—La verdad es que me gustaría salir de la Casa Blanca —le dijo Richard Kongrosian, malhumorado, al PN que le vigilaba.
Se sentía irritado y también aprensivo; se mantenía lo más lejos posible del Comisario Pembroke. Sabía que era Pembroke quien se encargaba de él.
—El señor Judd, el psicoquímico de la AG Chemie, estará aquí de un momento a otro —dijo Wilder Pembroke—. Así que, por favor, sea paciente.
Su voz era suave, pero no tranquilizante. Tenía un duro retintín que hacía que Kongrosian se sintiera aún más incómodo.
—Esto es intolerable —dijo Kongrosian—. Vigilándome de esta forma, observando todo lo que hago. No soporto que me miren: tengo paranoia sensitiva, ¿es que no se da cuenta?
Llamaron a la puerta.
—El señor Judd, para ver al señor Kongrosian —anunció un lacayo de la Casa Blanca.
Pembroke abrió la puerta de la habitación para admitir a Merril Judd, quien entró lleno de energía, con un maletín oficial en la mano.
—Señor Kongrosian, me alegra conocerle por fin.
—Hola, Judd —murmuró Kongrosian, sintiéndose deprimido por todo lo que sucedía a su alrededor.
—Traigo unas cuantas medicinas experimentales para usted —le informó Judd, abriendo el maletín y rebuscando en su interior—. La imipramina hcl…, dos veces al día, 50 miligramos cada vez. Es la píldora naranja. La píldora marrón es nuestro nuevo óxido metabiretinato, cien miligramos por…
—Veneno —interrumpió Kongrosian.
—¿Cómo?
—No lo tomaré; esto es parte de un plan cuidadosamente establecido para matarme.
No había dudas en la mente de Kongrosian. Se había dado cuenta en el momento en que Judd había llegado con el maletín oficial de AG Chemie.
—En absoluto —dijo Judd, mirando bruscamente a Pembroke—. Se lo aseguro. Estamos intentando ayudarle. Es nuestro trabajo, señor.
—¿Y por eso me secuestró?
—Yo no le secuestré —dijo Judd cautelosamente—. Ahora, en lo que respecta a…
—Todos ustedes trabajan juntos —dijo Kongrosian.
Y tenía la respuesta adecuada; había estado preparándose para cuando llegara el momento exacto. Utilizando su talento psíquico, levantó ambas manos y dirigió el poder de su atención hacia el psicoquímico Merril Judd.
El psicoquímico se vio levantado del suelo y flotó en el aire; aún agarrando su maletín oficial, abrió la boca, con los ojos desorbitados, y miró a Kongrosian y a Pembroke intentando hablar; entonces Kongrosian le arrojó contra la puerta de la habitación. Esta, de madera hueca, se hizo pedazos cuando Judd chocó contra ella, y el hombre la atravesó y se perdió de vista. Sólo Pembroke y sus PN permanecieron entonces en la habitación con Kongrosian.
—Tal vez… —dijo roncamente Pembroke, aclarándose la garganta—, debiéramos ver si está malherido. —Mientras se dirigía a la puerta destrozada, añadió, por encima del hombro—: Me parece que AG Chemie se molestará por esto. Por decirlo de una forma suave.
—Al infierno con AG Chemie —dijo Kongrosian—. Quiero a mi propio médico. No confío en nadie que me traigan ustedes aquí. ¿Cómo sé que era de verdad de AG Chemie? Probablemente era un impostor.
—En todo caso, apenas tiene que preocuparse ahora por él —dijo Pembroke.
Cuidadosamente, abrió los restos de la puerta de madera.
—¿Era de verdad de AG Chemie? —preguntó Kongrosian, siguiéndolo al pasillo.
—Usted mismo habló con él por teléfono; fue usted quien le llamó, en un principio. —Pembroke parecía furioso y agitado mientras buscaba a Judd en el pasillo—. ¿Dónde está? —inquirió—. En nombre de Dios, ¿qué es lo que le ha hecho, Kongrosian?
—Le trasladé, escalera abajo, hasta la lavandería del subsuelo. Está perfectamente —dijo Kongrosian, de mala gana.
—¿Sabe lo que es el principio Von Lessinger? —le preguntó Pembroke, mirándole tenso.
—Por supuesto.
—Como miembro superior de la PN, tengo acceso al equipo Von Lessinger. ¿Le gustaría saber quién es el próximo a quien va a maltratar gracias a su habilidad psicocinética?
