Sentados en el despacho del Abraham Lincoln, Don Tishman y Patrick Doyle estudiaban juntos la solicitud que el señor Ian Duncan, del número 304, acababa de presentarles. Ian Duncan deseaba aparecer en la exhibición de talentos que el edificio celebraba dos veces por semana, cuando un cazatalentos de la Casa Blanca estuviera presente.
Tishman vio que la petición era rutinaria. Excepto que Ian Duncan proponía representar su número junto a otro individuo que no vivía en el Abraham Lincoln.
—Es un viejo amigo del servicio militar —dijo Doyle, reflexionando—. Me lo dijo una vez; los dos solían representar este número hace años. Música barroca con dos jarras. Una novedad.
—¿En qué bloque de apartamentos vive su amigo? —inquirió Tishman.
La aprobación de la solicitud dependería de cómo estuvieran las relaciones entre el Abraham Lincoln y el otro edificio.
—En ninguno. Vende naves de ocasión para ese… Loony Luke, ya sabes. Esos vehículos baratos que apenas se las arreglan para llevarte a Marte. Me parece que vive en el solar. Los solares se mueven; es una existencia nómada. Estoy seguro de que has oído hablar de eso.
—Sí —accedió Tishman—, y está totalmente fuera de cuestión. No podemos permitir ese número en nuestro escenario, no con un hombre como ése. No hay razón por la que Ian no pueda tocar su jarra; ni siquiera me sorprendería que fuera una representación satisfactoria. Pero va contra nuestras tradiciones dejar que participe un forastero, siempre lo ha sido y siempre lo será. No hay necesidad de discutirlo.
Miró al capellán críticamente.
—Cierto —dijo Doyle—, pero es legal que se invite a un pariente a contemplar las exhibiciones de talentos… Entonces, ¿por qué no a un amigo del Ejército? ¿Por qué no dejarle participar? Esto significa mucho para Ian; creo que sabes que últimamente ha estado fallando. No es una persona muy inteligente. La verdad es que creo que debería estar desempeñando un trabajo manual. Pero si tiene habilidades artísticas, por ejemplo este trabajo…
Al examinar sus documentos, Tishman vio que el principal cazatalentos de la Casa Blanca, la señorita Janet Raimer, asistiría al espectáculo del Abraham Lincoln. Los números principales del edificio, naturalmente, serían seleccionados para esa noche…; por tanto, Duncan & Miller y su banda barroca tendrían que competir para obtener ese privilegio, y había varios números que eran probablemente superiores. Después de todo, jarras…, sin ni siquiera apoyo electrónico.
—De acuerdo —decidió en voz alta—. Accedo.
—Estás mostrando tu lado humano —dijo Doyle, con una expresión de sentimentalismo que disgustó a Tishman—. Creo que todos disfrutaremos con Bach y Vivaldi y su interpretación a cargo de Duncan & Miller y sus inimitables recipientes.
Tishman, dudando, asintió.
Fue el viejo Joe Purd, el residente más antiguo del edificio, quien informó a Vince Strikerock de que Julie, su esposa —o más exactamente su ex esposa—, estaba viviendo en el último piso con Chic. Había estado con él desde que le dejó.
Mi propio hermano, se dijo Vince, incrédulo.
Ya era tarde, casi las once de la noche, y estaba a punto de sonar el toque de queda. Sin embargo, Vince se dirigió de inmediato al ascensor y un momento después subía a la última planta del Abraham Lincoln.
Lo mataré, decidió. Los mataré a los dos.
Y probablemente un jurado seleccionado al azar entre los residentes del edificio me absolverá, conjeturó, porque después de todo soy el lector oficial de identificaciones; todo el mundo me conoce y me respeta. Tengo su confianza. Y ¿qué posición tiene Chic aquí? Además, yo trabajo para una empresa realmente importante, Karp und Sohnen, mientras que Chic trabaja para una firma ridícula a punto de arruinarse. Todo el mundo lo sabe. Hechos como ése son importantes. Hay que tenerlos en cuenta, los apruebes o no.
