11

Nat Flieger se preguntaba si los parias tendrían música étnica. EME, imparcialmente, siempre se interesaba por este tipo de cosas. Pero de todas formas ésta no era su misión, ante ellos se alzaba la casa de Richard Kongrosian, un edificio de madera, pintado de color verde pálido, de tres plantas, con una vieja palmera que crecía increíblemente en el patio trasero.

Pero Goltz decía…

—Hemos llegado —murmuró Molly.

El viejo autotaxi frenó, dio un brinco hacia delante y entonces se detuvo totalmente. Nat escuchó el viento lejano entre los árboles, y el ritmo desvaído de la lluvia mientras caía por todas partes, sobre el coche y sobre el follaje y la vieja casa de madera con su terraza y sus ventanitas cuadradas, varias de las cuales estaban rotas.

Jim Planck encendió una corona Corina.

—No hay rastro de vida —dijo.

Era cierto. Goltz tenía razón.

—Creo que hemos venido para nada —dijo inmediatamente Molly.

Abrió la puerta del autotaxi y saltó al exterior. El suelo se hundió bajo sus pies. Ella hizo un gesto.

—Los parias… —dijo Nat—. Siempre podemos grabar su música. Si es que tienen.

Salió también del coche y se detuvo junto a Molly. Los dos miraron hacia la casa, sin hablar.

Era una escena triste, no cabía duda. Con las manos en los bolsillos, Nat se acercó a la casa. Llegó a un sendero de grava que pasaba entre añosas fucsias y camelias. Molly le siguió. Jim Planck se quedó en el coche.

—Demos media vuelta y larguémonos de aquí —dijo Molly.

Tiritaba, terriblemente helada con sus pantalones cortos y su brillante blusa de algodón.

Nat la rodeó con el brazo.

—¿Qué haces? —demandó ella.

—Nada de particular. De repente he sentido afecto hacia ti. Ahora mismo, lo sentiría por cualquier cosa que no fuera húmeda y pegajosa. —La estrechó brevemente—. ¿No te hace sentirte un poco mejor?

—No. O tal vez sí. No lo sé. —Parecía irritada—. ¡Acércate al porche, por el amor de Dios, y llama!

Le dio un empujón.

Nat subió los escalones de madera y llamó al timbre.

—Me encuentro mal —dijo Molly—. ¿Por qué será?

—Por la humedad.

Nat la encontraba abrumadora, opresiva; apenas podía respirar. Se preguntaba qué efectos tendría ese clima sobre la criatura de Ganímedes que era su aparato grabador; le gustaba la humedad, y eso tal vez haría que floreciera aquí. Tal vez el Ampek F-a2 podría incluso vivir solo, sobrevivir indefinidamente con la lluvia. Este lugar, advirtió, es más extraño para nosotros que Marte. Marte y Tijuana estaban más próximos que Jenner y Tijuana. Ecológicamente hablando.

La puerta se abrió. Una mujer vestida con una bata de un amarillo pálido se asomó, bloqueando la entrada y observándole en silencio. Sus ojos estaban tranquilos, pero extrañamente cansados.

—¿Señora Kongrosian? —preguntó Nat.

Beth Kongrosian no tenía mal aspecto. Su cabello, recogido con un lazo, era castaño claro y largo; podía tener unos treinta años, más o menos. En cualquier caso, era delgada y se conservaba bien. Nat se encontró estudiándola con respeto e interés.

—¿Son ustedes del estudio de grabación? —su voz, baja, tenía una cualidad átona, una peculiar falta de afecto—. El señor Dondoldo llamó y dijo que estaban de camino. Es una pena. Puede entrar si quiere, pero Richard no está aquí. —Entonces abrió la puerta del todo—. Richard está en el hospital en San Francisco.

Cristo, pensó Nat. Vaya suerte miserable. Se volvió hacia Molly y los dos se miraron en silencio.

—Por favor, pasen —dijo Beth Kongrosian—. Déjenme prepararles un café o algo de cenar antes de que se marchen; es un camino tan largo…

—Ve y díselo a Jim, Molly —dijo Nat—. Me gustaría aceptar la invitación de la señora Kongrosian. No me vendría mal una taza de café.

