—En presencia de extraños, ¿siente que no existe? —graznó el anuncio de Theodorus Nitz—. ¿Parecen no advertirle, como si fuera invisible? En un autobús o en una nave espacial, mira usted a veces alrededor y descubre que nadie, absolutamente nadie, le reconoce o le toma en cuenta y posiblemente ni siquiera…
Maury Frauenzimmer, con su rifle de balas propulsadas por dióxido de carbono, disparó cuidadosamente el anuncio Nitz que flotaba arrimado a la pared de su oficina. Había conseguido colarse durante la noche y le había saludado por la mañana con su pequeña arenga.
Roto, el anuncio cayó al suelo. Maury lo aplastó con su peso sólido y compacto y luego volvió a colocar el rifle en su estante.
—El correo —dijo Chic Strikerock—. ¿Dónde está el correo de hoy?
Lo había estado buscando por todas partes desde que había llegado a la oficina.
Maury sorbió ruidosamente el café de su taza.
—Mira sobre los archivos —dijo—. Bajo ese trapo que usamos para limpiar las teclas de la máquina de escribir.
Se dedicó a morder su donut matutino, que era de los recubiertos de azúcar. Veía que Chic se estaba comportando extrañamente y se preguntaba qué significaría aquello.
—Maury, tengo algo que he escrito para ti —dijo Chic inmediatamente, y le tendió un papel doblado.
Sin examinarlo, Maury supo qué era.
—Renuncio —dijo Chic.
Estaba pálido.
—Por favor, no lo hagas. Ya aparecerá algo. Puedo mantener la firma en funcionamiento. —No abrió la carta; la dejó donde Chic la había colocado—. ¿Qué harías si te fueras de aquí?
—Emigrar a Marte.
El intercomunicador de la mesa zumbó, y su secretaria, Greta Trupe, dijo:
—Señor Frauenzimmer, un tal señor McRae quiere verle, junto con otros caballeros.
Me pregunto quiénes serán, pensó Maury.
—No me los mande aún —le dijo a Greta—. Estoy reunido con el señor Strikerock.
—Sigue adelante con tu negocio —dijo Chic—. Me voy. Te dejo mi carta de renuncia sobre la mesa. Deséame suerte.
—Suerte.
Maury se sentía deprimido y enfermo. Se quedó mirando la mesa hasta que la puerta se abrió y se cerró y Chic se hubo marchado. Vaya manera de empezar el día, pensó Maury. Recogió la carta y la abrió, le echó un vistazo y la dobló una vez más. Apretó un botón del intercomunicador.
—Señorita Trupe —dijo—. Hágalos pasar. A ése que dijo, McRae o como sea. Y a su grupo.
—Sí, señor Frauenzimmer.
La puerta de la oficina se abrió y Maury se encontró mirando a los que reconoció como oficiales del gobierno. Dos de ellos llevaban el traje gris de la Policía Nacional, y el jefe del grupo, evidentemente McRae, tenía aspecto de ser un oficial importante de la rama ejecutiva. En otras palabras, era un Ge bien situado. Maury se puso en pie pesadamente y extendió la mano.
—Caballeros, ¿qué puedo hacer por ustedes?
—¿Es usted Frauenzimmer? —preguntó McRae mientras le estrechaba la mano.
—Correcto —contestó Maury.
Su corazón latía apresuradamente y tenía dificultad para respirar ¿Iban a obligarle a cerrar, como habían hecho con los psiquiatras de la Escuela de Viena?
—¿Qué he hecho? —preguntó.
Oyó su propia voz debilitarse por la aprensión. Era un problema detrás de otro.
McRae sonrió.
—Hasta ahora, nada. Estamos aquí para iniciar las negociaciones de un pedido a su empresa. Sin embargo, esto entraña conocimientos de nivel Ge. ¿Puedo apagar su intercomunicador?
—¿C-cómo? —preguntó Maury, sorprendido.
McRae hizo un gesto con la cabeza a los hombres de la PN y se echó a un lado. Los policías actuaron y rápidamente desconectaron el aparato. Entonces inspeccionaron las paredes, el mobiliario; examinaron escrupulosamente cada pulgada de la habitación y su equipo, y luego indicaron a McRae que continuara.