Y, además, el hecho puro e inadulterado de que Vince Strikerock fuera un Ge y Chic no, aseguraría positivamente su absolución.
Se detuvo ante la puerta del apartamento de Chic, inseguro. Esto es horrible, se dijo. La verdad era que le tenía mucho afecto a su hermano mayor, que había ayudado a criarle. ¿No significaba Chic más que Julie para él? No. Nada ni nadie significaban para él más que Julie.
Alzó la mano y llamó.
La puerta se abrió. En el marco apareció Chic, vestido con su bata azul y con una revista en la mano. Parecía un poco más cansado, más viejo, más calvo y deprimido que de costumbre.
—Ahora comprendo por qué no te has dejado caer para intentar alegrarme un poco durante este último par de días —dijo Vince—. ¿Cómo ibas a hacerlo, si Julie está viviendo aquí contigo?
—Pasa —dijo Chic.
Abrió la puerta de par en par. Cansado, condujo a su hermano al saloncito.
—Supongo que me lo vas a poner difícil —prosiguió—. Como si no lo tuviera ya bastante mal. Mi puñetera empresa está a punto de cerrar.
—A quién le importa —repuso Vince, jadeando—. Es lo que te mereces.
Miró alrededor buscando a Julie, pero no vio rastro de ella ni de sus pertenencias. ¿Podría haberse equivocado el viejo Joe Purd? Imposible. Purd estaba al tanto de todo lo que sucedía en el edificio; el cotilleo era la razón de su vida. Era toda una autoridad en la materia.
—He oído algo interesante en las noticias hoy —dijo Chic mientras se sentaba en un butacón, de cara a su hermano menor—. El gobierno ha decidido hacer una excepción en la aplicación del Acta McPhearson. Un psicoanalista llamado Egon…
—¿Dónde está? —interrumpió Vince.
—Ya tengo bastantes problemas sin que me avasalles —Chic miró a su hermano menor—. Haré que se vuelva loca por ti.
Vince Strikerock sonrió con furia.
—Un chiste —murmuró Chic torpemente—. Lamento haberlo dicho; no sé por qué lo he hecho. Está por ahí, comprando ropa. Es cara de mantener, ¿no? Deberías haberme avisado. Poner un anuncio en el boletín del edificio. Pero te explicaré mi propuesta en serio. Quiero que me coloques en Karp und Sohnen Werke. He estado pensando en eso desde que Julie apareció por aquí. Llámalo un trato.
—No hay trato.
—Entonces no hay Julie.
—¿Qué clase de trabajo quieres en la Karp?
—Cualquier cosa. Bueno, cualquier cosa en relaciones públicas, ventas o promoción; nada de manufactura ni ingeniería. El mismo tipo de trabajo que he estado desempeñando para Maury Frauenzimmer. La clase de trabajo que te permite conservar las manos limpias.
—Puedo meterte como ayudante de envíos —dijo Vince con voz temblorosa.
Chic se rió bruscamente.
—Buena idea. Y te devolveré a cambio el pie izquierdo de Julie.
—Jesús. —Vince le miró, incapaz de dar crédito a sus oídos—. Eres un depravado, o algo así.
—En absoluto. Me encuentro en una posición muy mala, sin profesión. Lo único que tengo para negociar es tu ex esposa. ¿Qué quieres que haga? ¿Qué me hunda voluntariamente en el olvido? Al infierno con eso: estoy luchando para subsistir.
Chic parecía muy tranquilo, completamente racional.
—¿La quieres? —preguntó Vince.
Por primera vez, la compostura pareció abandonar a su hermano.
—¿Qué? Oh, claro, estoy loco por ella, ¿no te das cuenta? ¿Cómo puedes preguntarlo? —Su tono era violentamente amargo—. Por eso voy a cambiártela por un trabajo en la Karp. Escucha, Vince, es una muñeca fría y hostil…, sólo se interesa por ella misma y por nadie más. Por lo que puedo asegurar, ha acudido a mí solamente para lastimarte. Reflexiona. Te diré una cosa: tú y yo tenemos un problema grave con Julie; está arruinando nuestras vidas. ¿Estás de acuerdo? Creo que deberíamos llevar el caso ante un especialista. Francamente, es demasiado para mí. No puedo resolverlo.
