El memorándum de Electronic Musical Enterprise asustaba a Nat Flieger y no sabía por qué. Después de todo, suponía una gran oportunidad, pues estaba relacionado con el famoso pianista soviético Richard Kongrosian, un psicocinético que interpretaba a Brahms y Schumann sin tocar manualmente el teclado y al que habían localizado en su casa veraniega de Jenner, California. Con suerte, Kongrosian estaría disponible para una serie de sesiones de grabación con EME. Sin embargo…
Tal vez, reflexionó Flieger, eran los bosques húmedos y sombríos de la zona norte de la región de California lo que le repelía; le gustaban las secas tierras del sur, cerca de Tijuana, donde EME mantenía sus oficinas centrales. Pero Kongrosian, según la nota, no saldría de su residencia de verano; se había recluido en una especie de retiro, posiblemente a causa de alguna situación doméstica desconocida, aunque se sospechaba que era una tragedia relacionada o bien con su esposa o con su hijo. Ésta había sucedido años atrás, según daba a entender la nota.
Eran las nueve de la mañana. Nat Flieger, meditabundo, sirvió agua en una taza y alimentó a la forma de vida protoplásmica incorporada en el sistema de grabación Ampek F-a2 que tenía en su oficina; la forma de vida de Ganímedes no experimentaba ningún dolor y no había puesto ninguna objeción a ser convertida en parte de un sistema electrónico… Neurológicamente primitiva, era excelente como receptor auditivo.
El agua fluyó por las membranas del Ampek F-a2 y fue absorbida con agradecimiento, los conductos del sistema viviente latieron. Podría llevarte conmigo, decidió Flieger. El F-a2 era portátil y lo prefería a otro tipo de equipo más sofisticado. Flieger encendió un puro y se acercó a la ventana de su oficina para descorrer la persiana: el cálido sol mexicano irrumpió en la habitación y él parpadeó. El F-a2 se sumergió entonces en un estado de extrema actividad, pues la luz del sol y el agua estimulaban sus procesos metabólicos. Por hábito, Flieger lo contempló trabajar, pero su mente estaba aún con el memorándum. Una vez más levantó el informe, lo apretó, y éste instantáneamente silbó:
—… esta oportunidad ofrece a EME todo un desafío, Nat. Kongrosian rehúsa tocar en público, pero tenemos un contrato con él a través de nuestro afiliado en Berlín, Art-Cort, y legalmente podemos hacer que Kongrosian grabe para nosotros…, al menos si conseguimos que se quede lo suficiente. ¿Eh, Nat?
—Sí —asintió ausente Nat Flieger, respondiendo a la voz de Leo Dondoldo.
¿Por qué había adquirido el famoso pianista soviético una casa de verano en el norte de California? Eso, en sí mismo, era un hecho radical, desaprobado por el gobierno central de Varsovia. Y si Kongrosian había aprendido a desafiar los dictados de la suprema autoridad comunista, apenas podía esperarse que no esquivara un enfrentamiento con EME; Kongrosian, que ahora tenía más de sesenta años, era un profesional en todo lo referente a ignorar las ramificaciones legales de la vida social contemporánea, bien fuera en tierras comunistas o en los Estados Unidos de Europa y América (EUEA). Como muchos otros artistas, Kongrosian iba a lo suyo, situado entre las dos poderosas realidades sociales.
Habría que regatear un poco en una negociación de este tipo. El público tenía poca memoria, como es bien sabido; habría que recordarle a la fuerza la existencia de Kongrosian y sus talentos psiónicos musicales. Pero el departamento de publicidad de EME se encargaría de eso, después de todo, se las habían arreglado para lanzar a muchos desconocidos, y Kongrosian, a pesar de su oscuridad momentánea, no lo era. Pero me pregunto si Kongrosian sigue siendo tan bueno hoy, reflexionó Nat Flieger.
La nota estaba intentando convencerle sobre eso mismo.
—… todo el mundo sabe que Kongrosian ha estado tocando hasta hace muy poco en reuniones privadas —declaró fervientemente—. Para peces gordos en Polonia y Cuba y ante la élite puertorriqueña de Nueva York. Hace un año se presentó en Birmingham ante cincuenta millonarios negros, con fines benéficos; los fondos fueron destinados a ayudar a la colonización lunar afromusulmana. He hablado con un par de compositores modernos que estaban presentes; juran que no había perdido ni una pizca de su talento. Veamos…, eso fue en el 2040. Entonces tenía cincuenta y dos años. Y, por supuesto, está siempre presente en la Casa Blanca, tocando para Nicole y esa nulidad de der Alte.
Mejor que llevemos el F-a2 a Jenner y lo grabemos, decidió Nat Flieger. Porque puede que ésta sea nuestra última oportunidad; los artistas psis como Kongrosian tienen fama de morir pronto.