Molly se dio la vuelta y bajó los escalones.

—Parece usted cansado —dijo Beth Kongrosian—. ¿Es usted el señor Flieger? Anoté el nombre; el señor Dondoldo me lo dio. Sé que a Richard le habría gustado grabar para usted si hubiera estado aquí; por eso es una lástima.

Le condujo al salón. Era frío y oscuro, lleno de muebles antiguos, pero al menos estaba seco.

—¿Un trago? —le preguntó—. ¿Qué le parece un gin-tonic? También tengo whisky escocés. ¿Qué le parece un whisky con hielo?

—Sólo café. Gracias —dijo Nat.

Inspeccionó una fotografía que había en la pared; mostraba una escena en la que un hombre abrazaba a un niño pequeño en un alto columpio de metal.

—¿Es su hijo? —quiso saber.

La mujer, sin embargo, se había ido.

Miró más de cerca. El bebé de la fotografía tenía la misma mandíbula de los parias.

Molly y Jim Planck aparecieron tras él. Les hizo señas y los tres examinaron la foto.

—Música —dijo Nat—. Me pregunto si tienen música.

—No saben cantar —dijo Molly—. ¿Cómo van a poder cantar si no pueden hablar?

Se apartó de la foto y se quedó con los brazos cruzados, mirando a través de la ventana la palmera que había en el patio.

—Qué árbol más feo —observó, y se volvió hacia Nat—. ¿No te parece?

—Creo que hay sitio en el mundo para toda clase de vida.

—Estoy de acuerdo —dijo Jim Planck suavemente.

Beth Kongrosian volvió a entrar en el salón.

—¿Qué les gustaría tomar? —preguntó a Jim Planck y a Molly—. ¿Café? ¿Un trago? ¿Algo de comer?

Ellos asintieron.

En su despacho del edificio de administración de Karp und Sohnen Werke, rama de Detroit, Vince Strikerock recibió una llamada telefónica de su esposa —o ex esposa, más bien— Julie. Ahora se llamaba nuevamente Julie Applequist, como cuando se conocieron.

—Vince, ese maldito hermano tuyo —dijo Julie, hermosa pero preocupada y muy distante—, se ha ido. —Le miró suplicante, con los ojos espantados—. No sé qué hacer.

—¿Se ha ido adónde, Julie? —dijo él, con voz deliberadamente tranquila.

—Creo… Vince, me dejó para emigrar; hablamos de emigrar y yo no quise hacerlo, y ahora se ha marchado solo. Estaba decidido a hacerlo, ahora me doy cuenta. No lo tomé en serio.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Detrás de Vince apareció su jefe.

Herr Anton Karp quiere verle en la Suite Cuatro. En cuanto sea posible.

Miró hacia la pantalla y se dio cuenta de que era una llamada personal.

—Julie —dijo Vince torpemente—, tengo que despejar la línea.

—De acuerdo —asintió ella—. Pero haz algo por mí. Encuentra a Chic. ¿Lo harás, por favor? Nunca te pediré nada más. Te lo prometo. Tengo que recuperarlo.

Sabía que lo vuestro no saldría bien, se dijo Vince. Experimentó un torvo alivio. Lástima, querida, pensó. Has cometido un error. Conozco a Chic y sé que las mujeres como tú le aterrorizáis. Le asustáis de muerte, le hacéis salir corriendo, y una vez haya empezado no se parará para mirar atrás. Porque es un viaje de ida.

—Haré lo que pueda —dijo en voz alta.

—Gracias, Vince —suspiró ella, lacrimosa—. Aunque ya no te amo, aún…

—Adiós —dijo él, y colgó.

Un momento después, subía en ascensor a la Suite Cuatro.

Herr Strikerock —le dijo Anton Karp en cuanto dejó de estudiarle—, tengo entendido que su hermano trabaja en una miserable empresa llamada Frauenzimmer Asociados. ¿Es correcto?

El rostro duro y sombrío de Karp estaba retorcido por la tensión.

