8

Mientras se dirigían al auditorio de la primera planta del Abraham Lincoln, Ian Duncan vio, arrastrándose tras Al Miller, la forma chata y escurridiza de la criatura marciana, el papoola. Se detuvo en seco.

—¿Para qué traes eso?

—No lo comprendes —dijo Al—. ¿No tenemos que ganar?

—De esa manera, no —contestó Ian tras una pausa.

Lo comprendía perfectamente; el papoola actuaría sobre el público como había hecho con los transeúntes. Utilizaría su influencia extrasensorial sobre ellos, forzándolos a tomar una decisión favorable. Vaya con la ética del vendedor de chatarra, pensó Ian. Para Al, aquello parecía perfectamente normal; si no podían ganar por su habilidad tocando la jarra, lo harían gracias al papoola.

—Vamos, no seas nuestro peor enemigo —dijo Al, gesticulando—. Todo lo que nos hace falta es un poco de técnica subliminal de ventas, como las que se han estado usando desde hace un siglo… Es un método antiguo y respetable de ganarte a la opinión pública. Admitámoslo: llevamos años sin tocar la jarra de un modo profesional.

Palpó los controles de su cintura y el papoola se apresuró para alcanzarles. Una vez más, Al tocó los controles…

Y un pensamiento persuasivo se formó en la mente de Ian. ¿Por qué no? Todo el mundo lo hace.

—Quítame esa cosa de encima, Al —dijo con dificultad.

Al se encogió de hombros. Y el pensamiento que había invadido la mente de lan se retiró gradualmente. Sin embargo, permaneció un residuo. Ya no estaba seguro de su postura.

—Esto no es nada comparado con lo que pueden conseguir las máquinas de Nicole —señaló Al, viendo la expresión de su cara—. Un papoola aquí y allá y ese instrumento de persuasión en el que Nicole ha convertido la televisión… Ahí sí que tienes un peligro real, Ian. El papoola es directo; sabes que estás trabajando con él. Pero cuando escuchas a Nicole… La presión es tan sutil, tan completa…

—No sé nada sobre eso —dijo Ian—. Sólo sé que, a menos que tengamos éxito, a menos que consigamos tocar en la Casa Blanca, por lo que a mí respecta la vida no merece la pena. Y nadie ha metido esa idea en mi cabeza. Es así como me siento; es mi propia idea, maldita sea.

Abrió la puerta y Al entró en el auditorio, sosteniendo su jarra por el asa. Ian le siguió, y un momento después los dos subieron al escenario, ante el salón medio lleno.

—¿La has visto alguna vez? —preguntó Al.

—Siempre la estoy viendo.

—Quiero decir de verdad. En persona. En carne y hueso.

—Claro que no —dijo Ian.

Ése era el motivo de su deseo de éxito, ir a la Casa Blanca. La verían de verdad, no sólo su imagen por televisión. Ya no sería una fantasía…, sería de verdad.

—Yo la vi una vez. Acababa de aparcar el solar, el Mercadillo de Chatarra Número Tres, en una avenida de Shreveport, Luisiana. Era temprano, más o menos las ocho de la mañana. Vi unos coches oficiales acercándose. Naturalmente, pensé que eran de la Policía Nacional… Empecé a despegar. Pero no lo eran. Se trataba de un desfile motorizado en el que iba Nicole, que se disponía a inaugurar un nuevo edificio de apartamentos el más grande de todos.

—Sí —dijo Ian—. El Paul Bunyan.

El equipo de fútbol del Abraham Lincoln jugaba todos los años contra el de este inmueble, y perdía siempre. El Paul Bunyan tenía más de mil habitantes, y todos ellos procedían de un entorno administrativo; era un edificio de apartamentos exclusivo para hombres y mujeres a punto de convertirse en Ges, y tenían que pagar unos alquileres increíblemente altos.

—Deberías haberla visto —dijo Al pensativo mientras se sentaba de cara al público, con la jarra en el regazo—. Sabes, siempre se piensa que en la vida real no son tan atractivos como parecen en televisión. Quiero decir que controlan la imagen tan completamente, es algo tan sintético en muchos aspectos… Pero Ian, ella era mucho más atractiva. La televisión no puede captar la vitalidad, el brillo, todos los delicados tonos de su piel. La luminosidad de su pelo.

