Habría que remontarse a 1994, el año en que Alemania Occidental entró en la Unión como estado número cincuenta y tres, para comprender por qué Vince Strikerock, ciudadano americano y habitante de los Apartamentos Abraham Lincoln, escuchaba a der Alte en la televisión mientras se afeitaba, a la mañana siguiente. Había algo en este der Alte en particular, el presidente Rudi Kalbfleisch, que siempre le irritaba, y se alegraría cuando dentro de dos años Kalbfleisch alcanzara el término de su mandato y tuviera que retirarse, según la ley. Siempre era un gran día cuando la ley los echaba del cargo; Vince Strikerock siempre descubría que merecía la pena celebrarlo.
Asimismo, Vince sintió que era mejor hacer todo lo posible con el viejo mientras continuaba en su puesto, así que soltó la cuchilla y entró en el salón para manejar los botones del aparato de televisión. Ajustó la n, la r y la b, y lleno de esperanza confió en un cambio a mejor en la calidad del sonido…; sin embargo, no hubo ninguna variación. Vince comprendió que debía de haber demasiados telespectadores con sus propias ideas sobre lo que el viejo debería estar diciendo. En realidad, solamente en este edificio de apartamentos tendría que haber suficientes personas para anular cualquier presión que intentara ejercer sobre el viejo a través de su aparato. Pero así era la democracia, suspiró Vince. Esto era lo que habían querido: un gobierno receptivo a lo que dijera la gente. Regresó al cuarto de baño y continuó afeitándose.
—¡Eh, Julie! —llamó a su esposa—. ¿Está listo el desayuno?
No oía ningún sonido procedente de la cocina del apartamento. Y, pensando en ello, tampoco la había advertido a su lado cuando se levantó de la cama esta mañana.
De pronto recordó. Anoche, después de la Asamblea General, tras una pelea particularmente amarga, él y Julie se habían divorciado, habían ido a uno de los Comisionados M & D del edificio y habían rellenado los papeles D. Julie había empaquetado sus cosas entonces; estaba solo en el apartamento, nadie le estaba preparando el desayuno, y a menos que se diera prisa, iba a perdérselo por completo.
Fue un shock, porque este matrimonio en concreto le había durado seis meses enteros, y se había acostumbrado a verla por las mañanas. Ella sabía cómo le gustaban los huevos (aderezados con una pequeña cantidad de queso Mild Munster). ¡Maldita fuera la nueva legislación divorcista, tan permisiva, que el viejo presidente Kalbfleisch había introducido! Maldito fuera también Kalbsfleisch; ¿por qué no se daba la vuelta y se moría una de esas tardes, durante sus famosas siestas de dos horas? Pero entonces, claro, otro der Alte tomaría su puesto. Y ni siquiera la muerte del viejo le devolvería a Julie; aquello quedaba fuera del área de la burocracia de los EUEA, por grande que fuera.
Furioso, se acercó al aparato de televisión y apretó las teclas; si la pulsaban los ciudadanos suficientes, el anciano se pararía por completo; la tecla s implicaba el cese total del discurso. Vince esperó, pero la charla continuó.
Y entonces se dio cuenta de lo insólito que resultaba que hubiera un discurso por la mañana, tan temprano; después de todo, no eran más que las ocho. Quizá toda la colonia lunar hubiera volado por los aires tras una titánica explosión de sus depósitos de combustible. El viejo les estaría hablando sobre la necesidad de apretarse más el cinturón para restaurar el programa espacial; eran de esperar ésta y otras calamidades similares. O tal vez por fin los restos de una auténtica raza inteligente habían sido desenterrados (¿o sería desmarterrados el término adecuado?), en el cuarto planeta, a ser posible no en la zona francesa, sino en «la nuestra propia», como a der Alte le gustaba decir. Bastardos prusianos, pensó Vince. Nunca deberíamos haberos admitido en nuestra «tienda», en nuestra unión federal, que tendría que haberse restringido al Hemisferio Occidental. Pero el mundo se había quedado pequeño. Cuando se están fundando colonias a millones de kilómetros de distancia, en otro planeta, las tres mil millas que separan Nueva York de Berlín no significan nada. Y Dios sabía qué era lo que querían los alemanes de Berlín.