—Sí —dijo Vince lentamente, con cautela—. Pero… —dudó. Obviamente, si Chic emigraba, dejaría su trabajo; difícilmente podría llevárselo consigo. ¿Qué quería Karp? Sería mejor ponerse a salvo y no decir nada que fuera innecesario—. Pero, esto…

—¿Puede colocarle allí?

—¿Quiere decir cómo v-visitante, o…? —preguntó Vince, parpadeando. Podía sentir la aprensión apoderándose de él mientras los fríos ojos azules del industrial alemán le observaban—. No comprendo, Herr Karp —murmuró.

—Hoy el gobierno ha firmado un contrato con Herr Frauenzimmer —dijo Karp vivamente, en un tono áspero—. Hemos estudiado la situación, y nuestra respuesta está dictada por las propias circunstancias. A causa de ese pedido, Frauenzimmer se ampliará, admitirán a nuevos trabajadores. Quiero que usted, a través de su hermano, vaya a trabajar para ellos, en cuanto pueda arreglarlo. A ser posible, hoy.

Vince le miró.

—¿Qué pasa? —dijo Karp.

—Estoy… sorprendido —consiguió decir Vince.

—En cuanto Frauenzimmer le haya aceptado, infórmeme directamente; no hable de ello con nadie, excepto conmigo. —Karp deambuló por la gran sala alfombrada, rascándose vigorosamente la nariz—. Le diremos lo que tendrá que hacer a continuación. Eso es todo por ahora, Herr Strikerock.

—¿Importa lo que haga allí? —preguntó Vince débilmente—. Quiero decir, ¿es importante el trabajo que haga?

—No.

Vince salió de la suite; inmediatamente, la puerta se deslizó tras él. Se quedó solo en el corredor, intentando reorganizar su mente desorientada. Dios mío, pensó. Quieren que sabotee la línea de Frauenzimmer; lo sé. Que sabotee o que espíe, una cosa u otra. Algo ilegal, de todas formas. Algo que hará que la PN me caiga encima…, a mí, no a los Karp.

La empresa de mi propio hermano, se dijo.

Se sintió completamente impotente. Podían conseguir que hiciera todo lo que quisieran; todo lo que los Karp tenían que hacer era alzar el dedo.

Y yo lo haré, advirtió.

Volvió a su oficina, cerró la puerta y se sentó, anonadado. Se quedó sentado solo ante su mesa, fumando un cigarro de sucedáneo de tabaco y reflexionando. Descubrió que tenía las manos entumecidas.

Tengo que salir de aquí, se dijo. No voy a ser un minúsculo sicario para la Karp Werke…, eso me mataría. Aplastó su cigarrillo de falso tabaco. ¿Adónde puedo ir?, se preguntó. ¿Adónde? Necesito ayuda. ¿Quién puede dármela?

Estaba el médico. Ése que Chic y él habían ido a ver.

Cogió el teléfono y llamó a la operadora de la Karp.

—Póngame con el doctor Egon Superb —le dijo—, el único analista que queda.

Después, se quedó sentado miserablemente ante su mesa, con el teléfono pegado a la oreja. Esperando.

Tengo demasiadas cosas que hacer, pensó Nicole Thibodeaux. Estoy intentando llevar adelante unas dificilísimas negociaciones con Hermann Goering, he dado instrucciones a Garth McRae para que encargue el nuevo der Alte a una empresa pequeña y no a la Karp, tengo que decidir qué hacer si se llega a encontrar a Richard Kongrosian, está el Acta McPhearson y el último analista, el doctor Superb, y ahora esto. Ahora la decisión de la PN, tomada sin intentar siquiera consultar conmigo o informarme con antelación…: acabar con los solares de naves destartaladas de Loony Luke.

Sintiéndose desgraciada, estudió la orden policial que había sido transmitida a todas las unidades de la PN de los EUEA. Esto no nos interesa, decidió. No puedo permitirme atacar a Luke, simplemente porque no podemos ponerle la mano encima. Sólo quedaremos en ridículo.

Y… pareceremos una sociedad totalitaria que existe solamente gracias a nuestro enorme estamento policial y militar.

Alzó la vista y miró a Wilder Pembroke.

—¿Ya han descubierto el solar? ¿El único en San Francisco, donde imaginan —sólo imaginan— que está Richard?