Sacudió la cabeza, tanteando al papoola con el pie; se había colocado tras su silla, fuera de la vista.

—¿Sabes cómo me sentí después de verla? —prosiguió—. Me sentí descontento. Estaba viviendo bastante bien, Luke me paga un buen salario. Y me gusta el trato con el público, y manejar a esta criatura. Es un trabajo que requiere cierta habilidad artística, como si dijéramos. Pero después de ver a Nicole Thibodeaux, nunca volví a aceptarme a mí ni a mi vida. —Miró a Ian—. Supongo que eso es lo que sientes al verla en la televisión.

Ian asintió. Había empezado a ponerse nervioso; dentro de pocos minutos los presentarían. Su prueba casi había llegado.

—Por eso accedí a hacer esto —continuó Al—. Por eso accedí a volver a coger la jarra e intentarlo una vez más.

Viendo que Ian agarraba la jarra con tanto nerviosismo, preguntó:

—¿Utilizo al papoola o no? Tú decides.

Enarcó una ceja, pero su cara mostraba comprensión.

—Utilízalo —dijo Ian.

—De acuerdo.

Al introdujo la mano en su chaqueta y jugueteó con los controles. Detrás de la silla, el papoola rodó hacia delante, con sus antenas desplegadas y sus ojos cruzándose y descruzándose.

El público se puso inmediatamente alerta. La gente se echó adelante para ver; algunos sonreían con deleite.

—Mira —dijo un hombre con excitación—. ¡Es el papoola!

Una mujer se puso en pie para ver con más claridad, e Ian pensó para sí todo el mundo ama al papoola. Ganaremos tanto si tocamos la jarra como si no. Y luego, ¿qué? Conocer a Nicole ¿nos hará más felices de lo que somos? ¿Eso es lo que sacaremos de aquí: un descontento colosal? ¿Un dolor, un ansia que nunca podrá ser satisfecha?

Era demasiado tarde para dar marcha atrás. Las puertas del auditorio se habían cerrado y Don Tishman se levantaba de su silla y llamaba al orden.

—Bueno, amigos —dijo por medio del micrófono que llevaba en la solapa—. Vamos a ver la exhibición de unos cuantos talentos para nuestra diversión. Como pueden ver por su programa, primero nos llega un grupo, Duncan & Miller y sus Jarras Clásicas, con un repertorio de Bach y Händel que seguro que les hará marcar el ritmo con los pies.

Miró pícaramente a Ian y a Al, como diciendo: «¿Qué os parece como presentación?»

Al no prestó atención; manipulaba sus controles y miraba pensativo a la audiencia. Luego, por fin, cogió su jarra, miró a Ian y entonces marcó el compás con el pie. La Fuga en Si Menor abría su repertorio, y Al empezó a soplar en su jarra, iniciando el tema: «Bum, bum, bum. Bum-bum-bum-bum-bum-bum de-bum. De bum, De bum, de de-de bum…». Sus mejillas se volvieron rojas y tersas mientras soplaba.

El papoola deambuló por el escenario, luego bajó hasta la primera fila del público. Había empezado a trabajar.

Al le hizo un guiño a Ian.

—Un tal Charles Strikerock quiere verle, doctor.

Amanda Conners se asomó al despacho del doctor Superb, consciente de la carga de los últimos días, a pesar de lo cual ella seguía haciendo su trabajo. Superb se daba cuenta. Como psicosecretaria, Amanda mediaba entre los dioses y el hombre; o más bien, en este caso, entre el psicoanalista y los simples seres humanos. Enfermos y hartos de estarlo.

—De acuerdo.

Superb se puso en pie para recibir al nuevo paciente, pensando, ¿es éste? Estoy aquí sólo para tratar (o más bien para fracasar al tratar)… ¿a este hombre en concreto?

Se había preguntado lo mismo cada vez que llegaba un nuevo paciente.

La incesante necesidad de especular le cansaba. Sus pensamientos, desde la aprobación del Acta McPhearson, se habían vuelto obsesivos; giraban una y otra vez, sin llegar a ninguna parte.

Un hombre alto, de aspecto preocupado y con gafas, más bien calvo, entró en su oficina con la mano tendida.

