Damon Knight por Damon Knight

Nací en Baker, Oregon, la medianoche del 19 de septiembre de 1922, hijo único de Frederick Stuart Knight y Leola Damon Knight. Al parecer habían decidido que yo sería escritor incluso antes de que naciera: lo cierto es que en una ocasión mi padre me dijo que había elegido mi nombre, Damon Francis Knight, para que resultara eufónico en letra impresa, al estilo de «Stuart Edward White».

Por ambas partes, mis antepasados fueron protestantes del medio oeste. A mi padre le enseñaron que beber, fumar, bailar y jugar a las cartas eran actos pecaminosos; cuando se hizo hombre había adoptado una actitud más tolerante hacia todos ellos, menos el primero. Por línea materna, la mayoría de los hombres fueron Pastores; tengo un retrato a lápiz de su abuelo, un hombre de facciones severas con una poblada barba y una cabellera hasta los hombros; y uno de su esposa, una dama de aspecto todavía más severo que parece treinta años más vieja, incluso admitiendo el hecho evidente de que ha perdido todos sus dientes.

Mi padre se marchó a los dieciséis años de la alquería de Dakota del Sur en la que se había criado, dirigiéndose a la Costa Occidental y costeándose los estudios lavando platos. Conoció a mi madre cuando ella era maestra de primera enseñanza en Bingen, Washington, y se hicieron novios; luego, mi padre aceptó un contrato de cuatro años como maestro en una escuela rural en las Filipinas. Mi madre rompió el compromiso, pero cuando él regresó se casaron, de todos modos.

En las fotografías que trajo de las Filipinas mi padre está muy delgado, pero cuando yo le conocí su aspecto era mucho más robusto, debido a la anchura de su pecho y a su incipiente panza. Tenía cuarenta años cuando yo nací, y mi madre treinta y cinco. Yo fui su tercer embarazo; los dos primeros hijos fueron niñas y nacieron muertas.

Mi padre era un periodista frustrado, y fue profesor de periodismo en la Escuela Superior, de la que en 1928 se convirtió en director; sus héroes eran Irvin S. Cobb y Will Rogers. Era un hombre tímido que no podía expresar sus emociones. Aunque se había escapado de la alquería, siempre le gustó la agricultura, y creía en el duro trabajo físico; estaba preocupado por mí porque, según él, no sudaba lo suficiente. Poseía una casa de labor que le había legado su padre y la tenía arrendada, con la esperanza de que al crecer yo podría desear ir a vivir allí. La describía como una excelente hacienda familiar, pero cuando estuve en ella siendo niño y la recorrí con el arrendatario, lo único que vieron mis ojos fue un mar de barro seco.

Cuando yo tenía cinco a seis años mi madre padeció lo que fue calificado de «crisis nerviosa», a consecuencia de la cual le quedó una acusada tendencia al sobresalto y un ojo un poco saltón. Asocio esto con el recuerdo de un viaje en automóvil con mi madre y de un campo al lado de la carretera en el que había otro automóvil estropeado y varias personas que gemían. Recuerdo también que imité los sonidos que emitían, pensando que eran muy divertidos. Después de aquello, ella no volvió a conducir, y mis padres no fueron nunca juntos de visita ni recibieron a nadie en nuestra casa.

Entonces lo acepté sin hacer ninguna pregunta, pero ahora es un misterio para mí. Aunque mi madre se volvió un poco rara cuando se hizo más vieja, y aunque el médico de la familia, un hombre mucho más joven, estaba enamorado en secreto de ella, su salud mental era perfecta durante mi niñez. Mi madre era una mujer cariñosa y extrovertida que reía fácilmente. Se pasaba horas enteras leyéndome fragmentos de los libros de Thornton W. Burgess, y los dos reíamos… hasta que llorábamos con las aventuras de Peter Rabbit.

Es posible que ni mi padre ni mi madre fueran muy sociables. Nunca observé ningún indicio de que alguno de los dos lamentara la falta de compañía. Mi padre tenía sus reuniones en la Logia, pero le estaba prohibido hablarnos de ella, ya que mi madre parecía creer que los Masones se desnudaban y sólo conservaban puestos sus pequeños delantales. Todos los domingos, mis padres acudían a la Iglesia de Riverside (no confesional); me llevaban con ellos, hasta que dije que no quería ir más. Nunca me lo reprocharon.

En el estío, mientras mi padre daba clases en alguna escuela de verano, mi madre y yo nos marchábamos a Newport, un pueblo de veraneo a orillas del mar, donde su madrastra regentaba una casa de huéspedes llamada la Damon House. La madrastra era una anciana arrugada y gruñona, famosa por sus habilidades culinarias. (Conmigo era perder el tiempo: no comía pescado).

Ni mi madre ni yo sabíamos nadar. Yo había recibido lecciones en el Natatorium, pero no podía superar el miedo paralizante al agua, y aunque mi profesor le dijo a mi madre que yo había nadado unas cuantas brazas, para que me entregaran una recompensa prometida, era una mentira.

Pasábamos las largas tardes en la playa. Había dunas de arena dorada en cuyo interior se ocultaban trozos de piedra arenisca, y yo imaginaba que aquellas piedras eran oro, y que yo era rico. En la marea baja quedaban al descubierto rocas agujereadas cubiertas de crustáceos que se cerraban y soltaban jeringazos de agua si alguien los tocaba. Había kilómetros de arena llana para correr arrastrando un palo o una larga trenza de algas. Un poco más arriba había otra playa, accesible únicamente durante la marea baja, donde la arena estaba cubierta de bruñidas conchas de litorinas, una especie de caracol marino. Y en alguna parte tenía que haber cangrejos, ya que recuerdo haber llevado a casa un cubo lleno de ellos, y despertar más tarde para encontrarlos alfombrando el suelo de mi habitación.

Me gustaba aquel lugar, y pensaba en él todo el año con impaciencia e incredulidad. Había una pequeña librería que tenía la forma de un faro; en la vecindad de la casa de huéspedes recuerdo a un lado una joyería cuyos escaparates estaban llenos de trozos pulimentados de ágata y jaspe; al otro, una confitería en cuyo escaparate la máquina de la melcocha giraba interminablemente sus brillante brazos. La melcocha era dura y quebradiza; la vendían en trozos porosos que rompían con un martillo, y crujía y se disolvía de un modo sublime en la boca.

Aunque mi padre y mi madre eran maestros, ninguno de los dos era demasiado aficionado a la lectura, y había pocos libros en la casa. Recuerdo un ejemplar de Anthony Adverse, que mi padre había sacado de la biblioteca de la escuela por considerarlo demasiado picante (aunque yo no pude encontrar nunca los párrafos «interesantes»), y un tomo de cuentos de hadas filipinos que todavía conservo, y aquello era casi todo. Teníamos un pequeño diccionario ilustrado, no el Webster, con fascinantes láminas en color de frutas y de banderas nacionales. Recuerdo a mi padre leyendo una novela histórica en la cual se hablaba del fuego griego, y a mi madre leyendo una novela moderna llamada si yo tuviera cuatro manzanas. En cada uno de los casos el acontecimiento fue memorable porque no tenía precedente. Sin embargo, los dos sentían un gran respeto por el arte de escribir, o por cualquier actividad creadora, y a menudo decían que yo sería un artista. Yo dibujaba desde que fui capaz de sostener un lápiz, y en mi adolescencia pinté incluso algunos cuadros sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo.

Hood River, en Oregon, donde mi padre fue director de la Escuela Superior durante doce años, es una pequeña ciudad en la confluencia de los ríos Hood y Columbia. El clima es templado y húmedo. Dos montañas coronadas de nieve son visibles desde Hood River: el Monte Hood y el Monte Adams. La ciudad está construida sobre la ladera de una colina tan empinada como la de San Francisco, y de subirla y bajarla para ir y volver de la escuela, yo andaba tan aprisa colina arriba como por suelo llano.

Aunque al final anhelaba marcharme, mirando hacia atrás puedo ver que Hood River no era un mal lugar para los chiquillos. Las calles eran nuestras para ir en bicicleta y patinar; patinábamos incluso descendiendo la Creamery Hill, alcanzando una velocidad que hubiera provocado una catástrofe irreparable si hubiésemos chocado contra algo, pero nunca ocurrió. En las noches de verano nos reuníamos en un grupo de diez o de veinte para jugar al escondite, o al fuera de mi castillo, o a la luz roja. Recuerdo los crepúsculos púrpura y la fragancia de las lilas y el sonido solitario de «Allee-allee-all’s-infree». Jugábamos hasta que la oscuridad era completa, y hasta más tarde; nos fastidiaba tener que acostarnos.

Debido a mi lento desarrollo físico empecé a perder contacto con los muchachos de mi edad cuando tenía alrededor de ocho años, y sacaba la mayor parte de mis ideas acerca de la vida de los libros. Pero cuando trataba de aplicarlas al mundo que me rodeaba, solía quedar decepcionado. Boy’s Life, por ejemplo, publicaba una serie de relatos sobre un grupo de muchachos que tenían un club secreto, con signos de reconocimiento misteriosos, etcétera. Organicé uno en mi calle, pero cuando dibujaba con tiza en la acera el símbolo convocando una reunión, los otros miembros se marchaban montados en sus triciclos. Más tarde traté de organizar otro club que se dedicaría al montaje de modelos de aviones para venderlos, pero mi primera experiencia como montador fue un verdadero desastre. En el taller, era incapaz de alisar una tabla de madera o de limpiar la pintura de un pincel. Continué leyendo novelas, especialmente novelas inglesas, debido a que Inglaterra estaba muy lejos y yo creía que allí la vida era distinta.

Teníamos nuestro tonto local, un hombre llamado Warren Chaffee que no podía hablar sin que le cayera la baba, pero tenía una gran habilidad para las cosas mecánicas y reparaba muy bien los juguetes de los niños; tenía también un servicio de acarreos, y recuerdo que en cierta ocasión presentó una factura a mis padres que decía: «2 kums 2 goes a 50 c a went». Al otro lado de la calle había un retrasado mental, un muchacho llamado Petie, al cual le gastaban bromas crueles y el cual, por su parte, era brutal con los demás. En la puerta contigua a la suya vivían una muchacha llamada Zella Hendricks y su hermanito, con los cuales yo practicaba lo que llamábamos «hacer cosas feas» —palpar inexpertamente nuestros cuerpos por debajo de nuestras ropas—, hasta que su madre me pilló con la mano debajo de la camisa del hermano, buscando Dios sabe qué. Cuando se presentó en casa para hablar de ello con mi madre, intenté mantener cerrada la puerta.

Nuestra casa en Hood River era gemela de otra casita blanca en una vecindad de viviendas mucho más antiguas. Tenía una sala de estar y un comedor simbólicamente separados por un tabique de quita y pon; dos dormitorios, baño y cocina. Cuando me hice demasiado mayor para dormir en la habitación de mi madre, mi padre contrató a un carpintero para que le ayudara y construyó otra habitación al lado del porche trasero. Las paredes eran de Fir-Tex, un material parecido al fieltro hecho de fibras de madera, y el suelo y la marquetería, a petición mía, fueron pintados de negro. La sala de estar y los dormitorios tenían las paredes encaladas y mi padre las pintaba de nuevo cada dos años, aproximadamente, utilizando una enorme brocha. No había calefacción central, la cocina se mantenía caliente gracias a la antigua cocina económica alimentada con leña, y la sala de estar con una panzuda estufa primero, y más tarde con un calentador a petróleo que no era mucho mayor. En las noches frías poníamos bolsas de agua caliente en las camas.

Nuestra calle estaba pegada a una respetable zona residencial pero no dejaba de ser una especie de suburbio, aunque entonces no se me ocurrió nunca la idea. Colina arriba, separado de nuestra casa por su jardín posterior y el nuestro, se encontraba el elegante hogar del señor Breckinridge, el superintendente de la escuela, cuya hija Ada May fue mi compañera de juegos hasta que empezó a llevar tacones altos y a utilizar lápiz de labios. Alrededor de nosotros habían casas de dos pisos en diversas fases de ruina; la más cercana tenía incluso un granero, de un gris tan sucio como la propia vivienda. Los niños que vivían allí iban descalzos y cubiertos de harapos, y en sus rostros se reflejaba la pobreza, pero eran activos, espabilados y de carácter alegre. El mayor, un muchacho de unos dieciséis años, hacía dibujos que eran mejores que los míos —y yo no era modesto acerca de mi habilidad para dibujar—, y luego los tiraba al suelo; nunca pude comprender por qué les concedía tan poco valor. Yo lo guardaba todo, y contaba mis posesiones como un avaro. Conocía y amaba todas mis canicas; cuando un muchacho me hizo trampas en el juego y se llevó cuatro de las mías, lloré. Y me sentí muy desdichado el día que un jardinero cortó la baja rama horizontal del cerezo del patio delantero, la rama que yo había utilizado siempre para trepar al árbol.

A medida que crecía jugaba con niños más jóvenes, a veces en compañía de otro proscrito, un muchacho mayor que yo. Con el paso del tiempo perdí también a aquellos compañeros, y me entregué del todo a los placeres solitarios. Ataqué la biblioteca de Hood River de diversas maneras, por autores —todo lo de Dickens, todo lo de Dumas—, luego por temas —todos los libros de piratas—, y finalmente al azar. Uno de mis recuerdos más agradables es el de una enfermedad que padecí: el bibliotecario me envió un montón de libros, todos de autores nuevos para mí. Leía libros infantiles y cuentos de hadas, pero también leía novelas románticas y novelas de costumbres que entendía sólo a medias. Leí una novela llamada Los ojos de V. V., que había pertenecido a un tío mío, y descubrí que había escrito al margen comentarios estimulantes tales como «¡Adelante V. V!». Aquella fue mi primera experiencia con los mutiladores de libros. Durante muchos años no pude decidirme a hacer ninguna señal en un libro, incluso cuando resultaba indispensable para mis tareas literarias; ahora lo hago, pero siempre con una sensación de culpabilidad, y utilizo un lápiz blando por si alguien desea borrar lo que yo he escrito.

En los años treinta me enteré de que existían unas revistas impresas en papel muy malo y, en consecuencia, de precio muy bajo. Eran Spicy Adventure y Spicy Mystery, las cuales no me atreví a comprar, ni siquiera en la pequeña y sucia librería de viejo situada al fondo de un callejón. Pero había revistas de guerra aérea, las cuales compré y devoré. Una de las historias era de un jefe de escuadrilla que padecía dolores de cabeza y se estaba quedando calvo; resultó que un agente alemán había estado ocultando una cápsula de radio debajo de su almohada.