—No. Aún no. —Pembroke se frotó la frente, nervioso; resultaba evidente que estaba bajo una gran tensión—. Si hubiera habido tiempo, naturalmente que habríamos consultado con usted. No obstante, en cuanto despegue hacia Marte…

—¡Mejor perderlo que atacar prematuramente a Luke!

Ella sentía mucho respeto hacia Luke, sabía de él y de sus operaciones desde hacía mucho tiempo. Y le había visto eludir fácilmente a la Policía Ciudadana.

—Tengo un informe interesante de la Karp Werke. —Pembroke, era obvio, estaba intentando cambiar de conversación—. Han decidido infiltrarse en la organización Frauenzimmer para…

—Más tarde —le reprendió Nicole—. Sabe que ha cometido un error. Realmente, en el fondo me gustan esos mercadillos de chatarra; son divertidos. Simplemente no puede usted aceptarlos: tiene mentalidad de Policía. Llame a su unidad de San Francisco y dígales que suelten el solar si lo han encontrado. Y si no lo han encontrado, dígales que dejen de buscarlo. Tráigalos de vuelta y olvide el tema; cuando llegue el momento de actuar contra Luke, yo se lo diré.

—Harold Slezak accedió…

—Slezak no hace política. Me sorprende que no hiciera que Rudi Kalbfleisch aprobara su plan. Eso habría estado más en su línea. Realmente no me gusta usted…, le encuentro insípido. —Se le quedó mirando hasta que él se encogió—. ¿Y bien? Diga algo.

—No han encontrado el solar, así que no se ha hecho ningún daño —dijo Pembroke con dignidad, y conectó su comunicador—. Dejen de buscar los solares —dijo. En ese momento no parecía muy impresionante; aún sudaba mucho—. Olviden todo el maldito asunto. Sí, eso es.

Desconectó y alzó la cabeza para mirar a Nicole.

—Debería despedirle —dijo Nicole.

—¿Algo más, señora Thibodeaux?

La voz de Pembroke era inexpresiva.

—No. Márchese.

Pembroke obedeció, dando pasos rígidos y mesurados.

Nicole miró su reloj de muñeca y vio que eran las ocho. ¿Qué se habría planeado para esta noche? Dentro de poco tendría otra Visita a la Casa Blanca con la televisión, la septuagésimo quinta del año. ¿Habría encontrado Janet algo? Si era así, ¿habría conseguido Slezak meterlo en un programa adecuado? Probablemente, no.

Recorrió la Casa Blanca hasta la ordenada oficina de Janet Raimer.

—¿Tienes preparado algo espectacular?

Janet rebuscó entre sus notas y frunció el ceño.

—Un número que me parece verdaderamente sorprendente… con jarras. Música clásica. Se llaman Duncan & Miller. Los vi en el Abraham Lincoln y son extraordinarios —dijo, sonriendo llena de esperanza.

Nicole gruñó.

—De verdad que son muy buenos. —La voz de Janet, ahora, era insistente, autoritaria—. Es relajante. Me gustaría que lo comprobaras. Será esta noche o mañana, no estoy segura de la fecha que les dio Slezak.

—Jarras —dijo Nicole—. Hemos pasado de Richard Kongrosian a esto. Estoy empezando a creer que deberíamos dejar que Bertold Goltz se hiciera cargo de todo. Y pensar que en los Días de la Barbarie tenían a Kirsten Flagstad para entretenerlos.

—Tal vez las cosas se enmienden con el nuevo der Alte.

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Nicole, observándola con suspicacia.

—En la Casa Blanca no se habla más que de eso. De todas formas —replicó Janet Raimer—, soy una Ge.

—Qué bien —dijo Nicole, sardónica—. Entonces debes de llevar una vida deliciosa.

—¿Puedo preguntar cómo será el próximo der Alte?

—Viejo —respondió Nicole.