—Quiero darle las gracias por atenderme tan pronto, doctor. En estos momentos debe de tener un calendario de trabajo terrible.

Se estrecharon las manos, y Chic Strikerock se sentó de cara a la mesa.

—Hasta cierto punto —murmuró Superb. Pero, como había dicho Pembroke, no podía rechazar a ningún nuevo paciente; su consulta permanecía abierta con esa condición—. Ya puede imaginar cómo me siento. Excesivamente atrapado, por encima de lo normal. Supongo que tenemos que esperar dificultades en la vida, pero debería haber algún límite.

—Para ser francos —dijo Chic Strikerock—, estoy a punto de despedirme de todo, de mi trabajo y de mi… mujer. —Se detuvo, frunció los labios—. Y unirme a los malditos Hijos de Job. —Miró lleno de angustia al doctor Superb—. Eso es.

—De acuerdo —asintió el médico—. Pero ¿se siente obligado a hacerlo? ¿Es realmente su elección?

—No. Tengo que hacerlo. Estoy entre la espada y la pared.

Chic Strikerock apretó las manos, y entrelazó sus dedos largos y finos.

—Mi vida en sociedad, como hombre de carrera…

El teléfono sobre la mesa de Superb parpadeó. Una llamada urgente que Amanda quería que aceptara.

—Discúlpeme un momento, señor Strikerock.

El doctor Superb descolgó el auricular. Y en la pantalla se formó la cara en miniatura, grotescamente distorsionada, de Richard Kongrosian, que jadeaba como si se estuviera ahogando.

—¿Aún está usted en el Franklin Aimes? —preguntó Superb inmediatamente.

—Sí —respondió.

La voz de Kongrosian llegaba a sus oídos a través del receptor de corto alcance. El paciente, Strikerock, no podía oírle; jugueteaba con una cerilla, lamentando claramente la interrupción.

—Acabo de enterarme por la televisión que todavía existe usted —continuó—. Doctor, algo terrible me sucede. Me estoy volviendo invisible. Nadie puede verme. Sólo pueden olerme. ¡Me estoy volviendo sólo un olor repelente!

Santo Dios, pensó el doctor Superb.

—¿Puede verme? —preguntó Kongrosian tímidamente—. ¿En su pantalla?

—Sí.

—Sorprendente —Kongrosian parecía algo aliviado—. Entonces, por lo menos los artilugios mecánicos pueden localizarme. Tal vez así me identifiquen. ¿Cuál es su opinión? ¿Ha tenido casos similares en el pasado? ¿Ha luchado antes contra esto la ciencia de la psicopatología? ¿Tiene nombre?

Lo tiene, pensó Superb. Crisis extrema del sentido de la identidad. Esta es la apariencia de la psicosis extrema; la estructura compulsivo-obsesiva se derrumba.

—Iré a verle al Franklin Aimes esta tarde.

—No, no —protestó Kongrosian, con los ojos saltando llenos de frenesí—. No puedo permitirlo. De hecho, no debería estar hablando con usted por teléfono. Es demasiado peligroso. Le escribiré una carta. Adiós.

—Espere —dijo Superb tranquilamente.

La imagen permaneció en la pantalla. Al menos temporalmente. Pero sabía que Kongrosian no se quedaría mucho tiempo. El instinto de fuga era demasiado grande.

—Estoy atendiendo a un paciente, así que hay poco que pueda hacer ahora mismo. ¿Qué le parece si…?

—Usted me odia —interrumpió Kongrosian—. Todo el mundo me odia. ¡Santo Dios, tengo que volverme invisible! ¡Es el único modo de proteger mi vida!

—Creo que ser invisible supone algunas ventajas —dijo Superb, sin hacer caso a lo que había dicho Kongrosian—. Especialmente si estuviera interesado en convertirse en un mirón o en un criminal.

—¿Qué clase de criminal?

La atención de Kongrosian había sido captada.

—Lo discutiremos cuando le vea. Creo que deberíamos hacer que esto fuera todo lo Ge que resulte humanamente posible. Es una situación enormemente valiosa. ¿No le parece?

—Yo… nunca lo había pensado.

—Hágalo.

—¿Me envidia, doctor?

—Muchísimo. Como analista, yo mismo soy obviamente una persona lasciva y fisgona.

