4

El mejor de los técnicos de grabación de la EME observaba divertido a Nat Flieger mientras éste introducía el Ampek F-a2 en el helicóptero.

—¿Vas a cogerlo con eso? —gruñó Jim Planck—. ¡Dios mío, si el F-a2 estaba ya obsoleto el año pasado!

—Si no puedes operar con él… —dijo Nat.

—Puedo —murmuró Planck—. Ya he utilizado gusanos antes; sólo siento que… —Hizo un gesto de desdén—. Supongo que también usaréis un micro de carbono, al viejo estilo.

—Apenas —dijo Nat.

Palmeó la espalda de Planck, pues estaba de buen humor. Hacía años que le conocía y estaba acostumbrado a su forma de ser.

—No te preocupes. Nos las arreglaremos bien —añadió.

—Escucha —dijo Planck en voz baja, mirando a su alrededor—. ¿Es cierto que la hija de Leo va a venir con nosotros en este viaje?

—Es cierto.

—Esa Molly Dondoldo siempre trae complicaciones, ¿sabes a qué me refiero? No, no lo sabes. Nat, no tengo ni idea de cuál es tu relación con Molly últimamente, pero…

—Tú preocúpate por grabar a Richard Kongrosian —cortó Nat.

—Claro, claro —Planck se encogió de hombros—. Es tu vida, tu trabajo y tu proyecto, Nat, yo sólo soy un asalariado que hace lo que le mandan. —Se pasó una mano nerviosa y temblorosa por el negro cabello—. ¿Estamos listos para partir?

Molly ya había entrado en el helicóptero; estaba sentada leyendo un libro, ignorándolos a los dos. Llevaba una blusa de colores brillantes y pantalones cortos, y Nat pensó que aquella ropa sería muy poco adecuada para los lluviosos bosques a los que se dirigían. El clima era allí radicalmente diferente; se preguntó si Molly habría estado en el norte con anterioridad. La región del norte de California y Oregón había perdido gran parte de su población durante las luchas de 1980; había sido alcanzada por los misiles teledirigidos de la China Roja y, por supuesto, las nubes de lluvia radiactiva habían cubierto la zona durante la década siguiente. Todavía no se habían disipado por completo. Pero según los técnicos de la NASA, el nivel de radiación entraba dentro de lo tolerable.

Plantas desbordantes. Variantes lujuriosas creadas por la lluvia radiactiva…; la vegetación tenía ahora un matiz casi tropical. Y la lluvia prácticamente no cesaba nunca. Había sido densa y frecuente antes de 1990 y ahora era torrencial.

—Listos —le dijo Nat a Jim Planck.

—Entonces allá vamos, nosotros y el gusano mascota —respondió Planck, con un cigarro Alta Camina entre los dientes—. Para grabar al mayor pianista sin manos del siglo. Oye, se me ha ocurrido un chiste, Nat. Un día Richard Kongrosian tiene un accidente en un transpub; queda hecho polvo, y cuando le quitan las vendas… le han crecido manos. —Planck se echó a reír—. Y ya no puede volver a tocar.

—Este viaje ¿va a ser entretenido? —preguntó Molly fríamente tras apartar la atención de su libro.

Planck se ruborizó y empezó a verificar su aparato.

—Lo siento, señorita Dondoldo —dijo, pero no parecía lamentarlo, parecía resentido.

—Ponga en marcha el helicóptero —dijo Molly, y volvió a leer su libro.

Nat vio que era un texto prohibido del sociólogo del siglo veinte C. Wright Milles. Molly Dondoldo, reflexionó, no más Ge que él o Jim Planck, no sentía ningún temor por leer una materia prohibida a su clase. «Era una mujer notable en muchos aspectos», pensó lleno de admiración.

—No seas tan dura, Molly —le dijo.

—Odio las ocurrencias, Be —dijo ella sin levantar la vista.

El helicóptero se puso en marcha, conduciéndolo expertamente, Jim Planck pronto lo tuvo en el aire. Se dirigieron hacia el norte, sobre la autopista costera y el Valle Imperial, con sus millas de canales entrecruzados que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

—Va a ser un vuelo cómodo —le dijo Nat a Molly—. Lo noto.

