—No lo sé, Vince. Tal vez te pueda conseguir trabajo con Maury, o tal vez no —dijo Chic Strikerock, reclinándose contra el asiento.
Estaba disfrutando intensamente de la situación.
Se dirigían en coche, por la autopista, hacia Frauenzimmer Asociados. Su vehículo, privado pero controlado centralmente, avanzaba guiado de un modo experto. No tenían nada de qué preocuparse, y podían dedicarse a consideraciones más importantes.
—Pero estáis contratando a todo tipo de gente —señaló Vince.
—Yo no soy el jefe.
—Haz lo que puedas, ¿de acuerdo? Te lo agradecería. Después de todo, ahora la Karp va a arruinarse irremediablemente. Eso es obvio. —Tenía una peculiar expresión triste y abatida que Chic nunca le había visto antes—. Cualquier cosa que tengas me valdrá, por supuesto —murmuró—. No quiero meterte en ningún compromiso.
—Creo que también deberíamos solucionar el asunto de Julie —dijo Chic, reflexionando—. Es tan buen momento como cualquier otro.
La cabeza de su hermano giró; Vince le miró, con la cara congestionada.
—¿Qué quieres decir?
—Llámalo un acuerdo.
—Ya veo —dijo Vince tras una larga pausa—. Pero… tú mismo dijiste…
—Lo máximo que he llegado a decir es que me pone nervioso. Pero ahora me siento mucho más seguro psicológicamente. Después de todo, estaba a punto de ser despedido. Ahora todo eso ha cambiado. Soy parte de una compañía en proceso de expansión. Y los dos lo sabemos. Estoy dentro, y eso significa mucho. Ahora creo que puedo manejar a Julie. En realidad, debería tener una esposa. Eso ayuda a asegurar estatus.
—¿Quieres decir que intentas casarte formalmente con ella?
Chic asintió.
—De acuerdo —dijo Vince por fin—. Quédatela. Francamente, no me importa un comino. Es asunto tuyo. Siempre y cuando puedas colocarme en Frauenzimmer Asociados. Eso es todo lo que me interesa.
Extraño, pensó Chic. Nunca había visto a su hermano preocupado por su carrera hasta el punto de excluir cualquier otro tema. Lo anotó mentalmente. Tal vez significaba algo.
—Puedo darle mucho a Frauenzimmer —dijo Vince—. Por ejemplo, sé el nombre del nuevo der Alte. Recogí un poco de información en la Karp antes de irme. ¿Quieres saberlo?
—¿Qué? —dijo Chic—. ¿El nuevo qué?
—El nuevo der Alte. ¿O es que no comprendes cuál es el contrato que tu jefe le ha arrebatado a la Karp?
—Claro que lo sé. Sólo estaba sorprendido —dijo Chic encogiéndose de hombros. Sus oídos aún resonaban por el shock—. Oye —consiguió decir—, no me importa si se va a llamar Adolf Hitler Von Beethoven.
De modo que el der Alte era un sim. Se sintió estupendamente al saberlo. Este mundo, la Tierra, era un lugar magnífico para vivir, por fin, y tenía intención de disfrutar de él por completo. Ahora que era de verdad un Ge.
—Se va a llamar Dieter Hogben —dijo Vince.
—Estoy seguro de que Maury lo sabe —contestó Chic con indiferencia, aunque por dentro estaba aún anonadado. Por completo.
Su hermano se inclinó y conectó la radio del coche.
—Ya hay noticias al respecto.
—Dudo que las haya tan pronto.
—¡Calla!
Su hermano subió el volumen. Había sintonizado un noticiario. Todo el mundo, a lo largo de los EUEA, estaría escuchándolo. Chic se sintió un poco contrariado.
—… un leve ataque al corazón, que ocurrió aproximadamente a las tres, según anunciaron los doctores, ha desatado los temores de que Herr Kalbfleisch pueda no vivir para llegar al término de su mandato. El estado del corazón y del sistema circulatorio del der Alte es objeto de todo tipo de especulaciones. Este inesperado ataque llega en un momento en que…
La radio continuó hablando. Chic y Vince intercambiaron una mirada y los dos, de repente, se echaron a reír.
—No durará mucho —dijo Chic.
El final del viejo estaba en camino; ya se había hecho el primero de una serie de anuncios oficiales. El proceso seguía un curso regular, fácilmente predecible. Primero, el ataque cardiaco inicial, leve, caído del cielo, y que al principio se pensaba que era una simple indigestión. Con esto se sorprendía a la gente, pero al mismo tiempo se la preparaba, se hacía que se acostumbraran a la idea. Los Bes tenían que ser tratados de esta forma; era una tradición, y funcionaba suave y efectivamente. Siempre lo había hecho antes.
Todo está acordado, se dijo Chic. El encargo del der Alte, quién se queda con Julie, para qué firma trabajamos mi hermano y yo…; no hay cabos sueltos, problemáticos e incompletos.