—Interesante —Kongrosian parecía ahora mucho más tranquilo—. Por ejemplo, se me ocurre que podría salir de este maldito hospital cada vez que me venga en gana. Puedo perderme. Excepto por el olor. No, olvida usted el olor, doctor. Me delatará. Aprecio lo que intenta hacer, pero no está teniendo en cuenta todos los factores. —Kongrosian sonrió levemente—. Creo que lo que tengo que hacer es hablar con el Fiscal General, Buck Epstein, o si no, volver a la Unión Soviética. Tal vez en el Instituto Pavlov puedan ayudarme. Sí, debería intentarlo otra vez; ya sabe que lo intenté antes. —Entonces se le ocurrió algo nuevo—. Pero no pueden tratarme si no me ven. Qué lío, Superb. Maldita sea.

Tal vez lo mejor para él sería lo que está pensando hacer el señor Strikerock, pensó el doctor Superb. Unirse a Bertold Goltz y a sus infaustos Hijos de Job.

—Sabe, doctor —continuó Kongrosian—, a veces pienso que la base de mi problema psiquiátrico es que inconscientemente estoy enamorado de Nicole. ¿Qué le parece? Se me acaba de ocurrir, ¡y está claro como el agua! El tabú del incesto, la barrera o como quiera que se llame la dirección que ha tomado mi libido, porque naturalmente Nicole es una figura maternal. ¿Me equivoco?

El doctor Superb suspiró.

Chic Strikerock jugueteaba tristemente con la cerilla, y era obvio que se sentía más y más incómodo. Superb se dio cuenta de que la conversación telefónica tenía que terminar. Y de inmediato.

Pero que lo mataran si sabía como ponerle fin.

¿Es aquí donde voy a fracasar?, se preguntó en silencio. ¿Es esto lo que previó Pembroke, el hombre de la PN, usando el principio Von Lessinger? Este hombre, Charles Strikerock. Le estoy privando de su terapia, le estoy robando con la conversación telefónica. Y no puedo hacer nada.

—Nicole es la última mujer de verdad de nuestra sociedad —decía Kongrosian rápidamente—. La conozco, doctor. La he visto en incontables ocasiones, debido a mi ilustre carrera. Sé de quién hablo, ¿no cree?, y…

El doctor Superb colgó el teléfono.

—Le ha colgado —dijo Chic Strikerock, poniéndose completamente alerta. Dejó de juguetear con la cerilla—. ¿Está bien eso? —Entonces se encogió de hombros—. Supongo que es asunto suyo, no mío.

Tiró la cerilla.

—Ese hombre tiene una megalomanía superpoderosa. Interpreta a Nicole como real, cuando ella es en realidad el objeto más sintético de nuestro entorno.

Chic Strikerock parpadeó, anonadado.

—¿Q-qué quiere decir? —Estaba temblando, casi se había puesto en pie—. Me está probando. Está intentando sondear mi mente en el poco tiempo de que disponemos. En cualquier caso, tengo un problema concreto, no ilusorio como él, quienquiera que sea. Estoy viviendo con la mujer de mi hermano y utilizo su presencia para chantajearle; le estoy obligando a que me consiga un empleo en la Karp und Sohnen. Al menos, ése es el problema que hay en la superficie. Pero debajo existe algo más, algo más profundo. Tengo miedo de Julie, la esposa o ex esposa de mi hermano, lo que quiera que sea. Y sé por qué. Tiene que ver con Nicole. Tal vez soy como el hombre del teléfono; sólo que no estoy enamorado de ella. Le tengo muchísimo miedo, y por eso temo a Julie. Supongo que temo a todas las mujeres. ¿Tiene todo esto algún sentido, doctor?

—La imagen de la Mala Madre —dijo Superb—. Superpoderosa y cósmica.

—Es por causa de los hombres débiles como yo por lo que Nicole puede gobernar —dijo Chic—. Soy el motivo por el que tenemos una sociedad matriarcal…, soy como un niño de seis años.

—No es usted el único. Usted se da cuenta. De hecho, es la neurosis nacional. El fallo psicológico de nuestra época.

—Si me uniera a Bertold Goltz y a los Hijos de Job podría ser un hombre de verdad —dijo Chic Strikerock lenta, deliberadamente.