Vince descolgó el teléfono y llamó al encargado del edificio.
—Julie, mi esposa…, quiero decir, mi ex esposa, ¿tomó otro apartamento anoche?
Si pudiera localizarla, tal vez podría desayunar con ella y eso le levantaría el ánimo. Permaneció a la escucha lleno de esperanza.
—No, señor Strikerock. —Hubo una pausa—. No, según nuestros archivos.
Ah, demonios, pensó Vince, y colgó.
De todas formas, ¿qué era el matrimonio? Un acuerdo para compartir cosas, como poder discutir el significado de la alocución de der Alte a las ocho de la mañana, o tener a alguien —su esposa— para hacerle el desayuno mientras se preparaba para acudir a su trabajo en la sucursal de Detroit de Karp und Sohnen Werke. Sí, era un acuerdo por el cual uno conseguía que otra persona hiciera las cosas que a uno no le gustaba hacer, como cocinar; odiaba tener que tomar una comida que él mismo hubiera preparado. Cuando estaba soltero, comía en la cafetería del edificio; tendría que volver a hacerlo, según su experiencia pasada. Mary, Jean, Laura, ahora Julie; cuatro matrimonios, el último el más corto. Iba cuesta abajo. Tal vez, Dios le perdonara, era un maricón latente.
—… y la actividad paramilitar recuerda los Días de la Barbarie, y, por tanto, hay que renunciar a ella doblemente —murmuraba der Alte en el televisor.
Días de la Barbarie…, eso era el eufemismo usado para nombrar el período nazi de mediados del siglo pasado, desaparecidos desde hacía casi cien años pero aún recordados, de una forma vívida aunque distorsionada. Por tanto, der Alte había aparecido en las ondas para denunciar a los Hijos de Job, la última organización de locos, de naturaleza cuasirreligiosa, que deambulaban por las calles proclamando una purificación de la etnia nacional, etc., o lo que fuera que proclamasen. En otras palabras, endurecer la legislación para meter entre rejas a las personas de vida pública que eran raras; especialmente a aquellos nacidos durante los períodos de lluvia radiactiva producidos por las pruebas nucleares, en particular durante las malignas explosiones de la China Popular.
Eso podría incluir a Julie, pensó Vince, puesto que es estéril. Como no podía tener hijos, no se le permitiría votar…, una asociación bastante neurótica, posible solamente para una mente centroeuropea como la alemana. La cola que sacude al perro, se dijo mientras se secaba la cara. Nosotros, en Nord Amerika, somos el perro; el Reich es la cola. Qué vida. Tal vez debería emigrar a una colonia, vivir bajo un sol pálido y agradable donde incluso lo que tenga siete patas y un aguijón pueda votar…, donde no haya Hijos de Job. No era que toda la gente especial fuera tan especial, pero muchos de ellos parecían haber encontrado buenas razones para emigrar. Así como un montón de gente sin ninguna característica especial, que estaba simplemente cansada de la vida burocráticamente controlada en la Tierra superpoblada, ya fuera en los EUEA, en el Imperio Francés, Asia Popular o África Libre (es decir, negra).
Se preparó bacon y huevos en la cocina. Y, mientras se freía el bacon, alimentó al único animal que se le permitía en el edificio de apartamentos: «Jorge III», su tortuguita verde. «Jorge III» comía moscas secas (veinticinco por ciento de proteínas más nutritivas que la comida humana), hamburguesas y huevos de hormiga, un desayuno que hacía que Vince Strikerock ponderara el axioma de gustibus non disputandum est: no hay nada que objetar sobre los gustos de los demás, especialmente a las ocho de la mañana.
