HOMBRE DE NINGÚN TIEMPO

Todo el mundo lo sabía; todo el mundo quería ayudar a Rossi el viajero del tiempo. Se acercaron corriendo por la playa escarlata, desnudos y rubios como niños, riendo felices.

—La leyenda es cierta —gritaron—. ¡Está aquí, como dicen nuestros bisabuelos!

—¿Qué año es éste? —preguntó Rossi, inapropiadamente en mangas de camisa, solo, a la luz del sol, sin grandes máquinas alrededor, ni aparatos, nada más que su cuerpo largo y delgado.

—¡Tras mil quiniantos veintisais, señor Rossi! —corearon.

—Gracias. Adiós.

—¡Adióos!

Flick. Flick. Flick. Esos eran días. Flicketaflicketaflick, semanas, meses, años. UIRRR… ¡Siglos, milenios que pasaban como copos de nieve en un ventarrón!

Ahora la playa estaba fría, y la gente llevaba ropas negras y tiesas, abrochadas hasta el pescuezo. Moviéndose envaradamente, como hombres de palo articulados, desplegaron una enorme bandera: SINTIMOS NO HABLAR SU LINGUA. ISTE ES IL AÑO 5199 DE VUESTRO CALINDARIO. HOLA SEÑOR ROSI.

Se inclinaron, como marionetas, y el señor Rossi les respondió con otra inclinación. Flick, flick. Flicketaflicketa-UIRRR

La playa desapareció. Estaba dentro de un edificio enorme, una cúpula alta como el cielo, como el Empire State convertido en una habitación. Dos huevos flotantes se precipitaron hacia él y se quedaron allí en el aire, alertas, observándolo con ojos escalfados. Detrás de esos seres se alzaba un ladeado cartel de neón donde resplandecían ideogramas y símbolos que no pudo reconocer, y flicketeta-UIRR

Esta vez fue una llanura húmeda y pedregosa, que concluía en unas marismas. Rossi no tenía interés, y pasó todo el tiempo mirando los números que había garabateado en la libreta. 1956, 1958, 1965, etcétera; los intervalos eran cada vez más largos, y la curva subía hasta que era casi vertical. Si hubiera prestado más atención a las matemáticas de la escuela… flikRRR…

Ahora un desierto blanco de noche; un desierto frío y amargo, donde tendrían que haber estado las torres de Manhattan. Una cosa tristemente delgada pasó aleteando por encima fikRRRR…

Oscuridad y niebla era todo lo que fkRRRR…

Los parpadeos claros y oscuros, dentro del gris, se derritieron y se fundieron, cada vez más rápidos, hasta que Rossi estuvo mirando un paisaje desnudo y saltante como a través de unos lentes enjabonados: continentes que se expandían y se contraían, casquetes polares que se deslizaban bajando y subiendo, el planeta apuntando hacia su propia muerte fría mientras sólo Rossi estaba allí para mirar, delgado y rígido, con un viso de desaprobación y ansia en los ojos.

Se llamaba Albert Eustace Rossi. Era de Seattle, un joven huesudo e impetuoso con un mechón poético de pelo en la frente y la mirada fija de un animal. En doce años de colegio no había aprendido nada más que a pasar al año siguiente, y tenía mucha avidez pero ninguna aptitud.

Se había ido a Nueva York porque pensó que allí podría pasar algo maravilloso.

Resistía un promedio de dos meses en cada empleo. Trabajó como cocinero de un bar de paso (los huevos eran grasientos y las hamburguesas se le quemaban), ayudante de grabador en un taller de offset, postor falso en una galería de remates. Pasó tres semanas como crítico de un agente literario, escribiendo cartas que firmaba su patrón para decir a desventurados clientes que pagaban por la lectura de su material que esos cuentos apestaban. Escribió malos versos durante un tiempo y los envió esperanzadamente a todas las mejores revistas, pero llegó a la conclusión de que había una camarilla que le impedía publicar sus cosas.

No hizo amigos. La gente que conocía parecía que no estaba interesada en otras cosas más que en el béisbol, o en sus empleos increíblemente aburridos, o en hacer dinero. Trató de rondar por el Village con pantalones vaqueros y una camisa floreada, pero descubrió que nadie lo miraba.

