En el pequeño edificio situado en la parte trasera del Mercado Ambulante de Chatarra Número Tres, Al Miller estaba sentado, con los pies sobre la mesa, fumando un cigarrillo Upmann y observando a los transeúntes, las aceras y las tiendas del centro comercial de Reno, Nevada. Más allá del brillo de los nuevos aparatos estacionados, con sus banderas ondeantes y sus gallardetes cayendo en cascada, veía a una forma que esperaba, oculta bajo un gran cartel que decía: LOONY LUKE.
Y no era la única persona en verla; por la acera paseaban un hombre y una mujer con un niño pequeño que correteaba ante ellos, y el niño, con una exclamación, dio un brinco y empezó a hacer gestos, lleno de excitación.
—¡Eh, papá, mira! ¿Sabes lo que es? Mira, es el papoola.
—Por todos los diablos —dijo el hombre con una sonrisa—, sí que lo es. Mira, Marion, una de esas criaturas marcianas está oculta bajo el cartel. ¿Qué te parece si nos acercamos y charlamos con ella un rato?
Empezó a andar en aquella dirección con el niño. La mujer, sin embargo, se quedó plantada en la acera.
—¡Vamos, mamá! —instó el niño.
En su oficina, Al Miller tocó levemente los controles del mecanismo que tenía en el interior de su camisa. El papoola emergió de debajo del anuncio de LOONY LUKE, y Al hizo que se arrastrara sobre sus seis patas tubulares hacia la acera, con un sombrerito sobre una de sus antenas y los ojos cruzándose y descruzándose mientras se dirigía hacia la mujer. Establecido el tropismo, el papoola trotó tras ella, para delicia del niño y de su padre.
—¡Mira, papá, está siguiendo a mami! ¡Eh, mamá! ¡Eh, mamá, date la vuelta y mira!
La mujer miró hacia atrás, vio al organismo en forma de plato con su cuerpo insectoide naranja y se echó a reír. A todo el mundo le encanta el papoola, pensó Al. Vean al gracioso papoola marciano. Habla, papoola; di hola a la hermosa dama que se ríe de ti.
Los pensamientos del papoola, dirigidos a la mujer, alcanzaron a Al. La estaba saludando, diciéndole lo encantado que estaba de conocerla, suave y zalamero, hasta que ella por fin cruzó la acera hacia él para unirse a su marido y al niño, y los tres recibieron juntos los impulsos mentales que emanaban de la criatura marciana que había venido a la Tierra sin planes hostiles, sin capacidad para causar problemas. El papoola también los amaba, igual que ellos lo amaban a él; les transmitía la gentileza y la cálida hospitalidad a que estaba acostumbrado en su propio planeta.
Qué lugar tan maravilloso debe de ser Marte, pensaban sin duda el hombre y la mujer mientras el papoola emitía sus recuerdos, su actividad. No es una sociedad fría y esquizoide como la de la Tierra; nadie espía a nadie, ni hace las interminables pruebas relpol, ni informa sobre ellas a los Comités de Seguridad del edificio cada quince días. Piensen en ello, les decía el papoola mientras seguían clavados a la acera, incapaces de continuar andando. Allí uno es su propio jefe, libre para trabajar su granja, tener sus propias creencias, ser uno mismo. Mírense, temerosos incluso de estar aquí escuchando. Temerosos de…
—Será mejor que nos… vayamos —le dijo el hombre a su esposa con voz nerviosa.
—Oh, no —lloriqueó el niño—. ¿Qué oportunidad tenemos de hablar con un papoola? Debe de pertenecer a ese mercado de naves de chatarra de allí.
El niño señaló en su dirección, y Al se sintió bajo el agudo escrutinio del hombre.
—Claro —dijo el hombre—. Lo han traído aquí para que venda naves de chatarra. Está actuando sobre nosotros, embelesándonos. —El encantamiento se borró de su cara visiblemente—. Allí está sentado el tipo que lo hace funcionar.
