—Frau Thibodeaux —dijo el mayor del Ejército, flaco, pequeño y erecto—, le presento al Reichsmarschall, Herr Hermann Goering.
El hombre fornido, vestido —increíblemente— con una toga blanca y sujetando con una correa de cuero lo que parecía ser un cachorro de león, dio un paso adelante y dijo en alemán:
—Me alegra conocerla, señora Thibodeaux.
—Reichsmarschall, ¿sabe dónde está en este momento? —preguntó Nicole.
—Sí —asintió Goering—. Sei ruhig, «Marsi» —dijo severamente dirigiéndose al cachorro de león, y lo acarició, calmándolo.
Bertold Goltz lo observaba todo. Se había adelantado ligeramente en el tiempo usando su propio equipo Von Lessinger; no había tenido paciencia para esperar el momento en que Nicole dispusiera la transferencia de Goering. Aquí estaba ahora; o, mejor dicho, aquí estaría dentro de siete horas.
Poseyendo el equipo de Von Lessinger, era fácil penetrar en la Casa Blanca a pesar de sus guardias; Goltz simplemente se había remontado al pasado, antes de que la Casa Blanca existiera, y luego había regresado al futuro cercano. Ya lo había hecho varias veces antes y lo haría de nuevo; lo sabía porque había visto a su yo futuro. Le divertía aquel encuentro, no sólo podía observar libremente a Nicole, sino también sus yos pasados y futuros…, el futuro, al menos, en términos de posibilidad. De potencialidad, más que de realidad. El panorama se extendía ante su inspección del quizá.
Harán un trato, decidió Goltz. Nicole y Goering; el Reichsmarschall, tomado primero de 1941 y luego de 1944, verá las ruinas de la Alemania de 1945, verá el fin que espera a los nazis…, se verá a sí mismo en la cárcel de Nuremberg, y por fin, asistirá a su propio suicidio con un supositorio envenenado. Esto podría influir algo en él. No sería difícil llegar a un acuerdo; los nazis, incluso normalmente, eran expertos negociantes.
Unas pocas armas milagrosas del futuro, aparecidas al final de la segunda guerra mundial, y la edad de la Barbarie duraría no trece años, sino los mil que Hitler había jurado. El rayo de la muerte, el rayo láser, bombas de hidrógeno de 100 megatones, ayudarían considerablemente a las fuerzas armadas del Tercer Reich. Más, naturalmente, la A-1 y la A-2; o, como los aliados las habían llamado, la V-1 y la V-2. Ahora los nazis podrían tener una A-3, una A-4 y otras más, sin límite, si fuera necesario.
Goltz frunció el ceño. Debido a que, además de esto, otras posibilidades, lóbregas y densas, corrían paralelas en una oscuridad casi oculta que las rodeaba. ¿En qué consistían estos futuros menos probables? Eran peligrosos, y tal vez hasta mejores que el más claro, el que usaba las armas milagrosas…
—Eh, usted —le llamó un PN de la Casa Blanca.
Le había visto de repente, parcialmente oculto en el rincón de la Sala Orquídea. El guarda sacó inmediatamente la pistola y le apuntó.
La reunión entre Thibodeaux, Goering y los cuatro consejeros militares terminó bruscamente. Todos se volvieron hacia Goltz y el PN.
—Frau —saludó Goltz, parodiando a Goering.
Avanzó un paso, confiado; después de todo, había previsto todo esto con su aparato Von Lessinger.
—Sabe quién soy. El espectro de la fiesta —dijo sonriente.
Pero, naturalmente, la Casa Blanca también poseía el equipo Von Lessinger; habían anticipado esto, como él había hecho. Esta exposición suponía el elemento de la fatalidad. No podía ser evitada; no había ninguna rama colateral, ni Goltz lo deseaba. Hacía mucho que había aprendido que finalmente no había futuro para él en el anonimato.
—En otra ocasión, Goltz —dijo Nicole con disgusto.