Luego vi y compré un ejemplar de algo llamado Amazing Stories. Era de mayor tamaño que otras revistas, alrededor de 8½ × 11, y la cubierta, en enfermizos tonos pastel, mostraba a dos hombres con casco y vestidos de blanco apuntando con unos rifles a un grupo de figuras grotescas. Era el ejemplar de Agosto-Setiembre de 1933, y el relato de la cubierta llevaba por título «Los Hombres Meteoro de Plaa», de Henry J. Kostkos. Aquello fue el comienzo.

Las ilustraciones de Amazing, obra de un hombre llamado Leo Morey, eran abocetadas, grises e inconcretas, pero encajaban perfectamente con la sensación de misterio y de extraño que se desprendía de los relatos. En las revistas de Gernsback, especialmente en los ejemplares atrasados, yo admiraba la obra de Frank R. Paul en otros aspectos, pero obtenía de ella la misma satisfacción. Los dibujos de Paul resultan ahora un poco raros, debido a los calzones cortos y a las posturas estatuarias, pero su fecundidad era asombrosa para inventar paisajes fantásticos y llenarlos con la flora y la fauna de mundos extraños. Aquellas cubiertas e ilustraciones servían como puntos focales para la imaginación. Suministraban la información visual que los relatos, por regla general, no daban y ayudaban a un lector adolescente a soñar en el mundo del relato.

A Hood River no llegaban todas las revistas de ciencia ficción, y yo no podía permitirme siempre el comprarlas, pero cuando realizábamos nuestro viaje familiar anual a Portland, no era sólo Jantzen’s Beach (el parque de atracciones) lo que me atraía, sino también las librerías de viejo con sus fajos de Science Wonder y Amazing.

En una de aquellas visitas descubrí en los quioscos una revista de la que nunca había oído hablar: Astounding Stories. De regreso a nuestra habitación del hotel, me sentí enfermo y con fiebre; resultó que tenía el sarampión y nos declararon en cuarentena. Supongo que para mis padres fue un verdadero fastidio, pero yo estaba en la gloria, tendido allí y leyendo «El Hijo del Viejo Confidente» de Raymond Z. Gallun.

En casa, a lo largo de una pared encima de mi cama, tenía estantes que no tardaron en llenarse de revistas de ciencia ficción. Leía y releía todos los relatos, incluidos aquellos que no entendía. Leía los editoriales y las cartas de los lectores; leía los anuncios. Leía las historias creyendo que tenía que existir algo como lo que describían. Anhelé ir a Barsoom, y extendí los brazos hacia el planeta rojo, pero no ocurrió nada. Traté de calcular si era probable que viviera hasta el año 2000. Recorrí bibliotecas y librerías, en busca de cualquier libro cuyo título sugiriese que podía ser de ciencia ficción. Me veía a mí mismo como una lapa desesperada, chupando mi alimento en los libros.

A mediados de los años treinta Wonder Stories estaba siendo editada por Charles Hornig, bajo cuya dirección la revista desarrolló un notable interés por el sadismo. Yo no conocía la palabra, pero no pude dejar de observar que en los relatos abundaba la tortura.

Sexo y sadismo eran la fórmula de una serie de revistas baratas publicadas en aquella época, con títulos tales como Terror Tales y Horror Stories. Las revistas Spicy (Spicy Mystery, Spicy Adventure, etc.) utilizaban aquella fórmula de una manera mucho más suave, mezclándola con los recursos convencionales, y el editor de dos revistas de ciencia ficción, Dynamic y Marvel, la aplicó brevemente.

Leí también varias series de superhéroes tales como La Araña, Doc Savage y La Sombra. Imágenes de aquellos relatos me han acompañado toda la vida. En un número de Operator n.º 5, el villano utilizaba una droga siniestra gráficamente descrita y pintada en la cubierta, para destruir la voluntad de sus víctimas. Tenía un aspecto de viscosa tinta verde; todavía puedo verla y percibir su sabor. Aquellas historias no saciaban mi sed de aventuras fantásticas; eran demasiado embrolladas para permitirme que me identificara con sus protagonistas, y siempre acababa por soltarlas tras un par de tentativas. Pero leí con fascinación todas las novelas de El Santo de Leslie Chasteris. El Santo era exactamente todo lo que yo no era y deseaba ser: alto, fuerte, guapo, valiente, frío en presencia de las mujeres. También me entusiasmó Leslie Howard en La Pimpinela Escartata, y leí mi camino a través de ocho o diez de las novelas de Rafael Sabatini, las cuales resultaban especialmente satisfactorias porque la heroína dudaba siempre del protagonista y al final tenía que presentarle sus disculpas.

Para que no me fallaran las revistas de ciencia-ficción, llegué a un acuerdo con mi padre: él se suscribiría a ellas en nombre mío, y me descontaría el importe mensualmente de mi paga. Wonder Stories duró muy poco tiempo, y Astounding empezó a reducir su número de páginas, cambió de ilustradores, y desmereció en todos los aspectos de lo que había sido. No obstante, me mantuve fiel a su lectura.

En la Escuela Superior me convertí en dibujante del periódico escolar, el Guide. Era un periódico mimeografiado, bien producido bajo la dirección de mi padre, y ganó algunos premios del Estado. Mis dibujos aparecieron semanalmente durante casi tres años, y cuando me gradué era un experto en un arte ya moribundo.

Al final de los años treinta las revistas de ciencia ficción conocieron un nuevo auge tras una larga temporada de decadencia. Astounding revivió bajo un nuevo editor, John W. Campbell Jr. Wonder se había convertido en Thrilling Wonder y era una revista mala pero interesante a causa de la novedad. Se produjo una erupción de nuevas revistas. Campbell sacó al mercado Unknow, que me entusiasmó inmediatamente. Entre las nuevas revistas había dos llamadas Super Science y Astonishing, ambas editadas por Frederik Pohl, y en la una o en la otra figuraba una lista regular de las revistas publicadas por aficionados. Pedí algunas de ellas, y mantuve correspondencia con Bob Tucker, el editor de Le Zombie. Hice algunos dibujos para él. Luego publiqué mi propio fanzine, Snide. A aquella correspondencia siguieron otras, especialmente con Richard Wilson, Donald A. Wollheim y Robert W. Lowndes, todos aficionados de Nueva York, miembros de un grupo que se llamaba a sí mismo la Futurian Society.

Escribí e ilustré el Snide sin la ayuda de nadie, y confeccioné un centenar de copias, aproximadamente, con un velógrafo que me habían regalado en Navidad. La cubierta del primer número mostraba a un hombre con un maletín corriendo detrás de una nave espacial que acababa de despegar; el hombre estaba gritando: «¡Hey, espere!».

Cuando Astounding alcanzó su cota más alta a finales de los años treinta, con relatos en cada número de Robert A. Heinlein y L. Sprague de Camp, e ilustraciones al pincel bellamente realistas de Hubert Rogers, hubiera dado cualquier cosa por ser Campbell, o Heinlein, o Rogers. Envié a Campbell algunos relatos, y él me los devolvió con cartas de rechazo escritas en papel gris y con el garabato inconfundible de su firma. Ahora sé hasta qué punto era aquello lo que tenía derecho a esperar, pero entonces me sentí muy frustrado porque no podía vender los relatos y no sabía cómo mejorarlos. Hice algunos dibujos a tinta, y Amazing me compró uno por tres dólares. (Un hombre con un traje espacial ha encontrado un robot en una cueva, y está a punto de pulsar uno de los botones que hay en su pecho; el robot está moviendo un enorme martillo detrás de su espalda. Pie: Me gustaría saber qué está haciendo éste). Aquel éxito me embriagó, y envié a Amazing más dibujos, pero no me compraron ninguno más. Años después, en una calle de Queens, vi un ejemplar de Amazing junto a una alcantarilla, abierto precisamente por la página en la que figuraba mi dibujo.

En aquella época escribí varios relatos cortos que fueron publicados en fanzines, incluido un artículo titulado «¡Unión o Abrenuncio!», en el cual exponía la necesidad de crear una organización nacional de aficionados. Aquella fue toda mi aportación; un aficionado llamado Art Widner recogió la idea, publicó correspondencia acerca de ella, redactó unos estatutos, y puso la cosa en marcha. Así nació la National Fantasy Fan Foundation, que más tarde se hizo famosa por su inoperancia.

Seguí intentando escribir relatos de ciencia ficción, estimulado por uno de los periódicos anuncios de John W. Campbell ofreciendo 60 dólares por un relato corto (un precio fabuloso). Empezaba muchas historias, pero no podía terminarlas; abochornado, le entregué los manuscritos a mi padre con una carta de envío de documentos dirigida a mí mismo, y le pedí que los pusiera en su caja de seguridad. Más tarde logré terminar dos o tres relatos y se los envié a Robert A. («Doc»). Lowndes, que en aquella época trataba de establecerse como agente literario. Lowndes me devolvió la mayoría de ellos con unas amables observaciones acerca de la trama y de los personajes; luego me escribió que Donald A. Wollheim estaba reuniendo material para el primer número de una nueva revista y publicaría mi relato Resilience si se lo cedía gratuitamente (Wollheim no tenía dinero para la revista y tuvo que llenar así todo el primer número). Accedí, desde luego.

Uno de mis relatos sin terminar era acerca de un joven que se había duplicado a sí mismo siete u ocho veces por medio de un duplicador de la materia; tenía que instalarles a él/ellos en una nave espacial diseñada por el mismo joven para explorar el universo, pero no logré pasar de las primeras páginas. El relato tenía armonías narcisistas, como la reciente novela de David Gerrold The Man Who Folded Himself.

Seguía recibiendo respuestas incomprensibles de la gente que me rodeaba, como cuando censuré la nueva serie Flash Gordon porque los nativos de Mongo hablaban en inglés y un amigo mío dijo: «¿Qué otro idioma podrían hablar?». Llegué a creer que en alguna parte del mundo exterior, probablemente en Nueva York, las cosas eran completamente distintas, y Hood River se me hizo odioso porque no podía salir de allí.

Mi último año en la Escuela Superior fue una pesadilla de aburrimiento. Cuando terminó, mi padre me ofreció enviarme a la Universidad, pero aquello era lo último que yo deseaba. Acordamos que iría a Salem y asistiría a los cursos de la Escuela de Arte WPA por espacio de un año. Al principio me alojé en una casa de huéspedes regentada por un agente de seguros y su gorda, amable y jovial esposa. En su mesa comí mi primer bistec, y lo encontré inmasticable; pasaron algunos años antes de que descubriera que un bistec no tiene que ser duro necesariamente.

Mientras estaba en Salem apareció el primer número de Stirring Science Stories de Don Wollheim, que incluía mi relato. Los impresores habían cambiado «Brittle People». —Gente Ruda— por «Little People». —Gente Pequeña— en la primera frase, haciendo ininteligible el resto de la historia, pero yo me sentí muy orgulloso de ella, a pesar de todo.

En Salem conocí a otro lector de ciencia ficción: le encontré trabajando en una librería de viejo. Era un joven rubio, carilleno, con gafas azules, llamado Bill Evans, y decidimos publicar juntos el próximo número de Snide, dado que él tenía acceso a una máquina Ditto en la escuela. Así lo hicimos, y anunciamos que pagaríamos relatos (a medio centavo la palabra) a partir del número siguiente, que nunca apareció. Bill terminó sus estudios y se colocó en la Oficina de Patentes, debido a que allí era donde trabajaba Richard Seaton, el héroe de la serie Skylark de E. E. Smith. La última vez que tuve noticias suyas continuaba allí.

Empecé a sospechar que no tenía vocación de artista y a sentirme seguro de que no deseaba seguir en la escuela, y cuando los Futurians me invitaron a ir a Nueva York con ellos mis padres me autorizaron a hacerlo. Aquel año, la Convención Mundial de ciencia ficción se celebraba en Denver, y me llevaron allí en automóvil por escarpadas carreteras de montaña. Era muy tarde cuando me dejaron delante del hotel, pero encontré a unos cuantos aficionados reunidos en la sala de la convención. Con un nudo en el estómago, avancé hacia ellos con pasos inseguros y levanté mi mano en un saludo nazi. Ellos me preguntaron quién era, y yo se lo dije. «¡Ah, Damon Knight!», dijo Forry Ackerman amablemente.

Los Futurians, cuando les conocí más tarde, eran un grupo extravagante. Wollheim era el más viejo y el más feo. (Kornbluth le presentó en cierta ocasión como «esta gárgola a mi derecha»). Posteriormente me enteré de que era casi patológicamente tímido, pero era el jefe indiscutible del grupo, y John Michel, que le adoraba, me informó de que Donald tenía una personalidad tan impresionante que no había mujer que se le resistiera. Lowndes era desgarbado y tenía los pies planos; sus enormes dientes no le permitían hablar de un modo normal, y su mirada era tan héctica como la de una cacatúa. Michel era delgado y tenía un aspecto tan normal en comparación con el de los otros que, por contraste, parecía guapo, a pesar de su rostro picado de viruelas y de su calvicie. Tenía una voz de falsete y tartamudeaba lamentablemente. Cyril Kornbluth, el más joven (unos meses más joven que yo), era regordete, tenía la piel muy blanca, y un aire muy adusto. Tenía ojos de tártaro, y hablaba muy despacio y sin levantar nunca la voz; representaba diez años más de los que había cumplido. Le gustaba representar el papel de ogro; en la subasta de arte de aquel fin de semana pujó hasta cincuenta centavos por una ilustración de Cartier, se la adjudicaron y, delante de todo el mundo, la hizo pedazos. Chester Cohen tenía aproximadamente mi edad, y aunque era un tipo neurótico que se mordía continuamente los dedos (no le quedaban uñas para comérselas), era capaz de hacer la estatua y mantenerse en la misma postura indefinidamente; un día, Michel fingió hipnotizarle en el ascensor y le dejó allí, para consternación de los empleados del hotel. Tuvieron que averiguar quién era y transportarle a su habitación, donde yació como un cadáver hasta que llegó Michel y chasqueó sus dedos.

Heinlein, un hombre atractivo de treinta y pico de años, era el huésped de honor de la convención, y nosotros le echábamos una ojeada de cuando en cuando a él… y a su esbelta y morena esposa Leslyn.

