duda, era una esperanza vana. Probablemente Egon Superb no lo diría nunca; adoptaría la actitud de que era secreto profesional, algo que le había sido dado a conocer en sagrada intimidad. Pretendería que no quería colocar a su paciente en entredicho.

—Ni siquiera Bertold Goltz lo sabía —dijo McRae—. Aunque viene y va a su antojo.

—Lo que vamos a ver ahora es una demanda de elecciones generales —dijo Nicole.

Y no sería ella quien saldría elegida después de esta situación. Se preguntó si Epstein, el Fiscal General, consideraría que era su deber proceder contra ella. Podía contar con el Ejército, pero ¿qué había del Tribunal Supremo? Podría alegar que ella no ocupaba el poder legalmente. En realidad, podría estar haciéndolo en este mismo momento.

El Consejo tendría que salir a la luz ahora. Admitir en público que él, y nadie más, ostentaba la autoridad gubernamental.

Y el Consejo nunca había sido elegido por votación. Era completamente paralegal.

Goltz diría, y con toda razón, que tenía tanto derecho a gobernar como ellos.

Tal vez incluso más. Porque Goltz y los Hijos de Job tenían apoyo popular.

Deseó de repente haber aprendido más sobre el Consejo en los años anteriores. Saber quiénes lo componían, cómo eran, cuáles eran sus intenciones. De hecho, nunca lo había visto en sesión. Trataban con ella indirectamente a través de elaborados servicios de pantalla.

—Creo que será mejor que me coloque ante las cámaras de televisión y me dirija a la nación —le dijo a Garth McRae—. Si me ven, tal vez tomen todo esto menos en serio.

Quizá la potencia de su presencia, el viejo poder mágico de su imagen, prevalecería. Después de décadas de condicionamiento, creían en ella. La vieja tradición del látigo y la zanahoria tal vez funcionara aún, al menos en sentido limitado. Al menos parcialmente.

Creerán si quieren creer, decidió. A pesar de la noticia que aireaban las máquinas, esas frías e impersonales agencias de «verdad». De absoluta realidad, sin subjetividad humana.

—Voy a intentarlo —le dijo a Garth McRae.

Richard Kongrosian continuaba mirándola. No parecía capaz de apartar los ojos de ella.

—No lo creo, Nicole —dijo roncamente—. Eres real, ¿no? ¡Puedo verte, así que tienes que ser real!

La miró con la boca abierta, suplicante.

—Soy real —dijo ella, y se entristeció.

Mucha gente estaba en la misma situación que Kongrosian, intentando mantener desesperadamente la visión inalterada, ilesa, que tenían de ella, tal como estaban acostumbrados a recibirla. Y, sin embargo…, ¿era suficiente?

¿Cuánta gente, como Kongrosian, podría romper con el principio de la realidad? ¿Cuántos podrían creer en algo que sabían intelectualmente que era una ilusión?

Pocas personas, después de todo, estaban tan enfermas como Richard Kongrosian.

Para permanecer en el poder, tendría que gobernar sobre una nación de enfermos mentales. Y la idea no le atraía demasiado.

La puerta se abrió y en ella apareció Janet Raimer, pequeña, arrugada y atareada.

—Nicole, ven conmigo, por favor.

Su voz era débil y seca, pero autoritaria.

Nicole se puso en pie. El Consejo la llamaba. Como de costumbre, operaban a través de Janet Raimer, su portavoz.

—De acuerdo —dijo Nicole; se volvió a Kongrosian y a Garth McRae—. Lo siento, tendrán que disculparme. Garth, quiero que actúe temporalmente como Comisario de la PN; Wilder Pembroke ha sido despedido…; acababa de hacerlo antes de que usted entrara. Confío en usted.

Pasó junto a ellos y siguió a Janet Raimer. Janet se movía con rapidez y ella tuvo que apresurarse para mantener su paso.

Kongrosian, agitando tristemente los brazos, la llamó.

—¡Si no existes, voy a volverme invisible otra vez…, o incluso algo peor!

Ella continuó.

—¡Tengo miedo de lo que puedo hacer! —gritó Kongrosian—. ¡No quiero que suceda! —Dio unos cuantos pasos tras ella—. ¡Por favor, ayúdame! ¡Antes de que sea demasiado tarde!