—No.
—Sería una ventaja saberlo. Porque puede querer detenerse; será una maniobra que lamentará.
—¿Quién es esa persona? —preguntó entonces Kongrosian.
—Nicole. Puede llamarme lo que quiera. ¿Debido a qué teoría operacional se ha abstenido, hasta ahora, de usar su talento políticamente?
—¿Políticamente? —repitió Kongrosian casi sin darse cuenta.
—La política, si puedo recordárselo, es el arte de hacer que otra gente haga lo que uno quiere, por la fuerza, si es necesario. Su manera de aplicar la psicocinética hace un momento ha tomado una dirección bastante inusitada…, pero ha sido un acto político.
—Siempre he sentido que estaba mal usarlo contra la gente.
—Pero ahora…
—Ahora la situación es diferente. Estoy prisionero; todo el mundo está contra mí. Usted está contra mí, por ejemplo. Podría usarlo contra usted.
—Por favor, no lo haga —dijo Pembroke. Sonrió, tenso—. Soy solamente un asalariado de una agencia gubernamental que hace su trabajo.
—Es usted mucho más que eso. Me gustaría saber cómo voy a usar mi talento contra Nicole.
No podía imaginarse a sí mismo haciendo eso; sentía demasiado temor hacia ella. Demasiada reverencia.
—¿Por qué no esperamos y vemos? —preguntó Pembroke.
—Me parece tan extraño que use el equipo Von Lessinger solamente para investigarme. Después de todo, soy completamente indigno, un marginado de la sociedad. Una rareza que nunca debería haber nacido.
—Es su enfermedad la que habla cuando dice eso. Y en el fondo de su mente lo sabe —dijo Pembroke.
—Pero tiene que admitir que no es normal que nadie use la maquinaria de Von Lessinger como lo ha hecho usted —insistió Kongrosian—. ¿Cuál es su motivo?
Su motivo real, pensó para sí.
—Mi deber es proteger a Nicole. Obviamente, ya que pronto hará usted un movimiento manifiesto en su dirección…
—Creo que me está mintiendo —interrumpió Kongrosian—. Nunca podría hacer una cosa así. No a Nicole.
Wilder Pembroke alzó una ceja. Y entonces se dio la vuelta y llamó el ascensor para bajar a buscar al psicoquímico de AG Chemie.
—¿Qué está planeando? —preguntó Kongrosian.
De todas formas, recelaba de los hombres de la PN, siempre había recelado de ellos y siempre lo haría, en particular desde que la PN había aparecido en el mercadillo ambulante y le había atrapado. Este hombre en concreto le hacía desconfiar mucho más, le hacía sentir hostilidad, aunque no comprendía del todo por qué.
—Sólo hago mi trabajo —repitió Pembroke.
Sin embargo, por razones que no sabía conscientemente Kongrosian no le creía.
—¿Cómo espera recuperarse ahora? —le preguntó Pembroke mientras las puertas del ascensor se abrían—. Ha destruido al hombre de AG Chemie…
Entró en el ascensor e hizo señas a Kongrosian para que le siguiera.
—Mi médico. Egon Superb. Él puede curarme aún.
—¿Quiere verle? Eso puede arreglarse.
—¡Sí! —exclamó Kongrosian ansiosamente—. En cuanto sea posible. Es la única persona en el universo que no está en contra de mí.
—Yo mismo podría llevarle allí —dijo Pembroke. Había una expresión pensativa en su cara llana y fría—. Si pensara que es una buena idea…, y la verdad es que en este punto no estoy muy seguro.
—Si no me conduce hasta él —dijo Kongrosian—, le levantaré con mi talento y le soltaré en el Potomac.
Pembroke se encogió de hombros.
—Podría hacerlo, sin ninguna duda. Pero, según el equipo Von Lessinger, probablemente no lo hará. Correré el riesgo.
—No creo que el principio de Von Lessinger pueda aplicarse con propiedad a los psis como yo —dijo Kongrosian, irritado, mientras entraba en el ascensor—. Al menos, eso es lo que he oído. Actuamos como factores acausales.
Era difícil tratar con este hombre. No le gustaba. Ni confiaba en él.
Tal vez sea sólo por su mentalidad de Policía, conjeturó Kongrosian mientras bajaban.
O tal vez haya algo más.