—Me encargaré de eso, señor Dondoldo —contestó a la nota—. Volaré hasta Jenner y trataré de negociar con Kongrosian personalmente.
Esa fue su decisión. La nota emitió un silbidito de júbilo. Nat Flieger sintió simpatía hacia ella.
—¿Es cierto, doctor Egon Superb, que va a intentar entrar hoy en su oficina? —preguntó la máquina entrevistadora, zumbante, alerta, extrañamente persistente.
Debería de haber algún medio de evitar que las máquinas entrevistadoras entraran en casa, reflexionó el doctor Superb. Sin embargo, no lo había.
—Sí —respondió—. En cuanto termine de tomarme el desayuno cogeré mi biciclo, me dirigiré a San Francisco, aparcaré y caminaré directamente hasta mi oficina en Post Street, donde como de costumbre aplicaré terapia a mi primer paciente del día. A pesar de la ley y del Acta McPhearson.
Apuró el café.
—¿Y tiene usted apoyo…?
—La AIPP ha apoyado completamente mi acción —dijo el doctor Superb. En realidad, había hablado con el Consejo Ejecutivo de la Asociación Internacional de Psicoanalistas Practicantes hacía sólo diez minutos—. No sé por qué me han elegido para la entrevista. Todos los miembros de la AIPP estarán en sus oficinas esta mañana.
Y había más de diez mil miembros, repartidos por los EUEA tanto en Norteamérica como en Europa.
La máquina entrevistadora ronroneó, íntima.
—¿Quién cree que es responsable de la aprobación del Acta McPhearson y de la pronta disposición de der Alte para convertirla en ley?
—Sabes quién —dijo el doctor Superb—. Lo mismo que yo. No es el Ejército, ni Nicole, ni siquiera la PN. Es la gran empresa ético-farmacéutica, el cártel AG Chemie, de Berlín.
Todo el mundo sabía eso; apenas era noticia. La poderosa firma alemana había vendido al mundo la idea de usar drogoterapia para las enfermedades mentales; había una fortuna en juego en el negocio. Y los psicoanalistas eran charlatanes, a la par que los mercachifles y los curanderos. Ya no era como en los viejos tiempos, en el siglo anterior, cuando los psicoanalistas habían tenido peso específico. El doctor Superb suspiró.
—¿Le causa angustia abandonar su profesión bajo presiones externas? —preguntó penetrantemente la máquina entrevistadora.
—Dile a tu audiencia que tenemos intención de continuar con ley o sin ella —contestó lentamente el doctor Superb—. Podemos servir de ayuda, igual que la terapia química puede hacerlo. En particular para las distorsiones caracterológicas…, donde hay que tener en cuenta la historia completa del paciente.
Ahora se dio cuenta de que la máquina entrevistadora representaba a una de las principales cadenas de televisión; una audiencia de quizá cincuenta millones de personas le estaba observando. De repente, el doctor Superb se sintió cohibido.
Después del desayuno, cuando se dirigía a su biciclo, encontró a una segunda máquina entrevistadora esperándole.
—Damas y caballeros, éste es el último de la raza de los analistas de la Escuela de Viena. Tal vez el distinguido psicoanalista doctor Superb nos dirija unas palabras. ¿Doctor? —Rodó hacia él, obstaculizándole el paso—. ¿Cómo se siente, señor?
—Me siento fatal. Por favor, quítate de en medio.
—Va a su oficina por última vez —declaró la máquina mientras se apartaba—. El doctor Superb tiene el aspecto de un condenado, y, sin embargo, se le ve secretamente orgulloso del servicio que según él ha realizado con su trabajo. Pero los tiempos cambian y los doctores como él pasan…, y sólo el futuro dirá si eso es bueno. Como la práctica de las donaciones de sangre, el psicoanálisis se ha quedado desfasado, y ahora una nueva terapia ha ocupado su lugar.
Tras montar en su biciclo, el doctor Superb lo puso en marcha y empezó a rodar hacia la autopista que le llevaría a San Francisco; aún se sentía mal, pues temía lo que sabía que era inevitable: la confrontación con las autoridades que le esperaban.
Ya no era un hombre joven. Había demasiada carne floja en su cintura; físicamente, era excesivamente gordo, y algo mayor para participar en este tipo de asuntos. Se estaba quedando calvo, lo que le producía angustia cada mañana, al mirarse al espejo. Cinco años antes se había divorciado de su tercera esposa, Livia, y no había vuelto a casarse. Su carrera era su vida, su familia. Y ahora, ¿qué? Era indiscutible que como había dicho la máquina entrevistadora, hoy iba a su oficina por última vez. Cincuenta millones de personas en Norteamérica y Europa lo verían, pero ¿le daría esto una nueva vocación, un nuevo fin trascendental para reemplazar al antiguo? No.