Después de la convención nos dividimos en dos grupos: Kornbluth, que había hecho un viaje a Los Angeles con Cohen, subió a un automóvil con Wollheim, Michel y yo, dejando que Chet se marchara a casa con Lowndes. «Estoy harto de verle la cara a Chester Cohen», dijo Cyril. Estábamos viajando por wildcat bus: compartiendo los gastos con un hombre bonachón llamado Jack Inskeep que se dirigía a Cleveland. Por el camino, Wollheim desarrolló una idea suya, según la cual la superficie de la tierra estaba compuesta de franjas de material sólido de unos dos kilómetros de una parte a otra, con carreteras discurriendo por el centro; el resto estaba hueco. Kornbluth le siguió la corriente, formulando débiles objeciones que Wollheim destruía una por una.

En Hill City, Kansas, el automóvil se averió. Hill City era una leve elevación del terreno en la carretera, de no más de medio metro de altura. El pueblo era increíblemente pequeño. En el garaje al que llevamos el automóvil para que lo reparasen había un calendario en la pared con la fotografía de una joven tetuda que no era Rita Hayworth, a pesar de que ese era el nombre impreso debajo de la foto. El único cine se encontraba en el piso superior de un destartalado edificio, y se accedía a el por una escalera exterior; los saltamontes brincaban en la alta vegetación junto a ella. En una de las calles vimos una casa detrás de una cerca pintada de blanco; en el césped había un letrero que decía: «Dr. ————, Medico y Sirujano».

Cerca de Columbus, nuestro conductor tuvo la amabilidad de parar a fin de que Cyril pudiera encontrarse con su novia, Mary Byers, que vivía en una granja con varios tíos de aspecto truculento. Fuimos a un bar, y el bueno de Inskeep se entretuvo con las máquinas del millón mientras Cyril y Mary se miraban tiernamente a los ojos. En Cleveland nos separamos de Inskeep; Wollheim tomó un tren, y los demás continuamos el viaje en autobús.

En aquella época, los Futurians vivían en una especie de vagón de ferrocarril en la calle 103. Tenía cuatro habitaciones en hilera: primero la cocina/cuarto de baño (la bañera estaba debajo del fregadero), luego dos pequeños dormitorios para Michel y para mí, y finalmente la sala de estar que era también el dormitorio de Lowndes. Los muebles escaseaban pero el apartamento era soleado y limpio. Yo pagaba mi parte del alquiler (ahora no recuerdo cuánto, pero probablemente alrededor de 7 dólares), además de limpiar mi habitación y fregar los platos. Lowndes se encargaba de cocinar; su especialidad era el Chop-Suey Futurian: tallarines, carne picada, y una lata de sopa de crema de champiñones; sabía mejor cuando había reposado veinticuatro horas en la nevera. No recuerdo cual era la contribución de Michel.

Teníamos periódicos murales, en los que Lowndes publicaba comunicados sobre nuestra campaña contra el Enemigo (chinches). Rociábamos los colchones con keroseno, y eventualmente las derrotábamos.

Todos los apartamentos Futurianos, entonces y posteriormente, eran bautizados con un nombre; este era la Embajada Futuriana. Kornbluth se quedaba los fines de semana; vivía con sus padres, lo mismo que Wollheim. Ninguno de nosotros tenía dinero; para distraernos por las noches, jugábamos al póquer con una puesta máxima de 15 centavos, y bebíamos vino de California de 50 centavos el galón (3,785 litros). Alguna vez, cuando Chet y yo íbamos a por vino, comprábamos el más barato, a 35 centavos, y nos embolsábamos la diferencia. Cuando terminaba la partida a medianoche salíamos a pasear por Times Square para mirar los anuncios luminosos, tomar una taza de café en la Cafetería Times Square, y regresar al apartamento.

Yo adoptaba todas las actitudes de los Futurianos. Ellos despreciaban toda actividad que condujera al sudor; yo también. Ellos decían que eran comunistas; yo decía que era comunista. Ellos expresaban su desdén hacia Campbell y su cuadra de escritores; yo perdí interés en el Astounding y dejé de leerlo. Ellos eran casi todos neoyorquinos de nacimiento; yo me hice neoyorquino de corazón durante los diez años que viví en Manhattan.

Ahora, mi ambición era publicar algo en las revistas de los Futurianos; pero, aparte de dos ventas a Lowndes, no pude verla realizada.

Stirring Science y Cosmic, editadas por Wollheim, habían dejado de existir poco después de mi llegada a Nueva York, pero Lowndes estaba editando Futura Fiction y Science Fiction (más tarde The Original Science Fiction, como si fuera una taberna), en tanto que Frederik Pohl, técnicamente un Futuriano todavía, aunque se relacionaba muy poco con nosotros, era el editor de Super Science y Astonishing.

Kornbluth organizó algo llamado la Inwood Hitts Literary Society, que se reunía una vez por semana en su casa o en la nuestra. Fue una precursora de la Conferencia de Milford; cada uno de los escritores tenía que producir una historia cada semana para ser sometida a crítica. Cuando el grupo se reunía en la Embajada, todo el mundo menos yo era miembro de la Sociedad, y yo tenía que abandonar la habitación. No me parecía justo, dado que yo vivía allí. Sin embargo, cuando el grupo se reunía en casa de Cyril, aprovechaba el tiempo para escribir, y mi estilo mejoró paulatinamente.

Kornbluth escribía relatos bajo diversos seudónimos para todas las revistas Futurianas. Tenía diecinueve años. Una de sus historias inacabadas, que encontré en el suelo de la Embajada, empezaba con una marcha atrás en la corriente de la conciencia de un ratón inteligente durante el coito. Otra, llamada «Los Mininos Diez-G» (acerca de unos gatos criados bajo diez gravedades en una centrifugadora, que los convertía en unos seres tan musculosos que si se lanzaban contra un hombre lo traspasaban de parte a parte), empezaba con un diálogo filosófico acerca de la naturaleza de la inteligencia.

Los Futurianos tenían unos estatutos que establecían que el club estaba en sesión siempre que estuvieran presentes dos o más miembros. Los Futurianos no solían perder el tiempo celebrando elecciones, pero en una ocasión hubo una elección para presidente, en la cual se presentaba Fred Pohl contra Wollheim. La noche anterior nos preparamos confeccionando posters poniendo de relieve algunos inconvenientes del carácter de Fred. Yo dibujé una calavera y un dedo apuntando, con la leyenda: «¡El Tío Freddie te necesita a TI!». También confeccioné una estampilla con un trozo de linóleo e imprimí con ella calaveras de color azul oscuro sobre varios metros del rollo de papel higiénico del lavabo. Fred se presentó a la hora del escrutinio, se mostró gloriosamente frío, y perdió la elección.

Poco después de esto pinté un pentáculo en el suelo de una de las habitaciones, con caracteres griegos alrededor del borde, y en el centro (idea de Kornbluth) los caracteres hebreos Resh Sin Vau Pe (RSVP). También pinté un mural con tres siniestros personajes sobrenaturales, el del centro con la mano sugeridoramente oculta debajo de su túnica; los bautizamos con los nombres de Stinky, Shorty y el Holy Ghost (Hediondo, Enano y el Fantasma Sagrado).

Kornbluth representaba rara vez el papel de ogro; su humor era sardónico y en ocasiones cruel, pero era el menos malicioso de los Futurianos. Nos contaba historias acerca de sus parientes. Un día, una prima suya entró en el cuarto de baño detrás de él, cerró la puerta y dijo: «¿Y bien?». Cyril contestó: «Termino en seguida», se lavó las manos y se marchó. Una tarde de otoño se presentó con un sombrero, y explicó solemnemente que en tiempo frío un hombre necesita llevar algo en la cabeza para equilibrar la silueta más abultada de su abrigo. Cuando estaba borracho, era muy chistoso.

Michel era todo afectación; vestía siempre chaquetas y pantalones de pana, fumaba en pipa, y hablaba de sus citas. Había padecido tuberculosis ósea y le habían practicado varias operaciones, tal como revelaban unos feos hoyos en sus piernas. Un día me llevó a una Torre Elevada de Nueva York, me pidió un dólar prestado y me dijo: «No se lo digas a Donald». Le habían publicado tres o cuatro historias, y lograba dar la impresión de que era el escritor más profesional de todos nosotros.

Lowndes era el único del que siempre hablábamos cuando no estaba presente. A menudo, cuando íbamos a alguna parte juntos, sin ningún motivo aparente pasaba al otro lado de la calle y marchaba solo. Aparte de mi, era el único pagano del grupo. Sus padres habían sido fundamentalistas que consideraban pecaminosas incluso las historietas de los suplementos dominicales de los periódicos, y en su niñez Lowndes había tenido que arrastrarse debajo del porche para leerlas. En su juventud había estado en el Cuerpo de Conservación Civil, y sus brazos y piernas seguían siendo musculosos, aunque el resto de su cuerpo era fofo. Cuando estaba borracho hacía unas eses espantosas, y a veces perdía el conocimiento con los ojos abiertos.

Wollheim era abstemio y sus remotos ojos castaños permanecían siempre vigilantes.

Yo mismo parecía el fantasma de un rubio Charlie Chase. Éramos una colección de tipos grotescos, pero todos teníamos talento en mayor o menor grado y contábamos con ello para salvarnos.

Distábamos mucho de ser un grupo estrechamente unido, y sin embargo permanecíamos juntos contra el mundo exterior. Una corona Futuriana, diseñada por no recuerdo quién, llevaba inscrita la leyenda Omnes qui non Futurianes sunt.

Vi a Dick Wilson por primera vez en la playa de Far Rockaway; acababa de salir del agua y estaba rojo, blanco y azul. Era un hombre amable, de mandíbula saliente, con una voz de falsete que, sin embargo, no era nunca estridente, parecida a la de Liberace. Aquel día estaban también en la playa Jessica Gould, la amiga de Dick, metida en carnes, bonita y coqueta, y Hannes Bok, que estaba saltando atléticamente.

Había dos grupos de Futurianos, aquellos con los que yo vivía, y los otros a los que llamábamos la Gente Compatible (esto se refería a una fiesta a la cual nuestro grupo no había sido invitado).

La GC eran Frederik Pohl, Richard Wilson y Harry Dockweiler, y sus esposas. Diferían de nosotros básicamente en que tenían dinero, y empleos, y estaban casados.

Los Futurianos tenían su propia religión oficial, inventada por Wollheim; se llamaba GhuGhuismo, y empezaba con el agrietamiento del Huevo Cósmico. Tenía Vírgenes Vestales, cuya virginidad era renovada perpetuamente, y otras características que he olvidado. Wollheim inventó también un idioma particular para escribir el Gholy Ghible, pero él era el único que podía leerlo.

Ninguno de nosotros mantenía relaciones con muchachas, ni disponía de los medios para entablarlas, a excepción de Wollheim, cuya prometida, Elsie Balter, formaba parte de nuestro circulo. El cortejo de Wollheim fue lento. Elsie, mayor que Donald, era una mujer decididamente fea pero excepcionalmente bondadosa y amable. Wollheim le regaló a Elsie un anillo de compromiso al cabo de casi dos años, y un año después se casaron. (Contándome lo del anillo de compromiso, Elsie dijo: «Y entonces, ¿sabes lo que hizo Donald? Me besó»).

Ahora me doy cuenta de que si cualquiera del resto de nosotros hubiese tenido que ir a trabajar, o a la escuela habría conocido muchachas, en cantidades industriales, pero ese no era nuestro caso. En cierta ocasión nos vestimos con nuestras mejores ropas y acudimos a un mitin trotskista porque habíamos oído decir que los trotskistas tenían un montón de muchachas «asequibles». Había un par de muchachas, pero no quisieron saber nada con nosotros. En otra ocasión acudimos al círculo poético de Anton Homatka en Greenwich Village, porque Donald dijo que nosotros éramos los verdaderos escritores e inspiraríamos un respeto inmediato, pero la cosa no resultó así. Yo me puse un pañuelo color naranja alrededor del cuello y leí un soneto que fue acogido con un silencio absoluto.

Los trotskistas se llamaban a sí mismos trotskistas, pero nosotros les aplicábamos otro nombre, porque nosotros éramos rojos. En realidad, los Futurianos eran unos radicales de salón que nunca se habían adherido ni siquiera a la YPCL (La Liga de los Jóvenes Comunistas). En aquella época, casi todo los jóvenes medianamente cultos de Nueva York eran furiosamente radicales, al menos de palabra si no de hecho. En los Futurianos, esto adoptó la forma de ocasionales artículos doctrinarios en fanzines, y eso fue todo. Los Futurianos sabían perfectamente que si se adherían a alguna organización comunista les pondrían inmediatamente a trabajar, y lo que ellos trataban de evitar era precisamente el trabajo. Sin embargo, manifestaban su solidaridad acudiendo ocasionalmente a la proyección de películas rusas y escuchando devotamente a Shostakovich.

Éramos demasiado pobres para ir al cine a menudo, o comprar libros, o viajar, o comer en restaurantes, pero estábamos acostumbrados a aquello y no nos importaba. Nuestra distracción consistía en hablar. Dedicábamos horas enteras a los juegos de palabras, tales como el Personas (que consistía en descubrir el nombre de un personaje formulando hasta veinte preguntas) y otros por el estilo.

En las raras ocasiones en que disponíamos de dinero suficiente para salir, solíamos ir a la Posada del Dragón en Greenwich Village, donde yo comía arroz frito porque era la única comida china que mi estómago toleraba. Años más tarde, a raíz de un disgusto amoroso, fui a un restaurante chino y pedí camarones con salsa picante para distraer mi mente.

Wollheim sabía hacer dos «juegos de salón». Uno de ellos consistía en colocar un brazo detrás de su espalda, subir la mano hasta la altura de su rostro, y apoyarla sobre la mejilla contraria. El otro consistía en introducir una diminuta linterna en una de sus fosas nasales y encenderla; toda su nariz aparecía entonces iluminada como un sonrosado pepino.

En cierta ocasión le acompañé hasta el Metro avanzada la noche; al llegar a la estación me hizo seña de que le siguiera, primero a través de la barra giratoria y luego al vagón, viajamos en silencio hasta la parada en la que él tenía que apearse. Entonces me levanté para seguirle, pero me hizo señas, con una sonrisa, de que me quedara. La puerta se cerró entre nosotros.

Nos mudamos de casa tantas veces que no puedo recordar la secuencia. Entonces resultaba fácil encontrar un apartamento; si queríamos mudarnos nos limitábamos a alquilar un camión y nos marchábamos, habitualmente sin pagar el alquiler del último mes. Aunque en cierta ocasión tuvimos que pagarlo, porque Lowndes escribió dos cartas, una al casero deseándole toda la mala suerte del mundo, y otra a Elsie dándole nuestra nueva dirección… y las introdujo en los sobres cambiados.