Y, sin embargo…
Supongamos que hubiera emigrado. ¿Dónde estaría ahora? ¿En qué consistiría su vida? Richard Kongrosian y él…, colonos en una tierra distante. Pero no tenía sentido pensarlo ahora, porque había rechazado aquello; no había emigrado, y el momento de la elección ya había pasado. Descartó el pensamiento y regresó al asunto que tenían entre manos.
—Vas a descubrir que trabajar para una compañía pequeña es muy diferente a hacerlo con una gran multinacional —le dijo a Vince—. El anonimato, la burocracia impersonal…
—¡Calla! —interrumpió Vince—. Hay otro boletín.
Otra vez conectó la radio del coche.
—… debido a su enfermedad, las responsabilidades han sido asumidas por el vicepresidente, y se prevé que en breve se anuncien elecciones especiales. Mientras tanto, el estado del doctor Rudi Kalbfleisch…
—No nos van a dar mucho tiempo —dijo Vince, frunciendo el ceño nerviosamente y mordiéndose el labio inferior.
—Podemos hacerlo —contestó Chic.
No estaba preocupado. Maury encontraría una forma; ahora que tenía la oportunidad, su jefe demostraría lo que valía.
Ahora que la gran ocasión había llegado, era imposible fallar.
Ninguno de ellos podía hacerlo.
¡Dios, mira que preocuparse por eso!
Sentado en el cómodo sillón azul, el Reichsmarschall meditaba sobre la propuesta de Nicole, quien sorbía té helado, esperando silenciosamente, en su auténtica silla Directorio, situada en el otro extremo de la Sala Loto de la Casa Blanca.
—Lo que está pidiendo —dijo Goering por fin— es, ni más ni menos, que nos retractemos de nuestros juramentos a Adolf Hitler. ¿Es que no comprende el Führer Prinzip, el Principio del Liderazgo? Es posible que pueda explicárselo. Por ejemplo imagine un barco en el que…
—No quiero una conferencia —replicó Nicole—. Quiero una decisión. ¿O es que no puede decidir? ¿Ha perdido esa capacidad?
—Pero si hacemos lo que nos pide —dijo Goering—, no seremos mejores que los Saboteadores de Julio. De hecho, tendremos que colocar una bomba, exactamente igual que hicieron o harán ellos, como quiera que se exprese. Encuentro esto singularmente difícil. ¿Por qué tanta urgencia?
—Porque quiero resolver esto —dijo Nicole.
Goering suspiró.
—Sabe, nuestro mayor error, en la Alemania nazi, fue no haber sabido usar las habilidades de las mujeres con propiedad. Las relegamos a la cocina y a la cama. No se las usó realmente en el esfuerzo de guerra, en la administración o en el aparato del Partido. Al observarla, puedo ver el terrible error que cometimos.
—Si no ha decidido en las próximas seis horas —dijo Nicole—, haré que los técnicos Von Lessinger le devuelvan a la Era de la Barbarie, y cualquier trato al que pudiéramos llegar… —Hizo un ademán de corte con los dedos que Goering observó con aprensión—. Se acabó.
—Simplemente, no tengo autoridad…
—Óigame, será mejor que la tenga. ¿Qué pensó, qué pensamientos surcaron su mente cuando vio su cadáver cubierto de sangre en la cárcel de Nuremberg? Tiene que elegir: o eso, o asumir la autoridad para negociar conmigo.
Se echó atrás y sorbió un poco más de té helado.
—Yo… lo pensaré —dijo Goering, roncamente—. Durante las próximas horas. Gracias por ampliar el tiempo. Personalmente, no tengo nada contra los judíos. Estaría bastante dispuesto a…
—Pues entonces hágalo.
Nicole se puso en pie. El Reichsmarschall se quedó sentado, evidentemente sin darse cuenta de que ella se había levantado. Nicole se marchó de la habitación. Qué individuo más deprimente y despreciable, pensó. Castrado por la disposición del poder del Tercer Reich, incapaz de hacer nada solo, como individuo único…; no le extrañaba que hubieran perdido la guerra. Y pensar que en la primera guerra mundial era un valiente as de la aviación, uno de los miembros del Circo Volante de Von Richthofen, y que pilotaba uno de aquellos pequeños e inestables aeroplanos de madera y alambre… Era difícil creer que se tratara del mismo hombre.
A través de una ventana vio a la multitud que se congregaba ante la Casa Blanca, curiosos que se habían acercado a causa de la «enfermedad» de Rudi. Nicole sonrió. A partir de ahora montarían guardia, día y noche, como si esperaran para comprar las entradas del Campeonato Mundial, hasta que Kalbfleisch «muriera». Luego, silenciosamente, se marcharían.
El cielo sabía para qué venían. ¿No tenían otra cosa que hacer? Se lo había preguntado muchas veces antes, en las ocasiones precedentes. ¿Eran siempre las mismas personas? Interesante especulación.
Dobló una esquina… y se encontró cara a cara con Bertold Goltz.