No era un siglo adecuado. Lo que quería era una villa en Atenas; o una isla donde los nativos fuesen infantiles y amistosos, y no asomase nunca un mástil en el horizonte azul; o un apartamento amplio e higiénico en una futura utopía subterránea.

Compraba revistas de ciencia ficción y las leía desafiantemente, exhibiendo las cubiertas en las cafeterías. Después las llevaba a casa y las marcaba con enormes signos de exclamación azules y rojos y verdes, y las archivaba bajo la cama.

La idea de construir una máquina del tiempo le había estado creciendo en la cabeza desde hacía mucho. A veces, por la mañana, mientras iba hacia el trabajo, al mirar el azul infinito del cielo punteado por nubes, o al examinar la figura de sus líneas y sus huellas digitales únicas, o al observar las cavernosas e inexploradas profundidades en un ladrillo de una pared, o al acostarse en la estrecha cama por la noche, consciente de todas las asombrosas imágenes y sonidos y olores que le habían pasado por delante en veintitantos años, se decía: ¿Por qué no?

¿Por qué no? Encontró un ejemplar usado de Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, y perdió el sueño durante una semana. Copió todos los cuadros y los pegó a la pared con cinta adhesiva; escribió sus sorprendentes sueños todas las mañanas al despertar. Había un tiempo fuera del tiempo, decía Dunne, desde el cual se podía medir el tiempo; y un tiempo fuera de ese tiempo, desde donde era posible medir el tiempo que medía el tiempo, y un tiempo fuera de ese… ¿Por qué no?

Un artículo sobre Einstein que encontró en una peluquería lo excitó, y fue a la biblioteca y leyó los artículos de las enciclopedias acerca de la relatividad y el espaciotiempo, arrugando furiosamente el ceño, releyendo una y otra vez los párrafos que nunca entendía, pero colmándose igual de una sensación de comienzo, de expectativa.

Lo que para él parecía tiempo para otra persona podía parecer espacio, decía Einstein. Un reloj, cuanto más rápido funcionaba, más lentamente andaba. Bien, magnífico. ¿Por qué no? Pero no fue Einstein, ni Minkowski, ni Wehl, quien le dio la pista: fue un astrónomo llamado Milne.

Había dos maneras de mirar el tiempo, decía Milne. Si uno lo medía por cosas que se movían, como las agujas de un reloj y la Tierra rotando y girando alrededor del sol, esa era una forma; Milne lo llamaba tiempo dinámico y lo representaba con el símbolo τ. Pero si uno lo medía por cosas que sucedían en el átomo, como la radiactividad y la emisión de luz, esa era otra forma; Milne lo llamaba tiempo cinemático, o t. Y la fórmula que conectaba los dos mostraba que, según cuál se usase, el universo había tenido o no un principio y tendría o no un final: sí en tiempo τ, no en tiempo t.

Luego todo se sumaba: Dunne diciendo que uno no tenía que viajar de veras por la vía del tiempo como un ferrocarril; uno simplemente pensaba que lo hacía, pero cuando uno se dormía lo olvidaba, y por eso podía tener sueños proféticos. Y Eddington: que todas las grandes leyes de la física que habíamos conseguido descubrir no eran más que una especie de telaraña, y que había espacio entre los hilos para una inimaginable complejidad de cosas.

Rossi lo creyó instantáneamente; lo había sabido toda la vida, pero no había tenido nunca palabras para pensarlo: que esta realidad era más de lo que aparentaba. Cheques de pago, sucios antepechos de ventanas, grasa rancia, clavos en el zapato… ¿cómo podía existir eso?

Todo estaba en la manera en que uno lo miraba. Eso era lo que decían todos los científicos a coro: Einstein, Eddington, Milne, Dunne. Era por lo tanto algo que cualquiera podía hacer si lo quería con suficientes ganas y tenía suerte. Rossi siempre había sentido un oscuro resentimiento porque hubiese pasado ya la época en que uno podía descubrir algo mirando una tetera o tirando un poco de grasa en una cocina caliente; pero aquí había, increíblemente, otro camino fácil a la fama que nadie había visto.

Entre la punta de su dedo y el borde del sucio forro plástico que tapizaba horriblemente la horrible mesa, la distancia más corta era una línea recta que contenía un número infinito de puntos. Su propio cuerpo, lo sabía, era principalmente espacio vacío. Allí dentro, en las oscuras regiones del átomo, en el tiempo t, uno podía describir a qué velocidad se movía un electrón, o dónde estaba, pero nunca ambas cosas; nunca era posible decidir si se trataba de una onda o de una partícula; ni siquiera se podía probar que existía, excepto como fantasma del reflejo visible.