Pero el papoola pensó: lo que os cuento es verdad. Aunque esto sea un mercado de saldos. Podrían ustedes ir allí, a Marte. Usted y su familia pueden verlo con sus propios ojos…, si tienen el valor de liberarse. ¿Pueden hacerlo? ¿Es usted un hombre de verdad? Compre una nave de ocasión de Loony Luke; cómprela mientras aún tiene la oportunidad: ya sabe que, un día no muy lejano, la PN va a acabar con ellas. Y entonces ya no habrá ningún mercado de chatarra. No más grietas en el muro de la sociedad autoritaria, a través de las cuales unos pocos —unos pocos afortunados— pueden escapar.
Jugueteando con los controles de su pecho, Al conectó la potencia máxima. La fuerza de la mente del papoola se incrementó, atrayendo al hombre, llegando a controlarlo. Tiene que comprar una nave, instó el papoola. Facilidades de pago, garantía de servicio, muchos modelos para elegir. Éste es el momento de firmar. No lo retrase. El hombre dio un paso hacia el solar. De prisa, le dijo el papoola. Las autoridades pueden cerrar el negocio de un momento a otro, y su oportunidad desaparecerá para siempre.
—Así es como lo… utilizan —dijo el hombre con dificultad—. El animal engatusa a la gente. Hipnosis. Tenemos que marcharnos.
Pero no se marchó. Era demasiado tarde. Iba a comprar una nave. Desde la oficina, empleando su caja de mandos, Al tiraba de él.
Se puso en pie. Complacido. Era el momento de salir y cerrar el trato. Desconectó el papoola, abrió la puerta de la oficina y salió del local…
Y vio a una figura familiar abriéndose paso entre las naves de saldo hacia él. Era su antiguo socio, Ian Duncan, al que no había visto desde hacía años. Santo Dios, pensó Al. ¿Qué es lo que quiere? ¡Y precisamente en un momento como éste!
—¡Al! —llamó lan Duncan haciendo gestos—. ¿Puedo hablar contigo un segundo? No estás muy ocupado, ¿verdad?
Se acercó, pálido y sudoroso mirando alrededor con aspecto asustado. Había envejecido desde la última vez que Al le había visto.
—Escucha —dijo Al, lleno de furia.
Pero ya era demasiado tarde; la pareja y su hijo se habían liberado y se marchaban a toda prisa por la acera.
—Yo, ejem, no tenía intención de molestarte —murmuró Ian.
—No me molestas —dijo Al mientras observaba tristemente como se marchaban sus tres clientes—. Bien, ¿cuál es el problema, Ian? No tienes muy buen aspecto. ¿Estás enfermo? Ven, entra en la oficina.
Le condujo al interior y cerró la puerta.
—He encontrado mi jarra —dijo Ian—. ¿Recuerdas cuando intentábamos aparecer en la Casa Blanca? Al, tenemos que intentarlo una vez más. En serio, no puedo seguir así. No soporto haber fracasado en lo que era lo más importante de nuestra vida.
Jadeando, se pasó un pañuelo por la frente. Sus manos temblaban.
—Ya ni siquiera conservo la mía —dijo Al.
—Pues deberías. Bueno, podemos grabar nuestras partes por separado con mi jarra y luego sintetizarlas en una cinta y presentarla a la Casa Blanca. No sé si puedo soportar este sentimiento de estar atrapado. Tengo que volver a tocar. Si empezamos a practicar ahora mismo con las Variaciones Goldberg, en un par de meses podremos…
—¿Sigues viviendo en ese sitio? —interrumpió Al—. ¿En el gran Abraham Lincoln?
Ian asintió.
—¿Y aún conservas ese trabajo con aquella empresa bávara? ¿Sigues siendo inspector? —No podía comprender por qué Ian Duncan estaba tan trastornado—. Diablos, en el peor de los casos, podrías emigrar. Tocar la jarra está fuera de toda cuestión. No la he tocado desde hace años; desde la última vez que te vi, en realidad. Espera un segundo.
Empezó a teclear los mandos que controlaban al papoola; la criatura respondió y comenzó a regresar lentamente a su lugar bajo el cartel.
—Creí que estaban todos muertos —comentó Ian al verlo.
—Lo están.