—Vine corriendo en cuanto me enteré —dijo Goltz con indolencia—. Así que el viejo ha apurado su período y ahora se acabó. Éste no ha durado mucho. Y Herr Hogben le reemplazará: un muñeco mítico que aún no existe. He estado en la Frauenzimmer Werke. Tienen valor.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Nicole.
Goltz se encogió de hombros.
—Conversar, tal vez. Siempre me agrada charlar con usted. La verdad es que en este momento tengo un propósito distinto: advertirla. Karp und Sohnen tiene ya un agente en la Frauenzimmer Werke.
—Lo sé —dijo Nicole—. Y no llame Werke a la Frauenzimmer. Son demasiado pequeños para ser un cártel.
—Un cártel puede ser pequeño en tamaño. Lo que importa es que tengan un monopolio. No hay competencia…, Frauenzimmer la tiene toda. Ahora, Nicole, será mejor que me escuche; es conveniente que haga que sus técnicos Von Lessinger prevean los hechos relacionados con la gente de Frauenzimmer. Los de los próximos dos meses, como mínimo. Creo que se llevará una sorpresa. Karp no va a rendirse tan fácilmente; tendría que haberlo pensado.
—Tenemos la situación bajo…
—No, no la tienen. No tienen nada bajo control. Mire y verá. Se está volviendo complaciente, como un gato gordo. —Vio que ella tocaba el botón de emergencia de su garganta y sonrió—. ¿La alarma, Nicky? ¿Por mí? Bien, supongo que tengo que irme. Por cierto, felicidades por detener a Kongrosian antes de que pudiera emigrar. Eso ha sido todo un golpe de su parte. Sin embargo…, aún no lo sabe, pero la captura de Kongrosian la ha aferrado un poco más a la existencia de lo que suponía. Por favor, use el equipo de Von Lessinger. Es tan valioso en situaciones como ésta…
Dos hombres de la PN, con sus uniformes grises, aparecieron al fondo del corredor. Nicole les hizo señas bruscamente ellos sacaron sus armas.
Con un bostezo, Goltz se esfumó.
—Se ha ido —dijo acusadoramente Nicole a los hombres de la PN.
Claro que se había ido; lo esperaba. Pero al menos así se acababa la conversación, se había deshecho de su presencia.
Deberíamos volver a la infancia de Goltz y destruirle entonces, pensó Nicole. Pero Goltz se había anticipado a ellos. Hacía tiempo que había vuelto al período de su nacimiento y su infancia. Se protegía, se entrenaba, arrullaba a su yo infantil; mediante el principio Von Lessinger, Bertold Goltz se había convertido, en efecto, en su propio padre. Fue su propio compañero constante, su propio Aristóteles, durante los primeros quince años de su vida, y por esa razón no se podría sorprender al joven Goltz.
La sorpresa. Ése era el elemento que Von Lessinger había desterrado casi por completo de la política. Todo era ahora pura relación de causa y efecto. Al menos, eso esperaba Nicole.
—Señora Thibodeaux —dijo muy respetuosamente uno de los PN—, hay un hombre de la AG Chemie que quiere verla. Un tal Merril Judd. Le hemos hecho pasar.
—Oh, sí. Gracias —asintió Nicole.
Tenía una cita con él; Judd tenía algunas ideas frescas sobre cómo tratar a Richard Kongrosian. El psicoquímico se había puesto en contacto con la Casa Blanca en cuanto supo que habían encontrado a Kongrosian.
Nicole se dirigió a la Sala Amapola de California, donde tenía que reunirse con Judd.
Malditos Karp, Anton y Felix, pensaba mientras recorría apresuradamente el corredor alfombrado, seguida por los dos hombres de la PN. Supongamos que intentan sabotear el Proyecto Dieter Hogben… Tal vez Goltz tenga razón: ¡Tal vez tengamos que actuar contra ellos! Pero eran tan fuertes… Y disponían de tantos recursos… Los Karp, padre e hijo, eran viejos profesionales en su negocio, más aún que ella misma.
Me pregunto qué quiso decir Goltz exactamente, pensó. Sobre que nos hemos aferrado un poco más a la existencia al recuperar a Richard Kongrosian. ¿Tendrá algo que ver con Loony Luke? Ése era otro, tan malo como los Karp o Goltz; otro pirata nihilista, otro independiente a expensas del estado. Qué complicado se ha vuelto todo, y aún quedaba por finalizar el acuerdo con Goering. El Reichsmarschall simplemente no podía decidirse, y su indecisión paralizaba las ruedas, mantenía fija su atención, lo que suponía un coste demasiado grande. Si Goering no se ha decidido esta noche…
Como le había asegurado, sería devuelto a su propia época a las ocho de la noche. Volvería a una guerra que llegaría a costarle —y lo sabía perfectamente— la vida.