No había nada que ella pudiera hacer. Ni siquiera miró atrás.

Janet la condujo a un ascensor.

—Esta vez están esperando dos plantas más abajo —le dijo—. Se han reunido los nueve. Dada la gravedad de la situación, te hablarán cara a cara.

El ascensor empezó a bajar lentamente.

Siguiendo a Janet, Nicole entró en lo que en el siglo pasado había sido el refugio nuclear de la Casa Blanca. Las luces estaban encendidas y vio, sentados ante una larga mesa de roble, a seis hombres y tres mujeres. Todas las caras menos una eran extrañas para ella. Pero en el centro, para su asombro, vio a un hombre al que conocía. Por el sitio que ocupaba, parecía ser el presidente del Consejo. Su pose era un poco más segura, un poco más imponente que la de los demás.

El hombre era Bertold Goltz.

—Usted. El agitador callejero —dijo Nicole—. Nunca lo habría creído.

Se sintió cansada y asustada; se sentó dubitativa ante los nueve miembros del Consejo, en una silla de madera.

—Pero sabía que yo tenía acceso al equipo Von Lessinger —dijo Goltz, frunciendo el ceño—. Y el equipo para viajar en el tiempo es monopolio del gobierno. Así que, obviamente, tenía que tener alguna forma de contacto a muy alto nivel. Sin embargo, eso no importa ahora; tenemos asuntos más urgentes que discutir.

—Me vuelvo arriba —dijo Janet Raimer.

—Gracias —asintió Goltz. Se dirigió a Nicole, sombrío—. Es usted una joven bastante inexperta, Kate. Sin embargo, intentaremos enmendarlo y continuar con lo que tenemos. El aparato de Von Lessinger muestra un futuro alternativo en el que el Comisario de Policía Pembroke gobierna como dictador absoluto. Esto nos lleva a deducir que Wilder Pembroke está relacionado con los Karp en su esfuerzo por deponerla. Creo que debería detenerle inmediatamente y fusilarle.

—Lo he depuesto —dijo Nicole—. No hace ni diez minutos que lo relevé de su cargo.

—¿Y le dejó marchar? —preguntó una de las mujeres del Consejo.

—Sí —admitió Nicole con renuencia.

—Entonces, probablemente ya sea demasiado tarde para mantenerlo bajo custodia —dijo Goltz—. Sin embargo, continuemos. Nicole, su primera acción debe ser contra las dos empresas monstruo, Karp y AG Chemie. Anton y Felix Karp son particularmente peligrosos; hemos previsto varios futuros alternativos en los que consiguen destruirla a usted y hacerse con el poder…, al menos durante una década, aproximadamente. Tenemos que evitarlo, no importa qué otras cosas hagamos.

—De acuerdo —dijo Nicole, asintiendo.

Le parecía una buena idea. Habría actuado contra los Karp de todas formas. No le hacía falta el consejo de estos individuos.

—Parece como si pensara que no necesita que le digamos lo que tiene que hacer —dijo Goltz—. Pero la verdad es que nos necesita urgentemente. Vamos a decirle la forma en que podrá salvar su vida, físicamente, literalmente, y salvar a continuación su cargo público. Sin nosotros, está muerta. Por favor, créame; hemos usado el equipo Von Lessinger y lo sabemos.

—Es que no puedo hacerme a la idea de que sea usted, Goltz —le dijo Nicole.

—Sin embargo, siempre he sido yo —dijo Goltz—. Aunque no lo supiera. Nada ha cambiado, excepto que lo ha descubierto, y eso es realmente muy poco en todo este asunto, Kate. Ahora, conteste: ¿quiere seguir con vida? ¿Quiere aceptar nuestras instrucciones? ¿O quiere que Wilder Pembroke y los Karp la coloquen contra una pared y la fusilen?

Su tono era ácido.

—Cooperaré, naturalmente.

—Bien —Goltz asintió y miró a sus colegas—. La primera orden que va a dar —naturalmente, a través de Rudi Kalbfleisch— es que Karp und Sohnen Werke ha sido nacionalizada en todos los EUEA. Todas las instalaciones de Karp son ahora propiedad del gobierno de los EUEA. Instruya a los militares de esta forma: su tarea es apoderarse de las ramas de la Karp; tendrá que hacerse con unidades armadas y posiblemente con equipo pesado móvil. Hay que actuar inmediatamente, antes de la noche.

