Para Richard Kongrosian, el Acta McPhearson era una calamidad porque en un simple instante había borrado al mayor soporte de su vida, el doctor Egon Superb. Había quedado a merced de su antiguo proceso enfermizo, que, en este momento, había alcanzado un poder enorme sobre él. Por eso había abandonado Jenner y se había recluido voluntariamente en el Hospital Neuropsiquiátrico Franklin Aimes de San Francisco, un lugar que le era enormemente familiar. Durante la última década se había recluido en él muchas veces.
Sin embargo, en esta ocasión probablemente no podría salir de allí. Esta vez su proceso había avanzado demasiado.
Sabía que era un anancástico, una persona para la que la realidad se había reducido a las dimensiones de la obligación; todo lo que hacía le era forzado; no había nada en él que fuera voluntario, espontáneo o libre. Y, para empeorar las cosas, se había visto complicado por un anuncio de Nitz. En realidad, aún tenía el anuncio; lo guardaba en el bolsillo.
Kongrosian lo sacó y una vez más escuchó el maligno anuncio de Theodorus Nitz.
—¡En cualquier momento uno puede molestar a los demás, a cualquier hora del día! —graznó el anuncio.
En su mente apareció la imagen de una escena desplegándose: un hombre moreno y atractivo se acercaba a una rubia de grandes pechos, en bañador, con intención de besarla. La expresión de entrega y sumisión de la cara de la muchacha desapareció de inmediato y fue reemplazada por la repugnancia.
—¡No estaba completamente a salvo de un olor corporal ofensivo! ¿lo ve? —chirrió el anuncio.
Ése soy yo, se dijo Kongrosian. Huelo mal. Debido al anuncio, había adquirido un olor corporal fóbico; había quedado contaminado a causa del anuncio, y no había forma de zafarse del hedor; durante semanas había ensayado mil formas de frotarse y lavarse, sin conseguir nada.
Ése era el problema con los olores fóbicos; una vez adquiridos, permanecían, incluso progresaba su temible poder. En este momento, Kongrosian no se atrevía a acercarse a ningún otro ser humano; tenía que permanecer a diez metros de distancia de todos para que no advirtieran el olor. No habría ninguna rubia pechugona para él.
Y al mismo tiempo sabía que el olor era una ilusión, que realmente no existía; era solamente una idea obsesiva. Sin embargo, saberlo no servía de nada. Seguía sin poder soportar la idea de acercarse a menos de diez metros de otro ser humano… o de lo que fuera. Tuviera pechos grandes o no.
Por ejemplo, en este mismo instante, Janet Raimer, jefa de los cazatalentos de la Casa Blanca, le estaba buscando. Si le encontraba, incluso aquí, en su habitación privada del Franklin Aimes, insistiría en verle, en acercarse a él…, y entonces sería el fin del mundo. Le gustaba Janet, que era de mediana edad, tenía un curioso sentido del humor y era alegre. ¿Cómo podría soportar que Janet detectara el terrible olor corporal que el anuncio le había transmitido? Era una situación imposible, y Kongrosian permanecía acurrucado ante la mesa en un rincón de la habitación, abriendo y cerrando los puños, intentando pensar qué hacer.
Tal vez podría llamarla por teléfono. Pero creía que el olor se transmitiría igualmente a través de la línea; ella lo detectaría de todas formas. Aquello no servía. ¿Tal vez un telegrama? No, el olor le llegaría también y contagiaría a Janet.
De hecho, su olor corporal fóbico podría contaminar a todo el mundo. Al menos, era teóricamente posible.
Pero tenía que tener algún contacto con la gente; por ejemplo, muy pronto querría llamar a su hijo Plautus Kongrosian, que estaba en su casa de Jenner. No importaba lo mucho que uno lo intentara, no se podían suspender por completo las relaciones interpersonales, por muy deseable que fuera hacerlo.
Tal vez en AG Chemie puedan ayudarme, conjeturó. Es posible que tengan un detergente sintético ultrapoderoso que acabe con mi olor fóbico, al menos durante un tiempo. ¿Conozco a alguien con quien pueda contactar? Intentó recordar. En la lista de directores de orquesta de Houston, Texas, había…
El teléfono sonó.