Para animarse un poco, cogió el teléfono del biciclo y marcó una oración.
Después de aparcar, cuando caminaba hacia su oficina en Post Street, descubrió que una pequeña multitud de personas, varias máquinas informadoras y un puñado de policías uniformados de azul le esperaban.
—Buenos días —les dijo sorprendido el doctor Superb mientras subía, llave en mano, la escalera del edificio.
La multitud le hizo sitio. Abrió la puerta, dejando que la luz del sol matutino iluminara el largo corredor, con las pinturas de Paul Klee y Kandinsky que él y el doctor Bucleman habían colocado hacía siete años, cuando habían decorado juntos el viejo edificio.
—La prueba llegará, señores televidentes, cuando aparezca el primer paciente del día —declaró una de las máquinas informadoras.
La Policía, en posición de descanso, esperaba en silencio.
Deteniéndose ante el umbral, antes de entrar en su oficina el doctor Superb miró a la gente y luego dijo:
—Bonito día. Al menos para ser octubre.
Intentó pensar en algo más que decir, alguna frase heroica que revelara la nobleza de sus sentimientos y posición. Pero no se le ocurrió nada. Tal vez, decidió, era porque simplemente no había ninguna nobleza en todo esto; se limitaba a hacer lo que había hecho cinco días por semana durante años, y no había ningún coraje especial en ejecutar la vieja rutina una vez más. Por supuesto, pagaría esta tonta persistencia con su arresto; lo sabía intelectualmente, pero su cuerpo, su sistema nervioso, no lo sabía. Continuó su camino.
—¡Estamos con usted, doctor! ¡Buena suerte! —gritó alguien en la multitud, una mujer.
Otros le sonrieron, y se alzó un breve aplauso. Los policías parecían aburridos. El doctor Superb cerró la puerta y continuó. En la habitación delantera, sentada ante su mesa, Amanda Conners, su secretaria recepcionista, alzó la cabeza.
—Buenos días, doctor —dijo.
Su sedoso pelo rojo brillaba, atado por un lazo, y sus pechos resaltaban divinamente bajo su jersey de lana.
—Buenos días —dijo el doctor, complacido de verla en su sitio ese día, y tan bien arreglada.
Le tendió su abrigo, que ella colgó en el guardarropa.
—¿Quién es el primer paciente? —preguntó mientras encendía un cigarro Florida.
—El señor Rugge, doctor —dijo Amanda tras consultar su libro—. A las nueve. Eso le deja tiempo para tomar una taza de café. La prepararé.
Rápidamente se dirigió a la máquina de café del rincón.
—Sabe lo que va a pasar aquí dentro de unos minutos, ¿no? —preguntó Superb.
—Oh, sí. Pero la AIPP pagará la fianza, ¿no?
Le tendió el vasito de papel. Sus dedos temblaban.
—Me temo que esto significa el final de su trabajo.
—Sí. —Mandy asintió, sin sonreír ya; sus grandes ojos se habían ensombrecido—. No comprendo por qué der Alte no vetó esa acta; Nicole estaba en contra y yo estuve segura hasta el último momento de que la vetaría. Dios mío, el gobierno dispone de un equipo para viajar en el tiempo; seguro que pueden ir y ver el daño que esto causará, el empobrecimiento de nuestra sociedad.
—Tal vez lo hicieron.
Y, pensó, no habría empobrecimiento ninguno.
La puerta de la oficina se abrió y en ella apareció el primer paciente del día, Gordon Rugge, pálido y nervioso.
—Bueno, ha venido.
En realidad, Rugge llegaba temprano.
—Los bastardos —dijo Rugge.
Era un hombre alto y delgado, en la treintena, bien vestido; profesionalmente, era agente de bolsa en Montgomery Street.
Tras Rugge aparecieron dos miembros de paisano de la Policía Ciudadana. Clavaron la mirada en el doctor Superb, esperando. Las máquinas informadoras extendieron sus tubos receptores, chupando los datos rápidamente. Durante unos momentos, nadie se movió ni habló.
—Entremos en mi despacho —le dijo el doctor a Rugge— y continuemos donde nos quedamos el viernes pasado.
—Está usted arrestado —dijo de inmediato uno de los dos policías. Dio un paso adelante y tendió hacia el médico una orden judicial—. Vamos.
Cogió al doctor por el brazo y empezó a conducirle hacia la puerta; su compañero se colocó al otro lado, quedando así Superb entre ambos. Se hizo con limpieza, sin alboroto.
—Lo siento, Gordon —le dijo el médico a Rugge—. Obviamente, no hay nada que pueda hacer para continuar con su terapia.
—Las ratas quieren que tome drogas —dijo Rugge amargamente—. Y saben que las píldoras me ponen enfermo; son tóxicas para mi organismo.