—De acuerdo.

—Habrá que enviar a tres o cuatro generales del Ejército, por lo menos, a las instalaciones principales de la Karp en Berlín; deben arrestar personalmente a la familia Karp y llevarla a la base militar más cercana, hacer que los juzgue un tribunal militar y ejecutarlos inmediatamente, antes de esta noche. Ahora, respecto a Pembroke, creo que lo mejor será que los Hijos de Job envíen comandos asesinos tras él; dejaremos a los militares fuera de este aspecto de la cuestión. —El tono de Goltz cambió—. ¿Por qué pone esa cara, Kate?

—Me duele la cabeza. Y no me llame «Kate». Mientras continúe en el poder, debe llamarme Nicole.

—Todo esto la incomoda, ¿verdad?

—Sí. No quiero matar a nadie. Ni siquiera a Pembroke ni a los Karp. El Reichsmarschall fue suficiente…, más que suficiente. No asesiné a esos dos jarristas que trajeron al papoola a la Casa Blanca para que pudiera morderme, a esos dos enviados de Loony Luke. Les dejé emigrar a Marte.

—Esto no se puede solucionar de esa forma.

—Evidentemente, no.

La puerta del refugio se abrió tras Nicole. Ella se dio la vuelta esperando ver a Janet Raimer.

Wilder Pembroke, con un grupo de hombres de la PN, estaba en el umbral, pistola en mano.

—Quedan todos arrestados —dijo.

Goltz se puso en pie de un salto y rebuscó en el interior de su chaqueta.

Pembroke le mató de un solo tiro. Goltz cayó hacia atrás, derribando la silla, y quedó tendido de lado tras la mesa de roble.

Nadie más se movió.

Pembroke se dirigió a Nicole.

—Suba. Va a aparecer por televisión inmediatamente. —Agitó la pistola ante ella—. ¡Rápido! El noticiario empieza dentro de diez minutos.

Sacó del bolsillo un papel doblado.

—Aquí está lo que tiene que decir —añadió, sonriendo con lo que casi parecía un tic—. Es su renuncia al cargo. Con ella admite que las dos historias, sobre el der Alte y usted, son ciertas.

—¿En favor de quién debo abdicar? —preguntó Nicole.

Su propia voz le sonó débil, pero al menos no era suplicante. Se alegró de eso.

—Un Comité de Emergencia Policial —dijo Pembroke— que supervisará las próximas elecciones generales y luego dimitirá, naturalmente.

Los ocho miembros restantes del Consejo, pasivos y sorprendidos, empezaron a seguir a Nicole.

—No —les dijo Pembroke—. Ustedes se quedan aquí. —Su cara estaba blanca—. Con la Policía.

—Sabe lo que va a hacer, ¿no? —le dijo a Nicole uno de los miembros del Consejo—. Ha dado órdenes de que nos maten a todos.

Las palabras del hombre eran apenas audibles.

—No hay nada que ella pueda hacer —dijo Pembroke, y una vez más agitó su pistola ante Nicole.

—Previmos esto con el aparato Von Lessinger —dijo una de las mujeres del Consejo—, pero no llegamos a creer que pudiera suceder. Bertold lo descartó, considerándolo demasiado improbable. Pensamos que tales prácticas habían desaparecido.

Nicole entró en el ascensor con Pembroke. Los dos subieron a la primera planta.

Las puertas del ascensor se abrieron.

—Vaya directamente a su despacho —la instruyó Pembroke—. Dará la noticia desde allí. ¿No es interesante que el Consejo no tomara en serio la posibilidad de que yo pudiera acabar con ellos antes de que ellos acabaran conmigo? Estaban tan convencidos de su poder absoluto que pensaron que iría como un corderito a mi propia destrucción. Dudo que se tomaran la molestia de prever estos momentos finales. Deben de haber sabido que había una posibilidad razonable de que yo consiguiera el poder, pero está claro que no siguieron la situación y no comprendieron cómo iba a hacerlo precisamente.