—Ahora —contestó Goltz, acercándose a ella.
El hombre de la PN la miró, esperando instrucciones; parecía completamente confundido.
Nicole, irritada, le hizo un gesto.
—¿Y éste quién es? —inquirió el Reichsmarschall, estudiando a Goltz.
—Sólo un pobre judío —contestó Goltz—. No como Emil Stard, cuya presencia no veo aquí, Nicole, a pesar de su promesa. Hay muchos judíos pobres, Reichsmarschall, en su tiempo y en el nuestro. No tengo nada de valor económico o cultural que pueda confiscar; ninguna obra de arte, ningún Geld. Lo siento.
Se sentó a la mesa y se sirvió un vaso de agua helada de la jarra que había a mano.
—¿Es «Marsi», su fiera mascota? ¿Ja oder nein?
—No —dijo Goering, sosteniendo al cachorro expertamente.
Se había sentado, colocando al animal en la mesa ante él; el león se acurrucó obediente, con los ojos medio cerrados.
—Mi presencia, mi presencia judía, no es querida. Me pregunto por qué no está aquí Emil Stark. ¿Por qué no, Nicole? ¿Temía ofender al Reichsmarschall? Es extraño… Después de todo, el propio Himmler trató con judíos en Hungría, a través de Eichmann. Y hay un general judío en la Luftwaffe del Reichsmarschall, un tal general Milch. ¿No es cierto, Herr Reichsmarschall?
—No sé mucho sobre Milch —dijo Goering, con aspecto irritado—. Sólo puedo decir que es un buen tipo.
—Ve usted —dijo Bertold Goltz a Nicole—, Herr Goering está acostumbrado a tratar con Juden. ¿Verdad, Herr Goering? No tiene que responder; puedo observarlo por mí mismo.
Goering le miro amargamente.
—Ahora bien, este acuerdo… —empezó a decir Goltz.
—Bertold —le interrumpió Nicole fieramente—, ¡largo de aquí! He permitido que sus alborotadores callejeros deambulen a voluntad, pero haré que los detengan a todos si interfiere en esto. Sabe cuál es mi objetivo. Usted más que nadie tendría que aprobarlo.
—Pero no lo hago.
—¿Por qué no? —replicó uno de los consejeros militares.
—Porque en cuanto los nazis hayan ganado la segunda guerra mundial con su ayuda, masacrarán a los judíos de todas formas. Y no sólo en Europa o en la Rusia blanca, sino también en Inglaterra, los Estados Unidos y Latinoamérica. —Hablaba con calma. Después de todo, lo había visto, había explorado varios temibles futuros alternativos con su equipo Von Lessinger—. Recuerden que el objetivo de la guerra era para los nazis la exterminación del judaísmo mundial. No fue simplemente una casualidad.
Se hizo el silencio.
—Acabe con él —ordenó Nicole al hombre de la PN.
El policía, tras apuntar con su arma, disparó a Goltz.
Goltz, calculando el tiempo perfectamente, hizo contacto con el efecto Von Lessinger que le rodeaba en el mismo instante en que el arma le apuntaba. La escena, con sus participantes, se difuminó y se perdió. Él permanecía en el mismo lugar, la Sala Orquídea, pero todas las personas habían desaparecido. Estaba solo, en medio de los escurridizos fantasmas del futuro, gracias al aparato.
Vio, en procesión, al psicocinético Richard Kongrosian complicado en extrañas situaciones, primero haciendo sus rituales de curación y luego con Wilder Pembroke; el Comisario de la PN había hecho algo, pero Goltz no pudo adivinar qué. Y luego se vio a sí mismo, primero ostentando gran autoridad y luego brusca, inevitablemente muerto. También Nicole pasó junto a su ángulo de visión, alterada en varias formas que no pudo comprender. La muerte parecía existir en todas partes del futuro, parecía un potencial que aguardaba a todo el mundo. ¿Qué significaba esto? ¿Una alucinación?