Nicole, pensó. Sabes perfectamente bien que nunca podría hacerte nada; está completamente fuera de lugar… Mi mundo entero se derrumbaría. Sería como lastimar a mi propia madre o a mi hermana, a alguien sagrado. Tengo que controlar mi talento, advirtió. Por favor, querido Dios, ayúdame a controlar mi habilidad psicocinética cuando esté cerca de Nicole, ¿de acuerdo?
Mientras el ascensor bajaba, esperó fervientemente una respuesta.
—Por cierto. —Pembroke interrumpió sus pensamientos de repente—. Sobre su olor. Parece que ha desaparecido.
—¡Desaparecido! —Y entonces la implicación de la observación del hombre de la PN le golpeó—. ¿Quiere decir que podía detectar mi olor fóbico? ¡Pero eso es imposible! No puede ser… —Dejó de hablar, confundido—. Y ahora dice que ha desaparecido.
No comprendía.
Pembroke le miró.
—Podría notarlo aquí, junto a usted en este ascensor. Por supuesto, puede volver. Me alegrará hacérselo saber si es así.
—Gracias —dijo Kongrosian.
Y pensó: este hombre, de alguna manera, me controla. Constantemente. Es un psicólogo maestro…; ¿o es, por definición, un estratega político maestro?
—¿Un cigarrillo?
Pembroke le tendió el paquete. Horrorizado, Kongrosian dio un salto hacia atrás.
—No. Son ilegales…, demasiado peligrosos. No me atrevería a fumar uno —repuso.
—Siempre el peligro —dijo Pembroke, mientras encendía uno—, ¿no? Un mundo constantemente peligroso. Tiene usted que tener cuidado incesantemente. Lo que necesita, Kongrosian, es un guardaespaldas. Un batallón de PN bien entrenado que estén siempre con usted. O, de otro modo…
—De otro modo, no cree que tenga muchas probabilidades.
Pembroke asintió.
—Muy pocas, Kongrosian. Y lo digo en base a mi uso del aparato de Von Lessinger.
Los dos hombres guardaron silencio.
El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron. Estaban en el subsuelo de la Casa Blanca. Kongrosian y Pembroke salieron al salón…
Un hombre, a quien los dos reconocieron, les estaba esperando.
—Quiero que me escuche. Kongrosian —le dijo Bertold Goltz al pianista.
Rápidamente, en una fracción de segundo, el Comisario de la PN sacó su pistola, apuntó a Goltz y disparó.
Pero Goltz ya se había evaporado.
En el suelo, donde había estado el hombre, había un trozo de papel doblado. Goltz lo había dejado caer. Kongrosian se agachó y lo recogió.
—¡No lo toque! —dijo Pembroke bruscamente.
Era demasiado tarde. Kongrosian lo tenía y lo estaba desdoblando. Decía:
Pembroke le lleva a la muerte
—Interesante —dijo Kongrosian.
Pasó el papel al hombre de la PN, Pembroke retiró la pistola y lo cogió, escrutándolo, con la cara torcida por la ira.
—Pembroke ha esperado meses, hasta conseguir que lo tuvieran en la Casa Blanca bajo custodia —dijo Goltz tras ellos—. Ahora ya no queda tiempo.
Pembroke se giró, sacó de nuevo la pistola y disparó. Una vez más, sonriendo con una mueca amarga, Goltz desapareció. Nunca lo atrapará, pensó Kongrosian. No mientras tenga el equipo Von Lessinger a su disposición.
¿Ya no queda tiempo para qué?, se preguntó. ¿Qué va a suceder? Goltz parecía saberlo y probablemente Pembroke lo supiera también; los dos disponían del mismo equipo.
Y, pensó, ¿qué relación tiene eso conmigo?
Conmigo… y con mi talento, que he jurado controlar. ¿Significa que voy a usarlo?
No sabía qué era lo que significaba aquello exactamente. Y probablemente podía hacer muy poco al respecto.
Nat Flieger oyó a unos niños jugando fuera de la casa. Cantaban una especie de galimatías que le era desconocido. Y llevaba metido en el mundo de la música toda la vida. No importaba con cuánta intensidad intentara comprender las palabras; éstas eran extrañamente confusas.
—¿Le importa si miro? —le preguntó a Beth Kongrosian, incorporándose de la hamaca.
Beth Kongrosian se puso pálida.
—Yo… preferiría que no lo hiciera. Por favor, no mire a los niños. ¡Por favor!
—Somos una compañía grabadora, señora Kongrosian —dijo Nat amablemente—. Todo lo relacionado con el mundo de la música es asunto nuestro.