Cinco años antes habría podido poseer un pájaro en el Abraham Lincoln, pero ahora eso estaba prohibido. Demasiado ruidoso. Regla 205: No cantarás, silbarás, piarás, ni croarás. Las tortugas eran mudas, igual que las jirafas, pero las jirafas habían sido prohibidas, junto con los antiguos amigos del hombre, el perro y el gato, los compañeros que habían desaparecido en los días del der Alte Frederick Hempel, a quien Vince apenas recordaba. Así que podría no ser la cualidad de la mudez, y se quedó pensando, como otras veces, en las razones de la burocracia del Partido. No podía comprender sus motivos, y en cierto sentido se alegraba. Probaba que espiritualmente no formaba parte de él.
En la televisión, la cara larga, arrugada, casi senil, había desaparecido y un momento de música, un interludio puramente audible, la había reemplazado. Percy Grainger, una canción llamada Handel in the Strand, lo más banal del mundo…, la posdata adecuada a lo que le había precedido, reflexionó Vince. Giró bruscamente sobre sus talones, se cuadró, en una parodia de la rigidez marcial germana, la barbilla alzada, los brazos rígidos, mientras la melodía surgía del altavoz del televisor. Vince Strikerock prestaba atención a esta música infantil que las autoridades, las llamadas Ges, juzgaban adecuada. Heil, se dijo Vince, y alzó el brazo en el antiguo saludo nazi.
La música continuó.
Vince cambió a otro canal.
En la pantalla, un hombre de aspecto acorralado aparecía en medio de una multitud que parecía animarle; el hombre, con lo que parecían policías a cada lado, desapareció en el interior de un vehículo estacionado. Al mismo tiempo, el locutor declaró:
—… y, como en cientos de ciudades a lo largo de los EUEA, el doctor Jack Dowling, renombrado psiquiatra de la Escuela de Viena aquí en Bonn, es detenido mientras protesta por la ley recientemente firmada, el Acta McPhearson…
En la pantalla se abrió paso un vehículo de Policía.
Toda una noticia, pensó sombríamente Vince. El signo de los tiempos; más represión y más miedo a cargo del establishment. Entonces, ¿a quién voy a acudir, si la marcha de Julie me causa un desmoronamiento mental? Bueno, nunca he consultado a un analista, jamás he necesitado uno en la vida. Pero esto… Nada tan malo como esto me ha sucedido nunca. Julie, pensó, ¿dónde estás?
La escena había cambiado en el televisor, aunque era la misma. Vince Strikerock vio otra multitud, diferentes policías, otro psicoanalista detenido, otra alma rebelde bajo custodia.
—Es interesante observar la lealtad del paciente del analista —murmuró el televisor—. Y, sin embargo, ¿por qué no? Este hombre ha depositado su fe en el psicoanálisis posiblemente durante años.
¿Y adónde le ha llevado?, se preguntó Vince.
Julie, se dijo, si estás con alguien, con otro hombre, va a haber problemas. O bien caeré muerto —me mataré yo mismo—, o voy a acabar contigo y con ese individuo, quienquiera que sea. Incluso si, especialmente si es amigo mío.
Voy a hacer que vuelvas, decidió. Mi relación contigo es única, no como la de Mary, Jean y Laura. Te amo; eso es. Dios mío, pensó, ¡estoy enamorado! En esta época y a mi edad. Si se lo dijera, si lo supiera, se troncharía de risa. Así es Julie.
Debería acudir a un analista por verme en este estado, por depender psicológicamente por completo de una criatura fría y egoísta como Julie. Diablos, es antinatural. Y… es una locura.
¿Podría el doctor Jack Dowling, renombrado psiquiatra de la Escuela de Viena en Bonn, Alemania, curarme? ¿Liberarme? ¿O este otro hombre que muestra la televisión, Egon Superb? Parecía una persona inteligente, simpática, dotada con el don de la comprensión. Escuche, Egon Superb, pensó Vince, tengo un gran problema. Mi mundo se hizo pedazos cuando me desperté esta mañana. Necesito a una mujer a quien probablemente nunca volveré a ver. Las drogas de AG Chemie no pueden ayudarme en esto…, excepto, tal vez, una sobredosis mortal. Y ésa no es la clase de ayuda que busco.