Me encargaré de que Goering obtenga exactamente lo que se merece, se dijo con fiereza. Y Goltz y los Karp también. Todos ellos, incluyendo a Loony Luke. Pero hay que hacerlo con cuidado, cada cosa a su tiempo. Ahora mismo tenía un problema más acuciante, el de Kongrosian.
Rápidamente, entró en la Sala Amapola de California y saludó al psicoquímico de A. C. Chemie, Merril Judd.
Ian Duncan tuvo un sueño terrible. Una horrible vieja con garras verdosas y retorcidas le amenazaba, obligándole a que hiciera algo… No comprendía lo que pretendía porque su voz, sus palabras, tragadas por su boca sin dientes, enredadas en la saliva que corría barbilla abajo, eran incomprensibles. Luchó por liberarse, por despertar, por escapar de ella…
—¡Por el amor de Dios! —La voz malhumorada de Al se filtró hasta él a través de las capas de la semiinconsciencia—. ¡Despierta! Hay que empezar a mover el solar. Se supone que tenemos que estar en la Casa Blanca en menos de tres horas.
Nicole, comprendió Ian mientras se sentaba, soñoliento. Era ella la mujer con quien estaba soñando; vieja y decrépita, con verrugas secas y encogidas, pero aún ella.
—De acuerdo —murmuró mientras se ponía en pie—. La verdad es que no tenía intención de quedarme dormido. Y vaya si he pagado por hacerlo. He tenido un sueño terrible con Nicole, Al. Oye, ¿y si fuera realmente vieja, a pesar de lo que vimos? Supón que es un truco, una ilusión proyectada. Quiero decir…
—Actuaremos —dijo Al—. Tocaremos nuestras jarras.
—Pero no podré soportarlo. Mi habilidad para adaptarme es demasiado precaria. Esto se está convirtiendo en una pesadilla. Luke controla al papoola y tal vez Nicole sea vieja… ¿Qué sentido tiene continuar? ¿No podemos volver a verla en la televisión como siempre? Eso me basta. Quiero eso, la imagen. ¿De acuerdo?
—No —contestó Al, obstinado—. Tenemos que seguir adelante. Recuerda, siempre puedes emigrar a Marte. Tenemos los medios al alcance de la mano.
El solar ya se había elevado y se movía hacia la Costa Este y Washington DC.
Cuando aterrizaron, Harold Slezak, un hombrecito gordo y rotundo, les saludó cálidamente; le dieron la mano y trataron de calmarse un poco mientras se dirigían hacia la entrada de servicio de la Casa Blanca.
—Su número es ambicioso —dijo él—, pero pueden conseguirlo, va bien con nosotros, con la Primera Familia, quiero decir, y en particular con la Primera Dama, que es activamente entusiasta de todo tipo de forma de arte original. Según sus datos biográficos, ustedes dos han hecho un estudio exhaustivo de los discos primitivos de las bandas de jarras supervivientes de la Guerra Civil Americana, así que son auténticos expertos, excepto, por supuesto, que tocan ustedes música clásica, no popular.
—Sí, señor —dijo Al.
—¿Podrían, no obstante, tocar una tonada folk? —preguntó Slezak mientras pasaban junto a los PN de guardia ante la puerta de servicio y entraban en la Casa Blanca—. Por ejemplo, sugerimos Méceme, Sara Jane. ¿La tienen en su repertorio? Si no…
—La tenemos —contestó Al brevemente.
Un gesto de repugnancia apareció en su cara y desapareció de inmediato.
—Bien —dijo Slezak, haciendo pasar amablemente ante él a los dos hombres—. ¿Puedo preguntarle qué criatura es ésta que traen? —Miró al papoola con poco entusiasmo— ¿Está viva?
—Es nuestro animal totem —dijo Al.
—¿Quiere decir que es una especie de amuleto? ¿Una mascota?
—Exactamente. Con él mitigamos la ansiedad. —Palmeó la cabeza del papoola—. Y forma parte de nuestro número; baila mientras tocamos. Como un mono, ya sabe.
—Bien, que me aspen —dijo Slezak, recuperado su entusiasmo—. Ahora comprendo. A Nicole le encantará; le gustan mucho las cosas suaves y peludas.
Slezak les abrió la puerta.
Y allí estaba sentada ella.
¿Cómo podía estar Luke tan equivocado?, pensó Ian Duncan. Estaba aún más hermosa que cuando la vio desde lejos en el solar, y era muy distinta a su imagen televisiva. Ésa era la diferencia capital, la fabulosa autenticidad de su apariencia, su realidad para los sentidos. Los sentidos conocían la diferencia. Aquí estaba, sentada, con unos pantalones azules de algodón, mocasines, una camisa blanca descuidadamente abotonada a través de la cual podía ver —o imaginaba que podía ver— su piel suave y bronceada. Qué informal parecía. Carecía de pretensiones y de vanagloria. Tenía el pelo corto, lo que permitía ver su cuello hermosamente formado y sus orejas…, que le fascinaban, capturaban toda su atención. Y era tan joven. No parecía tener siquiera veinte años. Se preguntó si por algún milagro ella se acordaría de él. O de Al.