No podía evitar acercarse a la ventana para echar un vistazo; el instinto, acertado o equivocado, estaba en su sangre y tenía precedencia sobre la amabilidad, la educación o cualquier otra cosa. Al asomarse, los vio sentados en un círculo. Todos eran parias. Se preguntó cuál de ellos sería Plautus Kongrosian. Todos le parecían iguales. Tal vez el niño pequeño que, vestido con pantalones cortos amarillos y camiseta, estaba a un lado. Nat hizo una seña a Molly y Jim, que se le unieron ante la ventana.
Cinco niños Neanderthal, pensó Nat. Arrancados de su tiempo; una secuencia del pasado presente en esta época, en el presente, para que nosotros, los de EME, podamos oírla y grabarla. Me pregunto qué clase de portada querría poner el departamento artístico. Cerró los ojos, sin querer seguir viendo la escena que había al otro lado de la ventana.
Pero seguiría adelante, lo sabía, porque había venido aquí a conseguir algo; no podemos —o al menos no queremos— volver sin nada. Y… esto es importante. Hay que tratar este asunto profesionalmente. Tal vez resulte incluso más importante que Richard Kongrosian, por bueno que sea. Y no podemos permitirnos el lujo de prestar atención a nuestras delicadas sensibilidades.
—Jim, saca el Ampek F-a2. Inmediatamente. Antes de que paren.
—No les dejaré grabarlos —objetó Beth Kongrosian.
—Lo haremos —le dijo Nat—. Estamos acostumbrados a esto, en sesiones de música popular hechas sobre la marcha. Se ha llevado a juicio muchas veces y la firma grabadora ha ganado siempre.
Siguió a Jim Planck para ayudarle a preparar los aparatos.
—Señor Flieger —le llamó la señora Kongrosian—, ¿comprende lo que son?
—Sí —dijo él.
Y continuó con la tarea.
Inmediatamente tuvieron preparado el Ampek F-a2. El organismo latió adormecido, haciendo ondular sus pseudópodos como si tuviera hambre. La humedad parecía haberle afectado un poco; estaba apático.
Beth Kongrosian apareció tras ellos, serena, con la cara rígida por la determinación.
—Escúchenme, por favor —dijo en voz baja—. Esta noche van a tener una reunión. Los adultos. En su lugar de asamblea, en el bosque, cerca de aquí, en la carretera que utilizan; les pertenece a ellos, a su organización. Cantarán y bailarán mucho. Exactamente lo que quieren ustedes. Mucho más de lo que encontrarán aquí, con estos niños. Por favor, esperen y graben eso.
—Grabaremos las dos cosas —dijo Nat.
Hizo un gesto a Jim para que llevara el Ampek F-a2 al círculo de niños.
—Les dejaré que se queden aquí esta noche. —Beth Kongrosian corrió tras ellos—. Muy tarde, a eso de las dos de la madrugada, cantan maravillosamente… Es difícil comprender las palabras, pero… —Cogió a Nat por el brazo—. Richard y yo hemos estado intentando mantener a nuestro hijo apartado de todo esto. Los niños no participan realmente; no conseguirá nada auténtico de ellos. Cuando vea a los adultos… —Se echó a llorar y terminó a duras penas—. Entonces verá lo que quiero decir.
—Vamos a esperar —dijo Molly.
Dudando, Nat se volvió hacia Jim Planck. Jim asintió.
—De acuerdo, señora Kongrosian —dijo entonces Nat—. Si nos lleva a su punto de reunión y se encarga de que podamos entrar.
—Sí. Lo haré. Gracias, señor Flieger.
Me siento culpable, pensó Nat. Pero dijo en voz alta:
—De acuerdo. Y… —la culpa fue más fuerte que él—, qué diablos, no tiene que alojarnos aquí. Nos instalaremos en Jenner.
—Me gustaría que se quedaran. Estoy terriblemente sola. Necesito compañía cuando Richard no está. No sabe lo que significa que gente de… fuera venga aquí de vez en cuando.
Los niños, al advertir a los adultos, se separaron de repente, tímidamente. Miraron a Nat, a Jim y a Molly con los ojos muy abiertos. Probablemente no habría sido posible grabarlos, pensó Nat. No había perdido nada con su trato.
—¿Le asusta esto? —le preguntó Beth Kongrosian.
Él se encogió de hombros.
—No. La verdad es que no.