—Pero ése de ahí se mueve y…
—Es una falsificación —dijo Al—, un simulacro, como esas cosas que usan para colonizar. Yo lo controlo. —Le mostró la caja de mandos—. Atrae a la gente. La verdad es que se supone que Luke tiene uno auténtico sobre el que se han modelado todos los demás. Nadie lo sabe con seguridad, y la ley no puede tocar a Luke. La PN no puede hacerle soltar al de verdad, si es que lo tiene. —Al se sentó y encendió la pipa—. Suspende tu prueba relpol —le dijo a Ian—. Pierde tu apartamento y recupera tu inversión original. Tráeme el dinero y me encargaré de darte una nave en condiciones que te lleve a Marte. ¿Qué te parece?
—Intenté suspender la prueba, pero no me dejó. Falsificó los resultados. No quieren que me marche. No quieren soltarme.
—¿Quién?
—El hombre del apartamento de al lado, en el Abraham Lincoln. Se llama Edgar Stone…, creo. Lo hizo a propósito. Lo vi en la expresión de su cara. Tal vez imaginaba que me estaba haciendo un favor…, no lo sé. —Miró alrededor—. Tienes una bonita oficina. Duermes aquí, ¿no? Y cuando se mueve, te mueves con ella.
—Sí —dijo Al—, siempre estamos preparados para despegar.
La PN casi le había echado el guante un buen número de veces, incluso a pesar de que el solar podía conseguir velocidad orbital en seis minutos. El papoola detectaba su aproximación, pero no con el tiempo suficiente para escapar con comodidad; generalmente la huida se hacía a la carrera y en desorden, abandonando parte de su inventario de naves de saldo.
—Estás casi delante de sus narices —musitó Ian—. Y, sin embargo, no te molestan. Supongo que es cuestión de actitud.
—Si me atrapan, Luke me sacará —dijo Al.
¿De qué tenía que preocuparse? Su patrón era un hombre poderoso; el clan Thibodeaux limitaba sus ataques a artículos de fondo publicados en revistas populares, donde se hablaba sobre la vulgaridad de Luke y la poca categoría de sus naves.
—Envidio tu equilibrio. Tu calma.
—¿No tiene capellán tu edificio? Ve y habla con él.
—No merece la pena —dijo Ian amargamente—. Ahora mismo es Patrick Doyle, y está más hecho polvo que yo. Y Don Tishman, nuestro presidente, está aún peor. Es un manojo de nervios. De hecho, nuestro edificio entero está repleto de ansiedad. Tal vez tenga que ver con los ataques de sinusitis de Nicole.
Al vio que estaba hablando en serio. La Casa Blanca y todo lo demás significaba demasiado para él; aún dominaba su vida, como había sucedido en el pasado, cuando eran colegas en el servicio militar.
—Por tu bien, buscaré mi jarra y practicaré —dijo Al suavemente—. Lo intentaremos una vez más.
Ian Duncan le miró, mudo.
—Hablo en serio —prosiguió Al, asintiendo.
—Dios te bendiga, Al —susurró Ian lleno de gratitud.
Sombríamente, Al Miller chupó su pipa.
Ante los ojos de Chic Strikerock, la pequeña fábrica en la que trabajaba creció hasta alcanzar sus exactas y magras proporciones. Aquella estructura de color verde pálido, en forma de caja de sombreros, no crecería más, aunque parecía bastante moderna si uno no era demasiado crítico. Frauenzimmer Asociados. Pronto estaría en su oficina, batallando con las persianas de su ventana en un esfuerzo por restringir la entrada del brillante sol de la mañana. Batallando también con Greta Trupe, la vieja secretaria que los atendía a él y a Maury.
Es una gran vida, pensó Chic. Pero tal vez, desde ayer, la firma haya entrado en quiebra, lo que no le sorprendería…, y tampoco le entristecería mucho. Aunque, naturalmente, sería una lástima por Maury, y a él le gustaba Maury, a pesar de sus enfrentamientos ocasionales. Después de todo, una empresa pequeña era como una pequeña familia. Todo el mundo estaba en contacto personal y en muchos niveles psicológicos. El trato era mucho más íntimo que en las relaciones despersonalizadas que había entre patronos y empleados en las grandes multinacionales.