El derrumbe de la certeza parecía conducir directamente a Richard Kongrosian. Era un efecto del poder psicocinético, una distorsión de la estructura del futuro producida por el talento parapsicológico de aquel hombre.
Goltz se preguntó si Kongrosian lo sabía. Una fuerza de este tipo…, un misterio incluso para su poseedor. Kongrosian, confundido en el laberinto de su enfermedad mental, virtualmente incapaz de funcionar y, sin embargo, imponiéndose aún, influyendo todavía en el paisaje de los mañanas, de los días por venir. Si sólo pudiera desentrañar esto, advirtió Goltz. Este hombre que es, que será, el enigma capital para todos nosotros…, entonces lo tendría. El futuro ya no consistiría en una serie de sombras imperfectas, hecho de configuraciones que la razón —la mía, al menos— no puede comprender.
—Ahora soy completamente invisible —declaró en voz alta Richard Kongrosian en su habitación del Hospital Neuropsiquiátrico Franklin Aimes. Alzó una mano y no vio nada—. Ha sucedido —añadió, y tampoco oyó su voz; aquello era también imperceptible.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó a las cuatro paredes de su cuarto.
No hubo respuesta. Kongrosian estaba completamente solo; ya no mantenía ningún contacto con otra vida.
Tengo que salir de aquí, decidió. Buscar ayuda…, aquí no me dan ninguna; han sido incapaces de detener el proceso.
Volveré a Jenner. Veré a mi hijo.
No tenía ningún sentido buscar al doctor Superb ni a ningún otro médico, estuviera orientado hacia las drogas o no. El período de búsqueda de terapia había terminado. Y ahora…, un nuevo período. ¿En qué consistía? No lo sabía aún. Sin embargo, con el tiempo lo sabría. Suponiendo que sobreviviera. ¿Y cómo podría hacerlo cuando, según todos los síntomas, estaba ya muerto?
Eso es, se dijo. He muerto. Y, sin embargo, vivo aún.
Era un misterio. No lo comprendía.
Tal vez, pensó, lo que tengo que buscar es un renacimiento.
Sin esfuerzo —después de todo, nadie podía verle—, salió de su habitación y recorrió los pasillos, bajó la escalera y salió del hospital. Poco después recorría las aceras de una calle desconocida, en algún lugar de la zona montuosa de San Francisco, rodeada por grandes edificios de apartamentos, muchos de los cuales eran anteriores a la tercera guerra mundial.
Evitando meter el pie en ninguna de las hendiduras del pavimento, neutralizó momentáneamente el olor nocivo que de otra manera le habría delatado.
Debo de estar recuperándome, decidió. Al menos he encontrado un ritual de purificación temporal para equilibrar mi olor corporal fóbico. Y excepto por el hecho de que aún soy invisible…
¿Cómo voy a tocar el piano así? Esto significa, evidentemente, el final de mi carrera.
Y entonces recordó a Merril Judd, el químico de AG Chemie. Se suponía que Judd iba a ayudarme. Con la excitación de volverme invisible, lo he olvidado por completo.
Puedo ir en taxi a AG Chemie.
Hizo señas a un autotaxi que pasaba, pero éste no le vio. Decepcionado, lo dejó pasar. «Creí que era aún visible para los mecanismos de rastreo puramente mecánicos», pensó. «Evidentemente, no lo soy».
¿Puedo ir andando a la sucursal de AG Chemie?
Supongo que tendré que hacerlo. Porque naturalmente no puedo subir a los transpub ordinarios; no sería justo para los demás.
Tengo todo un trabajo para Judd, comprendió. No sólo tiene que erradicar mi olor fóbico, sino que, además, tiene que volver a hacerme visible. Su mente se llenó de decepción. No podrán hacerlo. Es demasiado. No hay esperanza. Tendré que seguir intentando lo del renacimiento. Cuando vea a Judd le preguntaré qué puede hacer la AG Chemie a ese respecto. Después de todo, junto con la compañía de Karp, son el complejo económico más poderoso en todos los EUEA. Tendría que volver a la URSS para encontrar una entidad económica mayor.