Lowndes y Michel compartieron otro apartamento después de la Embajada; estaba situado en Chelsea y se llamó la Fortaleza Futuriana. En diversas épocas, Lowndes y Michel, Lowndes y Jim Blish, Michel y Larry Shaw compartieron brevemente apartamentos.

El apartamento Lowndes/Blish se llamaba «Blowndsh». Mientras vivía allí, Lowndes tenía un gato llamado Charles que ocultaba todos sus lápices debajo de las ropas de la cama, y otro llamado Blackout que creía que Lowndes era Dios: si llovía y no podía salir por la escalera de incendios, se acercaba a Lowndes y le mordía.

Nueva York me excitaba, y escribí un largo poema en verso libre que incluía la línea «He conocido hambre y soledad» (por la métrica) y se lo envié a mi madre. Ella me contestó con cierta ansiedad que no quería que pasara hambre, y que si no era suficiente el dinero que me mandaban… En realidad, yo estaba «estirando» mi asignación mensual de modo que alcanzara también para la manutención de Chet Cohen (compartíamos un apartamento), y algunos días lo único que teníamos para cenar era una lata de alubias con carne de cerdo de Campbell; pero nunca nos sentíamos pobres. Cuando disponíamos de dinero lo gastábamos, y cuando estábamos sin blanca esperábamos hasta que teníamos dinero. Si no podíamos comprar cigarrillos, aprovechábamos las colillas para liar otros.

Lowndes se cansó de ofrecer inútilmente mi mercancía, y me la devolvió. De modo que me dediqué a recorrer las oficinas de las editoriales con mis invendibles manuscritos. Un día, en la antesala de la oficina de Campbell, encontré a Hannes Bok, el cual me mostró un cheque de mil dólares, que entonces era una suma enorme: acababa de venderle a Campbell una novela para Unknow. Campbell era un hombre rollizo, de erizados cabellos rubios y mirada desafiante, que me dijo que no estaba seguro de seguir editando Astounding. Era posible que lo abandonara para dedicarse a la ciencia. «Soy físico nuclear, ¿sabes?», me dijo, mirándome rectamente a los ojos.

Fred Pohl había convencido a Ediciones Populares para publicar Super Science y Astoninshing en 1940, y había editado las dos revistas durante un par de años; luego le dijeron que dejara de publicarlas, pero se quedó como editor adjunto de Alden H. Norton, a cuyo grupo de Populares estaban adscritas las revistas. En 1943 se produjo una vacante bajo Norton, y Fred me recomendó para ocuparla; también me prestó una camisa blanca para presentarme a solicitar el empleo. Me contrataron con un sueldo de 25 dólares semanales.

Norton era un hombre alto, calvo, amable, de poco más de cuarenta años, y era el responsable de media docena de revistas baratas. Tenía dos revistas de deportes, dos de ciencia ficción, una detectivesca y la G-B and His Battle Aces. Como era costumbre en Populares, él leía todos los manuscritos, compraba los que le parecían buenos y planeaba su publicación; el resto del trabajo —revisión de originales, corrección de pruebas, etcétera— corría a cargo de sus ayudantes: Fred, una joven llamada Olga Quadland y yo. Cada uno de nosotros era responsable de dos o tres revistas todos los meses, turnándonos en G-B, porque era algo horrible.

G-B and His Battle Aces era escrita enteramente por un solo hombre, Robert J. Hogan. Escribía la «novela» principal, los relatos cortos y las diversas secciones, y traía cada mes un enorme fajo de originales que tenían que ser revisados línea por línea. Un manuscrito G-B editado por Fred, que me enseñaron, no conservaba una sola palabra del texto original. El que yo revisé, se refería a un proyecto de los alemanes en la Primera Guerra Mundial para hacer a sus soldados increíblemente feroces inyectándoles jugos de rinoceronte.

Cuando llevaba poco más de un mes en Populares fui trasladado al departamento de Mike Tilden, donde me sentí muy a gusto inmediatamente. Mike era un hombre desgarbado, con un estómago de bebedor de cerveza y una voz sorda y retumbante; era una de las personas más amables que nunca he conocido. Las lavanderías no parecían existir para él. Tenía problemas en su hogar, financieros y de otro tipo, y siempre estaba pidiendo prestadas pequeñas sumas a otros editores, pero nunca a las personas que trabajaban para él. Un día entré en su oficina y le encontré sentado con los pies en alto y las manos en los bolsillos. «Estoy sentado aquí diciendo mierda», me dijo.

Me llamaron a filas y acudí al Centro de Reconocimiento de Grand Central Station. Hileras de hombres en calzoncillos, calcetines y zapatos por toda vestimenta se movían interminablemente de un lado a otro a través de una inmensa sala. Todas las expresiones dadas por el Creador a la idea «Hombre» se encontraban allí. El reconocimiento duró horas enteras, y cuando se acercaba el final estaba entumecido y semiatontado. Tres psiquiatras me interrogaron; el primero era inteligente y sabía de qué iba, y escribió en mis papeles: «Esquizoide. Cree que no sirve para el ejército, y yo me inclino a creer que está en lo cierto». El segundo psiquiatra escribió: «Personalidad disociada», y el tercero se mostró de acuerdo. Cuando le entregué mis papeles al coronel jefe los leyó y pronunció las palabras mágicas: «Oh, bueno, después de todo no da el peso. Cuatro-F».

En aquella época, Ediciones Populares tenía cuarenta títulos, figurando a la cabeza de las empresas del género. La seguía Ediciones Better bajo diversos nombres asociados, luego Street and Smith, y luego una serie de pequeñas compañías con ocho o diez revistas cada una. Cosa de un año antes de que yo empezara a trabajar allí, Populares había adquirido el fondo editorial de la compañía Frank A. Munsey, incluyendo cierto número de títulos de revistas baratas. Las revistas baratas seguían siendo el principal negocio de la compañía, y nada hacía suponer que el filón fuera a agotarse.

Nuestras oficinas eran espaciosas y ventiladas, en el penúltimo piso de un gran edificio de la Calle 42 Este. Cada uno de los jefes de departamento dirigía sus propias revistas con muy pocas interferencias, y nuestras relaciones laborales eran distendidas y plácidas.

Había tres grandes departamentos editoriales, dirigidos por Norton, Tilden y Harry Widmar, cada uno de ellos empleando a una secretaria y un par de editores adjuntos, más dos editores que dirigían un par de revistas cada uno con una secretaria: en los dos casos se trataba de revistas amorosas, por algún motivo que desconozco.

Harry Widmar era un hombre bajito con un grano en la nariz y un modo refinado de moverse y de hablar. Tenía una esposa joven y bonita. Se contaba de él que en cierta ocasión se había llevado a casa todo el contenido de una revista para trabajar en ella durante el fin de semana, como hacía con frecuencia, y por el camino se había parado a tomar unas copas antes y después de cenar con un amigo. Cuando llegó a su casa con el amigo, bastante «cargado», decidió guardar el sobre en el lugar más seguro que se le ocurrió, que en aquel momento fue el refrigerador. Cuando despertó al día siguiente, lo primero que hizo fue abrir el refrigerador: el sobre no estaba allí. No pudo resolver aquel misterio hasta que se dio cuenta de que al lado de la puerta del refrigerador había otra, de aspecto muy similar: la puerta del incinerador de basuras.

Conocí a Harry Harrison y a su esposa Evelyn en su espacioso y oscuro apartamento en la parte alta de la ciudad. Harry era de baja estatura y en aquella época estaba delgado; hablaba con volubilidad, espurreando mucho, y simpaticé con él inmediatamente; su esposa era más alta, introvertida, inteligente, y tenía dientes de roedor. Harry era un artista comercial y en aquella época se dedicaba a las historietas ilustradas, y me dijeron que Evelyn escribía los guiones. Más tarde, Harry me sorprendió convirtiéndose en escritor, y tuve el placer de comprar su primer relato, que titulé «Rock Diver», para Worlds Beyond. Posteriormente se convirtió en editor de Space y Science Fiction Adventures, reemplazando a Lester del Rey, y me compró relatos a mí. Desde entonces hemos continuado haciendo lo mismo.

Cuando Fred Pohl ingresó en el Ejército, su puesto fue ocupado por Ejler Jakobsson, un finlandés que había llegado a este país siendo niño y había pertenecido al equipo de arrastre (cordada) de Columbia. Ejler me aconsejó sobre mi vida amorosa. Le hablé de una muchacha llamada Sally Green que venía a verme ocasionalmente y que al marcharse siempre me pedía prestado un libro. (Más tarde me dijo que había regalado aquellos libros a las Fuerzas Armadas). Nos magreábamos mucho, pero yo no lograba llegar más lejos. «Dile que estás enamorado de ella», me aconsejó Ejler. Lo intenté, pero ella no me creyó.

Nuevas personas empezaron a ingresar en nuestro círculo. Virginia Kidd era de Baltimore; estaba más bien gordita pero bien formada (tenía una figura de reloj de arena, como un dibujo de John Held). Tenía unas facciones regulares y un cutis suave. En su infancia había padecido la polio y había pasado varios años en la cama, con su pierna mala frotada por sus padres con manteca de cacao. Había trabajado como camarera en un bar de Baltimore, y era muy aficionada a la ciencia ficción; Wonder Stories había publicado algunas de sus cartas. James Blish había estado en el Ejército y todavía llevaba el uniforme cuando le conocí en un bar; su único tema de conversación era James Joyce. Era moreno y delgado, y cobraba una pensión de incapacidad. Larry Shaw procedía de una familia católica de Rochester, a la cual odiaba. Era un hombre bajito, de aspecto muy raro, con los cabellos alborotados y unas gafas muy gruesas; hablaba con dificultad, arrugando la cara.

Una tarde, en una fiesta, me presentaron a Judith Zissman, una joven seria y vehemente que acababa de regresar a Nueva York desde la Costa. Estaba ansiosa por conocer a gente de la ciencia ficción, y me llevó a cenar a su desordenado apartamento en Greenwich Village. Allí conocí a una muchacha rubia metida en carnes, llamada Edith Liebert, que se propuso seducirme. (Más tarde me dijo que había pensado que resultaría agradable conquistar a alguien tan inocente como yo). Me lanzó indirectas que hubieran sido suficientes para cualquier otro hombre, pero no para mí, y transcurrieron varias semanas antes de que me acostara con ella en mi apartamento. Yo era tan inexperto que la dejé insatisfecha, y a la mañana siguiente, cuando nos despertamos, rechacé sus invitaciones porque tenía que ir a trabajar.

En la primavera de aquel año, mi trabajo en Populares empezó a pesarme como una losa. Un día, revisando un grueso manuscrito de Harry Olmsted —una novela del Oeste—, descubrí que no entendía absolutamente nada. Olmsted necesitaba siempre una revisión a fondo, pero antes de aprobar sus manuscritos era preciso descubrir lo que se había propuesto decir, y a mí me resultaba imposible. Al repetirse el hecho durante varias semanas, renuncié a mi empleo.

Empecé a buscar trabajo. Recurrí a todos los medios convencionales: leer los anuncios domingueros del New York Times, enviar solicitudes, acudir a agencias, prestarme a interrogatorios… Uno de los empleos que solicité fue en la Polize Gazette, donde fui interrogado en una atestada habitación, cerca de una mesa en la que había unas lustrosas fotografías 8½ × 11 de damas con más o menos ropa. Me preguntaron si sabía algo acerca de la Gazette, y contesté que creía que era el tipo de revista que se leía en las barberías. No obtuve el empleo. (Escribí acerca de esto en On the Wheel). Solicité un empleo de mimeógrafo, pero me rechazaron porque sabía demasiado. Salía de la mayoría de aquellas fracasadas entrevistas con una sensación de alivio: necesitaba pero no deseaba los empleos.

En un momento determinado, Chester y yo nos dedicamos a mecanografiar direcciones en sobres para una agencia, a un centavo por sobre. Renunciamos al cabo de dos horas de dolor de espalda.

Nos presentamos en las oficinas de la Marina Mercante solicitando empleo como administrativos, e incluso pasamos la prueba de mecanografía. La norma era cuarenta palabras por minuto; las hice por muy poco. Chester y Larry Shaw llegaron a embarcar más tarde, pero yo no fui llamado. Sin embargo, me entregaron la tarjeta ID de la Marina Mercante y me permitió entrar en el Museo de Arte Moderno con el 50 por ciento de descuento. Larry realizó un viaje como ayudante de camarero; en el viaje de regreso se le rompieron las gafas y le relevaron de todo servicio.

Conocí a Phil Klass, que era partidario de la no violencia pero muy excitable; empezaba a hablar en voz baja y tranquila y, paulatinamente, a medida que se calentaba en el tema, pasaba a vociferar. Tenía una colección de gestos y muecas judíos cómicos que a través de la costumbre se habían convertido casi en una segunda naturaleza. Cuando le conocí había caído bajo el sortilegio de Scott Meredith y estaba escribiendo una serie de relatos de ciencia ficción comerciales que publicaba bajo el nombre de William Tenn. Reservaba su verdadero nombre para las historias que se proponía publicar más tarde en el New Yorker. Su hermano Mort me contó que resultaba difícil hacerle levantar por las mañanas debido a que podía mantener una conversación perfectamente racional estando aparentemente dormido. Lo único que se le escapaba eran las matemáticas, dijo Mort. Si le preguntaban: «¿Cuántos son dos y dos, Phil?», contestaba: «Bueno, verás, esa es una pregunta muy interesante. Los babilonios…».

Todavía sin trabajo, me había inscrito en unos cursillos gratuitos para guionistas de la radio y había asistido a la primera lección, en la cual el profesor nos había hablado de lo que opinaba de la expresión: «Pero, antes…», cuando recibí la noticia de que mi padre había sufrido un ataque cardíaco. Mi madre me giró dinero y volví a casa.

Encontré a mi padre convaleciendo, y permanecí una semana en el hogar familiar, que ahora se me hacía insoportablemente pequeño. Para mitigar el aburrimiento, escribí parte de una historia llamada «El Tercer Hombrecito Verde», que Ree Dragonette admiró más tarde por sus escenas de acción. Cuando llegó el momento de marcharme, mi padre se echó a llorar. Mi madre me hizo señas de que me marchara, y me fui.

Le vendí «El Tercer Hombrecito Verde» a Malcolm Reiss, de Planet Stories, un editor que es recordado con afecto. Vendí otro par de relatos a la misma revista, pero entonces el editor era Wilbur S. Peacock. Me acostumbré a invitarle a almorzar cada vez que me compraba un relato, pero no sé por qué; no me era simpático.