—Muy bien, Frauenzimmer. Nos gustaría construir un sim. Aquí. —Le tendió un sobre cerrado—. Examine esto. Esperaremos.
Maury abrió el sobre y estudió su contenido.
—¿Puede hacerlo? —preguntó McRae de inmediato.
—Son las especificaciones para un der Alte —dijo Maury alzando la cabeza.
—Correcto —asintió McRae.
Entonces es eso, advirtió Maury. Ése es el fragmento de conocimiento Ge; ahora soy un Ge. Había sucedido en un instante. Estoy dentro. Lástima que Chic se marchara; pobre infeliz, qué mal momento, qué mala suerte la suya. Si se hubiera quedado cinco minutos más…
—Ha sido así durante cincuenta años —dijo McRae.
Le estaban atrayendo. Haciendo que formara parte de todo aquello como fuera posible.
—Santo cielo —dijo Maury—. Nunca lo había imaginado. Le veía hablando por la televisión, haciendo sus discursos… Y yo mismo construyo aquí esas malditas cosas.
Estaba anonadado.
—Karp hizo un buen trabajo —dijo McRae—. Especialmente con el actual, Rudi Kalbfleisch. Nos preguntábamos si se habría dado usted cuenta.
—Nunca. Ni una vez.
Ni en un millón de años.
—¿Puede construir uno? ¿Puede hacerlo?
—Claro —asintió Maury.
—¿Cuándo empezará?
—Inmediatamente.
—Bien. Se da cuenta, naturalmente, de que en principio los hombres de la PN tendrán que instalarse aquí para encargarse de la seguridad.
—De acuerdo —murmuró Maury—. Si hay que hacerlo, adelante. Disculpe un momento.
Se encaminó a la puerta y salió a la oficina exterior, sorprendido de que le permitieran hacerlo.
—Señorita Trupe, ¿ha visto usted qué camino ha tomado el señor Strikerock?
—Acaba de marcharse, señor Frauenzimmer. Hacia la autopista. Supongo que ha vuelto al Abraham Lincoln, donde vive.
Pobre diablo, pensó Maury. Sacudió la cabeza. La suerte de Chic Strikerock, aún funcionando. Ahora empezaba a sentirse lleno de júbilo. Esto lo cambia todo, advirtió. He vuelto al negocio. Soy proveedor del rey o, más bien, suministrador de la Casa Blanca. Es lo mismo. Sí, ¡es lo mismo!
Volvió a su oficina, donde esperaban McRae y los otros; le miraron sombríamente.
—Lo siento —dijo—. Estaba buscando a mi jefe de ventas. Quería readmitirle debido a esto. No podremos aceptar ningún nuevo pedido durante una temporada, para estar así libres para poder concentrarnos en esto —dudó—. Y respecto al coste…
—Firmaremos un contrato —dijo Garth McRae—. Se le garantizará su coste más un cuarenta por ciento. Adquirimos a Rudi Kalbfleisch por una suma total de un billón de dólares EUEA, además, naturalmente, del coste del mantenimiento perpetuo y las reparaciones.
—Oh, sí —accedió Maury—. No es cuestión de que se pare en mitad de un discurso.
Intentó reír, pero no pudo hacerlo.
—¿Qué le parece? Digamos entre un billón y un billón y medio.
—Está bien —dijo Maury pastosamente.
Sentía como si su cabeza estuviera a punto de rodar desde sus hombros y caer al suelo.
—Tiene usted una empresa pequeña, señor Frauenzimmer —dijo McRae, estudiándolo—. Los dos somos conscientes de eso. No se haga falsas ilusiones. Esto no le convertirá en una gran empresa como la Karp und Sohnen Werke. Sin embargo, garantizará su existencia continuada; obviamente, estamos preparados para apoyarle económicamente durante todo el tiempo que sea necesario. Hemos estudiado exhaustivamente sus libros, ¿le asusta eso?, y sabemos que lleva meses en números rojos.
—Cierto.