—No puedo creer que fueran tan insensatos —dijo Nicole—. A pesar de lo que digan. Con el equipo Von Lessinger a su disposición…

Le parecía imposible que Bertold Goltz y los demás se hubieran dejado matar simplemente; por lógica, tendrían que haberse puesto a cubierto.

—Tenían miedo —dijo Pembroke—. Y el miedo hace que la gente pierda la capacidad de pensar.

Delante de ellos estaba la oficina de Nicole.

En el suelo, ante la puerta yacía una forma inerte. Era Janet Raimer.

—Nos hemos visto obligados por la situación —dijo Pembroke—. Bueno, aceptémoslo, quisimos hacerlo. Seamos honestos. No, no tengo que serlo. Encargarnos de la señorita Raimer fue un acto de pura voluntad.

Pasó por encima del cuerpo de Janet y abrió la puerta del despacho de Nicole.

En el interior esperaba Richard Kongrosian.

—Me está pasando algo terrible —gimió Kongrosian en cuanto les vio entrar—. Ya no me puedo separar de mi entorno; ¿comprenden lo que es eso? ¡Es horrible! —Se acercó a ellos tambaleándose visiblemente, con los ojos llenos de espanto, y con las manos, la frente y el cuello empapados de sudor—. ¿Comprenden?

—Más tarde —le dijo Pembroke, nervioso. Kongrosian, una vez más, vio el tic, la mueca involuntaria—. Quiero que lea primero el material que le he dado, Nicole. Vamos a empezar inmediatamente. —Examinó una vez más su reloj—. Los técnicos de televisión deben de estar a punto de llegar.

—Hice que se marcharan —dijo Kongrosian—. Me lo ponían aún más difícil. Mire…, ¿ve esa mesa? ¡Ahora soy parte de ella y ella es parte de mí! Esperen y se lo mostraré.

Miró la mesa con intensidad, con la boca abierta. Y un jarrón lleno de rosas que había sobre la mesa se alzó y se movió por el aire hacia Kongrosian. El jarrón, mientras observaban, penetró en el pecho de Kongrosian y desapareció.

—Ahora está dentro de mí —dijo con voz trémula—. Lo he absorbido. Ahora es yo. —Hizo un gesto hacia la mesa— y… Yo soy él.

En el lugar donde había estado el jarrón, Nicole vio cómo se formaba, en densidad, masa y color, un complicado amasijo de materia orgánica, suaves tubos rojos y lo que parecían ser porciones de un sistema endocrino. Una sección de la anatomía interna de Kongrosian, advirtió. Tal vez su bazo y las configuraciones circulatorias que lo mantenían. El órgano, fuera lo que fuese, latía regularmente. Estaba vivo y activo. Qué elaborado es, pensó; no podía apartar los ojos de él, e incluso Wilder Pembroke lo miraba fijamente.

—¡Me estoy vaciando! —gimió Kongrosian—. ¡Muy pronto, si esto continúa, voy a tener que envolver todo el universo y todo lo que hay dentro de él, y lo único que estará fuera serán mis órganos internos, y entonces posiblemente moriré!

—Escuche, Kongrosian —dijo Pembroke con rudeza, apuntándole con su arma—. ¿Qué quiere decir con que hizo que marchara el equipo de televisión? Les necesito; Nicole va a dirigirse a la nación. Vaya y dígales que vuelvan. —Hizo un gesto con la pistola—. O consiga a un empleado de la Casa Blanca que…

Se interrumpió. El arma había abandonado su mano.

—¡Ayúdenme! —aulló Kongrosian—. Se está volviendo yo y yo tengo que ser ella.

En la mano de Pembroke apareció una masa rosa y esponjosa de tejidos pulmonares; instantáneamente la dejó caer y Kongrosian aulló de pánico.

Nicole cerró los ojos.

—Richard —murmuró confortante—. Deténlo. Contrólate.

—Sí —dijo Kongrosian, y soltó una risita de indefensión—. Tal vez pueda recoger los órganos y partes vitales de mi cuerpo que están por el suelo y devolverlos a mi interior.

—¿Puedes hacerme salir de aquí? —preguntó Nicole, abriendo los ojos—. Llévame muy lejos, Richard. Por favor.