Viejo y cansado, pensó. Un muñeco gastado, estirado y formal, lleno de discursos moralizantes; un líder real que puede exigir obediencia a las masas Be. Que pueda hacer que el sistema siga resquebrajándose un poco más. Y, según los técnicos de Von Lessinger, será el último der Alte. Al menos, eso es le más probable. Y ni siquiera están seguros de por qué. Parece que tenemos una oportunidad, pero muy pequeña. El tiempo y las fuerzas dialécticas de la historia están del lado de la peor criatura posible. Ese vulgar agitador, Bertold Goltz.

Sin embargo, el futuro no era inmutable, y siempre había espacio para lo improbable, para lo inesperado; todos los que habían utilizado el equipo Von Lessinger comprendían eso… El viaje en el tiempo era simplemente un arte, no una ciencia exacta.

—Se llamará Dieter Hogben.

Janet se echó a reír.

—¿«Dieter Hogben» o «Hogbein»? ¿Qué demonios estás intentando?

—Será muy digno —dijo Nicole, tensa.

Hubo un súbito ruido a sus espaldas; se dio la vuelta y vio a Wilder Pembroke, el hombre de la PN. Pembroke parecía agitado, pero satisfecho.

—Señora Thibodeaux, hemos cogido a Richard Kongrosian. Como dijo el doctor Superb, estaba en un mercado ambulante preparándose para marcharse a Marte. ¿Le traemos a la Casa Blanca? La brigada de San Francisco está esperando instrucciones; están aún en el solar.

—Iré allí —decidió Nicole, llevada por un impulso.

Y le pediré que renuncie a la idea de emigrar, pensó. Voluntariamente. Sé que puedo persuadirle…, no tendremos que recurrir a la fuerza.

—Dice que es invisible —informó Pembroke, mientras él y Nicole corrían por los pasillos de la Casa Blanca hacia el transporte que les esperaba en el tejado—. La brigada, sin embargo, dice que parece perfectamente visible, al menos para ellos.

—Otro de sus delirios —dijo Nicole—. Tendremos que acabar con eso de inmediato. Le diré que es visible y ya está.

—Y su olor…

—Oh, al infierno con su olor. Estoy cansada de sus trastornos. Estoy cansada de verle hundirse en sus obsesiones hipocondríacas. Voy a hacerle comprender directamente, con todo el poder y la majestad y la autoridad del estado, que tiene que renunciar a esos males imaginarios.

—Me pregunto qué le pasará —musitó Pembroke.

—Accederá, naturalmente. No tendrá otra opción. Esa es la clave. No voy a pedírselo. Se lo voy a decir.

Pembroke la miró y luego se encogió de hombros.

—Ya hemos hecho el idiota con esto demasiado tiempo —dijo Nicole—. Huela o no, sea invisible o no, Kongrosian es un empleado de la Casa Blanca; tiene que aparecer periódicamente y actuar. No puede largarse a Marte, o al Franklin Aimes, a Jenner o a donde se le antoje.

—Sí, señora —dijo Pembroke abstraídamente, preocupado con sus propios convulsos pensamientos.

Cuando Ian Duncan llegó al Mercadillo de Chatarra Número Tres, en el centro de San Francisco, descubrió que ya era demasiado tarde para avisar a Al, porque la PN ya había llegado. Vio los coches de la Policía aparcados y a los hombres vestidos de gris rodeando el solar.

—Déjame aquí —ordenó a su autotaxi.

Estaba a una manzana de distancia del solar; eso era suficientemente cerca.

Pagó el taxi y continuó a pie, cansinamente. Un pequeño corro de transeúntes curiosos que no tenía otra cosa que hacer se había congregado para ver qué pasaba, e lan se unió a ellos.

—¿Qué sucede? —le preguntó a Ian el hombre que tenía al lado—. Creí que todavía no iban contra esos solares de chatarra. Creí…

—Debe de ser un cambio en la polgub —dijo la mujer que estaba a su izquierda.

—¿Polgub? —repitió el hombre, sorprendido.

—Un término Ge —dijo la mujer orgullosamente—. Política gubernamental.

—Ahora ya sabe un término Ge —le dijo Ian.

—Eso es. Ya sé uno.

—Yo también sé un término Ge —dijo Ian.