—¿Qué especialista?
—Cualquiera. Por ejemplo, el consejero matrimonial del edificio o mejor al último psicoanalista que queda en los EUEA, ese doctor Egon Superb del que hablaron por la televisión. Acudamos a él antes de que cierren también su consulta. ¿Qué dices? Sabes que tengo razón; tú y yo solos nunca podremos arreglarlo y salir con vida.
—Ve tú.
—De acuerdo —asintió Chic—. Iré. Pero accede tú a acatar su decisión. ¿De acuerdo?
—Infiernos. Entonces yo también iré. ¿Crees que voy a fiarme de tu informe verbal?
La puerta del apartamento se abrió. Vince se dio la vuelta. En el umbral estaba Julie, con su paquete bajo el brazo.
—Vuelve más tarde —le dijo Chic—. Por favor.
Se puso en pie y caminó hacia la puerta.
—Vamos a acudir a un psicoanalista para tratar sobre ti —le dijo Vince—. Está decidido. —Se volvió hacia su hermano—. Pagaremos a medias. No voy a encargarme de todo.
—De acuerdo —asintió Chic. Curiosamente (o así se lo pareció a Vince), besó a Julie en la mejilla y le palmeó el hombro—. Y sigo queriendo ese trabajo en Karp und Sohnen Werke, no importa cómo salga esto ni quién se la quede —le dijo a su hermano—. ¿Comprendes?
—Veré qué puedo hacer —dijo Vince, con resentimiento.
Le parecía que era pedir demasiado. Pero, después de todo, Chic era su hermano, su familia.
Chic cogió el teléfono.
—Voy a llamar ahora mismo al doctor Superb.
—¿A esta hora de la noche? —dijo Julie.
—Entonces, mañana temprano. —A regañadientes, Chic soltó el teléfono—. Estoy ansioso por empezar. Este asunto me pesa, y tengo otros problemas más importantes. —Miró a Julie—. No he querido ofenderte.
—Yo no he accedido a acudir a ningún psiquiatra ni a hacer lo que él diga —dijo fríamente Julie—. Si quiero quedarme contigo…
—Haremos lo que diga Superb —le informó Chic—. Y si te dice que vuelvas abajo y no lo haces, entonces conseguiré una orden judicial para prohibirte la entrada a mi apartamento. ¡Y hablo en serio!
Vince nunca había oído a su hermano hablar con tanta rudeza; aquello le sorprendió. Probablemente se debía a que Frauenzimmer Asociados iba a la quiebra. Después de todo, el trabajo de Chic era toda su vida.
—Un trago —dijo Chic.
Y se dirigió al bar de la cocina.
—¿De dónde has sacado eso? —le preguntó Nicole a su cazatalentos, Janet Raimer.
Hizo un gesto hacia los cantantes folk que tañían sus guitarras eléctricas y entonaban nasalmente ante el micrófono en el centro de la Sala Camelia de la Casa Blanca.
—Son horriblemente malos —prosiguió, y parecía muy desgraciada.
—Del edificio Oak Farms de Cleveland, Ohio —contestó brillantemente Janet, en tono profesional y distante.
—Bien, envíalos de vuelta —dijo Nicole.
Señaló a Maxwell Jamison, que estaba sentado, enorme e inerte, al otro extremo de la gran habitación. Jamison se puso en pie de inmediato, se desperezó y se dirigió hacia los cantantes y su micrófono. Éstos le miraron. La aprensión asomó a sus rostros y su canción enmudeció.
—No quiero herir sus sentimientos —les dijo Nicole—, pero creo que ya hemos tenido suficiente música étnica esta velada. Lo siento.
Les ofreció una de sus radiantes sonrisas; ellos sonrieron también, vagamente. Estaban acabados. Y lo sabían.