Francamente, lo prefería así. Prefería la intimidad. Para él había algo horrible en la actividad interpersonal y burocrática de los salones de los poderosos, en las poderosas corporaciones geheimlich. El hecho de que Maury fuera operario a tiempo parcial le atraía. Era como un resto del viejo mundo, el siglo veinte aún vivo.
Aparcó manualmente junto al viejo biciclo de Maury y caminó, con las manos en los bolsillos, hacia la familiar entrada delantera.
La pequeña y abigarrada oficina, con sus montones de cartas sin contestar, tazas de café, manuales de trabajo, envíos arrugados y calendarios pasados, olía a polvo, como si sus ventanas no se hubieran abierto nunca para que entrara un poco de aire fresco y luz del día. En el extremo opuesto, ocupando la mayor parte del espacio disponible, vio a cuatro simulacros sentados en silencio, un grupo: uno con forma de hombre adulto, su compañera y dos niños. Éste era uno de los puntos principales del catálogo de la empresa: un famvec.
El simulacro del hombre adulto se levantó y le saludó con cortesía.
—Buenos días, señor Strikerock.
—¿Ha llegado ya Maury? —miró alrededor.
—En un sentido limitado, sí —contestó el simulacro—. Está abajo tomando su café y su donut.
—Bien —dijo Chic, y se quitó el abrigo—. Bien, ¿estáis dispuestos para ir a Marte? —preguntó a los simulacros mientras colgaba el abrigo.
—Sí, señor Strikerock —contestó el simulacro femenino, asintiendo—. Y estamos muy contentos. Puede contar con ello. —Le sonrió complaciente, con amabilidad—. Será un alivio dejar la Tierra y su legislación represiva. Estábamos escuchando en la FM las noticias sobre el Acta McPhearson.
—Lo consideramos espantoso —observó el masculino.
—Coincido con vosotros —dijo Chic—. Pero ¿qué se puede hacer?
Buscó el correo a su alrededor; como siempre, estaba enterrado en la masa de papeles.
—Se puede emigrar —señaló el simulacro masculino.
—Mmm —dijo Chic en tono ausente.
Había descubierto un montón inesperado de facturas que parecían recientes, enviadas por los suministradores de componentes; con un sentimiento de ansiedad e incluso de terror, empezó a estudiarlas. ¿Las había visto Maury? Probablemente. Las había visto y las había apartado de sí inmediatamente. Frauenzimmer Asociados funcionaba mejor si no se recordaban este tipo de incidentes de la vida cotidiana. Como un neurótico regresivo, tenía que ocultar algunos aspectos de la realidad a su sistema receptor para poder funcionar. Esto distaba mucho de ser lo ideal, pero ¿qué otra alternativa había? Ser realista suponía rendirse, morir. La ilusión de una naturaleza infantil era esencial para la supervivencia de la pequeña firma, o al menos eso les parecía a Maury y a él. En cualquier caso, los dos habían adoptado esta actitud. Sus simulacros —los adultos— desaprobaban todo esto; su fría y lógica apreciación de la realidad era un brusco contraste, y Chic siempre se sentía un poco desnudo, cohibido, ante los simulacros; sabía que tenía que ser un ejemplo mejor para ellos.
—Si comprara una nave de saldo y emigrara a Marte, podríamos ser su famvec —dijo el simulacro masculino.
—No me haría falta ninguna familia vecina —dijo Chic—. Si emigrara a Marte, sería para apartarme de la gente.
—Seríamos una familia vecina muy buena para usted —dijo el simulacro femenino.
—Mirad, no tenéis que darme una conferencia sobre vuestras virtudes. Las conozco mejor que vosotros.
Y con buenos motivos. Su presunción, su sinceridad, le divertían pero también le irritaban. Como vecinos, este grupo de sims serían algo molestos. Sin embargo, eso era lo que los emigrantes querían, incluso necesitaban, en las regiones coloniales apenas habitadas. Podía apreciarlo con claridad; después de todo, el negocio de Frauenzimmer Asociados era comprender.