—Pero su trabajo es bueno —continuó Garth McRae—. Hemos estudiado ejemplos de los que funcionan en la Luna y Marte. Es usted un artesano mucho más auténtico que la Karp Werke. Por eso estamos hoy aquí en vez de con Anton y el viejo Felix.
—Eso me preguntaba —dijo Maury.
Así que por ese motivo el gobierno había decidido hacer esta vez el contrato con él, no con Karp. ¿Había construido éste todos los simulacros der Alte hasta ahora? Buena pregunta. Si era así…, ¡vaya cambio radical en la política del gobierno! Pero mejor no preguntar.
—Tome un cigarro —dijo Garth McRae, tendiéndole un Optimo Admiral—. Muy suave. Pura hoja de Florida.
—Gracias.
Maury aceptó agradecido el gran cigarro verdoso. Ambos lo encendieron y se miraron mutuamente en medio del silencio.
La noticia de que Duncan & Miller habían sido elegidos por el cazatalentos para actuar en la Casa Blanca sorprendió a Edgar Stone cuando la vio en el boletín comunal del Abraham Lincoln. La leyó una y otra vez, buscando el chiste y preguntándose cómo aquel hombrecito nervioso y anodino había conseguido hacerlo.
Tiene que haber trampa, se dijo Stone. Igual que cuando le aprobé las pruebas relpol…, alguien tiene que haber falsificado los resultados. Él mismo había oído las jarras; había estado presente en el programa, y Duncan & Miller, Jarras Clásicas, no eran tan buenos. Eran buenos, sí, pero intuitivamente sabía que había algo más.
En su interior experimentó furia, resentimiento por haber falsificado la puntuación de la prueba de Duncan. Yo le he puesto en el camino del éxito, advirtió Stone; yo le salvé. Y ahora se dirige a la Casa Blanca, fuera de aquí por completo.
No le extrañaba que Duncan lo hubiera hecho tan mal con su prueba relpol. Obviamente, había estado muy ocupado practicando con su jarra; Duncan no tenía tiempo para las realidades comunes con las que tenía que lidiar el resto de la humanidad. Debe de ser magnífico ser un artista, pensó Stone con amargura. Estás exento de todas las reglas y responsabilidades; puedes hacer lo que quieras.
Vaya si me engañó, se dijo Stone.
Stone se dirigió rápidamente al salón del segundo piso y llegó al despacho del capellán del edificio; tocó el timbre y la puerta se abrió, mostrándole al sacerdote trabajando en su despacho, con la cara arrugada por la fatiga.
—Esto…, padre —dijo Stone—, me gustaría confesarme. ¿Puede dedicarme unos minutos? Mis pecados son muy urgentes.
Patrick Doyle, frotándose la frente, asintió.
—Cielos —dijo—, o llueve o truena. Hasta el momento ya ha habido diez clientes que han usado el confesionario. Adelante. —Señaló cansinamente la alcoba que daba a su oficina—. Siéntese y conéctelo usted mismo. Estaré escuchando mientras lleno estos impresos de Berlín.
Lleno de justa indignación, con las manos temblando, Edgar Stone conectó los electrodos del confesionario a los lugares adecuados de su cuero cabelludo y luego, cogiendo el micrófono, empezó a confesarse. La grabadora de la máquina se puso a girar lentamente mientras hablaba.
—Movido por un falso sentimiento de piedad —dijo—, infringí una regla de este edificio. Sin embargo, lo que me preocupa no es el acto en sí, sino los motivos que hay tras él. El acto es simplemente el efecto de una falsa actitud hacia mis compañeros residentes. Este individuo, mi vecino, el señor Ian Duncan, hizo muy mal una reciente prueba relpol y me di cuenta de que lo expulsarían del Abraham Lincoln. Me identifiqué con él porque subconscientemente me considero un fracasado, como hombre y como residente en este edificio, y falsifiqué su puntuación para indicar que había aprobado. Obviamente, habrá que aplicarle una nueva prueba relpol, y la que yo falsifiqué tendrá que ser declarada nula.
Miró al sacerdote, pero no percibió ninguna reacción evidente.
Eso se encargará de Duncan y de su Jarra Clásica, se dijo Stone.