De vuelta a los apartamentos comunales de Oak Farms, se dijo Nicole. A donde pertenecéis.
Un criado uniformado le acercó su silla.
—Señora Thibodeaux —susurró el criado—. El secretario de Estado Garth McRae la espera en la Alcoba Lila. Dice que está citado con usted.
—Oh, sí —dijo Nicole—. Gracias. Sírvale café o una copa y dígale que ya voy.
El criado se marchó.
—Janet —dijo Nicole—, quiero que vuelvas a poner la grabación de tu conversación telefónica con Kongrosian. Quiero ver por mis propios ojos cómo está; con los hipocondríacos nunca se sabe.
—Tienes que comprender que no hay imagen. Kongrosian había colocado una toalla…
—Sí, ya lo tengo en cuenta. —Nicole parecía irritada—. Pero le conozco lo suficiente para saberlo sólo con oír su voz. Cada vez que está de verdad apurado se vuelve reticente e introvertido. Si siente compasión por sí mismo se vuelve parlanchín.
Se levantó y los invitados esparcidos por la Sala Camelia se levantaron también, al unísono. Esa noche no había muchos; era tarde, casi media noche, y el programa de talentos artísticos en curso era flojo. Estaba claro que no era una de las mejores veladas.
—Te diré una cosa —propuso Janet Raimer—. Si no consigo nada mejor que estos Moonrakers —dijo, señalando con un gesto a los cantantes folk, que guardaban sombríamente sus instrumentos—, puedo preparar todo un programa con los mejores anuncios de Ted Nitz.
Sonrió, mostrando sus dientes de acero inoxidable. Nicole dudó. Janet, a veces, era una mujer demasiado profesional. Demasiado divertida y equilibrada, y completamente identificada con esta poderosa oficina, Janet estaba siempre segura de sí misma, y eso molestaba a Nicole. No había manera de cogerla. No era extraño que todos los aspectos de la vida se hubieran convertido en un juego para Janet Raimer.
Un nuevo grupo había reemplazado a los cantantes folk. Nicole examinó su programa. Era el Cuarteto Moderno de Cuerda de Las Vegas. De un momento a otro empezarían a interpretar a Haydn, a pesar de su augusto título. Será mejor que vaya a ver a Garth ahora, decidió Nicole. Haydn, con todos los problemas que tenía, le parecía demasiado blando. Demasiado ornamental, no lo bastante sustancial.
Cuando tengamos aquí a Goering, pensó, podremos traer a una banda callejera para que toque marchas militares bávaras. Tengo que recordárselo a Janet. O tal vez podamos disfrutar de un poco de Wagner. ¿No les encantaba a los nazis? Sí, estaba segura de eso. Había estado estudiando libros de historia sobre el período del Tercer Reich; el doctor Goebbels, en sus diarios, había mencionado la reverencia que los altos cargos nazis sentían ante la interpretación de El anillo. O tal vez ante la de Meistersinger. Podríamos hacer que la banda tocara fragmentos de Parsifal, decidió con un secreto espasmo de diversión. A tempo de marcha, por supuesto. Una especie de versión protocolaria, adecuada para los Übermenschen del Tercer Reich.
Dentro de veinticuatro horas, los técnicos de Von Lessinger tendrían abierto el camino a 1944. Era extraño, pero tal vez mañana a esta hora Hermann Goering estuviera en esta época, arrancado a su propio tiempo por el más habilidoso de los negociadores de la Casa Blanca, el pequeño y huesudo mayor Tucker Behrans. Prácticamente un der Alte en sí mismo, con la diferencia de que el mayor Behrans estaba vivo y no era un simple simulacro. Al menos, que ella supiera. Aunque a veces le parecía que existía en el centro de un mundo compuesto enteramente por creaciones artificiales del sistema de multinacionales, y que AG Chemie conspiraba con Karp und Sohnen Werke en particular. Ese apego a la sustitución de la realidad…, francamente era demasiado para ella. Después de tantos años de contacto con ello, había desarrollado un sentido de puro miedo al respecto.