Tal vez debería recoger a mi hermano Chic para unirnos los dos a los Hijos de Job, pensó bruscamente. Chic y yo juraremos lealtad a Bertold Goltz. Otros lo han hecho, otros descontentos, otros que han fracasado en sus vidas privadas —como yo— o en los negocios o en su ascenso social de la Be a la Ge.
Chic y yo, Hijos de Job, pensó Vince Strikerock con temor. Con un extraño uniforme y marchando por la calle. Siendo abucheados. Y, sin embargo, creyendo…, ¿en qué? ¿En la victoria final? ¿En Goltz, que parece una versión cinematográfica de un Rattenfänger, un cazarratas? Descartó ese pensamiento; le asustaba.
Sin embargo, la idea continuó aferrada a su mente.
En su apartamento en lo alto del edificio Abraham Lincoln, delgado y calvo, Chic Strikerock, el hermano mayor de Vince se despertó y miró de reojo el reloj para ver si podía quedarse en la cama un poco más. Pero no encontró excusa: el reloj marcaba las ocho y cuarto. Hora de levantarse… Una máquina de noticias que vendía ruidosamente su mercancía en el exterior le había despertado, afortunadamente. Y entonces Chic descubrió, para su sorpresa, que había alguien con él en la cama, abrió los ojos por completo y se enderezó tras inspeccionar la silueta tapada y descubrir, por la mata de pelo castaño, que se trataba de una mujer joven que le resultaba familiar (eso era un alivio, ¿no?) ¡Julie! Su cuñada, la mujer de su hermano Vince. Santo cielo. Chic se sentó en la cama.
Veamos, se dijo rápidamente. Anoche…, ¿qué es lo que hice después de la reunión? Julie apareció, ¿no?, con una maleta y dos abrigos, contando una historia sin pies ni cabeza que se redujo por fin a un simple hecho: había roto legalmente con Vince; ya no tenía ninguna relación oficial con él y era libre de ir y venir como se le antojase. Y aquí estaba. ¿Por qué? No podía recordar esa parte. Siempre le había gustado Julie, pero eso no explicaba esto. Lo que ella había hecho concernía a su propio mundo secreto de valores y actitudes, no al de él, a nada que fuera objetivo, real.
De todas formas, aquí estaba Julie, aún dormida, físicamente presente, pero recluida en sí misma, encogida, replegada como un molusco, lo que estaba muy bien, porque a él le parecía incestuoso, a pesar de la claridad de la ley en este asunto. Para él, ella era parte de su familia. Nunca había mirado en su dirección. Pero anoche, después de unas copas… Eso era, no podía seguir bebiendo. O más bien sí, y cuando lo hizo sobrevino un rápido cambio hacia lo que en el momento parecía lo mejor; se volvió arrojado, aventurero, extravertido, en vez de lento y taciturno. Pero había consecuencias. Mira en lo que te has metido.
Y, sin embargo, a un nivel privado y muy profundo, no tenía ninguna objeción. Era un cumplido para él que ella estuviera aquí.
Pero sería extraño la próxima vez que se encontrara con Vince verificando la identidad de todos en la puerta delantera. Porque Vince querría discutir en profundidad su significado analizando intelectualmente los motivos básicos. ¿Cuál era el propósito real de Julie al dejarle y trasladarse aquí? ¿Por qué? Cuestiones ontológicas que Aristóteles habría apreciado, puntos teológicos que tendrían relación con lo que habían llamado una vez «causas finales». Vince se salía de madre con los tiempos; todo se había convertido en nulo y vano.
Mejor que calme a mi jefe, decidió Chic, y le diga —le pida— si puedo llegar tarde hoy. Debería hablar de todo esto con Julie, qué es lo que pasa y demás. Cuánto tiempo va a quedarse y si va a contribuir a pagar los gastos. Cuestiones básicamente no filosóficas, de naturaleza práctica.
Preparó café en la cocina y se sentó a sorberlo, aún en pijama. Conectó el teléfono y marcó el número de su jefe, Maury Frauenzimmer; la pantalla se volvió gris pálida, luego blanca, luego nubosa, a medida que una porción fuera de foco de la anatomía de Maury se formaba. Maury se estaba afeitando.