El confesionario había analizado ya su confesión; escupió una tarjeta y Doyle se levantó para cogerla. Tras un largo y cuidadoso escrutinio, le miró con suspicacia.
—Señor Stone, lo que se expresa aquí es que su confesión no es una confesión. ¿Qué tiene realmente en mente? Vuelva y empiece de nuevo; no ha indagado hasta el fondo y no ha sacado a la luz el material genuino. Y sugiero que empiece confesando que antes lo hizo mal de un modo consciente y deliberado.
—No es así —dijo Stone, o intentó decirlo; su voz le había abandonado, ahogada por la fatiga—. Tal vez podría discutir esto con usted informalmente, señor. Falsifiqué la puntuación; eso es un hecho. Pero tal vez mis motivos para hacerlo…
Doyle le interrumpió.
—¿No se sentirá ahora envidioso de Duncan? ¿De su éxito con la jarra, que le va a llevar a la Casa Blanca?
Silencio.
—Podría… podría ser —carraspeó Stone, admitiéndolo—. Pero esto no cambia el hecho de que Ian Duncan no debería estar viviendo aquí, debería ser expulsado, sin que importen mis motivos. Mírelo en el Código de los Edificios de Apartamentos Comunales. Sé que hay una sección que cubre las situaciones como ésta.
—Pero no puede salir de aquí sin confesarse —insistió el capellán—. Debe satisfacer a la máquina. Está intentando hacer que expulsen a un vecino para satisfacer sus propias necesidades psicológicas y emocionales. Confiéselo, y entonces tal vez podamos discutir las reglas del Código y aplicarlas al caso de Duncan.
Stone gruñó y una vez más se colocó el intrincado sistema de electrodos.
—De acuerdo. Odio a Ian Duncan porque está dotado artísticamente y yo no. Estoy deseando ser examinado por un jurado compuesto por doce vecinos residentes para ver cuál es la pena por mi pecado; pero ¡insisto en que se someta a Duncan a otra prueba relpol! No cejaré respecto a esto…, no tiene derecho a vivir aquí con nosotros. Es moral y legalmente malo.
—Al menos, ahora está siendo honesto —dijo Doyle.
—La verdad es que me gustó su actuación con la jarra, la otra noche. Pero tengo que comportarme de la manera que creo que beneficia al interés público.
Le pareció que el confesionario asentía aliviado mientras escupía una segunda tarjeta. Pero tal vez eran sólo imaginaciones suyas.
—Cada vez llega más al fondo —dijo Doyle, tras leer la tarjeta—. Mire esto. —Se la pasó a Stone, sonriente—. Su mente es una mezcla de motivos confusos y ambivalentes. ¿Cuándo se confesó por última vez?
—Creo que… el pasado agosto —murmuró Stone, enrojeciendo—. El padre Jones era el capellán entonces. Sí, debe de haber sido en agosto.
La verdad era que había sido a primeros de julio.
—Habrá que trabajar mucho con usted —dijo Doyle, encendiendo un cigarrillo y reclinándose en su silla.
Después de muchas discusiones, habían decidido que el primer número de su actuación en la Casa Blanca sería la Chacona en Fa de Bach. A Al siempre le había gustado, a pesar de las dificultades que implicaba, la doble parada y demás. Sólo el hecho de pensar en la Chacona ponía nervioso a Ian Duncan. Ahora que por fin lo habían decidido, deseaba haberse inclinado por la mucho más simple Suite para cincuenta violoncelos sin acompañamiento. Pero ahora era demasiado tarde. Al había mandado toda la información al secretario de la Casa Blanca el señor Harold Slezak.
—No te preocupes, por el amor de Dios —le dijo Al—. Tienes que tocar la segunda jarra. ¿Te importa hacerme de segundo?
—No —dijo Ian.
En realidad era un alivio. Al tenía la parte más difícil.