—Puede hacer otra cosa, si quiere librarse de la madre, de Nicole. Emigre. A Marte. Compre una de esas naves de chatarra de Loony Luke la próxima vez que uno de esos mercadillos ambulantes aterrice lo bastante cerca de usted para que pueda subir a bordo.

—Dios mío, nunca he pensado en eso seriamente —dijo Chic Strikerock sobresaltado, con una extraña expresión—. Siempre parecía sólo… frenético. Irrazonable. Algo hecho neuróticamente, a la desesperada.

—Sería mejor que unirse a Goltz, de todas formas.

—¿Y qué hago con Julie?

Superb se encogió de hombros.

—Llévesela, ¿por qué no? ¿Es buena en la cama?

—Por favor.

—Lo siento.

—Me pregunto cómo es Loony Luke —dijo Chic.

—Un auténtico bastardo, por lo que he oído.

—Tal vez eso sea lo que quiero. Lo que necesito.

—Se acabó por hoy —dijo el doctor Superb—. Espero haberle ayudado, al menos un poco. La próxima vez…

—Me ha ayudado; me ha dado una idea muy buena. O mejor dicho, ha ratificado una muy buena idea que tenía dentro. Tal vez deba emigrar a Marte; infiernos, ¿por qué esperar a que Maury Frauenzimmer me despida? Dimitiré inmediatamente y trataré de localizar un mercadillo de chatarra. Y si Julie quiere venir, bien; si no, pues bien, también. Es buena en la cama, doctor, pero no única. No tan buena que no pueda ser reemplazada. Así que… puede que no vuelva a verle, doctor.

Chic Strikerock se levantó de su silla. Se estrecharon la mano.

—Envíeme una postal cuando llegue a Marte.

—Lo haré —asintió Strikerock—. ¿Cree que seguirá atendiendo a sus pacientes en esta dirección?

—No lo sé —dijo el médico.

Tal vez sea usted mi último paciente, reflexionó. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que es el que he estado esperando. Pero sólo el tiempo lo dirá.

Caminaron juntos hasta la puerta de la oficina.

—De todas formas —dijo Chic Strikerock—, no estoy tan mal como ese tipo con el que habló usted por teléfono. ¿Quién era? Creo que le he visto antes en alguna parte, o al menos una foto suya. Puede que fuera en la televisión; sí, ahí fue. Es una especie de artista. Ya sabe, cuando le hablaba sentí una especie de afinidad hacia él. Como si los dos estuviéramos debatiéndonos juntos, juntos en un problema serio y profundo e intentando salir de alguna manera, de cualquier manera.

—Mmm —dijo el doctor Superb mientras abría la puerta.

—No va a decirme quién es; no le está permitido. Lo comprendo. Bien, le deseo suerte, sea quien sea.

—La necesita —dijo Superb—. En este punto, sea quien sea.

—¿Qué tal sienta hablar con el gran hombre en persona, Nat? —dijo cáusticamente Molly Dondoldo—. Porque, naturalmente, todos estamos de acuerdo. Bertold Goltz es el gran hombre de nuestra época.

Nat Flieger se encogió de hombros. El autotaxi había salido ahora de la ciudad de Jenner y subía una gran cuesta, cada vez más despacio, moviéndose hacia el interior de lo que parecía ser propiamente un húmedo bosque tropical, una amplia meseta pantanosa que parecía casi un resto del Período Jurásico. Un pantano de dinosaurios, pensó Nat. No apto para seres humanos.

—Creo que Goltz ha ganado un converso —dijo Jim Planck, guiñándole un ojo a Molly. Le hizo una mueca a Nat.

Había empezado a caer una lluvia fina y ligera, silenciosa. Los limpiaparabrisas del taxi se pusieron en marcha, golpeteando con un ritmo que era a la vez irregular y molesto. El taxi giró desde la carretera principal —que al menos estaba asfaltada— hacia una carretera lateral de barro rojo; el taxi empezó a botar y a zarandearse; en el interior, las marchas cambiaban mientras el vehículo se ajustaba chirriando a las nuevas condiciones. A Nat no le parecía que estuviera haciendo un trabajo muy satisfactorio. Tenía la sensación de que el taxi iba a pararse de un momento a otro.