Conocí también a Ray Cummings, un hombre de aspecto realmente espantoso, cadavérico, de rostro grisáceo, vestido completamente de negro con un cuello de puntas redondas. Era un superviviente de la época de Gernsback; había sido secretario de Thomas Edison, y había llenado las primeras Wonder Stories y Astounding con largos relatos tales como «Wandl, el Invasor» y «Bandidos de la Luna». Lowndes las había estado reimprimiendo y me encargaron ilustrar un par de ellas. Ilustré también una novelita larga de F. Orlin Tremaine, en la cual el protagonista iba a parar a una civilización perdida y se convertía en su dictador. Esto me indignó tanto que dibujé al héroe con uniforme de cuero negro, botas de montar y llevando unos emblemas que hice lo más parecidos posible a esvásticas, contra un fondo en el cual unos hombres pequeñitos morían en fábricas hediondas y bajo los látigos de los capataces. Nadie se dio cuenta.

Theodore Sturgeon regresó de las Islas Vírgenes y se instaló en Greenwich Village con L. Jerome Stanton y Rita Dragonette. Jay era un hombre de ojos saltones y cabellos negros con una voz lenta y tranquila que nunca se interrumpía; Rita, llamada Ree, era una mujercita morena, atractiva a pesar de que le faltaban varios molares, y que más tarde resultó padecer algunas desviaciones de la personalidad. Sturgeon fue mi agente durante una temporada; expresó la creencia de que, puesto que Jay trabajaba para Campbell, los manuscritos que él le presentara gozarían de cierta ventaja, pero la cosa no funcionó así.

Lowndes había permanecido en las Ediciones Columbia, editando todas las revistas (incluida una llamada ingenuamente Complete Cowboy), a excepción de las dos revistas amorosas, que eran editadas por una voluminosa mujer llamada Marie Park que más tarde apareció en anuncios de un salón dedicado a las curas de adelgazamiento con este pie: «Yo parecía un búfalo doméstico de la India». Era una dama sureña, y un día se puso histérica al enterarse de que un ilustrador negro se había sentado en su silla.

Judy Zissman (nacida Juliet Crossman) tenía entonces alrededor de los veinticinco años y era una joven más bien robusta, bien formada y atractiva, de piel morena y cabellos negros. Tenía los dientes feos; más tarde resolvió este problema con una dentadura postiza. Estaba tan llena de energía que no podía soportar la pereza y la indolencia a su alrededor, y nos puso a todos en movimiento. Su marido Danny y ella eran trotskistas, y en una discusión política Judy resultaba temible. Danny estaba en la Marina, sirviendo a bordo de un submarino, y Judy entabló una amistad íntima con Johnny Michel. Esto disgustó a Wollheim, y Judy no tardó en contarnos que Wollheim le había prohibido a Johnny que siguiera relacionándose con ella (debido a que era trotskista) y con Jim Blish (debido a que creía que era un fascista). Nos sentimos indignados, y nos pasamos media noche redactando un documento expulsando a Wollheim, Elsie y Michel de la Futurian Society. Lo mimeografiamos y lo pusimos en circulación. Wollheim presentó una demanda por libelo ante el tribunal supremo del Estado, contra los siete que habíamos firmado el documento: Judy, Blish, Lowndes, Virginia, Chet, Larry y yo. El tribunal rechazó la demanda y cargó las costas a Wollheim, pero a nosotros nos costó 100 dólares por cabeza en honorarios de abogados.

Blish y yo empezamos siendo rivales, y me metí con él en una revista mimeografiada titulada « ». La falta de título pretendía satirizar la carencia de significado de todos los títulos; pero su capacidad para encajar las críticas sin disgustarse me desarmó, y nos hicimos amigos.

En aquellas revistas Blish y Judy Zissman sostenían una rivalidad que fue mucho más enconada y duradera. Blish y Virginia Kidd se casaron a finales de los años cuarenta. Jim, que había intentado ganarse la vida como escritor independiente, tuvo que emplearse como lector en la Agencia Literaria Scott Meredith. Posteriormente me hizo ingresar también en ella.

Scott Meredith, nacido Feldman, era un hombre bajito y delgado que en sus años de joven escritor en Brooklyn había sido tan pobre que tenía que cruzar el puente a pie para entregar a mano sus manuscritos. Kornbluth y él habían vivido en la misma manzana siendo niños. Meredith había ahorrado todas sus pagas en las fuerzas aéreas y, después de la guerra, en sociedad con su hermano Sid, había abierto la agencia, que al principio marchaba tan mal que los dos socios tenían que barrer personalmente la oficina. Esta fase no duró mucho tiempo.

El papel de Sid en la agencia no era claro. Tenía un despacho particular y pasaba en él la mayor parte del tiempo, saliendo únicamente para repartir originales y recoger el trabajo terminado, y para pronunciar una ocasional homilía acerca del parecido de la agencia con una fábrica de zapatos: «Ellos tienen la materia prima, el cuero, ¿comprendéis?, y lo pasan a través de las máquinas como nosotros hacemos aquí y fabrican zapatos».

Meredith tenía también una lista de clientes profesionales, incluido P. G. Wodehouse, al que había adquirido escribiéndole una carta de admiración, pero esta parte del negocio era mantenida al margen de las otras actividades y Scott la manejaba personalmente. Más tarde, cuando la agencia prosperó, se ocupaba únicamente de los clientes más importantes, dejando el resto para otro empleado.

Cada mes, Meredith publicaba un anuncio a toda plana en el Writer’s Digest; aquellos anuncios, llamativos e ingeniosos, estimulaban a los escritores aficionados a enviarnos sus manuscritos para su valoración al precio de 5 dólares un relato corto y 25 dólares una novela. Cuando los manuscritos llegaban en el correo de la mañana eran distribuidos entre nosotros y nuestra tarea consistía en leerlos y escribir cartas de comentario, por lo cual obteníamos 1 dólar de los 5 y 5 dólares de los 25. La primer carta a un nuevo cliente empezaba siempre explicando que su relato era invendible porque no se atenía a los Principios Fundamentales. La carta enumeraba a continuación los Principios Fundamentales, a saber: 1 Un protagonista simpático y creíble; 2 Un problema urgente y vital; 3 Complicaciones causadas por las tentativas infructuosas del protagonista para resolver el problema; 4 La crisis (este elemento fue añadido por Blish); 5 La resolución o desenlace, en la cual el protagonista resuelve el problema a base de su valentía y sus recursos propios.

En un párrafo final, la carta señalaba cuáles eran los elementos que faltaban en el manuscrito (habitualmente todos ellos), e invitaba al cliente a intentarlo de nuevo. Las cartas subsiguientes se hacían más detalladas. Nosotros tratábamos realmente de ayudar a los clientes, y en un par de casos creo que lo conseguimos.

No ahorrábamos espacio, desde luego. La carta de introducción utilizaba siempre la fórmula «Lamento no poder darle un informe mejor, pero…», y a renglón seguido la información acerca de los Principios Fundamentales. En cierta ocasión cayó en manos de Blish un manuscrito tan horroroso que terminó la frase «… apesta», y luego escribió «Suyo affmo. y s. s.». Meredith se echó a reír y la firmó.

El hecho de que fuésemos una población cambiante y de que todas las cartas estuvieran firmadas por Meredith (o por Sid, imitando la letra de su hermano) provocaba a veces situaciones anómalas. Jim entabló una larga correspondencia sobre música moderna con un cliente, luego se marchó, y el cliente en cuestión fue traspasado a Lester del Rey, otro empleado de Meredith. El cliente, al que Jim había estado hablando de Bartok y de Hindemith, empezó a recibir cartas sobre el Bolero de Ravel.

Mi contribución a aquellas cartas era el término «trama del dragón de papel», significando la trama frecuente en la cual el desenlace revela que nunca existió un problema. El trabajo era agotador y desafiante, y me gustaba. Nos estaban explotando, desde luego, pero los conocimientos que adquiríamos no tenían precio. Un gran número de empleados de Meredith se convirtieron en editores. Meredith estimulaba esto, basándose en que tales personas se sentirían inclinadas a comprar en su agencia, y en la mayoría de los casos los hechos le daban la razón.

La oficina se encontraba en el centro del distrito de diversiones y a la hora del almuerzo, cuando habíamos dado cuenta de nuestro condumio (en una ocasión Jim se quejó de que Virginia le había puesto un bocadillo de patatas fritas), salíamos a la calle y pasábamos el resto del tiempo de que disponíamos para almorzar en un salón de máquinas tragaperras. Nuestro juego favorito era el futbolín, en el cual yo había desarrollado un golpe infalible que exasperaba a Jim.

Una nueva oficinista llamada Trudy Werndl se unió a nosotros, recién salida de la Escuela Superior, rubia, rolliza y bonita, y el hecho de que Jim y yo fuéramos escritores pareció impresionarla. Con frecuencia la llevábamos a tomar una cerveza después del trabajo, y terminé invitándola a pasar conmigo un fin de semana. Una cosa condujo a otra, y cuando le pedí que se viniera a vivir conmigo se mostró de acuerdo, pero sus amigas se escandalizaron cuando les habló de ello, de modo que decidimos casarnos. Precisamente entonces los Blish habían alquilado una casa en State Island y nos pidieron que fuéramos a compartirla. Trudy y yo nos casamos en la Pequeña Iglesia de la Esquina (elegida por una de las amigas) durante la peor tormenta de nieve de la década.

En cuando pasó la novedad se hizo evidente que nuestro matrimonio era un error. Trudy y yo no nos entendíamos, ni sexualmente ni en ningún otro aspecto. Ir a trabajar desde Staten Island, con media hora de viaje sólo en el ferry, era agotador para mí, en tanto que Trudy se aburría como una ostra quedándose en casa todo el día. Precisamente entonces Meredith me ascendió, encargándome de los clientes profesionales que no atendía él en persona, lo cual significó para mí una sobrecarga de trabajo. Al cabo de un mes, aproximadamente, enfermé de meningitis cerebroespinal y fui internado en el Hospital de Staten Island, donde en mi delirio leía manuscritos fantasma. Poco después de salir yo, Trudy tuvo que ingresar a su vez en el hospital a causa de una apendicitis. Entretanto, las relaciones entre los Blish y nosotros se habían deteriorado un poco, y Trudy y yo decidimos resolver el problema mudándonos a Manhattan. Esto ocurría cuando la escasez de apartamentos a consecuencia de la guerra era mayor, y para trasladarnos a un apartamento-estudio (llamado así porque tenía una pequeña claraboya en la sala de estar) de Greenwich Village tuvimos que comprarle al anterior inquilino los muebles por 700 dólares, que aportó mi madre.

Empezó la época más desdichada y aburrida de mi vida. Mis relaciones con Trudy iban de mal en peor. Adquirimos un amplio círculo de nuevos amigos, en su mayor parte músicos que se reunían una vez a la semana en el apartamento de Julian Goodenough. Julian vivía solo, en un apartamento situado encima de su taller de orfebrería, y en su pequeño dormitorio, debajo de una luz de color rosa, guardaba una hilera de zapatos de tacón alto de diversos tamaños. En sus sesiones musicales de los sábados, a veces tocaba el contrabajo, y a veces aporreaba el piano, sonriendo alrededor de su cigarro. No podía beber: una sola copa hacía que su rostro se congestionara.

En el Village conocí a Stewart Kerby, un viejo aficionado a la ciencia ficción que había publicado una edición limitada de uno de los relatos de David H. Keller. Un amigo suyo, Kenneth Koch, cazaba a veces a Stew y le traía a mi apartamento para que compusiera melodías para sus poemas al piano.

Necesitado de dinero, volví a la agencia Meredith, donde me encontré en compañía de Don Fine y de James A. Bryans, que más tarde se convirtió en jefe de ediciones de la Biblioteca Popular. Posteriormente, Fine se convirtió a su vez en jefe de su propia editorial.

Cuando Ejler Jakobsson me invitó a reingresar en Populares como ayudante suyo, me alegré mucho, particularmente porque Jake había heredado el departamento de Al Norton, que incluía las dos revistas de ciencia ficción. (Norton era ahora editor asociado). Este era el motivo de que Jake me hubiera llamado, anticipando mi ayuda en un terreno poco familiar para él, pero lo cierto es que ambos quedamos decepcionados. Jake rechazaba relatos que yo recomendaba con entusiasmo, incluidas dos de las primeras narraciones de Charles Harness, y llenaba el volumen con otras cosas que yo consideraba impublicables Tampoco estábamos de acuerdo en lo que respecta a las cubiertas, y no le divirtió en absoluto que yo dibujara una de ellas poniéndoles a las figuras equipos de futbolista en vez de trajes espaciales.

Wollheim se casó finalmente con Elsie; se trasladaron a Queens, a un apartamento con una soleada sala de estar que parecía una foto mural. Kornbluth se casó con Mary Byers y se marcharon a vivir a Levittown. Lowndes estaba viviendo en Westchester, casado con una mujer cuyo nombre cambió súbitamente. Pohl me dijo que había llamado a Lowndes por teléfono y había dicho casualmente: «¿Cómo está Dorothy?».

La conversación continuó así:

LOWNDES: ¿Quién?

POHL: Dorothy.

LOWNDES: ¿Quién?

POHL: Dorothy, tu esposa.

LOWNDES (con gran énfasis). La que era Dorothy es ahora Bar-ba-ra.

Pohl se casó con Judy Zissman. Fueron en busca de una vivienda a Red Bank, Nueva Jersey, y debido a que llevaban ropas muy usadas el agente inmobiliario supuso que eran ricos y les mostró una enorme casa de tres pisos. La compraron, y Fred todavía vive allí.

Omito los detalles de mi ruptura con Trudy. Debido a que el matrimonio no había alcanzado un año de duración y no teníamos hijos, conseguimos una anulación en vez de un divorcio. Trudy se quedó con Julian cosa de un año, perdió muchos kilos, se compró un nuevo vestuario y se convirtió en una mujer esbelta y elegante.

No tuve que comparecer en el juicio oral para la anulación de mi matrimonio; sin embargo, había comparecido antes en la causa de divorcio entablaba por Judy Zissman contra Danny, para testificar que Danny y una mujer que no era su esposa habían pasado unas horas en un dormitorio de mi apartamento. El árbitro del divorcio era un viejo llamado, apropiadamente, Schmuck. Me preguntó: «¿Qué regentaba usted, una casa de citas?», y no cesaba de murmurar: «No habrá divorcio en este caso, no habrá divorcio». Sin embargo, acabó por concederlo, y a petición suya Judy se convirtió legalmente en Judith Merril.

