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Las luces permanecieron encendidas hasta muy tarde en el gran edificio comunal de apartamentos Abraham Lincoln, pues era la noche de la Asamblea General: los seiscientos residentes habían sido convocados a una reunión en el salón del subsuelo de la comunidad. Hombres, mujeres y niños se encontraban allí. En la puerta, Vince Strikerock, un buen oficial burócrata, atareado y frío, operaba con su nuevo lector de identificación, verificando a cada uno para asegurarse de que no entraba nadie del exterior. Los residentes colaboraron de buena gana y todo fue muy rápido.

—Oye, Vince, ¿cuánto va a durar? —preguntó el viejo Joe Purd.

Era el decano de los residentes en el edificio; se había instalado en él con su esposa el día de la inauguración, en mayo de 1992. Su mujer estaba ahora muerta y sus hijos habían crecido, se habían casado y se habían marchado, pero Joe continuaba allí.

—Bastante —dijo Vince tranquilamente—. Pero es a prueba de errores. No es sólo subjetivo.

Hasta ahora, en su permanente trabajo como sargento de armas, había admitido a la gente fiándose simplemente de su habilidad para reconocerla. Pero de esa manera había dejado entrar una vez a un par de tipos de Robin Hill Manor que habían desbaratado toda la reunión con sus preguntas y comentarios. No sucedería de nuevo: Vince Strikerock lo había jurado, a sí mismo y a sus camaradas convecinos. Y tenía intención de cumplirlo.

La señora Wells, pasando copias del orden del día, sonrió con firmeza y canturreó:

—El punto 3 A, Fondos para las Reparaciones de Techos, ha sido trasladado al punto 4 A. Por favor, tomen nota.

Los residentes tomaron las agendas y luego las dividieron en dos grupos, que fueron repartiendo por los dos lados opuestos del salón; la facción liberal del edificio se sentaba a la derecha y la conservadora a la izquierda, cada una ignorando recelosa la existencia de la otra. Unas pocas personas independientes (nuevos residentes o veteranos) se sentaron al fondo, engreídas y silenciosas, mientras la habitación zumbaba con el sonido de muchas pequeñas conferencias. El ambiente de la sala era tolerante, pero los residentes sabían que esa noche iba a haber una confrontación. Presumiblemente, ambos bandos estaban preparados. Aquí y allá se oía el rumor de los documentos, las peticiones, y los recortes de periódicos, que iban siendo leídos e intercambiados de mano en mano.

En la plataforma, sentado a la mesa con los cuatro representantes del edificio, el presidente Donald Tishman sentía el estómago revuelto. Era un hombre pacífico a quien repugnaban estos enfrentamientos violentos. Incluso cuando estaba sentado entre la audiencia era demasiado para él, y hoy tendría que tomar parte activa; le había llegado el turno de la presidencia, como les sucedía cada cierto tiempo a todos los residentes, y por supuesto ésta sería la noche en que el tema escolar alcanzara su clímax.

La sala estaba ya casi llena y Patrick Doyle, el capellán del edificio, con aspecto de no encontrarse demasiado a gusto con su larga toga blanca, levantó la mano pidiendo silencio.

—La oración —llamó roncamente, se aclaró la garganta y tendió una pequeña tarjeta—. Por favor, que todo el mundo cierre los ojos e incline la cabeza. —Miró a Tishman y a los encargados, y Tishman le hizo un ademán para que continuara—. Padre celestial —leyó Doyle—, nosotros, los residentes del edificio comunal de apartamentos Abraham Lincoln, te pedimos que en tu misericordia nos permitas recaudar los fondos necesarios para la reparación de los techos, que parece ser imperiosa. Te pedimos que nuestros enfermos sanen y que, al elegir entre las solicitudes de los que quieren vivir con nosotros, mostremos sabiduría a la hora de admitir a unos y rechazar a otros. Te pedimos, además, que ningún extraño entre y rompa nuestro sistema de leyes ni nuestras vidas ordenadas, y te pedimos en particular, si es tu voluntad, que Nicole Thibodeaux se libre de los dolores de cabeza que han sido la causa de que no aparezca ante nosotros en televisión últimamente, y que esos dolores de cabeza no tengan nada que ver con lo que sucedió hace dos años, según recordamos, cuando aquel tramoyista dejó caer la bambalina que le golpeó en la cabeza y la envió al hospital durante varios días. Amén.