—¿No tienes que regar a tu gusano o algo por el estilo? —murmuró Molly—. Francamente, preferiría estar sola, si no te importa.

—¿Qué es lo que sabes sobre la tragedia personal de la vida de Kongrosian?

Ella guardó silencio un momento.

—Tiene algo que ver con la lluvia radiactiva de finales de los 90 —dijo por fin—. Creo que es referente a su hijo. Pero nadie lo sabe con certeza. No tengo ninguna otra información, Nat. Sin embargo, se dice que su hijo es un monstruo.

Una vez más, Nat sintió el escalofrío de miedo que había experimentado ante la idea de visitar el hogar de Kongrosian.

—No te deprimas —dijo Molly—. Después de todo, ha habido tantos nacimientos especiales desde la lluvia radiactiva de los noventa… ¿No los has visto, siempre vagabundeando? Yo sí. Tal vez prefieras no mirar. —Cerró el libro, anotando el punto de lectura con un marcador—. Es el precio que pagamos por nuestras cómodas vidas. Dios mío, Nat, puedes ajustarte a esa cosa, ese grabador Ampek, y eso desde luego me da escalofríos, vivo como está. Tal vez la deformación del niño se deba a factores derivados de la facultad psiónica de su padre; tal vez Kongrosian se maldiga a sí mismo, no a la lluvia radiactiva. Pregúntaselo cuando llegues.

—¡Preguntárselo! —repitió Nat, sorprendido.

—Claro. ¿Por qué no?

—Es una idea demencial —dijo Nat.

Y, como frecuentemente en sus anteriores relaciones con Molly, le pareció que era una mujer excepcionalmente ruda y agresiva, casi masculina; había una brusquedad en ella que no le atraía mucho. Y para colmo era demasiado intelectual; carecía del toque emocional de su padre.

—¿Por qué has querido hacer este viaje? —le preguntó.

Ciertamente, no era para oír tocar a Kongrosian; eso era obvio. Tal vez tuviera que ver con su hijo, el niño especial; Molly debía de sentirse atraída por eso. Sintió una repulsión repentina, pero no la mostró; se las arregló para recuperar la sonrisa.

—Me gusta Kongrosian —dijo ella plácidamente—. Pensé que sería muy gratificante conocerle en persona y oírle tocar.

—Pero te he oído decir que en este momento no hay mercado para versiones psiónicas de Brahms y Schumann.

—¿No eres capaz de separar tu vida privada de los negocios de la compañía, Nat? Mis gustos personales me aproximan al estilo de Kongrosian, pero eso no significa que crea que lo que él hace pueda venderse. Sabes que no nos ha ido mal con los subtipos de música folk en los últimos años. Yo diría que los artistas como Kongrosian, por muy populares que sean en la Casa Blanca, son anacronismos, y debemos estar muy alertas para no arruinarnos por su causa —le sonrió, esperando pacientemente su reacción—. Te diré otra razón por la que quería venir. Tú y yo podemos pasar mucho tiempo juntos, atormentándonos mutuamente. Solos tú y yo, en un viaje… Podemos alojarnos en un motel de Jenner. ¿Has pensado en eso?

Nat inspiró profundamente.

La sonrisa de ella se amplió. Era como si se estuviera riendo de él. Molly podía manejarle, podría hacer con él lo que quisiera. Los dos lo sabían, y a ella le divertía.

—¿Quieres casarte conmigo? —le preguntó Molly—. ¿Tus intenciones son honorables, en el viejo sentido del siglo veinte?

—¿Y las tuyas? —dijo Nat.

Ella se encogió de hombros.

—Tal vez me gusten los monstruos. Me gustas tú, Nat, tú y tu grabador F-a2 con forma de gusano al que nutres y mimas como si fuera una esposa, una mascota o ambas cosas.

—Haría lo mismo por ti —dijo Nat.

De inmediato sintió que Jim Planck le observaba y se concentró en observar la tierra bajo ellos. Jim, obviamente, se sentía cohibido por la conversación. Jim era ingeniero, un hombre que trabajaba con su cuerpo, un simple Be, como Molly le había llamado, pero un buen hombre. Este tipo de charla era demasiado dura para él.