Yo estaba fascinado por las permutaciones de los nombres de Judy, y un día, estando con ella en un restaurante, escribí un poema acerca de ellos en una servilleta:

Juliet Grossman Zissman Pohl

Odiaba su nombre desde el fondo de su alma;

Acudió al tribunal en inminente peligro;

Cambió su nombre por el de Judith Merril.

En una fiesta había conocido a Helen, esposa de Lester deI Rey, y más tarde me había enterado de que su matrimonio estaba naufragando. La invité al cine, y una cosa condujo a otra. Le traspasé el apartamento-estudio a Dick Wilson y me marché a vivir con Helen. Más tarde nos casamos.

Lester del Rey firmaba sus primeras cartas a Astounding como R. (por Ramón). Álvarez, y tenía otros cuatro o cinco seudónimos, desde Ramón Felipe María hasta Álvarez del Rey. Explicaba que su padre era descendiente de una rama realista de la familia Álvarez. Conversando, le gustaba defender proposiciones absurdas. Si hacía alguna afirmación que despertaba la incredulidad de su interlocutor la repetía inmediatamente con más énfasis, y aunque sólo se le hubiera ocurrido un momento antes, estaba preparado para defenderla durante horas enteras, citando fuentes más o menos imaginarias: todo ello con una sonrisa maliciosa y una satisfacción tan evidente que resultaba difícil enfadarse con él. Describí este aspecto de Lester, entre otros, en A Likely Story, en la cual aparecía como Ray Alvarez.

En la introducción a uno de sus relatos afirmé que Lester era uno de los hombres más pendencieros que he conocido. Su esposa Evelyn me contó más tarde que cuando Lester lo leyó, gritó: «¡Yo no soy pendenciero!».

Volvía a estar cansado de Populares, y deseaba editar mi propia revista de ciencia ficción. Le pregunté a Fred Pohl si conocía a algún editor que pudiera estar interesado; me sugirió que probara con Alex Hillman, de Ediciones Hillman. Le escribí a Hillman, y me citó para una entrevista. Hillman, cuyo físico me recordó a Charles Coburn, me contrató en diez minutos. Cuando me preguntó lo que quería ganar, le dije que en Populares estaba cobrando 75 dólares (una exageración), y que naturalmente deseaba mejorar; me ofreció 85 dólares semanales, que era el mayor sueldo que había ganado en toda mi vida. Pagué algunas deudas y me compré dos trajes nuevos por primera vez en mi existencia. Nunca había tenido más de un traje, y casi siempre de segunda mano.

Yo quería titular a la revista Science-Fantasy, pero los abogados de la firma, tras una minuciosa investigación, lo desaconsejaron, debido a que las dos palabras eran utilizadas en los títulos de otras revistas. Finalmente nos decidimos por Worlds Beyond, plagiado del título de un simposio editado por Lloyd Arthur Eshback, Of Worlds Beyond. Mi acuerdo verbal con Hillman fue tan apresurado que inmediatamente después me di cuenta de que ni siquiera sabía si la revista iba a ser mensual. Yo era demasiado bisoño para pedir un contrato garantizando un mínimo de números, o fijando los detalles de producción y formato. Hillman se marchó de vacaciones, y me dijo que tuviera una cubierta preparada para cuando él regresara.

Fred, convertido en agente literario, se rió con gozosa incredulidad cuando le dije que había vendido la revista a Hillman. Le compré varios relatos de clientes suyos para el primer número, y otros dos a Meredith. A un joven escritor llamado Richard Matheson, entonces casi desconocido, le compré un relato titulado Clothes Make the Man (El Hábito hace al Monje), una pequeña sátira acerca de una colección de trajes que usurpan la personalidad de su dueño. Ese fue el relato que escogí para ilustrar la cubierta. Recurrí a un artista llamado Herman Bischoff y le di el encargo; realizó un excelente trabajo, dibujando una serie de trajes vacíos agitando sus mangas a una desconcertada muchacha. A su regreso, Hillman rechazó el dibujo y no hubo manera de convencerle, a pesar de que un vicepresidente se puso de mi parte. Descubrí entonces que me había equivocado al creer que tenía autoridad para encargar el dibujo; lo que Hillman había querido decir era que tuviera preparado un boceto para que él lo aprobara. A Bischoff no le pagaron. Recurrí a Paul Callé, sabiendo que tenía un dibujo que había sido rechazado por Populares, y lo compramos por 100 dólares.

La atmósfera en Ediciones Hillman era completamente distinta de la de Populares. Tuve una oficina para mí solo durante un par de semanas, y luego me pusieron con la plantilla de las revistas detectivescas de Hillman, dirigida por un hombre irascible, de ojos saltones, cuyo nombre he olvidado. Cada uno de los editores parecía aislado en su pequeño escritorio, aunque varios de nosotros trabajábamos en la misma habitación. No existían camaradería ni confraternización. Encontrarse con Hillman en el vestíbulo era una enervante experiencia. Fumando un cigarro, cruzaba el vestíbulo mirando fijamente delante de él, con las manos entrelazadas detrás de su espalda. Nunca contestó a mis buenos días. (Le utilicé como el Boss de California en mi novela A for Anything).

Yo tenía el más ínfimo de los presupuestos, pero dado que casi la mitad del material que iba a utilizar eran reimpresiones, podía permitirme pagar precios normales por los relatos inéditos. Fred me envió un excelente relato de Phil Klass, cuyo título cambié por el de Null-P. Adquirí relatos de Poul Anderson, Fred Brown y Mack Reynolds, John Christopher y otros. Escribí una sección de crítica de libros, a la cual llamé «La Mesa de Disección».

Apareció el primer número, con una horrible cabecera aportada por uno de los lugartenientes de Hillman (algo a base de platillos volantes). La impresión era horrible, peor incluso que la de las revistas de Lowndes. Cuando llegó el primer informe sobre las ventas, tres semanas después, fue tan pésimo que Hillman canceló el proyecto inmediatamente. Había otros dos números en preparación y se publicaron. También había sido dibujada la cubierta del número cuatro. La empresa se negaba a pagar al dibujante, pero esta vez le apoyé con firmeza (su boceto había sido previamente aprobado) y el hombre obtuvo su dinero.

En los años cuarenta casi todas las revistas de ciencia ficción tenían una sección de crítica de libros, aunque en la mayor parte de los casos eran del tipo que más tarde yo mismo bauticé con el nombre de «guía del comprador»; las recensiones tenían alrededor de tres centímetros de longitud y terminaban inevitablemente con la frase: «Un libro que no puede faltar en la biblioteca de todos los aficionados a la ciencia ficción». Además de las recensiones para Worlds Beyond, yo había escrito ya un largo ensayo crítico sobre las obras de A. E. van Vogt, que Larry Shaw había publicado en una de sus revistas para aficionados, Destiny’s Child. Cuando Lester empezó a publicar dos nuevas revistas, Space Science Fiction y Science Fiction Adventures, hablé con él para que me concediera la sección de crítica de libros en una de ellas. Me pagaba, creo recordar, a 15 dólares la columna.

Al cabo de un año, aproximadamente, Lowndes se ofreció también a publicar todas las recensiones que le enviara, por extensas que fueran, pagándome lo que tenía por costumbre, es decir, medio centavo por palabra. En diversas ocasiones publiqué también recensiones en el chapucero fanzine de Harlan Ellison, Dimensions (donde mi columna era llamada «Gardyloo», un grito de advertencia utilizado antiguamente cuando se arrojaba el contenido de los orinales por las ventanas), en Hyphen de Walt Willis, en Infinity, y finalmente en Magazine of Fantasy and Science Fiction. Cuando renuncié a la tarea, a raíz de una discusión sobre una crítica que F & SF se negó a publicar, llevaba nueve años haciendo crítica de libros.

Aquellas críticas eran generalmente bien acogidas, incluso por los autores. (Bob Tucker me contó que estaba presente cuando Jerry Sohl leyó mi crítica de su Point Ultimate, y que Jerry había reído y llorado al mismo tiempo). Desde luego, no faltaban las excepciones. Alguien escribió una virulenta carta a Infinity bajo seudónimo, formulando objeciones a mi crítica de una colección de relatos de Richard Matheson. Me llamaba, creo recordar, «uno de los grandes frustrados de nuestra época»). Infinity publicó la carta. Observé que la dirección era la misma que la de Charles Nutt, un aficionado que, por motivos comprensibles, había cambiado su nombre por el de Charles Beaumont [2]. Le escribí preguntándole si era el autor de la carta, y me contestó que no, pero que sabía quién la había escrito. No estaba dispuesto a decírmelo, y no podía explicar por qué había sido utilizada su dirección. Por mi parte, no podía entablar un duelo con alguien que disparaba emboscado, y el asunto quedó muerto.

Horace Gold, el editor de la nueva revista Galaxy, me había comprado un relato titulado To Serve Man, y escribí otro relato para él. Me lo compró también, y un tercero, y un cuarto. Los escribía uno detrás de otro sentado en el sofá-cama que Lester nos había regalado, con mi máquina de escribir sobre una silla de la cocina entre mis rodillas. Cuando le vendí a Horace un quinto relato, me dije que, siendo un autor de éxito, no estaba atado ya a Nueva York. Helen y yo almacenamos nuestros muebles y compramos dos billetes para el avión de California.

Alquilamos una casita en la ladera de una montaña en La Sierra. La vista a través del valle era espléndida, y teníamos un pequeño jardín. Coloqué mi máquina de escribir sobre una silla debajo del único árbol del jardín y terminé Double Meaning, la novela corta que había empezado antes de salir de Nueva York.

Mis relaciones con Helen eran más afectuosas y sociables que románticas. Mientras éramos pobres marchábamos estupendamente y éramos muy felices juntos. Si teníamos un solo dólar, lo gastábamos yendo al cine, sabiendo que algo caería dentro de un par de días. Inventamos un juego de pelota, una especie de voleibol, con la diferencia de que el balón estaba atado a una cuerda, y ésta a una red: el que dejaba que el balón tocara el suelo en su lado de la red perdía un punto. Inventé también un sistema de simular relatos escritos por computadoras, llamado «logogenética», y pasábamos horas enteras en eso.

Gold rechazó Double Meaning, mi primer indicio de que no todo eran rosas en el paraíso de los escritores. (Sam Merwin la compró más tarde y la publicó en Startling). Escribí otro relato y Gold también lo rechazó.

Sintiéndonos demasiado aislados en La Sierra, nos trasladamos a Santa Mónica, donde conocimos a Richard Matheson y a su novia. Vivíamos en un pequeño apartamento propiedad de una actriz de la TV. Ante la urgente necesidad de dinero, entré a trabajar como oficinista en una fábrica de aviones. Me despidieron al cabo de seis semanas, con gran alivio por mi parte.

Decidimos que estábamos hartos de la California meridional, con sus ocho meses de sol y cuatro meses de lluvia. Regresamos a Nueva York y nos alojamos provisionalmente en el apartamento de Lester. (Él vivía en otra parte).

Ingresé una vez más en Populares para ocupar una plaza eventual por espacio de un mes. Transcurrido el mes en cuestión, Mike Tilden me dijo que podía conservar el empleo si quería, pero no quise. Se había convertido en una rutina para mí; podía realizar mi trabajo sin pensar en él, y había dejado de gustarme.

Al cabo de un año Populares dejó de publicar todas sus revistas y los directores literarios se quedaron en la calle. Más tarde encontré a Mike y a Eljer Jakobsson trabajando en la misma oficina con Larry Shaw en una serie de novelas pornográficas publicadas por Universal Publishing and Distributing Co. La esposa de Mike había muerto y su hijo se había suicidado; él mismo murió pocos años después, arruinado, desaseado y paciente hasta el final.

Mirando un mapa, Helen y yo vimos unos nombres que nos gustaron en los Poconos y nos trasladamos allí en autobús. Encontramos una cabaña de cuatro habitaciones en los bosques y la alquilamos directamente de los propietarios, un tabernero llamado Diebold y su esposa. (Le utilicé a él en A for Anything). Se hallaba situada a cosa de un kilómetro de Canadensis, un simple cruce de carreteras con una oficina de correos y unas cuantas tiendas. Había un césped muy crecido que tuve que segar con una guadaña. Detrás de nuestra cabaña, en pleno bosque, había una diminuta choza, no mayor que una cabina telefónica, en la cual vivía un retrasado mental. Encontré un viejo escritorio en un cobertizo y lo llevé a la cabaña; olía a pino y había grandes huecos entre las tablas de su superficie. Adquirimos unos gatitos; uno de ellos se cayó al pozo y otro quedó atrapado en una trampa puesta por el retrasado mental. En agosto de aquel año nació nuestro primer hijo; fue una niña y le pusimos el nombre de Valerie. Empecé a escribir de nuevo, y terminé una novelita, Natural State, que compró Gold.

Esta fue mi primera colaboración editorial con Horace, y ello provocó en mí sentimientos encontrados. Anteriormente me había limitado a escribir los relatos y él los había comprado o rechazado; esta vez acudí a él con una idea y la discutimos largamente. La idea era para un relato que se titularía Cannon Fodder, y que adoptaría la forma de un viaje épico de algunos soldados y su «cañón»: un ser viviente construido biológicamente para ser un arma. A Gold le gustó la idea y sugirió que podía ampliarse a toda una cultura creadora de productos biológicos en vez de máquinas; aportó también algunos de los detalles más llamativos, tales como los arbustos-cuchillos. Sin duda alguna, el relato resultó mucho mejor que el que yo había planeado, aunque no pude evitar la sensación de que hubiera preferido escribir mi propio relato. Siempre tuve muy en cuenta esto cuando más tarde me convertí en director literario.

Escribí otra novelita, Rule Golden, pero Gold no la admitió y tuve que vendérsela a Harry Harrison, que entonces editaba Science Fiction Adventures. A pesar de aquel semitropiezo, volvíamos a tener dinero, y nos compramos otro automóvil, un impresionante sedán verde. El padre de Helen, aquejado de una enfermedad incurable, se vino a vivir con nosotros; aunque sufría mucho, nunca se quejaba y no causaba ninguna molestia; por decirlo de alguna manera, apenas removía el aire con su respiración.

Escribí Special Delivery, un relato acerca de un superhombre innato, basado en el embarazo de Helen y en una observación suya: «Dale uno de mi parte».

Escribí otra novelita destinada a Beyond, titulada Be my Guest, y la terminé unos días antes de Navidad, pero Gold la rechazó y pasaron varios años antes de que se la vendiera a Hans Santesson para Fantastic Universe. Uno de los personajes de aquella historia estaba basado en una muchacha desequilibrada con la que Chester se había acostado en cierta ocasión y que posteriormente se pasó meses enteros importunándole y enviándole extraños regalos: poemas, tarjetas de Navidad y cáscaras de huevo aplastadas.