—Nicole —dijo Slezak—, éstos son los concertistas de jarra clásica.
Ella alzó la mirada; había estado leyendo The Times. Ahora les sonreía.
—Buenas tardes —dijo—. ¿Han comido ustedes? Podemos servirles bacon de Canadá y tostadas y café como tentempié, si quieren.
Curiosamente, su voz parecía no proceder de ella; se materializaba desde lo alto de la habitación, casi desde el techo. Ian miró en esa dirección y vio una serie de altavoces, y descubrió con sorpresa que una barrera de cristal o de plástico separaba a Nicole de ellos, como medida de seguridad para protegerla. Se sintió decepcionado y a la vez comprendió por qué era necesario. Si algo le sucedía…
—Hemos comido, señora Thibodeaux —dijo Al—. Gracias.
Él también miraba los altavoces.
Ya hemos comido, señora Thibodeaux, pensó locamente Ian Duncan. ¿No es justo al contrario? ¿No nos ha devorado ella? Extraño pensamiento…
—Mira —le dijo Nicole a Harold Slezak—, tienen uno de esos pequeños papoola… ¿No es gracioso? —se dirigió a Al—. ¿Puedo verlo? Tráigalo aquí.
Hizo un gesto y la pared transparente empezó a alzarse.
Al soltó al papoola y éste se escurrió hacia Nicole, bajo la barrera de seguridad. Nicole le tomó de inmediato entre sus manos fuertes y competentes. Lo miraba con intensidad, como si viera en su interior.
—Vaya, no está vivo —dijo—. Sólo es un juguete.
—No sobrevivió ninguno —explicó Al—. Por lo que sabemos. Pero éste es un modelo auténtico, basado en restos fósiles hallados en Marte.
Dio un paso hacia ella.
La barrera, bruscamente, se colocó en su sitio. Al quedó separado del papoola y se quedó allí con la boca abierta, con aspecto muy trastornado. Entonces, como por instinto, tocó los controles que llevaba en la cintura. El papoola se deslizó de las manos de Nicole y cayó pesadamente al suelo. Nicole dio un gritito de diversión. Sus ojos brillaban.
—¿Quieres uno, Nicky? —le preguntó Harold Slezak—. Sin duda podremos conseguirte uno, o varios.
—¿Qué hace? —preguntó Nicole.
—Baila. Cuando tocan, el ritmo le llega a los huesos…; ¿no es correcto, señor Duncan? Tal vez puedan tocar algo ahora, una pieza breve, para mostrárselo a la señora Thibodeaux.
Se frotó vigorosamente las enormes manos, asintiendo hacia Ian y Al.
—C-claro —dijo Al. Él e Ian se miraron mutuamente—: Podemos tocar esa pieza de Schubert, el arreglo de La Trucha. Vamos, Ian, preparados.
Sacó la jarra de su funda y la sostuvo en alto, sintiéndose extraño. Ian hizo lo mismo.
—Soy Al Miller, primera jarra. Y junto a mí está mi compañero, Ian Duncan, como segunda jarra. Vamos a ofrecerle un concierto de clásicos favoritos, empezando con un poco de Schubert.
Bump bump-bump BUMP-BUMP buump bump, ba-bump-bump bup-bup-bup-bup-buppppp…
—Ahora recuerdo dónde les he visto antes —dijo Nicole de repente—. Especialmente a usted, señor Miller.
Los dos bajaron sus jarras y esperaron, aprensivamente.
—En el mercadillo ambulante —dijo Nicole—. Cuando fui a recoger a Richard Kongrosian. Usted me habló. Me pidió que dejara en paz a Richard.
—Sí —admitió Al.
—¿No se les ocurrió pensar que lo recordaría?
—Ve usted a tanta gente…
—Pero tengo buena memoria. Incluso para aquellos que no son demasiado importantes. Deberían haber esperado un poco más antes de acudir aquí…, o tal vez no les importe.
—Nos importa —dijo Al—. Nos importa mucho.
Ella los estudió durante largo rato.
—Los músicos son graciosos —dijo por fin, en voz alta—. He descubierto que no piensan como las demás personas. Viven su propio mundo fantástico, como hace Richard. Él es el que está peor. Pero también es el mejor de los músicos de la Casa Blanca. Tal vez una cosa vaya con la otra; no lo sé, no tengo ninguna teoría al respecto. Alguien debería hacer un estudio científico exhaustivo sobre el tema y determinarlo de una vez por todas. Bien, continúen con su número.
—De acuerdo —dijo Al, mirando a Ian rápidamente.
—No me dijiste que le habías dicho que dejara en paz a Kongrosian…, nunca lo mencionaste.
—Pensé que lo sabías; pensé que estabas allí y lo habías oído todo. —Al se encogió de hombros—. De todas formas, no creía que fuera a recordarme.
Obviamente, aún le parecía imposible; su cara estaba perpleja.