AG Chemie está tan orgullosa de su quimioterapia…; veamos si tienen una droga que estimule el renacimiento.
Continuaba caminando, pensando, mientras evitaba pisar las rendijas del pavimento. De pronto, advirtió que algo se cruzaba en su camino. Era un animal plano, en forma de plato, naranja con manchas negras. Sus antenas brillaban. Al mismo tiempo, un pensamiento se formó en su cerebro.
—Renacimiento…, sí, una nueva vida. Volver a empezar en otro mundo.
¡Marte!
—Tiene razón.
Kongrosian se detuvo. En la acera, ante él, había un papoola. Miró a su alrededor y vio, naturalmente, un mercadillo ambulante aparcado cerca; las naves de ocasión brillaban bajo el sol. Allí, en el centro del solar, en un pequeño edificio, estaba sentado el operario, y Kongrosian se le acercó con calma. El papoola le siguió, y mientras lo hacía se comunicaba con él.
—Olvide a la AG Chemie…, no pueden hacer nada por usted.
Cierto, pensó Kongrosian. Ya es demasiado tarde. Si Judd hubiera aparecido inmediatamente con algo, tal vez habría sido diferente. Pero ahora…
Y entonces se dio cuenta de otra cosa. El papoola podía verle. O al menos podía sentir su presencia con algunos órganos de percepción, en una dimensión o en otra. Y… no ponía pegas a su olor.
—En absoluto —le decía el papoola—. Para mí huele perfectamente bien. No tengo ninguna queja al respecto. Absolutamente ninguna.
—¿Sería así en Marte? —preguntó Kongrosian, deteniéndose—. ¿Podrían verme, o al menos percibirme, y yo no les molestaría?
—No hay anuncios de Theodorus Nitz en Marte. —Los pensamientos del papoola acudían a él, formándose en su mente ansiosa—. Allí perderá gradualmente su contaminación. En ese entorno puro y virgen. Entre en la oficina, señor Kongrosian, y hable con el señor Miller, nuestro representante. Está deseando servirle. Existe para servirle.
—Sí —dijo Kongrosian, y abrió la puerta de la oficina.
Allí, ante él, esperaba otro cliente. El vendedor estaba rellenando el impreso de un contrato. El cliente era un hombre alto, delgado, casi calvo, parecía inquieto y cansado; miró a Kongrosian y entonces se hizo a un lado.
El olor le había molestado.
—Discúlpeme —murmuró Kongrosian.
—Ahora, señor Strikerock —decía el vendedor al otro cliente—, si firma aquí…
Dio la vuelta al impreso y le tendió una pluma.
El cliente, en un espasmo de actividad muscular, firmó y luego dio un paso atrás, temblando visiblemente por la tensión.
—Es un gran momento cuando se decide uno a hacerlo —le dijo a Kongrosian—. No habría tenido valor yo solo, pero mi psiquiatra me lo sugirió. Dijo que era la mejor alternativa.
—¿Quién es su psiquiatra? —preguntó Kongrosian, verdaderamente interesado.
—Sólo hay uno en estos días. El doctor Egon Superb.
—¡También es el mío! —exclamó Kongrosian—. Un hombre condenadamente bueno; acabo de hablar con él.
El cliente estudió la cara de Kongrosian intensamente.
—Es usted el hombre que llamó por teléfono —dijo muy cuidadosa y lentamente—. Yo estaba en su consulta.
—Señor Strikerock —dijo el vendedor del mercadillo ambulante—, si quiere salir conmigo le daré las instrucciones, sólo para asegurarnos. Y puede usted escoger la nave que quiera. Estaré con usted dentro de un momento —dijo a Kongrosian—. Por favor, si tiene la bondad de esperar…
—¿P-puede usted verme? —tartamudeó Kongrosian.