Había conocido a Horace Gold en 1950, poco después de la aparición del primero número de Galaxy. Era un hombre robusto, calvo, inquieto y enérgico, jactancioso, innovador, brillante: todo lo que era Galaxy, a hechura suya. Debajo de todo esto había un duro núcleo de desesperación. Un día, al ir a coger un pequeño objeto de encima de su escritorio, se le escapó de la mano y se rompió. «Lo ha tocado Gold», dijo en tono lúgubre. Después de la guerra Gold había desarrollado una extremada agorafobia, y ahora no salía nunca del apartamento del East Side en el que vivía con su esposa y su hijo. Daba frecuentes fiestas y pasaba horas enteras conversando por teléfono. Yo me sentía siempre inquieto en lo que respecta a Gold, porque era el único editor que compraba mis relatos con cierta regularidad y porque no me resultaba tan simpático como yo hubiera deseado. Posteriormente he captado sensaciones similares en escritores publicados por mí. Es más fácil simpatizar con alguien que depende de nuestra buena voluntad que viceversa.

En cierta ocasión llamé a Horace para preguntarle cómo marchaba la revista, y me pidió como favor especial que escribiera a los editores elogiando el primer número. Me pareció una petición muy rara, pero le dije que lo haría y escribí una carta que empezaba así: «Por sugerencia de H. L. Gold, les escribo para decirles que opino que está realizando una excelente labor como editor de Galaxy». Le mostraron aquella carta a Gold, y él me dijo que su esposa creía que yo le estaba apuñalando, pero que él se daba cuenta de que yo era simplemente un ingenuo. Después de aquello, cada vez que algo marchaba mal en Galaxy, Evelyn decía: «Oh, bueno, Damon puede encargarse de arreglarlo».

Gold tenía el vicio incurable de superrevisar los relatos; como dijo Lester en cierta ocasión, convertía los relatos mediocres en buenos y los relatos excelentes en buenos. Compró el bello Angel’s Egg de Edgar Pangborn y lo mostró a varios escritores en manuscrito, y luego volvió a escribir algunas de sus mejores frases. Cambió la descripción del «ángel» (un visitante de otro planeta) cabalgando a lomos de un halcón «con sus expresivas manos sobre su terrible cabeza» por «con sus telepáticas manos sobre su rapaz cabeza». Según Sturgeon, cuando apareció el número y el relato fue leído en su versión impresa, tres pares de tacones golpearon el suelo al llegar a aquella frase y tres personas intentaron telefonear a Gold para maldecirle por entrometido. Sturgeon adquirió la costumbre de tachar determinadas frases en sus manuscritos y escribirlas de nuevo encima a mano. Gold le preguntó por qué hacía aquello, indicándole que le dificultaba hacer correcciones. «Por eso lo hago», replicó Sturgeon.

Gold era sin duda uno de los hombres con más ideas en el campo de la ciencia ficción, y contribuyó más de lo que nunca se sabrá a los relatos publicados por Galaxy. Blish se quejaba de que su respuesta invariable a la idea de un autor era darle vueltas en su cerebro, aunque de hecho a veces se limitaba a volverla del revés, en beneficio suyo.

En cierta ocasión Horace me llamó a Canadensis y me propuso que me convirtiera en lo que él llamó un «escritor práctico» para Galaxy, escribiendo relatos de acuerdo con los temas que Horace necesitara en aquel momento, y bajo diversos seudónimos —«tal vez incluso bajo nombres de mujer»—. Yo deseaba decirle que no, pero no me atreví, y accedí con tan poco entusiasmo que Horace se dio cuenta inmediatamente, y quedó decepcionado por partida doble: por mi negativa, y por mi incapacidad de realizar aquella tarea. Ahora sé que los editores se decepcionan continuamente por la falta de espíritu combativo de los autores, y prefieren un «no» rotundo a un «sí» dado de mala gana.

Yo había visto fracasadas mis antiguas ambiciones de convertirme en un escritor de Astounding; Campbell devolvía mis relatos vía Sturgeon con comentarios garabateados a mano tales como «anticuado, de principios de los años treinta» o «insustancial», que herían mis sentimientos sin enseñarme nada. Logré venderle la mitad de un relato (una colaboración con Blish titulada Tiger Ride), y eso fue todo hasta 1952 cuando le vendí un relato exclusivamente mío, The Analogues, que tenía un toque de Dianética. En 1964 le vendí otro, Semper Fi, cuyo título cambió por el de Satisfaction. (Mi título, que yo prefiero, significa «Fastídiate Jack. Yo ya he pasado lo mío», en la jerga de la Marina).

Oí hablar de las cartas de cuatro páginas que otras personas recibían de Campbell, y me sentí marginado. Eventualmente le escribí pidiéndole más orientación, y me contestó invitándome a almorzar, pero yo estaba a punto de marcharme a California y decliné la invitación. Sin duda hubiera podido conseguir que Campbell me invitara a almorzar mucho antes, pero sus aires de «conferenciante» me resultaban tan desagradables que me resistía a enfrentarme con ellos. Campbell hablaba mucho más de lo que escuchaba, y le gustaba decir cosas insultantes; por mi parte, tenía muy poca paciencia y cuando perdía los estribos decía cosas de las que luego me arrepentía.

De todos modos, veía en Galaxy la revista de ciencia ficción ideal, y el hecho de que Horace estuviera comprando casi todo lo que yo escribía me hacía pasar por alto cualquier posible defecto. Mis relatos aparecían invariablemente en primer lugar en las listas que reflejaban las preferencias de los lectores. (Gold insistió, dicho sea de paso, en que Campbell le había dicho por teléfono que prescindiera de las cartas de los lectores y estableciera los porcentajes en su departamento de publicidad).

Cuando Gold empezó a rechazar mis relatos y tuve que buscar otros mercados, me sentí traicionado. Es cierto que aquellos no eran el tipo de relatos que él estaba acostumbrado a comprarme, pero yo opinaba que ello no debería importar, y que una revista como Galaxy debía comprar, si podía, las mejores obras de los mejores autores, fueran del tipo que fuesen.

Cuando llegué a editar Orbit traté de mantenerme fiel a ese ideal, y descubrí que no podía hacerlo. Compré cinco a seis relatos seguidos de Gardner Dozois, Gene Wolfe y otros autores, y luego rechacé otros relatos que ellos debían tener todos los motivos del mundo para creer que yo les compraría. Así son las cosas.

Helen y yo necesitábamos una casa más espaciosa, y encontramos una por alquilar en Canadensis, pero el propietario frunció el ceño cuando le dije que era escritor. Al no encontrar nada más cerca, fuimos a buscarla a Mildford, con la enérgica ayuda de Judy Merril.

Los primeros colonos de Mildford habían sido los Blish, que habían contestado a un anuncio del Times y habían firmado un contrato por el cual compraban una casa a plazos y no recibirían la escritura hasta que hubieran terminado de pagarla. Esto les ahorraba los gastos de una hipoteca —no tenían dinero para pagar al contado—, pero significaba la posibilidad de perder la casa y todo lo que habían invertido en ella si dejaban de pagar alguno de los plazos, con la consiguiente tensión nerviosa durante años enteros. La casa, de dos plantas, era realmente bonita y en su parte posterior daba a una gran extensión de césped que descendía hasta el río Sawkill (que más tarde se desbordó y les inundó la vivienda).

A continuación llegó Judy, que alquiló una fría casa victoriana en la Broad Street, reunió a su familia y se dispuso a ejercer su papel de madre. Sus dos hijos habían estado viviendo con sus respectivos padres y los dos se quedaron con Judy voluntariamente, pero al retenerlos a su lado quebrantó los acuerdos sobre su custodia y más tarde le creó serios problemas. Fred la demandó para recuperar la custodia de su hija Ann, y se celebró un embarullado juicio en el cual estuvieron presentes casi todas las personas a las que conocíamos, para testificar a favor de una o de otra de las partes.

Milford es un pueblecito tranquilo de Delaware. La población permanente era entonces de unas mil almas. Las calles tienen sus aceras bordeadas de viejos arces y son muy hermosas en otoño. La mayoría de las casas están pintadas de blanco, muchas de ellas casas victorianas, con marquetería charra, frontiscipicios y tejados de pizarra. El pueblo tiene una alta sociedad compuesta de antiguos residentes, segunda y tercera generación; los recién llegados no son admitidos nunca en ella, pero cualquiera que pase un invierno allí será tratado posteriormente como un ser humano. La fuente principal de ingresos de Mildford es el turismo; un poco al norte hay pueblos como Hawley cuya decadencia resulta impresionante. Mildford ha sido conocido siempre por sus restaurantes, entre ellos el Fauchere, que sirve un menú «viejo estilo» y elige que sus huéspedes vayan decentemente vestidos.

Encontramos una casa en la Ann Street por 35 dólares mensuales de alquiler y nos mudamos a ella. La casa estaba pintada de blanco por dentro y por fuera, tenía crujientes suelos de madera y un ventanal en arco con asientos de piedra. La habitación delantera carecía de calefacción y en invierno descubrimos que teníamos que cerrarla o no podíamos calentar el resto de la casa. Sin embargo, en la habitación delantera teníamos el aparato de televisión, puesto que en la habitación del centro no había ningún lugar conveniente para instalarlo. Nuestra solución fue clavar con tachuelas una manta a través del marco de la puerta de separación y contemplar la televisión por encima de ella.

Yo había estado escribiendo cosas cada vez más largas, y me creía preparado para una novela, pero el pensar en aquella ingente tarea me amilanaba. De modo que decidí escribir una continuación de un relato mío titulado The Analogues. La continuación, Turncoat, había alcanzando las veinte mil palabras aproximadamente, cuando se la ofrecí con una sinopsis del resto a Walter Fultz, de Lion Books. Firmamos un contrato y terminé el libro como Hell’s Pavement. Trataba de las consecuencias de un invento, y se componía de tres partes: una muy corta, presentando el invento, otra más larga, mostrando su evolución, y otra todavía más larga desarrollando la trama.

Se me ocurrió intentarlo de nuevo con otro aparato, y esta vez elegí el duplicador de materia, porque opinaba que los autores que habían tocado el tema anteriormente lo habían hecho muy mal. George O. Smith, en Pandora’s Box, había protegido a la civilización introduciendo monedas fabricadas con una sustancia que no podía ser duplicada. Yo opinaba que esto equivalía a sacar un conejo de un sombrero de copa, y que lo que había que hacer era permitir que la civilización se derrumbara y ver lo que ocurría a continuación. (Más tarde, un escritor de Alaska, Ralph Williams, recusó mi versión y escribió un delicioso relato titulado Business as Usual, During Alterations, en el cual argumentaba persuasivamente que la civilización ni siquiera se estremecería). Escribí la primera parte y la vendí a F & SF como A for Anything, y luego, con aquello y una sinopsis del resto, obtuve un contrato de Fultz para la novela. Mi tesis era la de que tras el colapso de una civilización industrial surgiría una nueva sociedad esclavista, y que los nuevos amos tomarían necesariamente posesión de las únicas casas existentes lo bastante grandes y aisladas para sus proyectos, tales como los hoteles de balnearios. Situé a mi protagonista en un lugar real llamado Buek Hill, no lejos de Canadensis; la descripción de los terrenos y del exterior de la casa eran fruto de una observación directa.

Cuando me faltaban unas diez mil palabras para terminar la novela, me encallé: sabía lo que ocurriría a continuación, pero me resultaba imposible escribirlo. Por entonces Fultz se había marchado de Lion, y había sido reemplazado por su antiguo secretario; la firma se había disuelto y su fondo editorial había sido adquirido por una nueva sociedad que operaba como Zenith Books. Para no dejar colgado mi libro me sumergí en él y lo terminé lo mejor que pude. El tratamiento del jefe rebelde en los últimos capítulos resultaba algo superficial, pero de todos modos el desenlace me pareció correcto. Entregué el manuscrito a Zenith y le pedí al sucesor de Fultz que aplazara su publicación durante unos meses a fin de poder vender los derechos de serialización; se negó, diciendo que necesitaba el libro inmediatamente, y puesto que lo había terminado con retraso, tragué saliva y me conformé. El libro no fue publicado hasta casi doce meses más tarde.

El emblema de Zenith era una especie de V invertida, y el hecho de que apuntara hacia abajo me hizo sugerir al editor que la compañía debería llamarse Nadir Books. No tomó en cuenta mi observación, naturalmente. Pero era una verdad como un templo.

En 1955 los socios de una nueva editorial llamada Advent establecieron contacto conmigo con la idea de reunir en un volumen mis críticas de libros. Me ofrecieron un contrato según el cual yo obtendría la mitad de los beneficios, tras haber deducido los costos de producción. Reuní trabajosamente las críticas, a pesar de que mi agente dijo que no quería saber nada de aquel asunto, que no me produciría un solo centavo. Anthony Boucher escribió una introducción, y yo insistí en que también él percibiera un tanto por ciento. El volumen se publicó en 1956. En 1967 se publicó una segunda edición revisada y ampliada, y el libro ha estado produciendo unos centenares de dólares cada año desde que se publicó, por un total de casi 2000.

En 1958, James L. Quinn, propietario de If, me pidió que me convirtiera en director de la revista. Larry Shaw había sido el director a principios de los años cincuenta, cuando publicó la versión original de la novelita de Blish A Case of Conscience; pero cuando Larry le devolvió un relato a Judy Merril creyendo que podía venderlo en otra parte por más dinero, Quinn lo consideró como una deslealtad y le despidió. Desde entonces y durante varios años Quinn había estado dirigiendo la revista personalmente, y su circulación había disminuido cada vez más. Tenía que elegir entre dejar de publicarla o poner a otro director. Quinn era un buen director, pero sus gustos en ciencia ficción se inclinaban hacia las sátiras convencionales sobre automóviles y computadoras. Edité tres números de If poniendo el mayor interés, pero la circulación no aumentó y Quinn vendió la revista a Galaxy.

Entre los relatos que heredé cuando empecé a llevar la revista había uno titulado The Founding of Fishdollar Five (yo la convertí en The Fishdollar Affair), de Richard McKenna. Quinn le había prometido a McKenna que le compraría aquel relato si lo reducía a la mitad. McKenna ha contado cómo lo hizo y cuán importante fue para él en su Journey with a Little Man. El relato fue cortado hasta el hueso, y Quinn dijo que no esperaba ser tomado tan al pie de la letra, pero lo compró. A mí me impresionó McKenna y le invité a la Conferencia de Mildford. Invité también a una autora llamada Kate Wilhelm, de la cual no había comprado nada, pero cuyos relatos me habían llamado la atención. Fueron unas decisiones funestas.