—Es interesante observar la lealtad del paciente del analista —murmuraba una de las máquinas informadoras, para beneficio de su audiencia—. Y, sin embargo, ¿por qué no? Este hombre ha depositado su fe en el psicoanálisis posiblemente durante años.
—Durante seis años —le dijo Rugge—. Y continuaría otros seis más, si fuera necesario.
Amanda Conners sacó su pañuelo y empezó a llorar en silencio.
Cuando el doctor Superb, escoltado por los dos detectives de paisano y la Policía uniformada de San Francisco, fue introducido en el coche patrulla, la multitud le expresó su apoyo una vez más. Pero Superb observó que casi todos eran personas mayores. Restos de los tiempos en que el psicoanálisis era respetado; como él mismo, partes de otra era completamente distinta. Deseó que hubiera algunos jóvenes entre la multitud, pero no había ninguno.
En la comisaría, un hombre de cara delgada, que vestía un pesado abrigo y fumaba un cigarrillo filipino Bela King, miró por la ventana con ojos fríos y consultó su reloj. Luego se movió, nervioso.
Acababa de apagar su cigarro y se disponía a encender otro cuando vio el coche de Policía. De inmediato se precipitó hacia la plataforma de llegada, donde los policías se preparaban para empezar a procesar al individuo en cuestión.
—Doctor —dijo—. Soy Wilder Pembroke. Me gustaría hablar con usted un momento. —Hizo un gesto a los policías y éstos se retiraron, dejando solo al doctor Superb—. Vamos dentro. Tengo permiso para usar temporalmente una habitación del segundo piso. Esto no requerirá mucho tiempo.
—No es usted de la Policía —dijo el doctor Superb, tras observarle con suspicacia—. O puede que sea PN —continuó, intranquilo—. Sí, eso debe de ser.
—Sólo considéreme parte interesada —dijo Pembroke mientras le conducía al ascensor. Bajó la voz cuando un grupo de oficiales de Policía pasó junto a ellos—. Interesada en verle de vuelta en su oficina, tratando a sus pacientes.
—¿Tiene autoridad para hacerlo?
—Eso creo.
El ascensor llegó y ambos entraron en él.
—Sin embargo, nos llevará una hora, más o menos, tenerle de vuelta. Por favor, intente ser paciente —añadió.
Pembroke encendió un cigarro. No ofreció uno a Superb.
—¿Puedo preguntar con qué agencia trabaja?
—Se lo he dicho. —Pembroke parecía irritado—. Simplemente considéreme parte interesada, ¿comprende?
Miró a Superb, y ninguno de los dos habló hasta alcanzar el segundo piso.
—Lamento ser tan brusco —dijo Pembroke cuando los dos recorrían el pasillo—. Pero me preocupa mucho su arresto. Me molesta.
Abrió la puerta de la habitación 209 y Superb, cautelosamente, entró en ella.
—Por supuesto, me molesto con mucha facilidad. Es mi oficio, más o menos. Igual que el suyo es no permitirse involucrarse emocionalmente —dijo sonriendo, pero el doctor no le devolvió la sonrisa.
Demasiado tenso, pensó Pembroke. La reacción de Superb encajaba con el perfil contenido en el dossier.
Se sentaron cansinamente, observándose el uno al otro.
—Un hombre va a acudir a su consulta —dijo Pembroke—. Dentro de poco va a ser paciente suyo, ¿comprende? Así que queremos que esté usted allí. Queremos que su consulta esté abierta para que pueda admitirle y tratarle.
—Ya veo —asintió el doctor Superb, con la cara rígida.
—No nos preocupan los demás a quienes trate. No nos importa si empeoran, si sanan, le pagan una fortuna o le dejan a deber sus cuentas. Nada. Sólo este individuo.
—Y, después de que haya sido tratado, ¿me cerrarán la consulta? ¿Cómo a todos los demás psicoanalistas?
—Hablaremos de eso entonces. No ahora.
—¿Quién es el hombre?
—No voy a decírselo.
—Supongo que han usado el aparato para viajar en el tiempo de Von Lessinger para ver mis resultados con ese hombre —dijo el doctor Superb tras una pausa.
—Sí.
—Entonces no tienen dudas de que podré curarle.
—Al contrario —dijo Pembroke—. No podrá ayudarle. Exactamente por eso es por lo que le queremos allí. Si se le aplica quimioterapia recobrará su equilibrio mental, y es extremadamente importante para nosotros que siga enfermo. Así que puede ver, doctor, que necesitamos la existencia permanente de un charlatán, un psicoanalista practicante. —Encendió de nuevo su cigarro, que se había apagado—. De modo que sus instrucciones primarias son: no rehúse ningún nuevo paciente, ¿comprende? Por enfermo que esté… o, mejor aún, por sano que parezca.
Sonrió. La incomodidad del doctor le divertía.