—¿Sí, Chic?
—Oye —dijo Chic, y oyó que su voz sonaba llena de orgullo—. Tengo una chica aquí, Maury, así que voy a llegar tarde.
Era un asunto de hombre a hombre. No importaba quién era la chica; no había necesidad de llegar a eso. Maury no se molestó en preguntar; involuntariamente, mostró en su cara una admiración genuina, luego censura. Pero la admiración apareció primero. Chic sonrió. La censura no le importaba.
—Maldito seas —dijo Maury—, es mejor que no llegues a la oficina después de las nueve.
Su tono decía: «Ojalá fuera tú. Te envidio, maldita sea».
—Estaré allí en cuanto pueda —dijo Chic.
Miró al dormitorio y a Julie. Ella se estaba sentando en la cama. Tal vez Maury había podido verla. Tal vez no. En cualquier caso, era el momento de terminar la conversación.
—Hasta la vista, Maury, viejo —dijo Chic, y colgó.
—¿Quién era? —preguntó Julie, soñolienta—. ¿Era Vince?
—No. Mi jefe.
Chic puso la cafetera para ella.
—Hola —dijo, volviendo al dormitorio y sentándose en la cama junto a ella—. ¿Cómo estás?
—Olvidé mi peine —contestó ella, pragmática.
—Te compraré uno en la tienda del vestíbulo.
—Esas horribles cosas de plástico.
—Hum —dijo él, sintiendo atracción por ella, sintiéndose sentimental.
La situación: ella en la cama, él sentado a su lado en pijama, era agridulce, y le recordaba su último matrimonio, disuelto hacía ya cuatro meses.
—Hola —dijo, palmeándola en el muslo.
—Oh, Dios —dijo Julie—, ojalá estuviera muerta.
No lo dijo acusatoriamente, como si fuera culpa suya, ni siquiera lo decía apasionadamente. Era como si estuviera resumiendo una conversación de la noche pasada.
—¿Cuál es el propósito de todo esto, Chic? Me gusta Vince, pero es tan torpe…; nunca crecerá. Siempre está jugando a ser el soporte de la vida social organizada, el hombre adaptado, puro y simple, cuando en realidad no lo es. Pero es joven —dijo, y suspiró.
El suspiro dio escalofríos a Chic porque era cruel, frío. Estaba descartando a otro ser humano, apartándose de Vince con tanta emoción como si devolviera un libro prestado de la biblioteca del edificio.
Santo cielo, pensó Chic, era tu marido. Estabas enamorada de él. Dormías con él, vivías con él, lo sabías todo sobre él… En realidad le conocías mejor que yo, y es mi hermano. Las mujeres, en el fondo, son duras. Terriblemente duras.
—Yo, esto… Tengo que ir al trabajo —dijo Chic, nervioso.
—¿Eso que tienes ahí es café para mí?
—Oh, sí. ¡Claro!
—Tráemelo, ¿quieres, Chic?
Fue a recoger el café mientras ella se vestía.
—¿Hizo su discurso el viejo Kalbfleisch esta mañana? —preguntó Julie.
—No lo sé.
No se le había ocurrido conectar el televisor, aunque había leído anoche en el periódico que el discurso estaba previsto. Le importaba un comino lo que el viejo tuviera que decir.
—¿De verdad tienes que dejar a tu acompañante y marcharte al trabajo?
Ella le miró fijamente y él vio, quizá por primera vez en su vida, que sus ojos tenían un color encantadoramente natural, una textura de roca pulida, la suavidad y brillantez que necesitaba la luz del día para salir a flote. Tenía, también, una extraña mandíbula cuadrada, y una boca ligeramente grande con tendencia a curvarse hacia abajo, como una máscara de tragedia; sus labios eran innaturalmente rojos y carnosos, y distraían la atención de su pelo enmarañado. Tenía una figura bonita curvilínea, agradable, y vestía bien; es decir, estaba espléndida se pusiera lo que se pusiese. La ropa parecía sentarle de maravilla, aunque fueran vestidos de algodón hechos en serie con los que otras mujeres encontrarían dificultades. Ahora llevaba el mismo vestido color oliva con botones negros que había tenido puesto anoche; un traje barato, en realidad, y, sin embargo, en ella parecía elegante. No había otra palabra para definirlo. Tenía porte aristocrático y buena estructura ósea. Mostraba su mandíbula, su nariz, sus excelentes dientes. No era alemana, pero sí nórdica, tal vez sueca o danesa. Él pensó, al mirarla, que era hermosa. Le pareció que aguantaría bien el paso de los años, sin deteriorarse. Parecía irrompible. No podía imaginársela engordando o envejeciendo.