—Tengo una cita —le dijo a Janet—. Discúlpame.
Se levantó y salió de la Sala Camelia; dos hombres de la PN la siguieron mientras recorría el camino hacia la Alcoba Lila, donde esperaba Garth McRae.
En la alcoba, Garth estaba sentado junto a otro hombre a quien ella reconoció —por su uniforme— como un alto oficial de la Policía. No le conocía. Evidentemente, había llegado con Garth; estaban hablando en voz baja, sin enterarse de su llegada.
—¿Ha informado a Karp und Sohnen? —le preguntó a Garth.
Los dos hombres se pusieron en pie de inmediato, atentos y respetuosos.
—Oh, sí, señora Thibodeaux —contestó Garth—. Al menos —se apresuró a añadir—, informé a Anton Karp de que el simulacro de Rudi Kalbfleisch va a ser desconectado pronto. Yo… no les he informado de que el próximo simulacro será obtenido en otra parte.
—¿Por qué no?
—Señora Thibodeaux —contestó Garth, mirando a su acompañante—, este hombre es Wilder Pembroke, el nuevo Comisario de la PN. Me ha comunicado que Karp und Sohnen ha mantenido una reunión secreta y cerrada de su alto personal ejecutivo, en la que se ha discutido la posibilidad de que el contrato para el próximo der Alte se haga con alguna otra compañía. La PN, por supuesto —explicó—, tiene cierto número de agentes empleados en la Karp, no es necesario decirlo…
—¿Qué hará Karp? —preguntó Nicole al policía.
—La Werke hará público el hecho de que los der Alte son muñecos artificiales, que el último der Alte vivo existió hace cincuenta años. —Pembroke se aclaró la garganta ruidosamente; parecía singularmente intranquilo—. Esto es una clara violación de la ley básica, por supuesto. Ese conocimiento constituye un secreto de estado y no puede ser tratado ante los Bes. Tanto Anton Karp como su padre, Felix Karp, son perfectamente conscientes del hecho. Saben que ellos, y cualquiera que tenga nivel político en la Werke, serían instantáneamente perseguidos y juzgados.
—Y, sin embargo, piensan seguir adelante —dijo Nicole.
Y pensó para sí: de modo que tenemos razón, la gente de la Karp es ya demasiado fuerte. Ya poseen demasiada autonomía. Y no abandonarán sin lucha.
—Los altos empleados de las multinacionales son peculiarmente envarados —dijo Pembroke—. Los últimos prusianos auténticos. El Fiscal General ha pedido que se ponga usted en contacto con él antes de seguir adelante con este tema; se alegrará de que se le esboce la dirección del litigio del estado contra la Werke, y está ansioso por discutir varios aspectos con usted. Sin embargo, el Fiscal General está preparado para actuar en cualquier momento. En cuanto reciba la notificación. Aunque… —Pembroke miró a sus guardaespaldas—, la suma de todos los datos me informa de que el sistema de multinacionales en conjunto es simplemente demasiado enorme, está demasiado bien construido e interconectado para que pueda ser destruido. Así, en vez de emprender una acción directa, debería plantearse alguna especie de quid pro quo. Es lo que me parece más deseable. Y factible.
—Pero soy yo quien tiene que decidir —dijo Nicole.
Garth McRae y Pembroke asintieron al unísono.
—Lo discutiré con Maxwell Jamison —dijo ella por fin—. Max tendrá una idea relativamente clara sobre cómo será recibida esta información respecto al der Alte por los Bes, por el público en general. No tengo ni idea de cómo reaccionarán. ¿Se rebelarán? ¿Lo encontrarán divertido? Personalmente, lo encuentro divertido. Estoy segura de que así me lo parecería si yo fuera, digamos…, un empleado menor de alguna gran empresa o de alguna agencia del gobierno. ¿Están de acuerdo?
Ninguno de los dos hombres sonrió; ambos permanecieron tensos y sombríos.
—En mi opinión, si así puedo decirlo —dijo Pembroke—, hacer pública esta información sacudirá la estructura completa de nuestra sociedad.