Y, pensó Nat, también para mí. El único de nosotros que disfruta con ella es Molly. Le gusta de verdad. No finge.

La autopista, con sus coches controlados centralmente y sus biciclos girando en torno a ejes invisibles en masiva procesión, fatigaba a Chic Strikerock. En su propio coche individual, sentía como si participara en un ritual de magia negra, como si él y los otros que acudían a su trabajo hubieran puesto sus vidas en manos de una fuerza sobre la que más valía no discutir. En realidad, esa fuerza, era un simple rayo homeostático que justificaba su posición haciendo incesantes referencias al resto de vehículos y a las señales de la carretera, pero a él no le hacía gracia. Estaba sentado en su coche leyendo el New York Times. Centraba su atención en el periódico en vez de ponerla en el imparable entorno que le rodeaba, meditando sobre un artículo que trataba sobre el descubrimiento de fósiles unicelulares en Ganímedes.

La civilización de los viejos tiempos, se dijo Chic. La siguiente capa, justo a punto de ser descubierta por los aparatos automáticos que operan en el vacío del espacio, de las lunas de los grandes planetas.

Nos están robando, decidió. Lo siguiente serán los comic books, los anticonceptivos, las botellas de Coca-Cola vacías. Pero las autoridades no nos lo dirán. ¿Quién quiere descubrir que el sistema solar ha estado expuesto a la Coca-Cola durante un período de dos millones de años? A él le resultaba imposible imaginar una civilización —o cualquier clase de vida— que no hubiera conocido la Coca-Cola. De otro modo, ¿cómo podría llamársele de verdad «civilización»? Pero estoy dejando que me venza la amargura, pensó después. A Maury no le gustará; es mejor que me despeje antes de llegar. Perjudica los negocios. Y tenemos que llevarlos como de costumbre. Ésa es la palabra clave del día… o del siglo. Después de todo, eso es realmente lo que me separa de mi hermano menor: mi habilidad para aceptar los fundamentos y no perderme en el laberinto de los rituales externos. Si Vince pudiera hacer eso, entonces sería yo.

Y tal vez recuperaría a su esposa.

Y Vince habría formado parte del esquema de Maury Frauenzimmer, puesto en manos de Maury por Sepp Von Lessinger en persona en una conferencia de ingenieros especializados en sucedáneos, reunidos en Nueva York en el 2023 con el fin de utilizar los experimentos relativos al viaje en el tiempo de Von Lessinger para enviar un psiquiatra a 1925 y curar al Führer Hitler de su paranoia. De hecho, Von Lessinger había hecho algunos intentos en esa dirección, aparentemente, pero los Ges se guardaban los resultados, por supuesto. Los Ges se los habían quedado para proteger su estatus, pensó Chic. Y ahora Von Lessinger estaba muerto.

Algo zumbó a su derecha. Un anuncio fabricado por Theodorus Nitz, la peor casa de todas, se había adherido a su coche.

—Lárgate —le advirtió.

Pero el anuncio, bien adherido, empezó a arrastrarse, batido por el viento, hacia la puerta y la entrada. Pronto se colaría en el interior y empezaría a arengarle en el estilo pomposo de los anuncios de Nitz.

Podría matarlo mientras se deslizaba por la rendija. Estaba vivo y era terriblemente mortal; las agencias de publicidad, como la naturaleza, soltaban a cientos de ellos.

El anuncio, del tamaño de una mosca, empezó a zumbar su mensaje en cuanto consiguió entrar.

—¡Oiga! ¿No se ha dicho a veces, «¡seguro que los demás pueden verme en los restaurantes!»? Y se siente inquieto respecto al modo de resolver este serio problema de resultar sospechoso, especialmente…

Chic lo aplastó con el pie.

La tarjeta anunció a Nicole Thibodeaux que el Primer Ministro de Israel había llegado a la Casa Blanca y estaba ahora esperando en la Sala Camelia. Emil Stark, alto, delgado, siempre conocedor del último chiste judío («Un día, Dios se encontró a Jesús, y Jesús llevaba…», o como fuera; ella no podía recordarlo, tenía demasiado sueño). De todas maneras, hoy era ella quien tenía un chiste para él. La Comisión Wolff había presentado su informe.