—El gobierno lo sabe. Han venido a investigar muchos etnólogos y dios sabe qué más. Todos dicen que demuestra una cosa: en tiempos prehistóricos, durante la época anterior al Hombre de Cromagnon…
Se detuvo, incapaz de continuar.
—Se cruzaron —terminó Nat—. Como indicaban los esqueletos encontrados en las cuevas de Israel.
—Sí —asintió ella—. Posiblemente todas las llamadas subrazas. Las razas que no sobrevivieron. Fueron absorbidas por el Homo Sapiens.
—Yo haría una suposición diferente. Me parece más probable que las subrazas fueran mutaciones que existieron durante un corto espacio de tiempo, y que luego desaparecieron porque no pudieron adaptarse. Tal vez hubo problemas con la radiación en esos días.
—No estoy de acuerdo —dijo Beth Kongrosian—. Y el trabajo que se ha realizado con el equipo Von Lessinger corrobora lo que digo. Por su teoría serían sólo… mutaciones. Pero creo que eran auténticas razas…, creo que evolucionaron separadamente del primate original, el Proconsul. Y por fin todos se unieron, cuando el Homo Sapiens emigró a sus terrenos de caza.
—¿Puedo tomar otra taza de café? —preguntó Molly—. Tengo frío. —Tiritó—. Este aire húmedo me sienta fatal.
—Volvamos a la casa —accedió Beth Kongrosian—. No están ustedes habituados al clima de aquí arriba, lo comprendo. Recuerdo cómo nos sentimos al principio de trasladarnos.
—Plautus no nació aquí —dijo Nat.
—No. Vinimos aquí por su causa.
—¿No debería habérselo quedado el gobierno? Tienen escuelas especiales para los supervivientes de la radiación —dijo Nat, evitando emplear el término exacto: mutantes.
—Pensamos que sería más feliz aquí —explicó Beth Kongrosian—. La mayoría de ellos, los parias, como los llaman, están aquí. Han venido de todas partes del mundo durante las dos últimas décadas.
Los cuatro volvieron a entrar en la cálida casa.
—Es un niño encantador —dijo Molly—. Muy dulce y sensible, a pesar…
Se detuvo.
—La mandíbula y la forma de andar arrastrándose no se han desarrollado aún —dijo la señora Kongrosian, aceptándolo como lo que era—. Eso comienza a partir de los trece años.
Empezó a calentar agua en la cocina para preparar el café.
Es extraño lo que vamos a conseguir en este viaje, pensó Nat Flieger. Tan diferente de lo que Leo esperaba.
Me pregunto cómo se venderá.
La dulce y pura voz de Amanda Conners llegó a través del intercomunicador, sorprendiendo al doctor Egon Superb, que examinaba sus citas del día siguiente.
—Hay alguien que quiere verle, doctor. Un tal Wilder Pembroke.
¡Wilder Pembroke! El doctor Superb se enderezó e hizo a un lado su libro de citas. ¿Qué quería esta vez el oficial de la PN? Sintió un cansancio inmediato e instintivo.
—Espere un minuto, por favor.
¿Ha venido a cerrar la consulta por fin?, se preguntó. Entonces, ya debo de haber visto a ese paciente en concreto sin darme cuenta. Ése al que tengo que servir. O mejor, no servir. El hombre con el que tengo que fracasar.
El sudor le recorría la frente mientras pensaba: de modo que ahora mi carrera, como la de todos los psicoanalistas de los EUEA, se termina. ¿Qué haré ahora? Algunos colegas suyos habían emigrado a los países comunistas, pero seguramente allí no quedaba nada. Otros habían emigrado a la Luna y a Marte. Y unos pocos —más que unos pocos, en realidad— habían solicitado empleo en la AG Chemie, la organización responsable en último término de la legislación restrictiva contra ellos.
Era demasiado joven para retirarse y demasiado viejo para aprender otra profesión. Así que no puedo hacer nada, pensó amargamente. No puedo seguir y no puedo renunciar, es realmente una traba doble, el tipo de asunto en el que mis pacientes se meten siempre. Ahora podía sentir más compasión por ellos y por los líos en que convertían sus vidas.
—Haga pasar al señor Pembroke —le dijo a Amanda.
El PN de ojos duros y habla sosegada, vestido como la otra vez con ropas de paisano, entró lentamente en la oficina y se sentó ante el doctor Superb.
—Vaya chavala que tiene ahí afuera —dijo Pembroke, y se pasó la lengua por los labios—. Me pregunto qué será de ella. Posiblemente, nosotros…
—¿Qué quiere? —dijo Superb.