—Puedo ver a todo el mundo —dijo el vendedor—. Con tiempo suficiente…
Y salió de la oficina con Strikerock.
—Tranquilícese —dijo el papoola en el interior de la mente de Kongrosian; se había quedado en la oficina, evidentemente para hacerle compañía—. Todo está bien. El señor Miller se ocupará de usted muy bien y prontooooo —le canturreó, arrullándolo—. Todooo essstá biennn —entonó.
De repente, el cliente, el señor Strikerock, volvió a entrar en la oficina.
—¡Ahora recuerdo quién es usted! —le dijo a Kongrosian—. Es usted ese famoso concertista de piano que siempre toca para Nicole en la Casa Blanca. Es usted Richard Kongrosian.
—Sí —admitió Kongrosian, complacido al ver que le reconocían. Sin embargo, se apartó cuidadosamente de Strikerock, para asegurarse de que no le molestaba—. Me sorprende que pueda usted verme; hace poco que me he vuelto invisible… De hecho, eso es lo que discutía con Egon Superb por teléfono. En este momento estoy buscando un renacimiento. Por eso voy a emigrar; obviamente, ya no hay esperanza para mí en la Tierra.
—Sé cómo se siente —asintió Strikerock—. Acabo de renunciar a mi empleo. Ya no tengo ataduras con nadie, ni con mi hermano ni con… —Se detuvo, la cara oscura—. Con nadie. Me marcho solo.
—Oiga —dijo Kongrosian, siguiendo un impulso—. ¿Por qué no emigramos juntos? ¿O… le molesta mucho mi olor fóbico?
Strikerock parecía no entender lo que quería decir.
—¿Emigrar juntos? ¿Se refiere a buscar un asentamiento como socios?
—Tengo mucho dinero —dijo Kongrosian—. De mis conciertos. Puedo sufragarlo con facilidad.
El dinero era ciertamente la última de sus preocupaciones. Y tal vez podría ayudar a este señor Strikerock, quien, después de todo, acababa de renunciar a su trabajo.
—Tal vez podríamos hacer algo juntos —dijo Strikerock pensativo, asintiendo lentamente—. En Marte se estará terriblemente solo; no tendríamos ningún vecino, excepto tal vez algunos simulacros. Y ya he visto suficientes para el resto de mi vida.
El vendedor, Miller, volvió a la oficina, con aspecto de estar un poco perturbado.
—Sólo necesitamos una nave para los dos —le dijo Strikerock—. Kongrosian y yo vamos a emigrar juntos, como socios.
Miller se encogió filosóficamente de hombros.
—Entonces le mostraré un modelo ligeramente más grande, de tipo familiar.
Abrió la puerta para que Kongrosian y Chic Strikerock salieran al solar.
—¿Se conocen ustedes? —preguntó.
—Hasta ahora no —dijo Strikerock—, pero los dos tenemos el mismo problema; somos invisibles aquí en la Tierra, por decirlo de alguna forma.
—Eso es —añadió Kongrosian—. Me he vuelto completamente invisible al ojo humano; obviamente, es el momento de emigrar.
—Sí, si ése es el caso, yo diría que sí —accedió Miller cáusticamente.
—Soy Merril Judd, de la AG Chemie —dijo el hombre que estaba al otro lado del teléfono—. Lamento molestarla…
—Adelante —contestó Janet Raimer, sentándose ante el pequeño despacho, ordenado según su peculiar idiosincrasia. Hizo un gesto con la cabeza a su secretaria, quien cerró inmediatamente la puerta de la oficina, apagando los ruidos procedentes del corredor.
—Dice que tiene que ver con Richard Kongrosian —prosiguió.
—Eso es. —En la pantalla, la cara en miniatura de Merril Judd asintió—. Y por esa razón se me ocurrió ponerme en contacto con usted, por los estrechos lazos que existen entre Richard Kongrosian y la Casa Blanca. Me pareció razonable que quisiera saberlo. Hace media hora intenté visitar a Kongrosian en el Hospital Neuropsiquiátrico Franklin Aimes de San Francisco. Se había ido. El personal no pudo localizarle.