Localizó a Al, en el interior de la oficina, sentado ante dos hombres de la PN. Había otro hombre con Al. No, eran dos. Uno era Richard Kongrosian. El otro… Lo reconoció, era un convecino de los apartamentos Abraham Lincoln, el señor Chic Strikerock, que vivía en la última planta. Ian había coincidido con él un par de veces en las reuniones y en la cafetería. Su hermano Vince era en la actualidad su lector de identificación.

—El término que conozco es todcabó —prosiguió.

—¿Y qué significa todcabó?

—Todo se acabó.

El término era aplicable en ese momento. Obviamente, Al había sido arrestado, igual que Strikerock y Kongrosian, pero Ian no se preocupaba de ellos…, estaba pensando en Duncan & Miller, Jarras Clásicas, en el futuro que se había abierto cuando Al decidió volver a tocar de nuevo; el futuro que ahora se había cerrado de golpe ante sus narices. Tendría que haberlo esperado, se dijo Ian. Justo antes de ir a la Casa Blanca, la PN tenía que aparecer y arrestar a Al y acabar con todo. Ésa es la suerte que me ha acompañado toda la vida. No había motivo para que ahora no hiciera aparición. Si han capturado a Al, da lo mismo que me capturen también a mí, decidió.

Abriéndose paso entre el corro de curiosos, Ian se acercó al solar y se dirigió al policía más cercano.

—Circule —le dijo el PN, moviéndose hacia él.

—Deténgame. Estoy en esto.

El hombre le miró.

—He dicho que circule.

Ian Duncan pateó al PN en la ingle.

El PN, con una maldición, rebuscó en su abrigo y sacó la pistola.

—¡Maldición, queda detenido!

La cara del policía se había vuelto verde.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó otro PN, superior en rango, tras acercarse.

—Este bobo acaba de darme una patada en los huevos —dijo el primer policía, apuntando a Ian Duncan con la pistola e intentando no desmoronarse.

—Queda usted detenido —informó el superior.

—Lo sé —asintió Ian—. Eso quiero. Pero, tarde o temprano, esta tiranía acabará.

—¿Qué tiranía, pedazo de idiota? —preguntó el segundo PN—. Obviamente, se confunde. Ya rectificará en la cárcel.

Al salió de la oficina, en el centro del solar; se acercó sombrío.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó a Ian.

No parecía muy contento de verle.

—Voy a ir contigo y con el señor Kongrosian y con Chic Strikerock. No me voy a quedar atrás.

Al abrió la boca y empezó a decir algo, pero justo entonces una nave del gobierno, un deslumbrante vehículo de transporte amarillo y plata, apareció en lo alto y empezó a aterrizar con una serie de tremendos ruidos. Los PN, inmediatamente, hicieron que todo el mundo se echase atrás. Ian se vio llevado a una esquina junto con Al, aún bajo la oscura supervisión del primer PN, al que había pateado en la ingle.

La nave aterrizó y de ella salió una mujer joven. Era Nicole Thibodeaux. Y era hermosa…, delgada y hermosa. Luke estaba equivocado o mentía. Ian la miró con la boca abierta y Al, tras él, emitió un gruñido de sorpresa.

—¿Cómo vino? —dijo en un susurro—. Que me aspen, ¿qué está haciendo aquí?

Acompañada por un PN de rango evidentemente colosal, Nicole cruzó el solar, subió los escalones con rapidez, entró en la oficina y se dirigió a Richard Kongrosian.

—Es a él a quien quiere —dijo Al a Ian Duncan—. El pianista. A eso se debe todo este jaleo —sacó una pipa argelina y la llenó de tabaco Sail—. ¿Puedo fumar? —le preguntó al PN.

—No.

—Imagínatela, venir aquí, al Mercado de Ocasión Número Tres —dijo Al, maravillado, guardando la pipa y el tabaco—. Jamás lo habría creído.

De repente agarró a Ian por el hombro y le apretó violentamente.

—Voy a acercarme y me voy a presentar ante ella.

Antes de que el PN pudiera decir nada, Al salió corriendo. Se abrió paso entre las naves de ocasión y en una fracción de segundo se perdió de vista. El policía maldijo impotente y apuntó a Ian con la pistola.

Un instante después, Al reapareció ante la entrada de la pequeña oficina donde Nicole hablaba con Richard Kongrosian. Al abrió la puerta y entró.