—Una respuesta. A una pregunta.
Pembroke se echó hacia atrás, sacó una pitillera de oro, una antigüedad del siglo pasado, y encendió un cigarrillo con un mechero que era otra antigüedad. Exhaló humo y se acomodó, cruzando las piernas.
—Su paciente, Richard Kongrosian, ha descubierto que puede contraatacar —prosiguió.
—¿Contra quién?
—Contra sus opresores. Nosotros, por supuesto. Contra cualquiera que se le ponga por delante, en realidad. Eso es lo que me gustaría saber. Quiero trabajar con Richard Kongrosian, pero tengo que protegerme de él. Francamente, le tengo miedo. En este punto, doctor, le temo más que a nadie en el mundo. Y sé por qué… He usado el equipo Von Lessinger y sé exactamente de qué hablo. ¿Cuál es la llave de acceso a su mente? ¿Cómo puedo hacer que Kongrosian sea…? —Pembroke hizo un gesto con la mano, buscando la palabra adecuada—. De fiar. Usted me entiende. Obviamente, no quiero que me levante y me tire desde seis metros de altura cualquier mañana, cuando tengamos una discusión sin importancia.
Su cara estaba pálida y se sentaba un poco envarado.
—Ahora sé quién es el paciente que estoy esperando —dijo el doctor Superb tras una pausa—. Me mintió. No se espera que fracase. De hecho, mi intervención es vital. Y el paciente está bastante sano.
Pembroke le miró con intensidad, pero no dijo nada.
—Usted es el paciente. Y fue completamente consciente de ello todo este tiempo. Me ha engañado usted desde el principio.
Pembroke asintió.
—Y esto no es un asunto gubernamental —dijo Superb—. Esto es un plan suyo. No tiene nada que ver con Nicole.
Al menos, no directamente, pensó.
—Tenga cuidado —dijo Pembroke.
Sacó su pistola de reglamento y la colocó en su regazo, pero con la mano cerca.
—No puedo decirle cómo controlar a Kongrosian. Ni yo mismo le controlo, ya lo ha visto.
—Pero debería saber si puedo trabajar con él. Le conoce lo suficiente para eso.
Miró a Superb sin pestañear, esperando.
—Tendrá que decirme qué intenta hacer con él.
Pembroke recogió su pistola y apuntó directamente a Superb.
—Dígame qué siente hacia Nicole.
—Para él es una figura Magna Mater. Como para todos nosotros.
—Magna Mater. —Pembroke se inclinó hacia delante—. ¿Qué es eso?
—La gran madre primordial.
—En otras palabras, la idolatra. Para él es una diosa, no una mortal. ¿Cómo reaccionaría…? —Pembroke dudó—. Suponga que Kongrosian se convirtiera de repente en Ge y poseyera uno de los secretos gubernamentales mejor guardados: que Nicole murió hace años y que esta Nicole es una actriz. Una chica llamada Kate Rupert.
Los oídos de Superb zumbaron. Estudió a Pembroke y lo supo con absoluta certeza. Cuando la conversación terminara, Pembroke le mataría.
—Porque ésa es la verdad —dijo Pembroke, y entonces guardó la pistola en su funda—. ¿Dejaría de temerla entonces? ¿Podría… cooperar?
—Sí —dijo Superb tras una pausa—. Lo haría. Definitivamente.
Pembroke se relajó de modo visible. Dejó de temblar y el color regresó a su cara delgada y afilada.
—Bien. Espero que esté diciendo la verdad, doctor, porque si no es así, volveré, no importa lo que pase, y acabaré con usted. —Se puso en pie de inmediato—. Adiós.
—¿Se… se me acabó el negocio? —preguntó Superb.
—Por supuesto. ¿Por qué no? —Pembroke sonrió serenamente—. ¿Qué bien puede hacerle ahora a nadie? Lo sabe, doctor. Su hora ha pasado. Hay un chiste gracioso, en el que usted…
—Suponga que digo lo que acaba de comunicarme.
—Oh, por favor, hágalo. Eso hará mi trabajo mucho más fácil. Verá, doctor, estoy intentando hacer público este Geheimnis particular a los Bes. Y, simultáneamente, Karp und Sohnen revelará el otro.
—¿Qué otro?
—Tendrá que esperar hasta que Anton y Felix Karp estén preparados. —Abrió la puerta de la oficina—. Volveré a verle pronto, doctor. Gracias por su ayuda.