Más tarde, en bata y zapatillas, bebió café, leyó el Times de la mañana, luego soltó el periódico y cogió el documento que la Comisión Wolff le había presentado. ¿A quién habían seleccionado? A Hermann Goering; hojeó las páginas y deseó poder despedir al general Wolff. El Ejército había elegido al hombre con el que tratar en la Era de la Barbarie; ella lo sabía, pero las autoridades de Washington habían accedido a seguir las recomendaciones del general Wolff, sin darse cuenta en ese momento de qué cabeza cuadrada típicamente militar era. Aquello demostraba el poder de los mandos del Ejército en áreas puramente políticas en esos días.

Llamó a Leonore, su secretaria.

—Dile a Emil Stark que entre.

No merecía la pena retrasarlo; de todas formas, Stark posiblemente se sentiría encantado. Como muchos otros, el primer ministro israelí imaginaba sin duda que Goering había sido un simple payaso. Nicole se rió bruscamente. No habían comprendido los documentos de los Juicios por Crímenes de Guerra durante la Segunda Guerra Mundial, si así lo creían.

—Señora Thibodeaux —dijo Stark, sonriente.

—Es Goering —le comunicó Nicole.

—Por supuesto.

Stark continuó sonriendo.

—Maldito loco. Es demasiado listo para cualquiera de nosotros, ¿no lo sabe? Si intentamos hacer negocios con él…

—Pero hacia el final de la guerra Goering cayó en desgracia —dijo Stark educadamente, sentándose ante ella al otro lado de la mesa—. Estaba relacionado con la campaña militar perdida, mientras que la gente de la Gestapo y aquellos cercanos a Hitler, Bormann y Himmler y Eichmann, los camisas negras, ganaban poder, Goering comprendería —comprendió—, lo que significaría perder la parte militar de la campaña del Partido.

Nicole guardó silencio. Se sentía irritada.

—¿Le molesta eso? —dijo Stark suavemente—. Sé que lo encuentra dificultoso. Pero tenemos que hacer al Reichsmarschall una proposición bastante simple, ¿no? Puede resumirse en una sola frase, y la comprenderá.

—Oh, sí —concedió ella—. Goering comprenderá. También comprenderá que si se nos fuerza aceptaremos menos, y luego aún menos, y por fin… —Se interrumpió—. Sí, eso me preocupa. Creo que Von Lessinger tenía razón en su resumen final: nadie debería acercarse al Tercer Reich. Cuando se trata con psicóticos, uno se contagia y se vuelve también un enfermo mental.

—Hay seis millones de vidas judías que salvar, señora Thibodeaux —dijo Stark tranquilamente.

—¡De acuerdo! —suspiró Nicole.

Le miró con furia, pero el primer ministro israelí aguantó su mirada; no le tenía miedo. No estaba habituado a ceder ante nada; había recorrido un largo camino hasta llegar a su posición, y el éxito no habría sido posible para él si no lo hubiera hecho de esa manera. Su posición no era para cobardes. Israel era una nación pequeña, lo había sido siempre, y existía entre grandes bloques que podrían, en un momento dado, aplastarla. Stark incluso sonrió levemente; ¿o se lo estaba imaginando ella? Su furia aumentó. Se sintió impotente.

—No tenemos por qué acordar este asunto ahora mismo —dijo entonces Stark—. Estoy seguro de que tiene otros asuntos en mente, señora Thibodeaux. Tal vez esté planeando el programa de entretenimiento de la Casa Blanca de esta noche. Recibí una invitación —se palpó el bolsillo—, como estoy seguro que sabe. Se nos promete un gran desfile de talento, ¿no? Pero siempre es así. —Su voz, firme y suave, era un murmullo—. ¿Puedo fumar? —Sacó del bolsillo una pitillera de oro de la que extrajo un cigarro—. Los estoy probando por primera vez. Cigarros filipinos, hechos de hoja de Isabela. Hechos a mano, en realidad.

—Adelante —dijo Nicole, contrariada.