Con cuidado, Kongrosian colocó una toalla sobre la pantalla.
—Hola —saludó.
Se colocó a buena distancia del aparato, esperando no contaminarlo. Naturalmente, era una esperanza vana, pero tenía que intentarlo.
—La Casa Blanca, en Washington DC —informó una voz en el teléfono—. Llama Janet Raimer. Adelante, señorita Raimer. Le paso con la habitación del señor Kongrosian.
—Hola, Richard —dijo Janet Raimer—. ¿Qué has puesto sobre la pantalla?
Arrimado a la pared más lejana, manteniendo toda la distancia posible entre él y el teléfono, Kongrosian dijo:
—No deberías haber intentado localizarme, Janet. Sabes lo enfermo que estoy. Me encuentro en un estado avanzado compulsivo-obsesivo, el peor que he experimentado. Dudo seriamente que pueda volver a tocar en público. Existe demasiado riesgo. Por ejemplo, supongo que has visto en el periódico de hoy un artículo que habla sobre un trabajador de la fábrica de dulces que cayó en el depósito de chocolate. Yo lo hice.
—¿Tú? ¿Cómo?
—Con mis facultades psiónicas. De forma completamente involuntaria, por supuesto. En la actualidad, soy responsable de todos los accidentes psicomotrices que suceden en el mundo… Por eso me he recluido en este hospital para someterme a una cura de electroshocks. Creo en eso, a pesar de que esté pasado de moda. Personalmente, las drogas no me hacen nada. Cuando hueles tan mal como yo, Janet, ninguna droga puede…
—No creo que huelas tan mal como imaginas, Richard —interrumpió Janet Raimer—. Te conozco desde hace muchos años y no puedo imaginarte oliendo realmente mal, al menos lo suficiente como para forzar el fin de tu brillante carrera.
—Gracias por tu lealtad —dijo Kongrosian sombríamente—, pero no lo comprendes. No es un olor físico. Es un olor ideado. Algún día te enviaré un texto sobre el tema, tal vez uno de Bingswanger o de alguno de los psicólogos existencialistas. Ellos sí que comprenden de verdad mi problema, aunque vivieran hace cien años. Obviamente, eran precognitivos. La tragedia es que aunque Minkowski, Khun y Bingswanger me comprendan, no hay nada que puedan hacer para ayudarme.
—La Primera Dama espera ansiosamente tu pronta recuperación —dijo Janet.
La necedad de su observación le enfureció.
—Santo cielo, Janet, ¿es que no lo comprendes? En este momento estoy alucinado. Estoy todo lo mentalmente enfermo que se pueda estar. Es increíble que pueda comunicarme contigo. Es un elogio a mi ego que no sea todavía totalmente autista. Cualquier otro en mi lugar ya lo sería. —Sintió un orgullo momentáneo y justificado—. Esta situación que experimento es interesante. Obviamente, es una reacción-formación ante un desorden más serio, uno que podría desintegrar mi comprensión del Umwelt, Mittwelt y Eigenwelt. Lo que intento hacer es…
—Richard —interrumpió Janet Raimer—. Lo siento por ti. Ojalá pudiera ayudarte.
Parecía como si estuviera a punto de llorar. Su voz se quebró.
—Oh, bueno, ¿quién necesita el Umwelt, el Mittwelt y el Eigenwelt? Tranquilízate, Janet. No te impliques emocionalmente. Saldré de ésta, como otras veces.
Pero en realidad no lo creía. Ahora era diferente. Y, evidentemente, Janet lo había notado.
—Sin embargo —continuó—, creo que mientras tanto tendrás que buscar a algún otro para la velada de la Casa Blanca. Tendréis que olvidarme y buscar en áreas nuevas por completo. ¿Para qué sirve un cazatalentos, si no es precisamente para eso?
—Supongo que tienes razón —dijo Janet.