Empezaron a tocar de nuevo.
Bump-bump-bump BUMP-BUMP buump bump…
Nicole se echó a reír.
Hemos fracasado, pensó Ian. Dios, había sucedido lo peor; somos ridículos. Dejó de tocar; Al continuó, con las mejillas rojas y sudando por el esfuerzo. Parecía no darse cuenta de que Nicole alzaba las manos para contener su risa a costa de ellos y de sus esfuerzos. Al siguió tocando, solo, hasta terminar la pieza, y entonces él también bajó la jarra.
—El papoola —dijo Nicole, todo lo seriamente que pudo—. No ha bailado. No ha dado ni un paso… ¿Por qué?
Y una vez más se echó a reír, incapaz de refrenarse.
—Yo… no tengo control sobre él —dijo Al torpemente—. Ahora mismo está bajo control remoto. —Se dirigió a Ian—. Luke aún lo controla. —Se volvió al papoola—. Será mejor que bailes.
—Oh, la verdad es que es magnífico. Mira —le dijo Nicole a una mujer que acababa de unírsele; era Janet Raimer, Ian la reconoció—. Tiene que suplicarle para que baile. Baila, te llames como te llames, papoola de Marte, o papoola imitación. —Tocó al papoola con la punta de su mocasín, intentando hacer que volviera a la vida—. Vamos, criaturita sintética hecha de cables. Por favor.
Apretó un poco más.
El papoola saltó hacia ella. La mordió.
Nicole dio un grito. Un agudo chasquido sonó tras ella y el papoola se desvaneció en partículas que crepitaron. Un PN dio un paso al frente, con el rifle en las manos, mirando a Nicole y las partículas flotantes: su cara estaba tranquila, pero sus manos y el rifle temblaban. Al empezó a maldecirse, una y otra vez, repitiendo las mismas palabras incesantemente.
—Luke —le dijo a Ian—. Ha sido él. Venganza. Es nuestro fin.
Parecía viejo, exhausto, acabado. Meditabundo, empezó a guardar su jarra una vez más, mecánicamente, con lentitud.
—Quedan ustedes arrestados —dijo un segundo PN, apareciendo tras ellos y apuntándoles con su rifle.
—Claro —asintió Al, casi sin prestar atención, vacío—. No tenemos nada que ver, así que arréstenos.
Poniéndose en pie con ayuda de Janet Raimer, Nicole se acercó lentamente a Ian y Al. Se detuvo ante la barrera transparente.
—¿Me mordió porque me reí? —dijo con suavidad.
Slezak se frotaba la frente. No dijo nada, simplemente se quedó mirándoles, hierático.
—Lo siento —dijo Nicole—. Le hice enfadar, ¿no? Es una lástima; nos habría gustado su número. Esta noche después de cenar.
—Lo hizo Luke —le dijo Al.
—Luke —Nicole le estudió—. Sí, eso es. Es su jefe. —Se volvió a Janet Raimer—. Supongo que tendremos que arrestarle también. ¿No te parece?
—Lo que tú digas —contestó Janet Raimer, pálida y con aspecto terriblemente asustado.
—Todo este asunto de las jarras… sólo era una tapadera para llevar a cabo una acción directamente hostil contra nosotros, ¿no? Un crimen contra el estado. Tendremos que volver a estudiar toda la filosofía de invitar aquí a artistas… Tal vez ha sido un error desde el mismo principio. Da demasiado acceso a cualquiera que tenga intenciones hostiles hacia nosotros. Lo siento.
Ahora parecía triste; se cruzó de brazos y se quedó meciéndose adelante y atrás, perdida en sus pensamientos.
—Créame, Nicole… —empezó a decir Al.
—No soy Nicole —dijo ella, introspectivamente, para sí—. No me llame así. Nicole Thibodeaux murió hace años. Soy Kate Rupert, la cuarta en ocupar su puesto. Sólo soy una actriz que se parece lo bastante a la Nicole original para poder trabajar en esto; a veces, cuando pasa algo como lo de hoy, desearía no tener que hacerlo. La verdad es que no tengo autoridad, en un sentido estricto. Hay un Consejo que gobierna… nunca les veo; no se interesan por mí y yo no me intereso por ellos. Así que estamos a la par.
—¿Cuántos… cuántos atentados ha habido contra su vida? —preguntó Al tras una pausa.
—Seis o siete. Lo he olvidado. Siempre por razones psicológicas. Complejos de Edipo no resueltos o cosas así de raras. La verdad es que no me importa. —Se volvió hacia los hombres de la PN; ahora había varios destacamentos. Señaló a Ian y Al—. Me parece que no saben lo que pasa. Tal vez sean inocentes. —Se dirigió a Janet Raimer y Harold Slezak—. ¿Tienen que ser destruidos? No sé por qué no se puede erradicar una porción de las células memorísticas de sus cerebros y dejarles ir. ¿Por qué no lo hacéis así?