—¿Sabes lo que espero ver aquí? —dijo Molly, mirando el follaje a ambos lados de la estrecha carretera ascendente—. Me da la impresión de que en la próxima curva nos vamos a encontrar un mercadillo de los de Loony Luke, aparcado ahí delante, esperándonos.

—¿Sólo para nosotros? —preguntó Jim Planck—. ¿Por qué precisamente para nosotros?

—Porque estamos a punto de acabar.

Al pasar la siguiente curva divisaron una estructura. Nat la miró, preguntándose qué sería. Vieja, decrépita, con aspecto abandonado…; advirtió inmediatamente que estaba viendo una gasolinera. Un resto de los días de los coches a motor de combustión interna. Se quedó de una pieza.

—Una antigualla —dijo Molly—. ¡Una reliquia! Qué extraño. Tal vez deberíamos parar y echar un vistazo. Es algo histórico, como un viejo fuerte o un molino de adobe; por favor, Nat, para este maldito trasto.

Nat golpeó los botones del salpicadero y el taxi, gimiendo de angustia por la fricción y sus propias órdenes mal interpretadas, se detuvo ante la gasolinera.

Cansado, Jim Planck abrió la portezuela y bajó. Llevaba encima su cámara japonesa y apuntó con ella hacia la tenue luz envuelta en niebla. La suave lluvia hacía que le brillara la cara; el agua salpicaba sus gafas, y se las quitó y las guardó en el bolsillo de su pecho.

—Tomaré un par de fotos de esto —le dijo a Nat y a Molly.

—Hay alguien ahí dentro —le susurró Molly a Nat—. No te muevas ni digas nada. Nos está observando.

Nat salió del coche y cruzó el camino de piedra roja hasta la gasolinera. Vio que el hombre que había dentro se levantaba y se le acercaba; la puerta del edificio se abrió. Un hombre encogido, con una enorme mandíbula deformada y dientes saltones le salió al paso; el hombre gesticuló y empezó a hablar.

—¿Qué está diciendo? —le preguntó Jim a Nat, asustado.

El hombre era mayor y murmuraba «hig, hig, hig», o eso le parecía a Nat. Intentaba decirle algo y no podía. Seguía intentándolo. Y Nat, por fin, creyó comprender que articulaba palabras; se esforzó por entender, aguzando el oído y esperando mientras el viejo de la gran mandíbula continuaba murmurando, ansiosamente, gesticulante.

—Está preguntando si le hemos traído el correo —dijo Molly.

—Debe de ser una costumbre que los coches que suban por este camino traigan el correo de la ciudad —dijo Jim. Se dirigió al anciano—. Lo siento, no lo sabíamos. No hemos traído su correo.

Asintiendo, el hombre interrumpió sus ruidos; parecía resignado. Había comprendido claramente.

—Estamos buscando a Richard Kongrosian —le dijo Nat—. ¿Estamos en la carretera adecuada?

El hombre miró a ambos lados, furtivamente.

—¿Tienen verduras?

—¡Verduras! —exclamó Nat.

—Puedo comer muy bien verduras.

El hombre le hizo un guiño y tendió una mano, esperando.

—Lo siento —dijo Nat, desconcertado. Se volvió hacia Jim y Molly—. Verduras. ¿Podéis comprenderle? Eso es lo que ha dicho, ¿no?

—No puedo comer carne —murmuró el viejo—. Esperen.

Rebuscó en sus bolsillos y sacó una tarjeta impresa que pasó a Nat. La tarjeta, sucia y arrugada, apenas podía leerse. Nat la acercó a la luz, bizqueando mientras intentaba comprender las letras impresas.

DÉME DE COMER Y LE DIRÉ

TODO LO QUE QUIERA SABER.

CORTESÍA DE LA ASOCIACIÓN DE PARIAS.

—Soy un paria —dijo el hombre.

Cogió la tarjeta de repente y se la volvió a meter en el bolsillo.

—Salgamos de aquí —le dijo Molly a Nat en voz baja.

Una raza generada por la radiación, pensó Nat. Los parias del norte de California. Su enclave estaba aquí. Se preguntó cuántos había. ¿Diez? ¿Mil? Y era aquí donde Richard Kongrosian había decidido vivir.