Mi hijo, pensó Kongrosian. Tal vez pueda aparecer en mi lugar. Qué pensamiento más extraño y morboso, se apartó de él, horrorizado por haberlo dejado entrar en su mente. Realmente, eso demostraba lo enfermo que estaba. Como si alguien pudiera interesarse y tomar en serio los desafortunados ruidos cuasimusicales que Plautus hacía…; aunque tal vez, en un sentido más amplio, podrían llamarse característicos de su etnia.
—Tu actual desaparición del mundo es una tragedia —dijo Janet Raimer—. Como dices, es mi trabajo encontrar a alguien que llene el vacío…, aunque sé que eso es imposible. Lo intentaré. Gracias, Richard. Ha sido un detalle que hablaras conmigo, teniendo en cuenta tu estado. Ahora me marcho para que descanses.
—Todo lo que espero es no haberte contaminado con mi olor fóbico —dijo Kongrosian, y cortó la conexión.
Mi último lazo con el mundo interpersonal, pensó. Puede que jamás vuelva a hablar por teléfono; siento que mi mundo se contrae cada vez más. Dios, ¿dónde terminará? Pero la terapia de shock me ayudará; el proceso de encogimiento se invertirá o al menos se estancará.
Me pregunto si debería intentar contactar con Egon Superb, se dijo. A pesar del Acta McPhearson. Sin esperanza; Superb ya no existe, la ley lo ha aniquilado, al menos en lo que se refiere a sus pacientes. Puede que Egon Superb aún exista como individuo, en esencia, pero la categoría «psicoanalista» ha sido erradicada como si nunca hubiera existido. Pero ¡cuánto le necesito! Si pudiera consultarle una vez más… Maldita sea AG Chemie y su enorme influencia. Ojalá pudiera contagiarles mi olor fóbico.
Sí, les llamaré, decidió. Les preguntaré por la posibilidad del superdetergente y a la vez les contaminaré; se lo merecen.
Buscó en el listín el número de la sucursal del área de la Bahía de AG Chemie, lo encontró y lo marcó psicocinéticamente.
Lamentarán haber forzado la aprobación de esa acta, se dijo Kongrosian mientras esperaba la conexión.
—Póngame con su jefe psíquico-químico —dijo cuando el contestador automático le respondió.
Un instante después, una voz masculina que parecía atareada apareció en la línea. La toalla colocada sobre la pantalla impidió a Kongrosian ver al hombre, pero parecía joven, competente y eficientemente profesional.
—Ésta es la estación B. Habla Merrill Judd. ¿Quién es y por qué tiene bloqueado el video? —el psicoquímico parecía irritado.
—No me conoce usted, señor Judd —dijo Kongrosian.
Luego pensó: ahora es el momento de contaminarlos. Dio un paso hacia el teléfono y apartó la toalla de la pantalla.
—Richard Kongrosian —dijo el psicoquímico tras mirarle—. Sí, le conozco; sus cualidades artísticas, al menos. —Era un hombre joven, con una competente expresión de sensatez, en realidad una persona completamente esquizoide—. Es un honor hablar con usted, señor. ¿Qué podemos hacer por usted?
—Necesito un antídoto para un abominable olor corporal de un anuncio de Theodorus Nitz. Ya sabe, ése que empieza: «En momentos de gran intimidad con aquellos que amamos, especialmente entonces se agudiza el peligro de ofenderles», etcétera.
Odiaba incluso pensar en ello; su olor corporal parecía intensificarse cuando lo hacía, si eso era posible. Ansiaba, entonces, un genuino contacto humano; se sentía violentamente consciente de su aislamiento.
—¿Le asusto? —preguntó.
—No me preocupa —dijo el oficial de AG Chemie observándole con profunda y sabia profesionalidad—. Naturalmente, he oído discusiones sobre su aislamiento psicosomático endógeno, señor Kongrosian.
—Bien —dijo Kongrosian, tirante—. Déjeme decirle que es exógeno; es el anuncio Nitz el que lo empezó.
Le deprimía darse cuenta de que los extraños, el mundo entero era consciente (y hablaba) de su situación psicológica.