—Pero no puedo tocar para ti —estaba diciendo Richard Kongrosian cuando Al abrió la puerta—. ¡Huelo muy mal! Estás demasiado cerca de mí…; por favor, Nicole, querida, retrocede, por el amor de Dios.

Kongrosian se apartó de Nicole, alzó la vista y vio a Al.

—¿Por qué ha tardado tanto tiempo en mostrarnos esa nave? ¿Por qué no podíamos marcharnos en seguida?

—Lo siento —dijo Al. Se dirigió a Nicole—. Me llamo Al Miller. Soy responsable de este solar. —Le tendió la mano. Ella la ignoró, pero miró en su dirección—. Señora Thibodeaux, deje que se vaya. No le detenga. Tiene derecho a emigrar si quiere. No convierta a la gente en esclava.

No se le ocurrió nada más; guardó silencio. Su corazón latía aceleradamente. Qué equivocado estaba Luke. Era tan hermosa como uno podía imaginar; aquello confirmaba todo lo que había visto con anterioridad, aquella vez que la divisó desde lejos.

—Esto no es asunto suyo —le dijo Nicole.

—Sí que lo es —dijo Al—. Literalmente. Este hombre es mi cliente.

Chic Strikerock encontró también la voz.

—Señora Thibodeaux, es un honor, un increíble honor…

Su voz flaqueó; tomó una bocanada de aire, tembló. Y no pudo continuar. Se retiró, petrificado, en silencio, como si lo hubieran desconectado. Al se disgustó.

—Soy un hombre enfermo —murmuró Kongrosian.

—Llévese a Richard —dijo Nicole al alto oficial de la PN que estaba de pie a su lado—. Volvemos a la Casa Blanca. —Se dirigió a Al—. Su solar puede permanecer abierto; no estamos interesados en usted de ningún modo. Tal vez en alguna otra ocasión…

Le miró sin malicia y, como le había dicho, sin interés.

—Hágase a un lado —le dijo el alto oficial de la PN—. Vamos a salir.

Pasó junto a Al llevando a Kongrosian del brazo. Nicole les siguió, con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo de piel de leopardo. Ahora parecía pensativa, y se había quedado callada, sumida en sus propios asuntos.

—Soy un hombre enfermo —murmuró Kongrosian una vez más.

—¿Puede darme su autógrafo? —le preguntó Al a Nicole. Fue un impulso, un deseo del subconsciente. Fútil y sin sentido.

—¿Qué? —Ella le miró sorprendida. Y luego mostró sus dientes blanquísimos en una sonrisa—. Dios mío —dijo, y salió de la oficina siguiendo al oficial y a Richard Kongrosian.

Al se quedó detrás con Chic Strikerock, que aún intentaba buscar las palabras con las que expresarse.

—Creo que me he quedado sin su autógrafo —le dijo a Strikerock.

—¿Q-qué piensa de ella? —balbuceó Strikerock.

—Encantadora.

—Sí. Es increíble. Sabe, la verdad es que jamás habría esperado llegar a conocerla en persona. Es como un milagro, ¿no le parece?

Se acercó a la ventana para ver a Nicole, Kongrosian y el jerifalte PN dirigiéndose a su nave.

—Sería facilísimo enamorarse de esa mujer —dijo Al, contemplando también su marcha, como todo el mundo, incluyendo a la brigada de hombres de la PN.

Demasiado fácil, pensó. Y él la volvería a ver, él e Ian tocarían la jarra ante ella. ¿Habría cambiado aquello? No. Nicole había dicho claramente que nadie estaba arrestado; había dado una contraorden. Era libre para mantener abierto el local. La PN tendría que marcharse.

Encendió su pipa.

—Bien, Al —dijo Ian Duncan, acercándosele—. Te ha costado la venta de una nave.

Por orden de Nicole, la PN había dejado marchar a Ian. También era libre.

—El señor Strikerock la comprará. ¿No, señor Strikerock?

—No, he cambiado de opinión —dijo Chic Strikerock tras una pausa.

—El poder de esa mujer… —dijo Al.