La puerta se cerró tras él.
El doctor Superb comprendió que se había enterado del último secreto de estado. Ahora estoy en la cima de la sociedad Ge.
Y no importa. Porque no hay manera de que pueda utilizar esta información como instrumento con el que conservar mi carrera. Eso es todo lo que cuenta en lo que a mí respecta. Mi carrera y nada más. Maldita sea, ¡nada!
Sintió un odio maligno y abrumador hacia Pembroke. Si pudiera matarle, comprendió Superb, lo haría. Ahora mismo. Le seguiría…
—Doctor. —La voz de Amanda sonó a través del intercomunicador—. El señor Pembroke dice que tenemos que cerrar. —Vaciló—. ¿Es cierto? Pensé que le iban a dejar continuar una temporada.
—Tiene razón —admitió Superb—. Se acabó. Será mejor que telefonee a todos los pacientes que tengo citados y se lo cuente.
—Sí, doctor —Amanda colgó; lloraba.
Maldito sea, se dijo Superb. Y no hay nada que pueda hacer. Absolutamente nada.
El intercomunicador zumbó una vez más y Amanda añadió, dudando:
—También dijo algo más. No quería decírselo…, pero era sobre mí. Sabía que le pondría furioso.
—¿Qué dijo?
—Dijo… que tal vez podría usarme. No dijo cómo, pero sea lo que sea, me sentí… —Se calló un momento—. Me sentí enferma. Como no me había sentido antes. No importa quién me haya mirado o hablado. No importa lo que dijera nadie. Esto… fue diferente.
Superb se puso en pie, caminó hasta la puerta del despacho y la abrió. Pembroke se había marchado, naturalmente. Sólo vio a Amanda Conners en la oficina exterior, sentada ante su mesa, secándose los ojos con un pañuelo. Superb caminó hasta la puerta principal, la abrió y bajó la escalera.
Abrió la caja de su biciclo y sacó la llave inglesa. La barra de acero parecía resbaladiza y fría en su mano mientras buscaba al Comisario Pembroke.
A lo lejos vio una figura encogida. Perspectiva alterada, advirtió. Le hace parecer pequeño. Pero no lo es. El doctor Superb se acercó al hombre de la PN y alzó la llave.
La figura de Pembroke creció.
Pembroke no le prestaba atención. Ni siquiera le vio acercarse. Permanecía inmóvil, junto a un grupo de transeúntes, observando fijamente los titulares que desplegaba una máquina de noticias ambulante.
Los titulares eran grandes, negros y ominosos. Al acercarse, el doctor Superb los vio y descifró las palabras. Redujo el paso, bajó la llave y por fin se detuvo, como los otros.
—¡Karp revela el gran secreto del gobierno! —rechinaba la máquina de noticias a todo el mundo que le oía—. ¡Der Alte es un simulacro! ¡Ya se está construyendo uno nuevo!
La máquina de noticias empezó a rodar en busca de otros clientes. Nadie compraba aquí. Todos se habían quedado helados. Para el doctor Superb era como un sueño; cerró los ojos, pensando para sí: me es difícil creer esto. Terriblemente difícil.
—¡Empleado de Karp roba los planos completos para el siguiente simulacro der Alte! —exclamó la máquina, ahora a media manzana de distancia. El sonido hizo eco—. ¡Hace públicos los planos!
Todos estos años hemos adorado a un muñeco, pensó el doctor Superb. A un ser inerte y falto de vida.
Al abrir los ojos, vio a Wilder Pembroke que se inclinaba grotescamente para oír el parloteo de la máquina, Pembroke dio unos cuantos pasos hacia ella, como si estuviera hipnotizado.
Mientras se marchaba, Pembroke se encogió como antes. Tengo que ir tras él, advirtió Superb. Tengo que conseguir que recupere su tamaño real, para hacer lo que tengo que hacer. La llave se volvió tan resbaladiza que apenas podía sostenerla.
—¡Pembroke! —llamó.
La figura se detuvo, sonriendo malignamente.
—Ahora ya sabe los dos secretos. Su información es única, Superb —dijo Pembroke, y regresó junto a él—. Tengo un consejo que darle. Le sugiero que llame a una máquina entrevistadora y le dé su noticia. ¿Tiene miedo?
—Es… demasiado, tan de repente —consiguió decir Superb—. Tengo que pensarlo.