—La predisposición tiene que haber existido, para que el anuncio de Nitz pudiera influir en usted —dijo Judd.
—Al contrario —contestó Kongrosian—. Y de hecho voy a demandar a la Agencia Nitz por varios millones, estoy totalmente preparado para empezar un litigio. Pero eso no tiene nada que ver con el tema que debemos tratar ahora. ¿Qué pueden hacer ustedes, Judd? Ya lo huele, ¿no? Admítalo y entonces podremos explorar las posibilidades de terapia. He estado viendo a un psicoanalista, el doctor Egon Superb, pero gracias a su firma eso se acabó.
—Mmm —dijo Judd.
—¿Es eso todo lo que pueden hacer? Oiga, me es imposible salir de este hospital. La iniciativa tiene que venir de ustedes. Recurro a ustedes. Mi situación es desesperada. Si empeora…
—Una petición intrigante —dijo Judd—. Tendré que reflexionar sobre ella. No puedo responderle inmediatamente, señor Kongrosian. ¿Cuánto hace que empezó su contaminación por el anuncio Nitz?
—Hace aproximadamente un mes.
—¿Y antes?
—Fobias vagas. Ansiedades. Depresión, principalmente. He tenido también ideas referenciales, pero hasta ahora me las he arreglado para abortarlas. Es obvio que estoy luchando contra un insidioso proceso esquizofrénico que erosiona gradualmente mis facultades, embotándolas.
Se sentía triste.
—Tal vez me pase por el hospital.
—Ah, —dijo Kongrosian, complacido.
Así seguro que te contaminaré, pensó. Y tú, a cambio, llevarás la contaminación a tu compañía, a la firma entera que es la responsable del cierre de la consulta del doctor Superb.
—Por favor, hágalo —dijo en voz alta—. Me gustaría mucho consultar con ustedes tête-à-tête. Cuanto antes mejor. Pero se lo advierto. No seré responsable de las consecuencias. El riesgo es completamente suyo.
—¿Riesgo? Aceptaré el riesgo. ¿Qué le parece esta tarde? Tengo una hora libre. Dígame en qué hospital neuropsiquiátrico se halla, y si es local…
Judd buscó bolígrafo y papel.
Hicieron un buen promedio hasta Jenner. Al atardecer, aterrizaron en el campo de helicópteros situado en las afueras de la ciudad; había tiempo de sobra para dirigirse por carretera a la casa de Kongrosian, en las colinas cercanas.
—¿Quieres decir que no podemos aterrizar en su casa? —dijo Molly—. ¿Qué tenemos que…?
—Alquilar un taxi —dijo Nat Flieger—. Ya lo sabes.
—Lo sé. He leído acerca de ellos. Y es siempre un paleto local el que te lleva, y te pone al día sobre los cotilleos locales, todos los cuales son una tormenta en un vaso de agua. —Cerró el libro y se puso en pie—. Bien, Nat, tal vez puedas averiguar por el conductor del taxi lo que quieres saber. Sobre el sótano de horrores secreto de Kongrosian.
—Señorita Dondoldo… —siseó Jim Planck. Sonrió con una mueca—. Me cae muy bien Leo, pero la verdad sea dicha…
—¿No puede soportarme? —inquirió ella, alzando las cejas—. Vaya, me pregunto por qué, señor Planck.
—Ya basta —dijo Nat mientras sacaba su equipaje del helicóptero y lo colocaba sobre el suelo húmedo. El aire olía a lluvia; era denso y pegajoso e instintivamente se rebeló contra él, contra su insalubridad innata—. Esto tiene que ser terrible para los asmáticos —prosiguió, mirando alrededor.
Kongrosian, naturalmente, no iría a recibirles: era trabajo de ellos encontrar su casa… y a él mismo. La verdad era que tendrían suerte si accedía a recibirles; Nat era consciente de ese hecho.
—Qué olor tan curioso —comentó Molly, saliendo cautelosamente del helicóptero (llevaba sandalias). Inspiró profundamente. Su brillante blusa de algodón ondulaba—. Uf. Parece vegetación podrida.