Slezak miró a Janet Raimer, luego se encogió de hombros.
—Si tú lo quieres…
—Sí —dijo Nicole—. Lo preferiría. Haría más fácil mi trabajo. Llevadlos al Centro Médico de Bethesda y después dejadlos en libertad. Y ahora continuemos; concedamos una audiencia a los siguientes.
Un PN apretó su arma contra la espalda de Ian.
—Diríjanse al pasillo, por favor.
—De acuerdo —consiguió murmurar Ian, aferrado a su jarra. Pero ¿qué pasaba? No comprendo nada. Esta mujer no es realmente Nicole y, aún peor, no hay ninguna Nicole; después de todo, es sólo una imagen televisiva, una ilusión de los medios, y tras eso, tras ella, otro grupo gobierna sobre todo. Una corporación de algún tipo. Pero ¿quiénes son y cómo consiguieron el poder? ¿Cuánto tiempo lo han mantenido? ¿Lo sabremos alguna vez? Hemos llegado tan lejos; casi parecía que conseguiríamos saber lo que pasa. La realidad tras la ilusión, los secretos que nos han ocultado toda la vida. ¿No pueden decirnos el resto? No puede haber mucho más. ¿Qué diferencia habría ya?
—Adiós —le estaba diciendo Al.
—¿Q-qué? —preguntó, horrorizado—. ¿Por qué dices eso? Van a soltarnos, ¿no?
—No nos recordaremos el uno al otro. Acepta mi palabra; no se nos permitirá tener ningún recuerdo. Así que… —le tendió la mano—. Adiós, Ian. Llegamos a la Casa Blanca, ¿no? No lo recordarás, pero seguirá siendo cierto, lo hicimos.
Sonrió pícaramente.
—Muévanse —les dijo el PN.
Sosteniendo aún sus jarras, Al Miller e Ian Duncan recorrieron el pasillo con calma, en dirección a la puerta de salida y a la negra furgoneta médica que sabían que esperaba detrás.
Era de noche, e Ian Duncan se encontró en una esquina desierta, helado y temblando, cegado por la luz blanca de un andén del transpub urbano. ¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntó, asombrado. Miró su reloj; eran las ocho. Se supone que tengo que estar en la Reunión, ¿no?, se preguntó atontado.
No puedo faltar a otra. Dos seguidas… es una multa terrible; es económicamente ruinoso. Empezó a caminar.
El familiar edificio, el Abraham Lincoln, con todo su despliegue de torres y ventanas, se extendía delante de él. No estaba lejos y se apresuró, respirando profundamente, intentando mantener un buen ritmo. Debe de haber acabado ya, pensó. Las luces del gran auditorio central no estaban encendidas. Maldición, pensó desesperado.
—¿La reunión ha terminado? —preguntó al portero cuando entró en el vestíbulo, enseñando su identificación al oficial lector.
—Se confunde usted, señor Duncan —dijo Vince Strikerock—. La asamblea fue anoche; hoy es viernes.
Algo va mal, advirtió Ian. Pero no dijo nada; simplemente asintió y se apresuró hacia el ascensor.
Cuando salía del ascensor en su propia planta, una puerta se abrió y una figura furtiva le llamó.
—¡Eh, Duncan!
Era un inquilino llamado Corley, al que apenas conocía. Ya que un encuentro como éste podía resultar desastroso, Ian se acercó con cautela.
—¿Qué pasa?
—Un rumor —dijo Corley, con voz rápida y llena de miedo—. Sobre su última prueba relpol…, alguna irregularidad. Van a presentarse a las cinco o a las seis de esta madrugada y le van a aplicar una prueba por sorpresa. —Miró arriba y abajo del pasillo—. Estudie los últimos años ochenta y los movimientos religioso-colectivistas en particular. ¿Comprende?
—Claro —dijo Ian, con gratitud—. Y muchas gracias. Tal vez pueda hacer lo mismo…
Se interrumpió, porque Corley había vuelto a entrar en su apartamento y había cerrado la puerta. Ian estaba solo. Ciertamente, era muy amable por su parte, pensó mientras seguía caminando. Es probable que me haya salvado de que me echen de aquí para siempre.
Cuando llegó a su apartamento, se acomodó y se rodeó de todos los libros de historia política de los Estados Unidos. Estudiaré toda la noche, decidió. Porque tengo que aprobar ese examen; no tengo otra opción.
Encendió la televisión para mantenerse despierto. Inmediatamente, la presencia cálida y familiar de la Primera Dama cobró vida y empezó a inundar la habitación.
—… y en nuestra intervención musical de esta noche —estaba diciendo— tendremos un cuarteto de saxofones que tocarán temas de las óperas de Wagner, en especial mi favorita, Die Meistersinger. Creo que todos lo encontraremos profundamente enriquecedor. Y, después de eso, he dispuesto presentarles a vez más a un favorito de ustedes, el renombrado violoncelista Henri LeClerc, en un programa de Jerome Kern y Cole Porter.