—Amén —concordó la audiencia.

—Ahora, antes de ir al asunto que nos reúne —dijo Tishman, levantándose de su silla—, tendremos unos minutos de distracción a cargo de nuestros talentos. Primero, las tres niñas Fetersmoeller, del apartamento 205, bailarán al ritmo de Construí una escalera a las estrellas.

Volvió a sentarse, y en el escenario aparecieron las tres niñitas rubias, conocidas por la audiencia gracias a otros espectáculos anteriores.

Mientras las niñas Fetersmoeller, vestidas con sus pantalones a rayas y sus brillantes chaquetas metálicas, bailaban sonrientes, la puerta del corredor exterior se abrió y apareció un recién llegado, Edgar Stone.

Esta noche llegaba tarde porque había estado calificando las pruebas de grado de su vecino, Ian Duncan. Todavía tenía la cabeza llena de ellas y del pobre resultado que Duncan (a quien apenas conocía) había obtenido. Le parecía que, sin terminar de corregir las pruebas podía ver que Duncan había suspendido.

En el escenario, las niñas Fetersmoeller cantaban con sus voces chillonas, y Stone se preguntó por qué había venido. Tal vez por ninguna otra razón que por evitar la multa, pues era obligatorio asistir a la reunión de esta noche. Aquellos números de aficionados, tan frecuentes, no significaban nada para él. Recordaba los viejos tiempos en que la televisión se encargaba de entretener con aquellos buenos programas hechos por profesionales. Ahora, por supuesto, todos los profesionales medio buenos estaban contratados por la Casa Blanca, y la televisión se había vuelto educativa, no entretenida. Stone pensaba en la gloriosa edad dorada, ya desaparecida hacía mucho, de los grandes cómicos como Jack Lemmon y Shirley MacLaine, y entonces volvió a mirar a las niñas Fetersmoeller y gruñó.

Vince Strikerock, siempre de servicio, le oyó y le miró severamente.

Al menos se había perdido la oración. Le presentó su identificación a la nueva y cara máquina de Vince y ésta le permitió introducirse (¡un golpe de suerte!) por el pasillo hasta un sitio vacante. ¿Estaba esa noche Nicole viendo esto? ¿Había algún cazador de talentos presente en algún lugar de la sala? No vio ninguna cara desconocida. Las niñas Fetersmoeller estaban perdiendo el tiempo. Nunca lo conseguirán, pensó. Tendrán que aceptarlo, igual que sus ambiciosos padres: no tienen talento, como el resto de nosotros… El Abraham Lincoln ha añadido poco al bagaje cultural de los EUEA, a pesar de su determinación, y no vais a poder alterar eso.

La desesperanzada posición de las niñas Fetersmoeller le hizo recordar una vez más las pruebas que Ian Duncan, pálido y tembloroso, le había tendido aquella mañana. Si Duncan suspendía, su situación sería incluso peor que la de las niñas Fetersmoeller, porque ni siquiera viviría en el Abraham Lincoln; se perdería de vista (de su vista, al menos) y regresaría al antiguo y despreciado estatus: se encontraría, con toda probabilidad, a menos que estuviera dotado de alguna habilidad especial, trabajando manualmente, como todos habían hecho en la adolescencia.

Claro que también se le devolvería el dinero que había pagado por su apartamento, una amplia suma que representaba la mayor inversión de su vida. Desde cierto punto de vista, Stone le envidiaba. ¿Qué haría yo, se preguntó mientras permanecía sentado, cerrados los ojos, si me devolvieran ahora mismo mi fianza? Tal vez, pensó, emigraría. Compraría una de esas naves de saldo baratas e ilegales que vendían en esos solares que…

El sonido de las palmas le sacudió. Las niñas habían terminado su actuación, y él también se unió al aplauso. En el escenario, Tishman agitó las manos, solicitando silencio.