Yo había imaginado a Kate Wilhelm como una mujer de mediana edad, de cabellos grises y calzando zapatos de tacones planos; en realidad, resultó ser joven, esbelta y bonita. Aquel año había invitado también a un estudiante del MIT llamado Shag, que no era un escritor profesional y que de hecho no tenía por qué estar allí; se enamoró perdidamente de Kate. La última noche de la Conferencia permanecimos toda la noche sentados en la sala de estar de los Blish, y por la mañana A. J. Budrys y yo acompañamos a Kate al tren, donde A. J. la besó y ella me estrechó la mano. Cuando regresamos, A. J. le dijo a Shag, con un brillo malicioso en los ojos: «Kate es increíblemente apasionada». Y Shag dijo: «Eres un bastardo».

En 1959 llegó a mis manos un ejemplar de la revista francesa Fiction, que había traducido uno de mis relatos. Fiction fue fundada como la edición francesa de F & SF, pero casi desde el principio había publicado relatos de autores nativos y en aquella época el contenido era casi mitad y mitad. Era una revista atractiva, con cubiertas de Jean-Claude Forest, el artista que creó a Barbarella.

En los años cuarenta había aprendido por mi cuenta un poco de francés con la intención de tratar de descifrar el texto de las revistas y libros franceses «sexy». (Yo tenía una idea exagerada de la sicalipsis de La Vie Parisiense, adquirida a través de las referencias a aquella revista en antiguos relatos de ciencia ficción). Los textos me decepcionaron, pero aprendí el suficiente francés como para leer toda una novela de André Maurois, Climas. Esto no bastaba para calificarme como traductor, pero me armé con mi diccionario Francés-Inglés, me senté a la mesa del comedor y la emprendí con el primer relato de la revista, Au Pilote Aveugle, de Charles Henneberg (en realidad una colaboración entre Henneberg y su esposa Nathalie, la cual continuó escribiendo relatos muy semejantes a aquel después de la muerte de su marido). El relato era de fácil tradución al inglés, resultó ser muy bueno, y vendí mi trabajo a F & SF. Seguí por aquel camino. La tarea de traducir, y todavía más la correspondencia con los autores, mejoró enormemente mi francés, aunque sigo sin entender el francés hablado lo suficientemente bien como para mantener una conversación. La única vez que me atreví a intentarlo fue con José Sanz, el organizador del festival cinematográfico de Río, que no hablaba con nosotros porque se avergonzaba de su inglés. Después de dos o tres andanadas de mi francés, se animó y empezó a hablar en un inglés perfecto y casi sin acento.

En 1960, Robert P. Mills, que había sido el editor de F & SF, se convirtió en agente literario, primero como socio de Rogers Terril, luego con Ashley, y finalmente por su cuenta. Yo fui su primer cliente, y lo primero que me dijo fue: «Creo que deberías publicar tus obras en tela». Envió una colección de mis relatos a Simon and Schuster, y Clayton Rawson la compró. Mi título original era Stop the World pero Clayt, que nunca había oído la frase, lo vetó: propuso Far Out, y el libro se publicó con ese título.

Rawson asistió a la Conferencia de Mildford al año siguiente y me propuso editar una amplia colección retrospectiva de Ciencia-Ficción, una idea que se le había ocurrido una mañana al encontrar en su escritorio dos propuestas para libros de ciencia ficción, uno acerca de la ciencia ficción antigua, y otro de un escritor muy joven; y pensó que tenían que haber muchas personas jóvenes que nunca habían oído hablar de la ciencia ficción antigua.

Siempre había estado convencido de que era capaz de editar una antología estupenda, pero nunca había sabido cómo convencer de ello a un editor sin haberlo demostrado previamente editando una antología. (Sigo sin saberlo). Emprendí la tarea con entusiasmo, y logré reunir la mayoría de los relatos que me habían entusiasmado: Clayt me devolvió la mayoría de ellos con visibles muestras de desagrado. Volví a leerlos cuidadosamente, y me di cuenta con una sensación de desaliento de que eran pura morralla, que me había impresionado en mi ignorancia cuando tenía doce y trece años. A pesar de esto, logré reunir una colección que satisfizo a Clayt y también a mí (el extracto de Veinte Mil Leguas Submarinas fue incluido por deseo de Clayt). La antología se vendió muy bien, y lo mismo ocurrió con la segunda. A medida que mi producción de relatos disminuía y mis responsabilidades aumentaban, me dediqué más y más a las antologías como medio de ganarme la vida.

Thomas A. Dardis, de Berkley Books, me preguntó en 1960 si me interesaba convertirme en su asesor de ciencia ficción. Se lo había propuesto antes a Groff Conklin, y Groff le había sugerido mi nombre. Ocupé aquel puesto durante seis años, leyendo manuscritos y redactando informes para Dardis, y también me dediqué a la revisión de originales por mi cuenta. En 1963 convencí a Dardis para que me dejara editar cuatro libros al año, trabajando directamente con los autores y concediendo contratos a base de sinopsis. De esta manera conseguí primeras novelas de Keith Laumer, Thomas M. Disch y otros, y llevé a Gordon R. Dickson y a Poul Anderson al catálogo Berkley.

En 1961, después de la muerte de mi madre dejándome algún dinero, mis relaciones con Helen empezaron a deteriorarse, como si la prosperidad nos sentara mal. Habíamos dejado de ser pobres, teníamos dinero en el banco (la mayor parte del tiempo), pero no disfrutábamos ya nuestra mutua compañía. Más tarde, Helen lo explicó como una especie de fiebre: en mi presencia, pensaba: «Uf, está respirando». Lo intentamos todo, pero nada dio resultado, y eventualmente dejé de compartir el dormitorio con ella.

Helen se marchó con los niños, primero a una casita cerca del río y después a Port Jarvis, donde sigue viviendo. Nos divorciamos tras los degradantes, grotescos y crueles preliminares establecidos en aquella época por la legislación de Pennsylvania.

Al año siguiente, en la Conferencia de Mildford, Katie y yo nos acercamos el uno al otro con pasos vacilantes; ninguno de los dos sabía cómo empezar, pero finalmente lo conseguimos. Acordamos que Katie pediría el divorcio, traería sus dos hijos a Mildford y viviría allí durante un año; entonces, si todo marchaba bien, nos casaríamos. Katie se quedó con Judy un par de semanas y luego alquiló una casa en la carretera de Dingmans. Los hijos de Katie, Dusty y Dickie, tenían trece y nueve años respectivamente, y andaban a mi alrededor como perros forasteros. Dickie, que llevaba botas de paracaidista, intentó darme una patada en la espinilla, pero agarré su pie y lo tumbé de espaldas. Después de aquello las cosas mejoraron un poco, y eventualmente marcharon bien del todo.

Cuando le dije a Judy que Katie y yo íbamos a casarnos, se quedó con la boca abierta y la mandíbula caída. Yo había leído acerca de esto en relatos de ficción, pero era la primera vez que lo presenciaba con mis propios ojos.

Queríamos celebrar una verdadera boda pero no por la iglesia, y al descubrir que la ley de Pennsylvania permite que una pareja comparezca ante unos testigos y se declaren a sí mismos casados, le pedimos a Ted Thomas que realizara una ceremonia que nosotros mismos proyectamos, basándonos en un servicio Unitario del que el propio Ted nos informó y modificándolo ligeramente. Mac McKenna acompañó a la novia; Avram Davidson fue mi padrino y Carol Emshwiller la dama de honor.

En 1963, cuando estaba trabajando en una novela corta titulada The Other Foot, que sigue siendo mi preferida, y estaba teniendo dificultades con ella, traté de relajarme empezando otra novela que no tardó en absorberme; la intitulé The Tree of Time. Era una descabellada aventura van Vogtiana acerca de un amnésico superhombre del futuro y la búsqueda de un monstruo que resultaba ser el protagonista disfrazado, etc. Disfruté mucho escribiéndola, especialmente las secuencias que tenían lugar en un satélite cero G del futuro (un antipático científico que introduje en la trama estaba inspirado parcialmente en J. R. Pierce). Todos mis amigos la encontraron horrible, pero la vendí estupendamente: F & SF, Doubleday, club del libro, rústica.

El Tocks Island Dam and Recreation Project amenazaba con inundar el Valle Delaware, y nuestra casa quedaba en el centro mismo del proyecto. Era evidente que si seguíamos allí, eventualmente nos veríamos rodeados de casetas de feria por todas partes. Peor aún, por primera vez llegaba hasta nosotros el aire polucionado de Nueva York. Tomamos la decisión de vender la casa y trasladarnos a Florida.

Encontramos una casa construida hacía doce años junto a la bahía y que estaba en venta; el embarcadero era estrecho y estaba situado en un extremo de una caleta, y la casa no era tan espaciosa como deseábamos, pero la compramos. En nuestro pequeño jardín posterior hay un arito (un árbol parecido a un jacarandá), y de este árbol cuelga un enorme comedero para pájaros, al cual acuden gorriones, palomas y ocasionalmente arrendajos y cardenales. Los sirones se posan en nuestro embarcadero. La bahía está contaminada, aunque no tanto como lo estaba antes de que la planta experimental de depuración de aguas residuales cercana fuera convertida en una estación de bombeo, y yo nado allí casi todos los días. El hijo de Katie, Dick, y mi hijo Kris, que habían estado viviendo con su padre y su madre respectivamente, viven ahora con nosotros, y nuestro hijo Jon, que al llegar aquí no había visto nunca el mar, ha estado tomando lecciones en el Bath Club y nada como una foca rubia. El Condado de Pinellas tiene el índice de desarrollo más elevado del país, y sabemos que la contaminación y la superpoblación nos obligarán a marcharnos dentro de tres o cuatro años, pero de momento nos encontramos en la gloria.

En 1969 el gobierno brasileño organizó un festival cinematográfico para poner a Río de Janeiro en el mapa, y José Sanz, un fanático de la ciencia ficción, tuvo la idea de organizar un seminario de ciencia ficción conjuntamente con el festival. Sanz invitó a un gran número de autores, y los autores sugirieron a otros autores.

Río es la única ciudad hermosa que he visto. Desde las montañas que rodean la ciudad puede contemplarse el océano azul sin ver un solo barco. Nos alojábamos en uno de los hoteles situados a orillas del mar, y todos los días un pequeño barco nos trasladaba al centro cultural francés para escuchar el discurso de uno de nuestros colegas. Aquellos discursos no interesaban a nadie, pero hacíamos acto de presencia religiosamente para demostrar nuestra gratitud, procurando que no nos tocara la china de tener que pronunciar un discurso a nosotros.

Van Vogt dijo que el universo para él era un árbol con bolas doradas en sus ramas, y al día siguiente todos los periódicos brasileños informaron puntualmente de que van Vogt había dicho que el universo era un árbol con bolas doradas en sus ramas.

Brian estaba en nuestro hotel y le vimos varias veces, pero la mayoría de los otros se alojaban en hoteles más apartados aunque situados en la misma avenida. Katie y yo pasamos allí diez días inolvidables. No puedo explicarlo, pero en Copacabana hay una atmósfera de sexualidad y romanticismo al mismo tiempo: es algo que está en el aire, que se respira.

La playa de Copacabana es para la gente, que toma el sol, juega al voleibol, mientras los niños hacen volar cometas de confección casera que ponen una serie de notas de color en el aire, subiendo, bajando… La arena es como azúcar moreno a la vista y al tacto. El oleaje es fuerte, y si uno intenta nadar en lugares en los que el agua alcanza un metro de profundidad, se encuentra de pronto en «dique seco», debido al reflujo de las olas.

Un escritor brasileño, André Carneiro, era el presidente del simposio, y había otros que mariposeaban a nuestro alrededor, aunque ninguno de ellos tomaba parte en el simposio. Traté de organizar una reunión de escritores norteamericanos y brasileños, a través de Carneiro, pero a fin de cuentas resultó ser una reunión de escritores norteamericanos y editores brasileños.

En una fiesta conocimos a algunos de los miembros de la Embajada de los Estados Unidos, que parecían creer que el mundo y sus relaciones con él eran todo fantasía. Los criados eran brasileños; los invitados, con dos o tres excepciones, norteamericanos. Según Harlan Ellison, la anfitriona se deslizó en el cuarto de baño detrás de él y observó: «Lo que ahora suceda depende de usted». (¿Por qué será que las mujeres siempre tratan de seducir a judíos en el cuarto de baño?).

Un día, paseando por Copacabana, encontramos a John Brunner rumiando su infelicidad. Todas las ciudades latinoamericanas eran muy deprimentes, dijo. Harlan Ellison, que se había traído a una joven alta y atractiva que al parecer no se mostraba tan complaciente como él había supuesto, hizo una escena porque el simposio no quería pagar sus llamadas telefónicas de larga distancia.

Desde entonces hemos estado bebiendo café negro. Yo me traje a casa un poco de cachaca (el aguardiente local), pero no tardó en desaparecer y no he podido conseguir más. José Sanz le escribió una carta de disculpa a Harlan Ellison, diciendo que confiaba en que se celebraría otro simposio; pero no hemos sabido nada más. El cartero no ha llamado dos veces.

Cumplí los cincuenta y uno en septiembre de este año (1973), y casi esperaba sufrir una crisis menopáusica como las que padecí después de cumplir los treinta y los cuarenta, pero no se ha producido.

La conferencia de Mildford ha alcanzado los diecisiete años de vida; la SFWA ha cumplido los ocho años; Orbit 14 se publicará la próxima primavera.

Aprendí a nadar en el Delaware cumplidos los cuarenta años, y perdí el miedo al agua cuando descubrí lo difícil que resulta permanecer sumergido. Viviendo pegado a la bahía y con el Golfo a dos manzanas de distancia, he estado nadando casi todos los días y soy más estrecho de cintura y más ancho de pecho y de hombros que cuando llegué aquí.

Hoy sólo había otra persona nadando en el Golfo hasta donde me alcanzaba la vista en ambas direcciones. Había alrededor de una docena de golondrinas en el espolón más cercano, más de las que he visto en lo que va de año, y más lejos, en la playa, había una multitud de otras aves, gaviotas y gallinetas. El cielo y el agua tenían los improbables colores mediterráneos que vemos todos los días (recordando el aspecto grisáceo de Nueva York en nuestro primer viaje desde aquí): el cielo un luminoso azul oscuro con jirones de nubes blancas, el agua un verde dorado. (No está mal).