—Pero es divertido ¿no? —insistió Nicole—. Rudi es un muñeco, una creación sustitutiva del sistema de multinacionales, y, sin embargo, es el oficial de más alto grado elegido en los EUEA. La gente ha votado por él y por los der Alte anteriores a él durante cincuenta años… Lo siento, pero tiene que resultar gracioso; no hay otra forma de verlo.
Se echó a reír. La idea de no conocer este Geheimnis, este secreto, y descubrirlo de repente era demasiado para ella.
—Creo que seguiré adelante —le dijo a Garth—. Sí, me he decidido. Póngase en contacto con la Karp Werke mañana por la mañana. Hable directamente con Anton y Felix. Dígales, entre otras cosas, que los arrestaremos instantáneamente si intentan traicionarnos ante los Bes. Dígales que la PN está dispuesta a saltar sobre ellos.
—Sí, señora Thibodeaux —dijo Garth, sombrío.
—Y no se lo tome tan mal —dijo Nicole—. Si los Karp siguen adelante y revelan el Geheimnis, sobreviviremos. Creo que están ustedes equivocados: no significará el final de nuestro status quo.
—Señora Thibodeaux —dijo Garth—, si los Karp hacen pública esta información, sea cual fuere la reacción de los Bes, nunca podrá haber otro der Alte. Y, legalmente hablando, usted mantiene su posición de autoridad solamente porque es su esposa. Es difícil tener eso en cuenta, porque…
Garth dudó.
—Dígalo —instó Nicole.
—Porque está claro para todo el mundo, Bes y Ges por igual, que es usted la autoridad suprema del establishment. Y es esencial mantener el mito según el cual de alguna manera, indirectamente al menos, fue usted puesta aquí por la gente, por el voto del público.
Hubo un momento de silencio.
—Tal vez la PN pueda detener a los Karp antes de que suelten la noticia —dijo Pembroke por fin—. Así los aislaríamos de los medios de comunicación.
—Incluso bajo arresto, los Karp se las arreglarían para tener acceso al menos a uno de los medios —dijo Nicole—. Sería incluso mejor para ellos.
—Pero su reputación, si están detenidos…
—La única solución —dijo Nicole pensativamente, casi para sí— sería asesinar a aquellos oficiales de la Werke que asistieron al encuentro político. En otras palabras, a todos los Ges de la empresa, no importa cuántos sean. Incluso si son centenares.
Expresado de otro modo, se dijo, una purga. Como las que sólo se ven en tiempos de revolución. Rechazó la idea.
—Nacht und Nebel —murmuró Pembroke.
—¿Qué? —dijo Nicole.
—El término nazi para los agentes del gobierno relacionados con el asesinato. —Miró a Nicole tranquilamente—. Noche y niebla. Eran Einsatzgruppen. Monstruos. Por supuesto, nuestra Policía, la PN, no tiene nada de eso. Lo siento; tendrá que actuar a través de los militares. No a través de nosotros.
—Estaba bromeando —dijo Nicole.
Los dos hombres la estudiaron.
—Ya no hay purgas. No las ha habido desde la tercera guerra mundial. Lo saben. Ahora somos demasiado modernos y civilizados para las masacres.
—Señora Thibodeaux —dijo Pembroke, con el ceño fruncido y los labios húmedos por el nerviosismo—, cuando los técnicos del Instituto Von Lessinger traigan a Goering a nuestro período, tal vez pueda hacer que traigan también a un Einsatzgruppe. Podría asumir la responsabilidad respecto a los Karp y luego regresar a la Era de la Barbarie.
Ella le miró con la boca abierta.
—Hablo en serio —dijo Pembroke, temblando ligeramente—. Desde luego, eso sería mejor, al menos para nosotros, que dejar que los Karp hagan pública la información que poseen. Esa es la peor alternativa de todas.
—Estoy de acuerdo —dijo Garth McRae.
—Es una locura —dijo Nicole.