—¿Fuma Herr Kalbfleisch? —inquirió Stark.

—No.

—Tampoco disfruta de sus veladas musicales, ¿no? Eso es mala señal. Recuerde a Shakespeare, Julio César. Algo así como: «No confío en él porque no le gusta la música». ¿Lo recuerda? «No le gusta la música». ¿Describe esto al actual der Alte? Desgraciadamente, no le he visto nunca. En cualquier caso, es un placer tratar con usted, señora Thibodeaux, créame.

Los ojos de Stark eran grises, extremadamente brillantes.

—Gracias —gruñó Nicole, deseando que se marchara.

Notaba que él dominaba su encuentro y eso hacía que se sintiera cansada.

—Sabe usted —continuó Stark—, para nosotros, los israelíes, es muy difícil tratar con los alemanes. Sin duda, tendría dificultades con Herr Kalbfleisch. —Expulsó el humo del cigarro; el olor hizo que ella arrugara la nariz de disgusto—. Éste recuerda al primer der Alte, Herr Adenauer; al menos, eso es lo que puedo deducir de las cintas de historia que me enseñaban en el colegio cuando era niño. Es interesante advertir que gobernó bastante más tiempo del que duró todo el Tercer Reich…, que se suponía que iba a prolongarse mil años.

—Sí —dijo ella, tontamente.

—Y tal vez, si le ayudamos con el sistema de Von Lessinger, podamos hacer que sea así.

Ahora sus ojos eran oblicuos.

—¿Eso cree? Y, sin embargo, aún desea…

—Creo que si al Tercer Reich se le dan las armas que necesita, sobrevivirá a su victoria tal vez cinco años…, y posiblemente ni siquiera tanto. Está condenado por su propia naturaleza; no hay absolutamente ningún mecanismo por el cual el Partido Nazi pueda generar un sucesor para el Führer. Alemania se fragmentará y se convertirá en el montón de pequeños estados en pugna que era antes de Bismark. Recuerde la presentación de Hitler que hizo Hess en una de las grandes demostraciones del Partido: «Hitler ist Deutschland». Hitler es Alemania. Tenía razón. Por tanto, después de Hitler, ¿qué? El diluvio. Y Hitler lo sabía. De hecho, es incluso probable que Hitler condujera deliberadamente a su pueblo a la derrota. Pero ésta es una teoría psicoanalítica demasiado rebuscada. Personalmente, la encuentro excesivamente barroca para darle crédito.

—Si se saca a Hermann Goering de su tiempo y se le trae aquí, con nosotros, ¿quiere hacerle frente y participar en la discusión?

—Sí. De hecho, insisto en ello.

—¿Usted… insiste? —le preguntó, mirándole con asombro.

Stark asintió.

—Supongo que se debe a que es el líder espiritual del Judaísmo Mundial o de alguna otra entidad mística por el estilo —dijo Nicole.

—Porque soy un oficial del estado de Israel. Su más alto oficial —contestó Stark, y luego guardó silencio.

—¿Es cierto que van a enviar ustedes una sonda a Marte?

—Una sonda no. Un medio de transporte. Estableceremos nuestro primer Kibutz allí un día de estos. Marte es, por decirlo de algún modo, un gran Negev. Cultivaremos naranjos en ese planeta algún día.

—Qué afortunados —dijo Nicole entre dientes.

—¿Cómo dice?

—Son ustedes afortunados. Tienen aspiraciones. Lo que tenemos en los EUEA son… normas —dijo reflexiva—. Estándares. Todo es muy mundano, y no pretendo hacer ningún chiste con los viajes espaciales. Maldita sea, Stark, me desconcierta usted. No sé por qué.

—Debería visitar Israel. Le interesaría. Por ejemplo…

—Por ejemplo, podría convertirme. Cambiar mi nombre por el de Rebeca. Escuche, Stark, ya he hablado bastante con usted. No me gusta este asunto del Informe Wolff; creo que la idea de juguetear con el pasado a gran escala es demasiado peligrosa, incluso si se consigue salvar a seis o siete millones de vidas humanas. Mire lo que sucedió cuando intentamos enviar asesinos en el tiempo para que mataran a Hitler en los primeros días de su carrera: algo o alguien nos hizo fracasar cada vez, ¡y lo intentamos siete veces! Sé… Estoy convencida de que fueron agentes del futuro, de nuestra época o de nuestro futuro. Si uno puede jugar con el sistema de Von Lessinger, dos también pueden hacerlo. La bomba en el salón, la bomba en el avión…

—Pero este intento deleitará a los elementos neonazis —dijo Stark—. Tendrá su cooperación.