Cuando emigraba un hombre, podía comprar vecinos, comprar la presencia de vida simulada, el sonido y el movimiento de actividad humana —o al menos de sus sustitutos mecánicos—, para animar su moral en el nuevo entorno de estímulos desconocidos y tal vez, dios no lo quisiera, ningún estímulo en absoluto. Y, como colofón a este deseo psicológico primario, había una ventaja secundaria. El grupo famvec de simulacros trabajaba la parcela de tierra, la araba y la sembraba, la regaba, la hacía fértil, altamente productiva. Y el beneficio iba para el poblador humano, porque el grupo famvec, legalmente hablando, ocupaba las porciones periféricas de su tierra. Los famvec, en realidad, no eran una familia vecina; eran parte del dominio de su dueño. La comunicación con ellos era, en esencia, un diálogo circular con uno mismo; los famvec, si funcionaban adecuadamente, recogían las esperanzas ocultas y los sueños del poblador y los desarrollaban de modo articulado. Terapéuticamente esto era valioso, aunque desde un punto de vista cultural resultaba un poco estéril.
—Aquí viene el señor Frauenzimmer —dijo el simulacro masculino respetuosamente.
Chic alzó la vista y vio que la puerta de la oficina se abría lentamente; Maury apareció sosteniendo con cuidado su taza de café y su donut.
—Oye, amigo —dijo Maury con voz ronca.
Era un hombre pequeño, gordezuelo, sudoroso, como un reflejo en un espejo trucado. Sus piernas apenas parecían capaces de sostenerle; se tambaleó al andar.
—Lo siento, pero me parece que tengo que despedirte —terminó.
Chic le miró.
—No puedo soportarlo más tiempo —dijo Maury.
Sosteniendo el asa de la taza de café con sus dedos sucios, buscó un sitio donde colocarla entre los papeles y manuales que cubrían la superficie de la mesa.
—Que me zurzan —dijo Chic.
Su voz le sonó débil.
—Sabías que tenía que llegar. —La voz de Maury se había convertido en un croar agudo—. Los dos lo sabíamos. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Hace semanas que no recibimos ningún pedido importante. No te echo la culpa. Compréndelo. Mira a este grupo famvec que holgazanea por aquí. Hace tiempo que deberíamos haberlos colocado. —Sacando su inmenso pañuelo de lino irlandés, Maury se secó la frente—. Lo siento, Chic.
Miró a su empleado ansiosamente.
—Qué situación tan incómoda —dijo el simulacro masculino.
—Siento lo mismo —añadió su compañera.
Maury se volvió hacia ellos y les reprendió.
—¿Por qué no os ocupáis de vuestros propios asuntos? ¿Quién ha solicitado vuestra opinión artificial?
—Déjalos en paz —murmuró Chic.
Estaba conmocionado por la noticia; emocionalmente, había sido pillado por sorpresa, a pesar de sus presentimientos.
—Si el señor Strikerock se marcha —anunció el simulacro masculino—, nosotros nos marchamos con él.
—Oh, qué diablos, sólo sois un puñado de artefactos —gruñó Maury—. No os entrometáis mientras resolvemos esto. Ya tenemos bastantes problemas sin que os metáis por medio.
Se sentó ante la mesa y abrió el Chronicle de la mañana.
—Es el fin del mundo. No somos sólo nosotros, Chic, no es sólo Frauenzimmer Asociados. Escucha lo que dice el periódico de hoy: «El cuerpo de Orley Short, guarda, fue descubierto hoy en el fondo de una tina de chocolate que se endurecía gradualmente en la Compañía de Dulces de Saint Louis». —Alzó la cabeza—. Ahí lo tienes: «chocolate que se endurecía gradualmente». Así es cómo vivimos. Continuó: «Short, de 53 años, no volvió a casa ayer, y…».
—De acuerdo —interrumpió Chic—. Comprendo lo que estás intentando decir. Es una de esas épocas.