—¿Lo es? —preguntó Garth McRae—. Gracias al principio de Von Lessinger, tenemos acceso a asesinos entrenados y, como señaló usted antes, en nuestra época no existen profesionales así. Dudo que significara la destrucción de docenas o de cientos de individuos. Supongo que podría limitarse a los directivos, los vicepresidentes ejecutivos de la Werke. Posiblemente sólo ocho hombres.
—Y estos ocho hombres —señaló prontamente Pembroke—, estos altos oficiales de la Karp, son criminales de facto; deliberadamente han conspirado contra el gobierno legal. Son iguales que los Hijos de Job. Están al mismo nivel que ese Bertold Goltz. Aunque lleven pajarita por la tarde y beban vino añejo y no deambulen por las cunetas y las calles.
—Del mismo modo podríamos decir que todos nosotros somos también criminales de facto —recalcó Nicole secamente—. Porque este gobierno, como usted ha señalado, está basado en un fraude. Y de primera magnitud.
—Pero es el gobierno legal —dijo Garth—. Con fraude o sin él. Y lo hacemos por el bien de la gente. No lo hacemos para explotar a nadie, como las grandes empresas. No lo hacemos para engordar a expensas de los demás.
Al menos, pensó Nicole, eso es lo que nos decimos.
—Tras haber hablado con el Fiscal General, sé como se siente en lo que respecta al creciente poder de las multinacionales —dijo Pembroke respetuosamente—. Epstein siente que hay que pararles los pies… ¡Es esencial!
—Tal vez sientan ustedes un respeto excesivo hacia las multinacionales —contestó Nicole—. Yo no. Y… tal vez pudiéramos esperar un par de días, hasta que Hermann Goering esté con nosotros y podamos preguntarle su opinión.
Ahora fueron los dos hombres quienes la miraron con la boca abierta.
—No hablo en serio —dijo ella. ¿O sí lo hacía? Ella misma no lo sabía—. Después de todo, Goering fundó la Gestapo.
—Yo nunca podría aprobar eso —dijo Pembroke con altivez.
—Pero usted no hace política —le respondió Nicole—. Técnicamente, Rudi sí. Quiero decir, yo. Puedo obligarle a que actúe siguiendo mis órdenes en este asunto. Y usted tendría que hacerlo…, a menos, por supuesto, que prefiera unirse a los Hijos de Job y desfilar por las calles tirando piedras y cantando.
Tanto Garth como Pembroke parecían incómodos. Y profundamente desdichados.
—No deben temer nada —dijo Nicole—. ¿Saben cuál es la verdadera base del poder político? No las armas ni las tropas, sino la habilidad de hacer que los demás hagan lo que uno desea que hagan. Empleando los medios que sean apropiados. Sé que puedo hacer que la PN haga lo que quiero…, a pesar de lo que sienta usted personalmente. Puedo hacer que Goering haga lo que yo quiero. No será decisión de Goering, sino mía.
—Espero que tenga usted razón y pueda manejar a Goering —dijo Pembroke inmediatamente—. Admito que, a un nivel estrictamente subjetivo, estoy asustado; todo este experimento con el pasado me da miedo. Podría ser que usted abriera todas las compuertas. Goering no es un payaso.
—Soy consciente de ello. Y no pretenda darme consejos, señor Pembroke. No es su misión.
Pembroke se sonrojó. Guardó silencio un momento y luego dijo, en voz baja:
—Lo siento. Ahora, si todo está decidido por su parte, señora Thibodeaux, me gustaría tratar otro asunto, relacionado con el único psicoanalista practicante en los EUEA, el doctor Egon Superb, para explicarle la razón por la que la PN le ha dejado continuar con…
—No quiero oír nada al respecto —dijo Nicole—. Sólo quiero que haga usted su trabajo. Como debe de saber, en un principio nunca aprobé el Acta McPhearson. Así que no espere que desapruebe que no se aplique completamente.
—Se trata de un paciente…
—Por favor —dijo ella bruscamente.
Pembroke, con el rostro imperturbable, se encogió de hombros, obediente.