—Tengo hambre —dijo Julie.
—Quieres decir que quieres que prepare el desayuno.
Él lo percibió claramente; en eso no había ninguna duda.
—Ya he preparado todos los desayunos que tenía que preparar para ningún hombre, seas tú o tu estúpido hermano menor —dijo Julie.
Una vez más, él experimentó miedo. Ella estaba siendo demasiado brusca, excesivamente pronto. La conocía, sabía que era así, pero ¿no podía reprimirse, aunque fuera un poco? ¿Iba a comportarse con él con los malos modos que había empleado en su último encuentro con Vince? ¿No iba a haber luna de miel?
«Creo que estoy metido en un lío», pensó para sí. Esto es demasiado para mí. No estoy preparado. Dios, tal vez se mude. O eso espero. Era una esperanza infantil, muy regresiva, no adulta, masculina. Ningún hombre de verdad se sentiría así, se daba cuenta de ello.
—Prepararé el desayuno —dijo.
Se dirigió a la cocina para hacerlo.
Julie se quedó ante el espejo, peinándose.
—Desconecten —dijo Garth McRae en su cortante tono habitual.
El simulacro de Kalbfleisch se paró. Sus brazos se quedaron rígidos en su último gesto, la cara vacía. El simulacro no dijo nada y automáticamente las cámaras de televisión se desconectaron también, una a una; ya no había nada más que transmitir, y los técnicos que había tras ellas, todos Ges, lo sabían. Miraron a Garth McRae.
—Mensaje enviado —informó McRae a Anton Karp.
—Bien hecho —dijo Karp—. Este tipo de los Hijos de Job, Bertold Goltz, me pone nervioso. Creo que el discurso de esta mañana disipa un poco mi miedo legítimo.
Miró tímidamente a McRae para confirmarlo, como hicieron todos los demás en la sala de control, los ingenieros de simulacros de la Karp Werke.
—Esto es sólo el principio —dijo inmediatamente McRae.
—Cierto —asintió Karp—. Pero un buen principio.
Se acercó al simulacro de Kalbfleisch y lo tocó en el hombro, como si esperara que volviera a su actividad. No lo hizo.
McRae se echó a reír.
—Desearía que hubiera mencionado a Adolf Hitler —dijo Anton Karp—: sabe, comparar más directamente a los Hijos de Job con los nazis, comparar a Goltz con Hitler.
—Eso no habría servido de nada —dijo McRae—. Por muy cierto que sea. No es usted auténticamente una persona política, Karp. ¿Qué le hace pensar que «la verdad» es la mejor historia a la que aferrarse? Si queremos detener a Bertold Goltz no podemos identificarlo como otro Hitler, simplemente porque, en el fondo, al cincuenta y uno por ciento de la población local le gustaría ver a otro Hitler.
Sonrió a Karp, que parecía preocupado; en realidad, parecía trémulo y aprensivo.
—Lo que quiero saber es lo siguiente: ¿Va a poder manejar Kalbfleisch a los Hijos de Job? Tiene el equipo de Von Lessinger; dígamelo.
—No —dijo McRae—. No podrá.
Karp abrió la boca.
—Pero Kalbfleisch va a intentarlo. Pronto. El mes que viene —continuó McRae.