Confuso, escuchó el canturreo de la máquina de noticias; su voz era aún audible.
—Pero lo dirá, tarde o temprano.
Pembroke, aún sonriendo, sacó su pistola de reglamento y apuntó con ella, con maestría, a la cabeza de Superb.
—Se lo ordeno, doctor —dijo acercándosele por la acera—, no queda tiempo, porque Karp und Sohnen ha hecho su movimiento. Éste es el momento, doctor, el Augenblick, como dicen nuestros amigos alemanes. ¿No está de acuerdo?
—Yo… llamaré a una máquina entrevistadora.
—No le diga cuál es su fuente, doctor. Creo que volveré a entrar con usted. —Pembroke instó a Superb a que volviera a subir los escalones del edificio—. Diga sólo que uno de sus pacientes, un Ge, se lo reveló confidencialmente, pero que le parece que es demasiado importante para callárselo.
—De acuerdo —asintió Superb.
—Y no se preocupe por el efecto psicológico que pueda tener sobre la nación, sobre las masas de Bes. Creo que podrán soportarlo, una vez haya pasado el shock inicial. Habrá una reacción, por supuesto; espero que destruya el sistema de gobierno. ¿No le parece? Así no habrá más der Altes ni más «Nicoles», ni más división entre Ge y Be, porque todos seremos Bes. ¿Correcto?
—Sí —dijo Superb, y atravesó despacio la oficina exterior, dejando atrás a Amanda Conners, que le miró sin decir nada al verle con Pembroke.
—Todo lo que me preocupa es la reacción de Bertold Goltz —murmuró Pembroke, casi para sí—. Todo lo demás parece estar en orden, pero ése es un factor que no consigo anticipar.
Superb se detuvo y se volvió a Amanda.
—Póngame al teléfono con la máquina entrevistadora del New York Times, por favor.
Amanda alzó el teléfono y marcó el número, aturdida.
Maury Frauenzimmer tragó saliva ruidosamente, con la cara cenicienta; bajó el periódico y murmuró a Chic:
—¿Sabes quién de nosotros filtró la noticia?
Su carne le colgaba en las mejillas, como si la muerte estuviera rondándole.
—Yo…
—Fue tu hermano Vince. Y lo acababas de traer de la Karp. Bien, éste es nuestro fin. Vince trabajaba para la Karp. Nunca le despidieron…, le enviaron. —Maury arrugó el periódico con las dos manos—. Dios, si hubieras emigrado… Si te hubieras ido, nunca habría conseguido entrar aquí; nunca le habría contratado si tú no lo hubieras dicho. —Alzó los ojos llenos de pánico, y miró a Chic—. ¿Por qué no te dejé marchar?
Fuera de la fábrica de Frauenzimmer Asociados, una máquina de noticias crepitó:
—¡… el gran secreto del gobierno! ¡Der Alte es un simulacro! ¡Ya se está construyendo uno nuevo!
Empezaba una y otra vez, controlada mecánicamente por sus circuitos centrales.
—Destrúyela, Chic —croó Maury—. Esa… máquina de ahí fuera. Haz que se marche, en nombre de Dios.
—No se irá —dijo Chic pastosamente—. Lo intenté cuando la oí por primera vez.
Los dos se miraron a la cara, incapaces de hablar. De todas formas, no había nada que decir. Era el final de su empresa.
Y tal vez de sus vidas.
—Esos solares de Loony Luke —dijo Maury por fin—. Esos mercados ambulantes de naves baratas. El gobierno los cerró todos, ¿no?
—¿Por qué?
—Porque quiero emigrar. Tengo que salir de aquí. Y tú también.
—Están cerrados —dijo Chic, asintiendo.
—¿Sabes lo que estamos presenciando? Es un golpe de estado. Un complot contra el gobierno de los EUEA, a cargo de algún tipo o de un montón de ellos. Y son individuos que están dentro del aparato, no intrusos como Goltz. Y están trabajando con las multinacionales, con la Karp, la mayor de todas. Tienen muchísimo poder. Esto no es una pelea callejera. No es una riña vulgar. —Se secó la cara empapada de sudor con su pañuelo—. Lo siento. Maldita sea, nos han metido a los dos en esto. Los chicos de la PN estarán aquí de un momento a otro.
—Pero tienen que saber que no pretendimos…
—No saben nada. Estarán arrestando a todo el mundo. Por todas partes.
A lo lejos sonó una sirena. Maury la escuchó, con los ojos redondos como platos.