Ella sonrió y, desde su pila de libros de referencia, Ian Duncan le devolvió la sonrisa.
Me pregunto cómo sería tocar en la Casa Blanca, se dijo. Actuar ante la Primera Dama. Lástima que nunca haya aprendido a tocar ningún instrumento musical. No sé actuar, escribir poemas, bailar ni cantar…, nada. ¿Qué esperanza hay entonces para mí? Si hubiera nacido en una familia de músicos, si hubiera tenido un padre o una madre para enseñarme…
Tristemente, subrayó unas cuantas notas sobre la ascensión del Partido Cristiano-Fascista Francés, en 1975. Y entonces, atraído como siempre por el televisor, soltó el bolígrafo y giró una silla para mirarlo. Nicole exhibía ahora una pieza de porcelana Delft que había encontrado, según explicaba, en una tiendecita en Schwinfurt, Alemania. Qué colores tan lindos tenía… La miró, fascinado, mientras con sus dedos fuertes y finos acariciaba la brillante superficie de la porcelana.
—Mírenla —murmuraba Nicole con su voz melosa—. ¿No les gustaría tener una igual? ¿No es encantadora?
—Sí —dijo Ian Duncan.
—¿Cuántos de ustedes desearían ver algún día una pieza así? —preguntó Nicole—. Levanten la mano.
Ian alzó la mano, lleno de esperanza.
—Oh, muchos —dijo Nicole, mostrando su sonrisa íntima y radiante—. Bien, tal vez más tarde demos otra vuelta por la Casa Blanca. ¿Les gustaría?
—¡Sí, me gustaría! —dijo Ian, saltando en la silla.
En la pantalla del televisor, ella parecía sonreírle directamente. Y por eso le devolvió la sonrisa. Y luego, de mala gana, sintiendo un gran peso sobre él, volvió por fin a sus libros. De vuelta a la cruda realidad de su interminable vida diaria.
Algo chocó contra la ventana de su apartamento y una voz le llamó suavemente.
—¡Ian Duncan, no tengo mucho tiempo!
Ian se dio la vuelta y vio, en la oscuridad de la noche, una forma a la deriva, una construcción ovoide que flotaba. En su interior, un hombre le hacía señas enérgicamente, aún llamándole. El huevo emitió un extraño ruido, putt-putt, con sus motores en punto muerto, mientras el hombre abría la escotilla y salía.
¿Ya me están haciendo la prueba?, se preguntó Ian Duncan. Se puso en pie, sintiéndose indefenso. Tan pronto…; aún no estoy preparado.
Furioso, el hombre del vehículo hizo girar los propulsores hasta que el fuego de sus tubos de escape dio contra la superficie del edificio; la habitación se sacudió y trozos de yeso salieron volando. La propia ventana se hizo pedazos por el calor. A través de la abertura, el hombre gritó una vez más, intentando atraer al atontado Ian Duncan.
—¡Eh, Duncan! ¡Date prisa! ¡Ya tengo a tu socio; está de camino en otra nave!
El hombre era mayor y llevaba un caro traje de fibra natural, algo pasado de moda; bajó con destreza del vehículo en forma de huevo y entró en la habitación.
—Tenemos que empezar a movernos si queremos conseguirlo —prosiguió—. ¿No me recuerdas? Tampoco lo hizo Al.
Ian Duncan le miró, preguntándose quién era él, quién era Al.
—Los psicólogos de mamá hicieron un buen trabajo con vosotros —observó el hombre—. Ese lugar, Bethesda, debe de ser todo un reformatorio… —Se acercó a Ian y lo agarró por el hombro—. La PN está desmantelando todos los mercadillos ambulantes; me marcho a Marte y voy a llevaros conmigo. Soy Loony Luke… No me recuerdas, pero lo harás cuando estemos en Marte y veas de nuevo a tu amigo Al. Vamos.
Luke le empujó hacia el boquete de la pared, donde antes estuviera la ventana, en dirección al vehículo que estaba al otro lado. Ian advirtió que era una nave de chatarra, como las llamaban.
—De acuerdo —dijo Ian, preguntándose qué iba a llevar consigo.
¿Qué necesitaría en Marte? ¿Cepillo de dientes, pijama, un abrigo? Miró frenéticamente el apartamento. Su última inspección.
Muy lejos, sonaban las sirenas de la Policía.
Luke entró en la nave, e Ian le siguió, agarrando la mano extendida del hombre. El suelo de la nave, como descubrió para su sorpresa, estaba lleno de brillantes criaturas de color naranja, como insectos, cuyas antenas ondeaban. Papoolas, recordó. O algo así.
Ahora estás bien, pensaban los papoolas al unísono. No te preocupes: Loony Luke te salvó justo a tiempo. Tranquilo.
—Sí —accedió Ian.
Se apoyó contra el costado de la nave y se relajó, y la nave salió disparada hacia el vacío de la noche y el nuevo planeta que había más allá.