—Bien, amigos. Sé que les ha gustado, pero hay mucho más en cartera esta noche. Y está el asunto que debemos tratar, no podemos olvidarlo —les dijo sonriendo.

Sí, pensó Stone. El asunto. Y se sintió tenso, porque era uno de los radicales del Abraham Lincoln que quería abolir la escuela elemental y enviar a sus niños a una escuela pública, donde quedarían completamente expuestos al contacto con los niños de otros edificios.

Era el tipo de idea que levantaba oposición. Y, sin embargo, en las últimas semanas había ganado apoyo. Tal vez entraban en una época extraña e inusitada. En cualquier caso, qué gran experiencia sería: sus hijos descubrirían que la gente de los otros edificios de apartamentos no era diferente de ellos mismos. Las barreras entre los habitantes de todos los apartamentos serían derribadas y surgiría una nueva comprensión.

Al menos, así era como lo veía Stone. Pero los conservadores no lo veían de esa forma. Demasiado pronto para una mezcla así, decían. Habrían peleas cuando los niños discutieran cuál de los edificios era superior. Con el tiempo podría hacerse, pero no ahora, no tan pronto.

Arriesgándose a la severa penalización, el pequeño, gris y nervioso Ian Duncan faltó a la asamblea y se quedó esa noche en su apartamento, estudiando textos oficiales del gobierno sobre la historia política de los Estados Unidos de Europa y América. Estaba flojo en eso, lo sabía. Apenas podía comprender los factores económicos, sin contar todas las ideologías relpol que habían ido y venido a lo largo del siglo veinte y que contribuían directamente a la situación actual. Por ejemplo, la ascensión del partido Demócrata-Republicano. Antiguamente habían sido dos partidos (¿o eran tres?) que se habían visto envueltos en terribles luchas sin sentido por el poder, igual que hacían ahora los edificios. Los dos partidos (o los tres) se habían fusionado alrededor de 1985, justo antes de que Alemania entrara en los EUEA. Ahora había un partido único, que legislaba en una sociedad estable y pacífica, y todo el mundo, por ley, pertenecía al partido. Todo el mundo prestaba servicio y asistía a los mítines y votaba cada cuatro años a un nuevo der Alte…, al hombre que pensaban que le gustaría más a Nicole.

Era hermoso saber que ellos, el pueblo, tenían el poder de decidir quién se convertiría en esposo de Nicole cada cuatro años; en cierto modo, eso daba al electorado poder incluso por encima de Nicole. Por ejemplo, el último hombre, Rudolf Kalbfleisch. Las relaciones entre la Primera Dama y este der Alte eran bastante frías, e indicaban que a ella no le gustaba mucho la última elección. Pero por supuesto, como era una dama, no lo decía.

¿Cuándo empezó el papel de Primera Dama a asumir mayor importancia que el de Presidente?, preguntaba el texto. En otras palabras, cuándo empezó nuestra sociedad a convertirse en un matriarcado, se dijo Ian Duncan. Alrededor de 1990; sé la respuesta. Hubo indicios, antes de esa fecha…, el cambio se produjo gradualmente. Cada año, el der Alte se hacía más oscuro y la Primera Dama se volvía más conocida, más apreciada por el público. ¿Era necesidad de una madre, una esposa, una amante, o las tres cosas a la vez? De todos modos tenían lo que querían; tenían a Nicole, y ella es ciertamente todo eso y mucho más.