Fuera del perímetro del Mercadillo de Chatarra Número Tres, el papoola se movía, cruzando una y otra vez la calle en su silenciosa búsqueda de clientes. Eran sólo las diez de la mañana, y todavía no había aparecido nadie que mereciera la pena. Hoy el solar había aparecido en la sección montañosa de Oakland, California, entre las calles serpenteantes y cubiertas por árboles de la mejor zona residencial. Al otro lado del solar, Ian podía ver el Joe Louis, un edificio de apartamentos de forma peculiar pero llamativa donde había mil viviendas, la mayoría ocupadas por negros muy bien situados. El edificio, por efecto del sol de la mañana, parecía especialmente limpio y cuidado. Un guarda, con porra y pistola, patrullaba a la entrada para impedir que entrara nadie que no viviera en el edificio.
—Slezak tiene que dar el visto bueno al programa —le recordó Al—. Tal vez Nicole no quiera oír la Chacona; tiene gustos muy especializados que cambian constantemente.
En su imaginación, Ian vio a Nicole tendida en su enorme cama, vestida con su bata rosa, con la bandeja del desayuno al lado, mientras escrutaba el programa que le habían presentado para que diera su aprobación. Ya ha oído hablar de nosotros, pensó. Conoce nuestra existencia. En ese caso, existimos de verdad. Igual que un niño pequeño tiene que tener a su madre observando todo lo que hace, alcanzamos nuestro ser por la mirada de Nicole.
Y cuando deje de mirarnos, pensó, entonces ¿qué? ¿Qué nos sucederá después? ¿Nos desintegraremos, nos volveremos a hundir en el olvido? De vuelta a los átomos. Al mundo de donde vinimos, el mundo del no-ser, el mundo en el que hemos estado toda la vida, hasta ahora.
—Puede que nos haga una petición —dijo Al—. Puede que incluso nos pida su favorita. He investigado, y parece que a veces pide El Granjero Feliz de Schumann. ¿Lo oyes? Más vale que nos pongamos a prepararlo, por si acaso.
Sopló pensativamente unas cuantas notas en su jarra.
—No puedo hacerlo —dijo Ian bruscamente—. No puedo continuar. Significa demasiado para mí. Algo saldrá mal; no le gustaremos y nos echarán a patadas. Y nunca podremos olvidarlo.
—Mira —empezó a decir Al—, tenemos al papoola. Y eso nos da…
Se interrumpió. Un hombre de cierta edad, alto, fornido, que vestía un caro traje gris de fibra natural, se acercaba por la acera.
—Dios mío, es Luke en persona —dijo. Parecía asustado—. Sólo le he visto dos veces antes. Algo debe de ir mal.
—Será mejor que recojas al papoola —dijo Ian.
El muñeco había empezado a moverse hacia Loony Luke.
—¡No puedo! —exclamó Al, con una expresión de asombro en la cara. Tocó desesperadamente los mandos en su cintura—. No me responde.
El papoola alcanzó a Luke y éste se agachó, lo recogió y continuó caminando hacia el solar, con la imitación bajo el brazo.
—Puede más que yo —dijo Al, y miró a Ian, aturdido.
La puerta de la oficina se abrió y Loony Luke entró.
—Nos han informado de que estás usando esto para tus propios propósitos —le dijo a Al, con una voz baja y grave—. Se te dijo que no lo hicieras; el papoola pertenece al solar, no al operario.
—Oh, vamos, Luke…
—Debería despedirte —dijo Luke—, pero eres un buen vendedor, así que no lo haré. Mientras tanto, tendrás que mantener tu programa de ventas sin ayuda. —Con el papoola agarrado, se dirigió a la puerta—. Mi tiempo es valioso. Tengo que irme. —Entonces vio la jarra de Al—. Eso no es un instrumento musical. Es una cosa para poner whisky dentro.
—Escucha, Luke, esto es publicidad —dijo Al—. Actuar ante Nicole significa que la cadena de mercadillos ganará prestigio. ¿No lo ves?
—No quiero prestigio —dijo Luke, deteniéndose ante la puerta—. No me interesa Nicole Thibodeaux; deja que dirija su sociedad como le venga en gana, y yo dirigiré los mercadillos como quiera. Ella me deja en paz y yo la dejo en paz a ella, y por mí no hay inconveniente en seguir así. No lo líes todo. Dile a Slezak que no puedes aparecer en el programa y olvídalo; ningún adulto con sentido común se pondría a meter el hocico en una botella vacía.