Pero tal vez Kongrosian tuviera razón. Eran personas, a pesar de su deformidad. Recibían correo, probablemente tenían un pequeño empleo basado en sus habilidades, tal vez vivieran a expensas del condado si no podían trabajar. No molestaban a nadie y, desde luego, eran inofensivos. Se sintió molesto por su propia reacción…, por su aversión inicial e instintiva.

—¿Quiere una moneda? —le dijo al viejo paria, y sacó una pieza de platino de cinco dólares.

El paria aceptó la moneda, asintiendo.

—Gracias.

—¿Está la casa de Kongrosian en esta carretera? —preguntó Nat una vez más.

El paria señaló.

—De acuerdo —dijo Jim Planck—. Vámonos. Íbamos por buen camino. —Miró con urgencia a Nat y a Molly—. Vamos.

Volvieron a entrar los tres en el taxi. Nat lo puso en marcha y dejaron atrás la vieja gasolinera y el paria, que se quedó allí, inexpresivo, viéndolos partir como si lo hubieran desconectado, como si fuera un simulacro, una simple máquina.

—Guau —dijo Molly, y dejó escapar un suspiro ansioso—. ¿Qué demonios era eso?

—Habrá más —dijo brevemente Nat.

—Por todos los santos —continuó Molly—, Kongrosian debe de estar más loco de lo que dicen, para vivir aquí. Yo no me quedaría en este pantano por nada del mundo. Ojalá no hubiera venido. ¿Por qué no lo grabamos en el estudio? Me parece que lo mejor es dar la vuelta.

El taxi continuó avanzando, pasó bajo enredaderas y entonces contemplaron los restos de una ciudad.

Era una sucesión de edificios de madera podridos, con los letreros caídos y las ventanas rotas, y, sin embargo, no estaba abandonada. Aquí y allá, entre el asfalto resquebrajado e invadido por la hierba, Nat divisó gente; o mejor, pensó, «parias». Cinco o seis deambulaban, o vagaban. Dios sabía qué era lo que podía hacerse en este lugar. Sin teléfono, sin correo…

Tal vez Kongrosian se sienta en paz aquí, pensó. No había otro sonido que el de la llovizna al caer. Tal vez uno acabara por acostumbrarse, pero él no creía que pudiera llegar a hacerlo. La corrosión era intensa. La ausencia de algo nuevo, de algo naciendo o creciendo. Pueden ser parias si quieren o si tienen que serlo, pensó, pero deberían intentarlo con más fuerza, deberían intentar mantener su asentamiento en condiciones. Esto es horrible.

Igual que Molly, deseó no haber venido.

—Me lo pensaría mucho antes de venir a establecerme en esta zona —dijo en voz alta—. Pero si pudiera hacerlo…, habría aceptado uno de los aspectos más difíciles de la vida.

—¿Y cuál es? —preguntó Jim Planck.

—La supremacía del pasado —dijo Nat.

En esta región, el pasado mandaba por completo. Su pasado colectivo: la guerra que había precedido a su era, sus consecuencias. Los cambios ecológicos en la vida de cada uno. Esto era un museo, pero vivo. Movimiento de tipo circular… Cerró los ojos. Me pregunto si nacen nuevos parias, pensó. Debe de ser algo genético. Lo sé. O mejor, eso me temo. Este lugar está en decadencia…, y, sin embargo, sigue en pie.

Han sobrevivido. Y eso es bueno para el entorno, para todo el proceso evolutivo. Es así, desde el trilobites en adelante. Se sintió enfermo.

Y entonces pensó: He visto estas malformaciones antes. En dibujos. En reconstrucciones. Las reconstrucciones, las conjeturas, eran muy buenas, evidentemente. Tal vez habían sido corregidas mediante el equipo de Von Lessinger. Cuerpos agarrotados, grandes mandíbulas, incapacidad para comer carne por la falta de dientes incisivos, gran dificultad para hablar.

—Molly, ¿sabes lo que son estos parias? —preguntó en voz alta.

Ella asintió.

—Neanderthal —dijo Jim Planck—. No son monstruos provocados por la radiación. Son regresiones.

El taxi continuó arrastrándose mientras atravesaba la ciudad de los parias buscando ciega y mecánicamente la casa del famoso pianista Richard Kongrosian.