En el rincón de su salita, el aparato de televisión hizo taaaaaaang, indicando que estaba a punto de hacerse la conexión. Con un suspiro, Duncan cerró el libro de texto y prestó atención a la pantalla. Un programa especial, referido a actividades en la Casa Blanca, especuló. Otro viaje, tal vez, o un escrutinio intensivo (detallado en profundidad), sobre un nuevo hobby o una pasión de Nicole. ¿Había empezado a coleccionar tazas de porcelana china? Si es así, tendremos que ver todas y cada una de las malditas tazas.

Naturalmente, los rasgos llenos y graves de Maxwell W. Jamison, el Secretario de Prensa de la Casa Blanca, aparecieron en la pantalla.

—Buenas noches, habitantes de esta tierra nuestra —dijo solemnemente—. ¿Se han preguntado alguna vez lo que sería descender al fondo del Océano Pacífico? Nicole se lo ha preguntado, y para responder a esa cuestión ha congregado aquí, en la Sala Tulipán de la Casa Blanca, a tres de los más reputados oceanógrafos del mundo. Esta noche les pedirá que cuenten sus historias, y ustedes las oirán también, pues fueron grabadas sin interrupción, hace sólo unos instantes, gracias a las instalaciones de la Oficina de Asuntos Públicos de la Cadena Triadic Unificados.

Y ahora a la Casa Blanca, se dijo Duncan. Al menos indirectamente. Nosotros, los que no podemos encontrar nuestro camino, los que no tenemos talentos que puedan interesar a la Primera Dama ni siquiera para una noche, tenemos que verla de todas formas, a través de la pantalla cuidadosamente regulada de nuestro aparato de televisión.

Esa noche realmente no quería mirar, pero parecía conveniente hacerlo; habría un concurso sorpresa al final del programa. Y una buena puntuación en un concurso sorpresa tal vez equilibraría el bajo promedio que había conseguido en la reciente prueba relpol que ahora corregía su vecino, el señor Edgar Stone.

En la pantalla asomaron los rasgos tranquilos y encantadores, la piel pálida y los ojos oscuros e inteligentes, la cara sabia y a la vez inocente de la mujer que había conseguido monopolizar su atención, en quien una nación entera, casi un planeta entero, se apoyaba obsesivamente. Al verla, Ian Duncan sintió enfermar de miedo. Le había fallado: ella, de alguna manera, conocía sus malos resultados en la prueba y, aunque no decía nada, su desencanto era evidente.

—Buenas noches —dijo Nicole con su voz suave, ligeramente sobria.

—Es así —murmuró Duncan—. No tengo cabeza para las abstracciones. Quiero decir, toda esta filosofía religioso-política… no tiene sentido para mí. ¿No podría concentrarme en la realidad concreta? Debería estar fabricando ladrillos o zapatos.

Debería estar en Marte, pensó, en la frontera. Estoy atascado aquí; a los treinta y cinco años no tengo nada que hacer, y ella lo sabe. Déjame ir, Nicole, pensó lleno de desesperación. No me hagas más pruebas, porque no tengo ninguna posibilidad de aprobarlas. Ni siquiera puedo entender este programa sobre el fondo del océano. Para cuando termine, habré olvidado todos los datos. No soy de ninguna utilidad al Partido Demócrata-Republicano.

Entonces pensó en su viejo amigo Al. Él podría ayudarle. Al trabajaba para Loony Luke en uno de sus Mercadillos Ambulantes, vendiendo las naves de lata y cartón que incluso los derrotados pueden permitirse, naves que, con la suerte de su parte, pueden hacer un viaje de ida a Marte. Al, se dijo, podría conseguirme una nave de saldo.

—Realmente, es un mundo lleno de encanto —decía Nicole en la pantalla—, con entidades luminosas llenas de variedad y absolutamente más deliciosas que cualquiera de las cosas encontradas en otros planetas. Los científicos calculan que hay más formas de vida en el océano…

Su cara desapareció y una secuencia que mostraba peces grotescos y antinaturales tomó su puesto. Esto es parte de la línea de propaganda deliberada, advirtió Duncan. Un esfuerzo por apartar las mentes de Marte y de la idea de escapar del Partido… y de ella. En la pantalla, un pez de ojos bulbosos le miró, y su atención quedó capturada, a su pesar. Vaya, pensó, sí que es un mundo raro el de ahí abajo. Nicole, me tienes atrapado. Si Al y yo hubiéramos tenido éxito podríamos estar esta noche contigo, y seríamos famosos. Mientras tú entrevistaras a los oceanógrafos, Al y yo estaríamos tocando discretamente al fondo, tal vez una de las piezas de Bach.