—Ya veo.
—Evidentemente, está bastante enfermo. Por lo que me dijo…
—Sí, está bastante enfermo. ¿Tiene alguna otra información que darnos? Si no es así, me gustaría empezar a buscarle inmediatamente.
El psicoquímico de la AG Chemie no sabía nada más. Colgó, y Janet marcó un número interior, probando con varias oficinas de la Casa Blanca hasta que por fin consiguió ponerse en contacto con su superior, Harold Slezak.
—Kongrosian ha dejado el hospital y se ha esfumado. Dios sabe adónde puede haber ido, posiblemente de vuelta a Jenner… Naturalmente, tendríamos que verificarlo. Francamente, creo que la PN debería intervenir. Kongrosian es vital.
—Vital —repitió Slezak, arrugando la nariz—. Bien, digamos mejor que le tenemos afecto. Que preferiríamos no pasar sin él. Conseguiré que Nicole me dé permiso para utilizar a la Policía, creo que tienes razón en tu estimación de la situación.
Slezak, sin demora, cortó la conexión. Janet colgó el teléfono.
Había hecho todo lo que podía; ahora estaba fuera de su alcance.
Lo siguiente fue que un hombre de la PN la visitó en su oficina, cuaderno en mano. Wilder Pembroke —había tropezado con él muchas veces, cuando ocupaba otros puestos más bajos— se sentó ante ella y empezó a tomar notas.
—Ya lo he comprobado con el Franklin Aimes —le informó el Comisario, pensativo—. Parece que Kongrosian hizo una llamada telefónica al doctor Egon Superb…, ya sabe quién es: el único psicoanalista que queda. Se marchó poco después. Que usted sepa, ¿visitaba Kongrosian a Superb?
—Sí, naturalmente —dijo Janet—. Lo hizo durante una temporada.
—¿Dónde cree que puede haber ido?
—Como no sea a Jenner…
—No está allí. Ya tenemos a alguien en la zona.
—Entonces no lo sé. Pregúnteselo a Superb.
—Lo estamos haciendo.
Ella se echó a reír.
—Tal vez se haya unido a Bertold Goltz.
—Estamos investigando esa posibilidad, por supuesto —dijo el Comisario, con el rostro inalterable—. Siempre es posible que haya buscado uno de esos solares de Loony Luke, uno de esos mercadillos ambulantes que vuelan de noche. Parece que se dejan ver en el lugar y el momento adecuados. Dios sabe cómo se las arreglan, pero el caso es que lo consiguen. De todas las posibilidades… —Pembroke hablaba casi para sí; parecía muy excitado—, en lo que a mí respecta, ésa es la peor.
—Kongrosian no iría nunca a Marte —dijo Janet—. Allí no hay mercado para sus talentos; no necesitan concertistas de piano. Y, bajo su exterior excéntrico, Richard es listo. Se daría cuenta de eso.
—Tal vez haya renunciado a tocar por algo mejor.
—Me pregunto qué clase de granjero psicocinético sería.
—Tal vez eso sea exactamente lo que Kongrosian se está preguntando en este momento.
—Yo… pensaba que querría llevarse a su esposa y a su hijo.
—Tal vez no. Tal vez ésa sea la clave. ¿Ha visto a su hijo? ¿Sabe lo que pasa en el área de Jenner?
—Sí —dijo ella, tensa.
—Entonces comprende.
Los dos guardaron silencio.
Ian Duncan se acababa de sentar en el cómodo sillón tapizado de cuero del doctor Egon Superb cuando la escuadra de hombres de la PN irrumpió en la consulta.
—Tendrá que tratar a su paciente dentro de un momento —dijo el jefe del escuadrón, un hombre joven y de mentón afilado, mientras le mostraba brevemente a Superb sus credenciales—. Kongrosian ha desaparecido del Franklin Aimes y estamos intentando localizarle. ¿Ha contactado con usted?