—¿Y se supone que eso tiene que aliviar mi preocupación? —dijo Nicole amargamente—. Usted, mejor que nadie, debería ver en ello un mal presagio.

Durante un instante, Stark no dijo nada; se quedó fumando su cigarrillo filipino y la miró sombrío. Entonces se encogió de hombros.

—Tengo que rendirme. Creo que en este punto tal vez tenga razón, señora Thibodeaux. Me gustaría ponderar esto y discutirlo con otros miembros de mi gabinete. La veré en la velada de esta noche aquí, en la Casa Blanca. ¿Oiremos algo de Bach o de Händel? Me encantan esos dos compositores.

—Tendremos una noche completamente israelí, sólo para usted. Mendelssohn, Mahler, Bloch, Copeland, ¿de acuerdo?

Ella sonrió, y Emil Stark le devolvió la sonrisa.

—¿Hay alguna copia del informe del general Wolff que pueda llevarme? —preguntó Stark.

—No. —Ella sacudió la cabeza—. Es Geheimnis, muy secreto.

Stark alzó una ceja y dejó de sonreír.

—Ni siquiera Kalbfleisch va a verlo —dijo Nicole.

Ella no estaba dispuesta a ceder en su postura, y Emil Stark, sin duda, pudo percibirlo. Después de todo, el hombre era profesionalmente astuto. Nicole se dirigió a su mesa y se sentó. Esperando a que se marchara, deseándolo, se puso a examinar un folio de notas que le había dado su secretaria, Leonore. Eran muy aburridas, ¿o no? Leyó los encabezamientos una vez más, con cuidado.

Le informaba de que la cazatalentos de la Casa Blanca, Janet Raimer, no había sido capaz de conseguir que el gran concertista de piano mórbidamente neurótico Richard Kongrosian tocara esa noche, porque Kongrosian había dejado de repente su residencia de verano en Jenner y había acudido voluntariamente a un sanatorio para que le administraran terapia de electroshock. Y se suponía que nadie sabía dónde estaba.

Maldición, se dijo Nicole. Bien, eso acaba con la velada de esta noche; lo mismo me podría ir a la cama después de cenar. Pues Kongrosian no sólo era el más destacado intérprete de Brahms y Chopin, sino que, además, tenía un ingenio excéntrico y colosal.

Emil Stark apagó su cigarro y la miró con curiosidad.

—¿Significa algo para usted el nombre de Richard Kongrosian? —inquirió ella, alzando la mirada.

—Naturalmente. Para los compositores románticos…

—Está enfermo otra vez. Mentalmente. Por enésima vez. ¿O no sabía nada de eso? ¿No había oído los rumores? —Furiosa, apartó la nota, que cayó al suelo—. A veces desearía que se matara finalmente o se muriera de perforación de colon o de lo que tenga de verdad. Esta semana.

—Kongrosian es un artista importante —asintió Stark—. Puedo apreciar su preocupación. Y en estos tiempos caóticos, con elementos como los Hijos de Job desfilando por las calles, y toda la vulgaridad y mediocridad que parece dispuesta a alzarse y reafirmarse…

—Esas criaturas no durarán mucho tiempo —dijo Nicole tranquilamente—. Así que preocúpese por otra cosa.

—Entonces, cree que comprende la situación y que la tiene firmemente bajo control.

Stark se permitió una mueca breve y fría.

—Bertold Goltz es completamente Be. Es un chiste. Un payaso.

—¿Cómo Goering, tal vez?

Nicole no dijo nada. Pero sus ojos fluctuaron; Stark vio que, de pronto, dudaba. Volvió a hacer una mueca, esta vez involuntariamente. Una mueca de preocupación. Nicole tembló.