Y maldijo, en voz alta y de manera explícita. Y escatológica.

—Gracias de todas formas —dijo Chic—. Tal vez volvamos a vernos en otra ocasión.

—Está usted loco si se deja intimidar por esa mujer.

—Tal vez —asintió Chic.

Obviamente, no tenía sentido razonar con él. Al podía verlo con claridad; también Ian. Nicole había ganado otro converso y ni siquiera estaba aquí para disfrutarlo; ni siquiera estaba interesada en ello.

—¿Va a volver a su trabajo?

—Eso es —asintió Strikerock—. De vuelta a la rutina.

—Nunca volverá a encontrar este solar. Ésta es, indudablemente y absolutamente, la última oportunidad que tendrá de escapar en toda la vida.

—Tal vez —dijo Chic Strikerock, asintiendo lentamente.

Pero no cambió de opinión.

—Buena suerte —dijo Al, y le estrechó la mano.

—Gracias —respondió Chic Strikerock, sin sonreír.

—¿Por qué? —le preguntó Al—. ¿Puede explicarme por qué le afectó tanto?

—No, no puedo. Sólo lo siento. No lo pienso. No es una situación lógica.

—Y tú también lo sientes, Al —dijo Ian Duncan—. Te observé. Vi la expresión de tu cara.

—¡De acuerdo! —exclamó Al, irritado—. ¿Y qué?

Se separó de ellos y se sentó solo, fumando su pipa y mirando por la ventana hacia las naves aparcadas fuera.

Me pregunto si Maury me aceptará de nuevo, pensó Chic Strikerock. Tal vez sea demasiado tarde; tal vez haya quemado mis naves. Llamó a Maury Frauenzimmer desde una cabina pública. Inspiró profundamente, con el auricular pegado a la oreja, esperando.

—¡Chic! —aulló Maury Frauenzimmer cuando apareció su imagen. Sonrió, lleno de una alegría juvenil, radiante, triunfal, que Chic nunca había visto antes—. ¡Muchacho, me alegro de que por fin llames! Vuelve, por el amor de Dios, y…

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa, Maury?

—No puedo decírtelo. Tenemos un gran pedido, es lo único que puedo decir por teléfono. Estoy aceptando trabajadores a diestro y siniestro. Necesito que vuelvas. ¡Necesito a todo el mundo! ¡Chic, esto es lo que hemos estado esperando todos estos malditos años! —Maury parecía casi a punto de echarse a llorar—. ¿Cuándo estarás de vuelta?

—Muy pronto, imagino —contestó Chic, asombrado.

—También ha llamado tu hermano Vince. Intentaba ponerse en contacto contigo. Quiere un empleo. La Karp le despidió, o dimitió, o algo así…; te está buscando por todas partes. Quiere trabajar aquí, no importa en qué, contigo. Le dije que si tú le recomendabas…

—Oh, claro —dijo Chic, ausente—. Vince es un técnico en sucedáneos de primera clase. Oye, Maury, ¿qué es ese pedido?

Una expresión lenta y secreta apareció en la ancha cara de Maury.

—Te lo diré cuando estés aquí, ¿no comprendes? ¡Así que date prisa!

—Iba a emigrar —dijo Chic.

—Emigrar, mierda. Con esto no tendrás que hacerlo. Estamos asegurados de por vida. Acepta mi palabra…; ¡tú, yo, tu hermano, todo el mundo! Te espero.

Maury cortó bruscamente la conexión y la pantalla se apagó.

Tiene que ser un contrato del gobierno, se dijo Chic. Y, sea lo que sea, Karp lo ha perdido. Por eso Vince se ha quedado sin trabajo. Y por eso quiere trabajar con Maury. Lo sabe.

Ahora somos una empresa Ge, se dijo, lleno de júbilo. Por fin estamos dentro.

La suerte, por fin, está conmigo.

Éste era absolutamente el mejor día de su vida, el más decisivo. En realidad, era un día que no olvidaría durante el resto de su vida. Como su jefe, Maury Frauenzimmer, era completamente feliz.

Más tarde recordaría este día…

Pero ahora no lo sabía.

Después de todo, no tenía acceso al equipo Von Lessinger.