—Ahí es donde te equivocas —dijo Al—. Se puede encontrar arte en las cosas más mundanas de la vida, como en estas jarras, por ejemplo.
—Ahora no dispones del papoola para influir sobre la Primera Familia —dijo Luke, limpiándose los dientes con un palillo de plata—. Será mejor que lo pienses. ¿De veras esperas conseguirlo sin el papoola? —dijo sonriendo.
—Tiene razón —le dijo Al a Ian tras una pausa—. El papoola lo hizo por nosotros. Pero…, demonios, sigamos adelante de todas formas.
—Tienes agallas —dijo Luke—, pero no juicio. Sin embargo, tengo que admirarte. Puedo ver por qué has sido un buen vendedor de la organización; no te rindes. Usa el papoola la noche en que actuéis en la Casa Blanca y devuélvemelo a la mañana siguiente.
Le tendió la criatura redonda con forma de insecto. Al la recogió y la apretó contra su pecho como si fuera una gran almohada.
—Tal vez sea buena publicidad para los mercadillos —dijo Luke pensativo—. Pero sé una cosa. No le gustamos a Nicole. Demasiadas personas se le han escapado de las manos gracias a nosotros. Somos una grieta en la estructura de mamá, y mamá lo sabe.
Sonrió una vez más, mostrando sus dientes de oro.
—Pero yo manejaré al papoola —continuó Luke—. Por control remoto. Tengo un poco más de habilidad que tú. Después de todo, yo los construí.
—Claro —dijo Al—. De todas formas, tendré las manos ocupadas.
—Eso es. Necesitarás las dos manos para tocar esa botella.
Algo en el tono de Luke intranquilizó a Duncan. ¿Adónde quiere ir a parar? Pero, en cualquier caso, no tenían otra opción. Tenían que usar el papoola. Y sin duda Luke podría manejarlo mejor; ya había probado su superioridad sobre Al, y éste, como él mismo había reconocido, estaría muy ocupado soplando su jarra. Sin embargo…
—Loony Luke, ¿ha visto alguna vez a Nicole? —preguntó Ian.
Fue un pensamiento repentino. Una intuición.
—Claro. Hace años. Tenía unas marionetas. Mi padre y yo viajábamos y dábamos representaciones con ellas. Finalmente, lo hicimos en la Casa Blanca.
—¿Y qué pasó?
—Ella… no nos hizo caso —dijo Luke, tras una pausa—. Dijo algo así como que las marionetas eran indecentes.
Y por eso la odias, pensó Ian. Nunca la perdonaste.
—¿Lo eran? —le preguntó a Luke.
—No. Sí es verdad que uno de los números era un strip-tease. Teníamos marionetas de coristas. Pero nadie había puesto objeciones nunca. A mi padre le dolió, pero a mí no me importó.
Su cara no mostraba ninguna emoción.
—¿Ya era Nicole la Primera Dama entonces? —preguntó.
—Oh, sí. Lleva en el cargo setenta y tres años. ¿No lo sabíais?
—No es posible —dijeron casi al unísono Al e Ian.
—Claro que lo es. Es una mujer vieja. Tiene que serlo. Una abuela. Pero supongo que aún se conserva bien. Lo sabréis cuando la veáis.
—Pero en la televisión… —dijo Ian, anonadado.
—Oh, sí —accedió Luke—. En la televisión parece tener unos veinte años. Pero consulta los libros de historia…; claro que están prohibidos para todo el mundo menos para los Ges. Me refiero a los libros de historia reales; no a los que os dan para estudiar esas pruebas relpol. En cuanto los encontréis, podréis deducirlo vosotros mismos. Los hechos están todos ahí. Escondidos en alguna parte.
Los hechos, advirtió Ian, no significan nada cuando puedes ver con tus ojos que ella es tan joven como siempre. Y lo vemos cada día.