Sin embargo, no dijo lo que Karp quería que dijera, lo que Anton y Felix Karp y todo el Karp Werke le preguntaba instintivamente como reflejo, un deseo inmediato de primera magnitud: ¿Construiremos el siguiente simulacro? Karp podría haberlo preguntado si se hubiera atrevido, pero tenía miedo de hablar. Karp era, como bien sabía McRae, un cobarde. Su integridad se había castrado hacía tiempo para poder así trabajar adecuadamente dentro de la comunidad financiera alemana; la castración espiritual y moral era actualmente un requisito previo para formar parte de la clase Ge, en los círculos legisladores.
Podría decírselo, pensó McRae. Aliviar su dolor. Pero ¿por qué? No le gustaba Karp, que había construido y ahora mantenía el simulacro, haciendo que funcionara como tenía que funcionar, sin siquiera una duda. Cualquier fallo habría revelado a los Bes el secreto, el Geheimnis, que distinguía a la élite, el establishment de los Estados Unidos de Europa y América; su posesión de uno o más secretos les convertía en Geheimnisträger, guardianes del secreto, en vez de Befehalträger, meros seguidores de las órdenes.
Pero para McRae todo esto era misticismo germánico; prefería pensar en simples términos prácticos. Karp und Sohnen Werke eran capaces de construir simulacros, habían tomado como ejemplo a Kalbfleisch y habían hecho un buen trabajo con él, manteniendo a este der Alte durante su reinado. Sin embargo, otra firma construiría el siguiente der Alte igualmente bien, y al erradicar los lazos económicos con Karp, el gobierno impedía que el enorme cártel participara de los privilegios económicos que ahora disfrutaba… en perjuicio del gobierno.
La firma que construyera el siguiente simulacro para el gobierno de los EUEA sería pequeña, una que las autoridades pudieran controlar.
El nombre que acudió a la mente de McRae fue Frauenzimmer Asociados, una firma extremadamente pequeña, marginal, que apenas sobrevivía en el campo de la consim: la construcción de simulacros para la colonización planetaria.
No se lo dijo a Anton Karp, pero tenía intención de empezar las negociaciones con Maurice Frauenzimmer, el propietario de la firma, cualquier día de estos. Frauenzimmer también se sorprendería: tampoco sabía nada.
—¿Qué cree que dirá Nicole? —preguntó Karp, pensativo, mirándole.
—Creo que se alegrará —contestó McRae con una sonrisa—. La verdad es que nunca le gustó el viejo Rudi.
—Creía que sí.
Karp parecía decepcionado.
—A la Primera Dama nunca le ha gustado ningún der Alte —dijo McRae ácidamente—. ¿Por qué iba a ser de otro modo? Tiene veintitrés años y Kalbfleisch tenía, según nuestra información, setenta y ocho.
—Pero ¿qué tiene ella que hacer con él? —replicó Karp—. Nada. Sólo aparecer en una recepción muy de vez en cuando.
—Creo que en general Nicole detesta a los viejos, a los desgastados, a los inútiles —dijo McRae, sin dejar de mirar a Anton Karp; vio que el maduro hombre de negocios retrocedía—. Esa es una buena descripción de su producto principal —añadió.
—Pero las especificaciones…
—Podría haberlo hecho un poco más… —McRae buscó la palabra—, «fascinante».
—Basta —dijo Karp, ruborizado.
Sabía ahora que McRae simplemente le estaba atormentando, que todo esto no tenía otra misión que recordarle que, por grande y poderosa que fuera su empresa, Karp und Sohnen Werke no era más que un sirviente, un empleado del gobierno; realmente no influía en él, e incluso McRae, que no era nada más que Subsecretario de Estado, podía recalcarlo con impunidad.
—Si estuvieran ustedes en el poder —dijo McRae reflexivamente—. ¿Qué cambios introducirían? ¿Volverían a contratar a gente de los campos de concentración, como hizo Krupp durante el siglo veinte? Tal vez podrían obtener y usar el equipo de Von Lessinger para eso…, para dejar que mueran aún más rápido, como empleados suyos, de lo que lo hicieron en Bergen-Belsen…
Karp se dio la vuelta y se marchó. Temblaba.
Sonriendo, McRae encendió un cigarro. Americano, no alemán.