—Eso es lo que es —dijo Nat mientras ayudaba a Jim Planck con la carga.
—Gracias —murmuró Planck—. Creo que ya está, Nat. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí arriba? —Parecía como si quisiera volver a entrar en el helicóptero y regresar; Nat vio el pánico en su cara—. Esta zona siempre me hace pensar en… libros infantiles, como el de los tres cabritillos. Ya sabes. —Su voz tembló—. En trolls.
Molly le miró y luego se rió bruscamente.
Un taxi llegó para saludarles, pero no lo conducía ningún paleto local; era un modelo autónomo de hacía veinte años, con un sistema de autoguía mudo. Inmediatamente subieron su equipo a bordo y el autotaxi empezó a rodar por el camino, rumbo a la casa de Richard Kongrosian, con su dirección en el tablero de mandos actuando como guía.
—Me pregunto qué hacen para entretenerse aquí —comentó Molly, mirando las viejas casas y almacenes de la ciudad.
—Tal vez se acercan al campo de helicópteros y miran a los forasteros que se dejan caer de vez en cuando —dijo Nat.
Como nosotros, pensó al ver que la gente les miraba aquí y allá con curiosidad.
Nosotros somos la diversión, decidió. Ciertamente, no parecía que allí hubiera mucho más; la ciudad tenía el mismo aspecto que debía de haber tenido antes de la guerra de 1980; las tiendas se adornaban con cristales de colores y frontispicios de plástico, ahora rotos y estropeados. Junto a un viejo y obsoleto supermercado abandonado vio un aparcamiento vacío: espacio para vehículos de superficie que ya no existían.
Para un hombre inteligente, decidió Nat, vivir aquí tiene que ser una forma de suicidio. Solamente un sutil sentido de autodestrucción podría haber hecho que Kongrosian dejara el enorme complejo urbano de Varsovia, uno de los más brillantes centros de actividad humana y comunicación del mundo, y que viniera a esta ciudad decadente, apartada y empapada por las lluvias. O… una especie de penitencia. ¿Podría ser eso? Castigarse por dios sabía qué, quizá por algo relacionado con su hijo especial…, suponiendo que lo que decía Molly fuera correcto.
Pensó en el chiste de Jim Planck, el que había hecho referente al accidente del psicocinético Richard Kongrosian en el que le crecían manos. Pero Kongrosian tenía manos; simplemente no necesitaba emplearlas para producir música. Sin ellas podía obtener más tonos, ritmos y acordes más precisos. Todo el componente somático era evitado; la mente del artista se aplicaba directamente al teclado.
¿Sabe esta gente quién vive entre ellos?, se preguntó Nat. Probablemente no. Probablemente Kongrosian se oculta, vive con su familia e ignora a la comunidad. Un recluso, ¿y quién no lo sería en este lugar? Si supieran de Kongrosian, recelarían de él, porque era un artista y porque era psi; una doble circunstancia que temer. Sin duda, al relacionarse con esta gente (cuando compraba en el almacén local) eliminaba su facultad psicocinética y usaba sus extremidades superiores como todo el mundo. A menos que Kongrosian tuviera aún menos valor de lo que Nat suponía…
—Cuando sea un artista mundialmente famoso —dijo Jim Planck—, lo primero que voy a hacer es mudarme a una charca de patos como ésta. —Su voz estaba llena de sarcasmo—. Será mi recompensa.
—Sí —respondió Nat—, debe de ser bonito poder mantenerse con el talento de uno.
Hablaba por hablar; había visto a un grupo de gente ante ellos y su atención se había volcado hacia allí. Estandartes y manifestantes ataviados con uniformes…; advirtió que estaba viendo una manifestación de extremistas políticos, los llamados Hijos de Job, neonazis que parecían brotar por todas partes últimamente, incluso en esta ciudad olvidada de la mano de Dios.