Estás mintiendo, Luke, pensó. Lo sabemos; todos lo sabemos. Mi socio Al la vio; si hubiera sido como dices, lo habría comentado. La odias, ése es tu motivo. Conmocionado, le dio la espalda a Luke. No quería tener nada que ver con ese hombre. Setenta y tres años en el cargo…, eso querría decir que Nicole tendría ahora casi noventa. Se echó a temblar ante la idea. La apartó de sus pensamientos. O al menos lo intentó.
—Buena suerte, chicos —dijo Luke, mordisqueando su mondadientes.
Es una lástima que el gobierno haya prohibido los psiquiatras, pensó Al Miller. Miró a su socio Ian Duncan, comprendiendo que no se encontraba bien. Pero la verdad era que aún quedaba uno. Se había enterado por la televisión. Un tal doctor Superb o algo por el estilo.
—Ian —dijo—, necesitas ayuda. Tal como estás, no vas a poder tocar la jarra ante Nicole.
—Me recuperaré.
—¿Has ido alguna vez a un psicoanalista?
—Un par de veces. Hace tiempo.
—¿Crees que son mejores que la quimioterapia?
—Cualquier cosa es mejor que la quimioterapia.
Si es el único psicoanalista que aún practica en todos los EUEA, debe de estar de trabajo hasta el cuello, pensó Al. Posiblemente no aceptará más pacientes.
Sin embargo, buscó su número, cogió el teléfono y lo marcó.
—¿A quién llamas? —preguntó Ian, receloso.
—Al doctor Superb. Es el último…
—Lo sé. ¿Para quién lo llamas? ¿Para ti? ¿Para mí?
—Tal vez para los dos.
—Pero principalmente para mí.
Al no contestó. La imagen de una muchacha con un par de pechos grandes y encantadores se había formado en la pantalla.
—Consulta del doctor Superb —dijo.
—¿Acepta el doctor nuevos pacientes? —preguntó Al, mirando fijamente su imagen.
—Sí —contestó la muchacha con un tono de voz firme y vigoroso.
—¡Magnífico! —dijo Al, satisfecho y sorprendido—. A mi socio y a mí nos gustaría acudir a su consulta cuando sea posible. Cuanto antes mejor.
Dio su nombre y el de Al.
—¿Qué le parece el viernes a las nueve y media de la mañana? —preguntó la muchacha.
—Perfecto —contestó Al—. Muchísimas gracias, señorita. —Colgó violentamente—. ¡Lo conseguimos! Ahora podremos solucionar nuestros problemas con alguien cualificado para dar asistencia personal. Por cierto, hablando de imagen materna…, ¿viste a esa chica? Porque…
—Puedes ir tú solo —dijo Ian—. Yo no voy.
—Si no vas —dijo Al suavemente—, no tocaré la jarra en la Casa Blanca. Así que será mejor que vayas.
Ian le miró.
—Hablo en serio —dijo Al.
Hubo un largo e incómodo silencio.
—Iré —dijo Ian por fin—. Pero sólo una vez. Solamente el viernes.
—Eso depende del doctor.
—Escucha, si Nicole Thibodeaux tiene noventa años, no hay ninguna psicoterapia que pueda ayudarme.
—¿Hasta ese punto estás emocionalmente implicado? ¿Con una mujer a la que nunca has visto? Eso es esquizofrenia. Porque estás absorbido por… una ilusión. Algo sintético, irreal.
—¿Qué es real y qué irreal? Para mí, ella es más real que ninguna otra cosa. Más real incluso que tú. Incluso que yo mismo, que mi vida.
—Santo cielo —dijo Al. Estaba impresionado—. Bueno, al menos tienes algo por lo que vivir.
—Cierto.
—Veremos qué dice Superb el viernes. Le preguntaremos qué es la esquizofrenia. —Se encogió de hombros—. Tal vez esté equivocado. Tal vez no lo sea.
Tal vez somos Luke y yo los que estamos locos, pensó. Para él, Luke era mucho más real, mucho más influyente que Nicole Thibodeaux. Pero él había visto a Nicole en persona, e Ian no. Eso marcaba la diferencia, aunque no estaba seguro de por qué.
Cogió su jarra y empezó a ensayar una vez más. Tras una pausa, Ian Duncan hizo lo mismo.