—No puedo respirar —jadeó Kongrosian—. Pembroke tiene parte de mi aparato respiratorio y lo ha dejado caer; no le dio importancia…, me dejó caer.

Hizo un gesto hacia el hombre de la PN.

La cara de Pembroke perdió el color.

—Ha cerrado algo en mi interior —dijo Pembroke—. Algún órgano vital.

—¡Eso es! —aulló Kongrosian—. He cerrado su… Pero no voy a decírselo. —Agitó un dedo en su dirección maliciosamente—. Sólo le diré esto: vivirá unas… cuatro horas más. —Se echó a reír—. ¿Qué le parece?

—¿Puede revertir el proceso? —consiguió decir Pembroke.

El dolor se había infiltrado ahora en sus rasgos. Sufría.

—Si quisiera… Pero no quiero porque no tengo tiempo. Tengo que reunirme de nuevo. —Frunció el ceño, concentrándose—. Estoy muy ocupado desalojando todos los objetos extraños que han entrado en mí. Y quiero volver a ser yo; voy a devolverme.

Miró la masa esponjosa de tejido pulmonar.

—Eres yo —le dijo—. Formas parte del mundo del Yo, no del no-Yo. ¿Comprendes?

—Por favor, llévame lejos de aquí —le dijo Nicole.

—De acuerdo, de acuerdo —accedió Kongrosian, irritado—. ¿Dónde quieres estar? ¿En otra ciudad? ¿En Marte? Quién sabe a qué distancia puedo enviarte… Yo no. Como dijo el señor Pembroke, la verdad es que no he comprendido los usos políticos de mi habilidad, a pesar de todos estos años. Pero, de todas formas, ahora estoy metido en política. —Sonrió con deleite—. ¿Qué te parece Berlín? Puedo trasladarte de aquí a Berlín; confío en eso.

—Donde sea.

—Sé dónde voy a mandarte —exclamó Kongrosian de repente—. Sé dónde estarás a salvo, Nicky. Comprende que quiero que estés a salvo. Creo en ti; sé que existes. No importa lo que digan esas malditas máquinas de noticias. Están mintiendo. Lo sé. Están intentando debilitar mi confianza en ti. Todos se han confabulado y dicen exactamente lo mismo. Voy a enviarte a mi casa en Jenner, California. Puedes quedarte con mi esposa y mi hijo. Pembroke no podrá atraparte allí, porque dentro de poco estará muerto como una piedra. He apagado otro órgano importante en su interior, y éste, no importa cuál sea, es aún más vital que el otro. No vivirá seis minutos más.

—Richard, déjalo… —dijo Nicole.

Y entonces se calló, porque habían desaparecido. Kongrosian, Pembroke, su oficina en la Casa Blanca, todo había desaparecido de la vista. Estaba en un bosque lluvioso. La bruma flotaba entre las hojas brillantes; el terreno era suave, impregnado de humedad. No oía nada. El bosque saturado de humedad se hallaba completamente en silencio.

Estaba sola.

Comenzó a andar. Se sentía vieja y envarada y le costaba trabajo moverse. Sentía como si hubiera caminado bajo la lluvia durante un millón de años. Era como si hubiera estado allí siempre.

A través de las enredaderas y ramajes divisó los contornos de un viejo edificio de madera. Una casa. Caminó hacia allá con los brazos entrecruzados, temblando de frío.

Cuando apartó la última rama, vio aparcado delante un vehículo arcaico en el centro de lo que parecía ser el aparcamiento de la casa.

—Llévame a la ciudad más cercana —dijo al autotaxi tras abrir la puerta.

El mecanismo del taxi no respondió. Permaneció inerte, como si fuera un moribundo.

—¿No puedes oírme? —le dijo en voz alta.

—Lo siento, señorita —dijo una voz de mujer a su espalda—. Ese taxi pertenece a la gente de la compañía grabadora, y no puede responder porque está aún bajo contrato con ellos.

—Oh —dijo Nicole, enderezándose, y cerró la puerta del taxi—. ¿Es usted la esposa de Richard Kongrosian?

—Sí —respondió la mujer, bajando los escalones—. ¿Quién es…? —parpadeó— ¡Nicole Thibodeaux!