Aunque, en realidad, ¿no era éste el lugar más adecuado para que los Hijos de Job se dieran a conocer? Esta región decadente apestaba a derrota; aquí vivían aquellos que habían fallado, Bes que no jugaban ningún papel importante en el sistema. Los Hijos de Job, como los nazis en el pasado, se alimentaban de la decepción, de los desheredados. Estas ciudades arrumbadas a las que el tiempo había sobrepasado eran la auténtica cantera del movimiento…, no tenía que haberle sorprendido.
Pero esta gente no era alemana; eran americanos.
Fue un pensamiento amargo, porque no le permitía desdeñar a los Hijos de Job como un síntoma del inalterable trastorno de la mentalidad germana, ya que eso era demasiado directo, demasiado simple. Éstos que desfilaban aquí hoy eran su propia gente, sus compatriotas. Incluso podría haber estado con ellos; si perdiera su trabajo con EME o sufriera alguna experiencia social humillante y aplastante…
—Míralos —dijo Molly.
—Los estoy mirando —respondió Nat.
—Y estás pensando «podría ser yo», ¿verdad? Francamente, dudo que tuvieras agallas para desfilar en público apoyando tus convicciones. La verdad es que dudo que tengas convicciones. Mira. Ahí va Goltz.
Tenía razón. Bertold Goltz, el líder, estaba presente aquí hoy. Qué extrañamente iba y venía ese hombre; nunca era posible predecir dónde y cuándo aparecería.
Quizá Goltz estaba en posesión del principio de Von Lessinger. El viaje a través del tiempo.
Nat pensó que aquello podría darle a Goltz cierta ventaja sobre todos los líderes carismáticos del pasado, pues podía hacerle más o menos eterno. No podrían matarlo, según la costumbre. Eso explicaría por qué el gobierno no había aplastado el movimiento; se preguntaba por qué Nicole lo toleraba. Lo toleraba porque tenía que hacerlo.
Técnicamente se podía matar a Goltz, pero un Goltz anterior podría simplemente trasladarse al futuro y reemplazarlo; Goltz podría continuar, sin envejecer ni cambiar, y al final el movimiento se beneficiaría porque tendría un líder que no desaparecería como Hitler, que no desarrollaría paresia ni ninguna otra enfermedad degenerativa.
—Es un guapo hijo de perra, ¿verdad? —murmuró Jim Planck, absorto con la visión.
También él parecía impresionado. El hombre podría tener futuro en el cine o la televisión, reflexionó Nat. Goltz tenía su estilo. Era alto, tenía un aspecto sombríamente tenso… y era un poco grueso. Goltz parecía estar en la cuarentena y la esbeltez, la masculinidad de la juventud, le había abandonado. Sudaba al desfilar. El hombre tenía cualidad física; no había nada fantasmal o etéreo en él, ninguna espiritualidad para convencer al quejica testarudo.
Los desfilantes se dieron la vuelta y se dirigieron a su autotaxi.
El taxi se detuvo.
—Incluso manda sobre las máquinas —dijo Molly cáusticamente—. Al menos sobre las locales.
Se rió intranquila, brevemente.
—Será mejor que nos quitemos de en medio —advirtió Jim Planck—, o nos arrollarán como una columna de hormigas marcianas. —Toqueteó los controles del taxi—: Maldito sea este engendro; está muerto como un clavo.
—Lo mató el miedo —dijo Molly.
La primera fila de manifestantes incluía a Goltz, que marchaba en el centro y llevaba una ondeante bandera multicolor.
Al verlos, Goltz gritó algo. Nat no pudo entenderlo.
—Nos está diciendo que nos apartemos del camino —dijo Molly—. Tal vez será mejor que nos olvidemos de grabar a Kongrosian y salgamos y nos unamos a él. Vamos a firmar por el movimiento. ¿Qué dices, Nat? Aquí tienes tu oportunidad. Podrás decir con todo derecho que fuiste obligado. —Abrió la puerta del taxi y salió dando un saltito—. No voy a perder la vida por culpa de un circuito oxidado de un taxi pasado de moda.
—Heil, poderoso líder —dijo brevemente Jim Planck.