—Exactamente. Las condiciones están más allá del poder individual. Hay que ser fatalistas, sabes, resignados. Me he resignado a ver que Frauenzimmer Asociados cierra para siempre. Ése es el siguiente paso. —Miró al grupo de simulacros famvec melancólicamente—. No sé por qué os construimos, amigos. Deberíamos haber montado un grupo de buscavidas callejeros, putitas con clase para interesar a los burgueses. Escucha, Chic, así es como termina este terrible artículo del Chronicle. Vosotros, simulacros, escuchad también. Os dará una idea de la clase de mundo en que habéis nacido: «La Policía de Saint Louis dice que su cuñado, Antonio Costa, se dirigió a la fábrica de dulces y lo encontró sumergido en tres pies de chocolate». —Maury cerró salvajemente el periódico—. ¿Cómo vais a aceptar un hecho así en vuestra Weltanschauung, en vuestra concepción del mundo? Es demasiado terrible. Te desquicias. Y lo peor es que es tan terrible que resulta casi gracioso.
Hubo un momento de silencio y entonces el simulacro masculino, sin duda respondiendo a algún aspecto del subconsciente de Maury, dijo:
—Ciertamente, éste no es el momento de instaurar una ley como el Acta McPhearson. Requerimos ayuda psiquiátrica de donde sea.
—Ayuda psiquiátrica —se burló Maury—. Sí, has dado en el clavo, señor Jones, o Smith, señor Vecino-de-al-lado o como quiera que te hayamos llamado. Eso habría salvado a Frauenzimmer Asociados, ¿no? Un poco de psicoanálisis a doscientos dólares la hora durante cien años…, ¿no es eso lo que tarda? Curioso.
Le dio la espalda al simulacro y se comió el donut, disgustado.
—¿Me darás una carta de recomendación? —preguntó Chic.
—Por supuesto —contestó Maury.
Tal vez tenga que trabajar para Karp und Sohnen, pensó Chic. Su hermano Vince, un empleado Ge, podría colocarle allí; era mejor que nada, mejor que unirse a los lastimosos desempleados, el orden más bajo de la enorme clase Be, nómadas que surcaban la superficie de la Tierra, demasiado pobres para emigrar. O tal vez debería emigrar. Olvidar de una vez las ambiciones infantiles sobre las que había comerciado durante tanto tiempo.
Pero Julie. ¿Qué iba a ser de ella? La esposa de su hermano hacía el asunto desesperanzadoramente complejo; por ejemplo, él ¿era ahora financieramente responsable de ella? Tendría que hacerlo de todas formas, tanto si buscaba un empleo con Karp und Sohnen como si no.
Sería cuando menos curioso acercarse a Vince en esas circunstancias. El asunto de Julie había llegado en mal momento.
—Escucha, Maury —dijo Chic—. No puedes despedirme ahora. Tengo un problema. Como te conté por teléfono, hay una chica que…
—De acuerdo.
—¿C… cómo?
Maury Frauenzimmer suspiró.
—Dije que de acuerdo. Dejaré que te quedes un poco más. Así aceleraremos la bancarrota de Frauenzimmer Asociados. ¿Qué más da? —Se encogió de hombros—. So geht das Lebens: así es la vida.
—¿Verdad que es un buen hombre, papi? —le dijo uno de los niños simulacros al adulto masculino.
—Sí, Tommy —respondió éste, asintiendo—. Desde luego que lo es.
Palmeó al niño en el hombro. Toda la familia sonrió.
—Te quedarás hasta el próximo miércoles —decidió Maury—. Es todo lo que puedo hacer, pero tal vez sirva de algo. Después de eso…, no lo sé. No puedo prever nada. Aunque soy un poco precognitivo, como siempre he dicho. Sabes que hasta cierto punto tengo visiones válidas sobre el futuro. En este caso, sin embargo, no me viene ninguna. Todo está en la más completa confusión, en lo que a mí respecta.
—Gracias, Maury —dijo Chic.
Maury Frauenzimmer gruñó y volvió a leer el periódico.
—Tal vez de aquí al miércoles que viene nos pase algo bueno —dijo Chic—. Algo que no esperamos.
Quizá, como encargado de ventas, consiga un buen pedido, pensó.
—Sí, tal vez —dijo Maury. No parecía muy convencido.
—De verdad que voy a intentarlo.
—Sí —accedió Maury—. Inténtalo, Chic, inténtalo.
Su voz era baja, ahogada por la resignación.