—Lo era —dijo Nicole—. ¿Puedo entrar y tomar algo caliente? No me encuentro muy bien.

—Naturalmente —dijo la señora Kongrosian—. ¿Ha venido en busca de Richard? No está aquí; lo último que he sabido de él es que estaba en un hospital neuropsiquiátrico en San Francisco. El Franklin Aimes. ¿Lo conoce?

—Lo conozco. Pero ya no está allí. No, no le estoy buscando.

Siguió a la señora Kongrosian al interior de la casa.

—Los de la compañía llevan aquí tres días. Grabando y grabando. Estoy empezando a creer que no se marcharán nunca. Son buena gente y me gusta su compañía. Duermen aquí por la noche. Originalmente querían grabar a mi esposo, por un viejo contrato con Ar-Cort, pero, como dije, no está.

—Gracias por su hospitalidad —dijo Nicole.

Descubrió que la casa resultaba cálida y seca; eso era un alivio. Un fuego ardía en la chimenea, y se acercó a él.

—He oído las cosas más raras por la televisión —dijo la señora Kongrosian—. Algo sobre usted; no pude entenderlo. Algo que tenía que ver con que usted…, bueno, conque no existía, creo. ¿Sabe de qué hablo? ¿Qué es lo que decían?

—Me temo que no —dijo Nicole, calentándose.

—Voy a preparar café. Ellos…, el señor Flieger y los otros de EME, volverán pronto. Para cenar. ¿Está usted sola? ¿No viene con nadie? —parecía sorprendida.

—Estoy completamente sola —contestó Nicole.

Se preguntó si Wilder Pembroke estaría ya muerto. Eso esperaba, por su propio bien.

—Su marido es una persona muy amable —dijo—. Le debo mucho.

De hecho le debo la vida, pensó.

—Piensa mucho en usted —le dijo la señora Kongrosian.

—¿Puedo quedarme aquí? —preguntó de repente Nicole.

—Por supuesto. Todo el tiempo que quiera.

—Gracias —dijo Nicole.

Se sentía un poco mejor. Tal vez no regrese nunca, pensó. Después de todo, ¿qué es lo que me espera allí? Janet está muerta, Bertold Goltz está muerto, incluso el Reichsmarschall Goering está muerto, y por supuesto también Wilder Pembroke. Y todo el Consejo de Gobierno, todas las figuras ocultas que habían estado tras ella. Asumiendo, claro, que los PN hubieran cumplido las órdenes, algo que no dudaba.

Ya no puedo gobernar, pensó; las máquinas de noticias se han encargado de eso, con su ciego y eficiente modo mecánico. Ellas y los Karp. Así que ahora, decidió, es el turno de los Karp; pueden quedarse con el poder una temporada. Hasta que sean depuestos, como yo.

Ni siquiera puedo ir a Marte. Al menos, no en una nave de saldo. Yo misma me encargué de eso. Pero existen otros medios. Grandes naves comerciales y también naves del gobierno. Naves muy rápidas que pertenecen a los militares; tal vez podría dirigir una de ésas. Podría hacerlo a través de Rudi, a pesar de que esté en su lecho de muerte. Legalmente, el Ejército le ha jurado fidelidad; se supone que tienen que hacer lo que él les diga.

—¿Café? —ofreció la señora Kongrosian, mirándola—. ¿Se encuentra bien?

—Sí —respondió Nicole, siguiéndola a la cocina de la vieja casa.

En el exterior, la lluvia caía ahora intensamente. Nicole tiritó e intentó no mirarla directamente. La lluvia le asustaba. Era como un presagio. Un recordatorio de algo maligno por venir.

—¿Qué es lo que teme? —preguntó de pronto la señora Kongrosian, perspicaz.

—No lo sé —confesó Nicole.

—He visto así a Richard. Debe de ser el clima, tan pesado y monótono. Aunque, por las descripciones que me ha hecho de usted, nunca la había imaginado así. Siempre me la pintaba tan valiente, tan llena de recursos…

—Siento decepcionarla…

La señora Kongrosian la cogió por el brazo.

—No me decepciona. Me gusta mucho. Estoy segura de que es el clima lo que la deprime.

—Tal vez —dijo Nicole.

Pero sabía que era algo más que la lluvia. Mucho más.