Saltó también para unirse a Molly en la acera, fuera del camino de los manifestantes, que ahora, como un solo hombre, gritaban furiosamente y hacían gestos.
—Me quedo aquí —dijo Nat.
Y permaneció donde estaba, rodeado por su equipo de grabación, con la mano descansando sobre su precioso Ampek F-a2; no tenía intención de abandonarlo, ni siquiera ante Bertold Goltz.
Tras recorrer rápidamente la calzada, Goltz sonrió. Era una sonrisa de simpatía, como si Goltz, a pesar de la seriedad de sus intenciones políticas, tuviera en su corazón espacio para la comprensión.
—¿Tiene también problemas? —preguntó a Nat.
La primera fila de manifestantes —el líder incluido— había alcanzado el viejo taxi; la fila se dividió y lo sorteó, por ambos lados. Goltz, sin embargo, se detuvo. Sacó un pañuelo rojo y se secó el cuello y la frente.
—Siento estar en su camino —dijo Nat.
—Bah —dijo Goltz—. Le esperaba —le miró, con sus ojos oscuros, inteligentes, luminosos y alertas—. Nat Flieger, encargado de Artistas y Repertorio de la Electronic Musical Enterprise de Tijuana. Ha venido a esta tierra de pinos y ranas para grabar a Richard Kongrosian… porque no sabe que Kongrosian no está en casa. Está en el Hospital Neuropsiquiátrico Franklin Aimes de San Francisco.
—Cristo —dijo Nat, sorprendido.
—¿Por qué no me graba a mí en su lugar? —dijo Goltz, amablemente.
—¿Haciendo qué?
—Oh, puedo gritar o pronunciar unos cuantos eslóganes históricos. Será cosa de media hora o así…, lo bastante para llenar un disco pequeño. Puede que no se venda hoy o mañana, pero un día de éstos…
Goltz le hizo un guiño.
—No, gracias.
—¿Su criatura ganimedea es demasiado pura para lo que tengo que decir?
Ahora la sonrisa carecía de calor; estaba fija en su sitio.
—Soy judío, señor Goltz —dijo Nat—. Así que me es difícil contemplar el neonazismo con demasiado entusiasmo.
—Yo también soy judío, señor Flieger —dijo Goltz tras una pausa—. O, más propiamente, israelita. Compruébelo. Está en los archivos. Cualquier banco de datos de un buen periódico o noticiario podrá decírselo.
Nat le miró.
—Nuestro enemigo, el suyo y el mío —dijo Goltz—, es el sistema der Alte. Ellos son los auténticos herederos del pasado nazi. Piense en eso. Ellos y las multinacionales. AG Chemie, Karp und Sohnen Werke…; ¿no lo sabía? ¿Dónde ha estado, Flieger? ¿No ha estado escuchando?
—He estado escuchando —respondió Nat después de un breve instante—. Pero no me he convencido mucho.
—Entonces le diré algo. Nicole y los que la rodean, nuestra Mutter, van a hacer uso del principio del viaje en el tiempo de Von Lessinger para contactar con el Tercer Reich, con Hermann Goering, en realidad. Lo harán pronto. ¿Le sorprende?
—He… he oído rumores.
Nat se encogió de hombros.
—No es usted un Ge —dijo Goltz—. Es usted como yo, Flieger, como yo y mi gente. Siempre estará fuera. Ni siquiera podremos oír nunca los rumores. No debería haber ni un resquicio. Pero nosotros los Bes no vamos a hablar… Traer al gordo Hermann del pasado a nuestro tiempo es demasiado, ¿no le parece?
Estudió la cara de Nat, esperando su reacción.
—Si es cierto…
—Es cierto, Flieger —asintió Goltz.
—Entonces eso coloca a su movimiento bajo una nueva luz.
—Vaya a verme cuando la noticia se haga pública. Cuando sepa que es verdad. ¿De acuerdo?
Nat no dijo nada. No enfrentó la intensa mirada del hombre.
—Hasta entonces, Flieger —dijo Goltz.
Y, tras recoger su bandera, que había apoyado contra el taxi, continuó la marcha para unirse a sus seguidores.