—No desde que se marchó del hospital —dijo Superb—. Llamó un poco antes, mientras aún estaba…
—Lo sabemos. —El hombre de la PN miró a Superb—. ¿Qué posibilidad cree que hay de que Kongrosian se una a los Hijos de Job?
—Ninguna —dijo Superb inmediatamente.
—Muy bien. —El hombre de la PN lo anotó—. En su opinión, ¿hay alguna posibilidad de que haya podido contactar con la gente de Loony Luke? ¿De que emigre, o esté intentando hacerlo, en una nave de ocasión?
—Creo que las posibilidades son excelentes —dijo el doctor Superb tras una larga pausa—. Necesita… Busca perpetuamente estar solo.
El jefe de la PN cerró su cuaderno y se volvió a sus hombres.
—Entonces, eso es —dijo—. Habrá que cerrar los solares. —Se dirigió a su sistema comunicador portátil—. El doctor Superb está de acuerdo con la idea del solar, pero no con la de los Hijos de Job. Creo que debemos hacerle caso; el doctor parece estar seguro. Verifiquen de inmediato en la zona de San Francisco y vean si ha aparecido algún solar por allí. Gracias.
Colgó y se dirigió al doctor Superb.
—Apreciamos su ayuda. Si se pone en contacto con usted, notifíquenoslo.
Dejó su tarjeta sobre la mesa.
—No… sean duros con él —dijo el médico—. Si lo encuentran. Está muy, muy enfermo.
El hombre de la PN le miró, sonrió ligeramente y luego el escuadrón salió de la oficina. La puerta se cerró tras ellos. Ian Duncan y el doctor Superb volvieron a quedarse solos.
—Tendré que hablar con usted en otra ocasión —dijo Ian Duncan con su peculiar voz ronca. Se puso en pie, tambaleándose—. Adiós.
—¿Pasa algo malo? —preguntó el médico, poniéndose en pie también.
—Tengo que irme.
Ian Duncan se dirigió a la puerta, consiguió abrirla y desapareció. La puerta se cerró de golpe. Extraño, pensó el doctor Superb. El hombre (¿se llamaba Duncan?) ni siquiera había tenido oportunidad de empezar a discutir su problema. ¿Por qué la aparición de la PN le había trastornado tanto?
El doctor Superb, sin encontrar respuesta a sus cavilaciones, volvió a sentarse y llamó a Amanda Conners para que hiciera pasar al siguiente paciente; una habitación entera le esperaba. Los hombres (y también muchas mujeres) miraban subrepticiamente a Amanda y observaban cada movimiento que hacía.
—Sí, doctor —dijo la dulce voz de Amanda, animando un poco al doctor Superb.
En cuanto salió de la consulta, Ian Duncan buscó frenéticamente un autotaxi. Al estaba aquí, en San Francisco, lo sabía. Le había dado la lista de las apariciones del Solar Número Tres. Lo cogerían y sería el final de Duncan & Miller, Jarras Clásicas.
Un autotaxi moderno y brillante le llamó.
—¿Puedo ayudarle, amigo?
—Sí —jadeó Ian Duncan, y se internó en el tráfico para hallar a Miller.
Esto me da una oportunidad, se dijo mientras el autotaxi corría hacia la dirección que le había dado. Pero ellos llegarán antes. ¿O no? La Policía tendría que peinar virtualmente toda la ciudad, bloque por bloque. Él, en cambio, sabía cuál era exactamente el lugar en el que podía encontrarse el Solar Número Tres. Así que tal vez tuviera una oportunidad, aunque pequeña, después de todo.
Si te atrapan, Al, se dijo, será también mi fin. No puedo seguir solo. Me uniré a Goltz o moriré, o algo tan terrible como eso. No me importa qué.
El autotaxi surcaba la ciudad, de camino al Mercadillo de Chatarra Ambulante Número Tres de Loony Luke.