Duncan fue al lavabo de su apartamento, se inclinó y levantó con cuidado un objeto envuelto en tela que colocó a la luz. Teníamos tanta fe juvenil en esto, pensó. Suavemente, desenvolvió el cántaro. Entonces, tomando aliento, sopló un par de notas en él. Duncan & Miller y su Banda; habían sido Al y él, en realidad, tocaban sus propios arreglos para dos jarras de Bach, Mozart y Stravinsky. Pero el cazatalentos de la Casa Blanca…, el canalla. Ni siquiera les habían concedido una audición. Ya estaba hecho, les dijo. Jesse Pigg, el fabuloso artista de la jarra de Alabama, había llegado a la Casa Blanca antes entreteniendo y deleitando a la docena de miembros de la familia Thibodeaux allí congregada con su versión de Derby Ram, John Henry y similares.

—Pero esto es jarra clásica —protestó Duncan—. Nosotros tocamos sonatas de Beethoven.

—Les llamaremos si Nicky muestra interés en el futuro —dijo bruscamente el cazatalentos.

¡Nicky! Se había puesto lívido. Imagina ser tan íntimo de la Primera Familia. Al y él, murmurando, se habían retirado del escenario con sus jarras, haciendo sitio al siguiente número, un grupo de perros, caracterizados con trajes isabelinos, que encarnaban a personajes de Hamlet. Los perros tampoco lo habían conseguido, pero ese consuelo era muy pobre.

—Me han dicho —decía Nicole— que hay tan poca luz en las profundidades del océano que…, bueno, observen a este extraño amigo.

Un pez provisto de una especie de linterna brillante atravesó nadando la pantalla.

Alguien llamó a la puerta del apartamento, y eso le sorprendió.

Con precaución, Duncan respondió. Descubrió que era su vecino, el señor Stone, y que parecía nervioso.

—¿No estuvo en la Asamblea General? —dijo Edgar Stone—. ¿No lo verificarán y lo descubrirán?

Tenía en la mano la prueba corregida de Duncan.

—Dígame cómo lo hice —dijo Duncan, preparándose para lo peor.

Stone entró en el apartamento, cerró la puerta tras él, miró la pantalla del televisor, vio a Nicole sentada con los oceanógrafos, escuchó un instante y luego dijo, bruscamente, con voz ronca:

—Lo hizo bien.

Le tendió la prueba.

—¿Aprobé?

Duncan no podía creerlo. Recogió los papeles, examinándolos con incredulidad. Y entonces comprendió lo que había sucedido.

Stone había hecho trampa para que aprobara. Había falsificado la puntuación, probablemente por motivos humanitarios. Duncan alzó la cabeza y se miraron mutuamente, sin hablar. Esto es terrible, pensó Duncan. ¿Qué voy a hacer ahora? Su reacción le hizo gracia, pero ahí estaba.

Quería suspender, advirtió. ¿Por qué? Para poder salir de aquí, para tener una excusa para renunciar a todo esto, a mi apartamento y a mi trabajo, para decir adiós. Emigrar con nada más que la camisa puesta, en un aparato desvencijado que se caiga en pedazos en el momento en que se pose en las llanuras marcianas.

—Gracias —dijo sombríamente.

—Pu-puede hacer lo mismo por mí algún día —dijo Stone, rápidamente.

—Oh, sí. Que usted lo pase bien —dijo Duncan.

Stone salió del apartamento y lo dejó solo con el aparato de televisión, su jarra, la prueba amañada y sus pensamientos.