¿Por qué no?

Era verano, y toda la ciudad respiraba entrecortadamente. Rossi tenía dos semanas libres y ningún sitio a donde ir; las calles estaban vacías: faltaban los que se habían ido de vacaciones a Colorado, los que habían alquilado cabañas en los montes, los que habían volado a Irlanda, a las Montañas Rocosas del Canadá, a Dinamarca, a Nueva Escocia. Durante todo el día los sudorosos trenes suburbanos habían transportado sus cargas de sufrientes hasta Coney Island y Far Rockaway, y luego de vuelta, bien salados, despellejados por el calor, aletargados como peces.

Ahora la isla estaba inmóvil; chata y humeante, como un lenguado en una parrilla; todas las ventanas abiertas para recoger un inimaginable soplo de aire; silenciosa como si la ciudad estuviese bajo un vidrio. En cuartos oscuros, los cuerpos se desparramaban en una fiesta de caníbales, todos alertas, todos inmóviles, esperando el tictac del Tiempo.

Rossi había ayunado todo el día, pensando en los impresionantes resultados de que hablaban los yoguis, los primeros santos cristianos y los indígenas americanos; no había bebido más que un vaso de agua por la mañana y otro al ardiente mediodía. De pie ahora en la cerrada oscuridad de su cuarto, sintió que el océano del Tiempo, pesado y estancado, se extendía eternamente. Las galaxias pendían sobre ese océano como algas marinas, y en el fondo los hombres muertos formaban un sedimento insondablemente profundo. (Murmullo de caracol marino: existo).

Allí estaba todo, lo temporal y lo eterno, t y tau, todo lo que era y sería. El electrón danzando en su órbita imaginaria, el momento de la efímera, la larga modorra de las sequoias, la dilatación de los continentes, el solitario vagar de las estrellas; equilibraba unas cosas con las otras, y el resultado era la inmovilidad.

La verdad de la sequoia no hacía falta a la efímera. Si un hombre pudiese ver aunque sólo fuese algún otro aspecto de esa totalidad, sentirlo, creerlo… otra relación del tiempo tau con t…

Había dibujado con tiza un diagrama en el suelo; no un pentáculo, pero sí lo más aproximado que encontró, la cuadratura del círculo del aparato de Michelson. Alrededor de la figura había garabateado «e = mc²», «Z²/n²», «M = M0 + 3K + 2V». Asegurado con alfileres, tapando la única lámpara, había un trozo de papel con unas anotaciones:

t, τ, t, τ, t τ t

c/R√3

Coordenadas cartesianas x, y, z

—c²t² = me

Era su cabeza, repitiendo hipnóticamente: t, tau, t, tau, t, tau, t…

Mientras estaba allí, los bordes del papel comenzaron a hincharse y volverse borrosos, rítmicamente. Sintió como si todo el universo estuviese respirando, lento y gigantesco, todo uno, el átomo más pequeño y la estrella más distante.

c sobre R por la raíz cuadrada de tres

Tenía una curiosa y ebria sensación de que estaba fuera, de que podía darse un empujón, o un tirón… no, tampoco era ésa la palabra… Pero algo pasaba; lo sentía, un poco aterrorizado y un poco contento.

menos c cuadrado, t cuadrado, es igual a…

Una tensión intolerable estrujó a Rossi. En el otro extremo del cuarto el papel que estaba junto a la lámpara se arrugó y ardió. Y (mientras la tensión lo retorcía de algún modo, buscando una nueva dirección para la descarga) eso fue lo último que vio Rossi antes de que entrase la luz del día, y el cuarto se llenase de carbones húmedos, flick, y alguien lo atravesase demasiado rápido para flick. Flick, flick, flick, flick, flicketa-flicketa

Y allí estaba. Lo más increíble era que lo que había parecido tan cierto era cierto: con aquel esfuerzo de hipnótica voluntad se había trasladado a otra clase de tiempo, a otra relación de la t con τ, una relación variable, como un enorme carrusel que giraba y se detenía y volvía a girar.

Se había subido al carrusel; ¿cómo haría para bajar?

Y —la pregunta más aterradora— ¿a dónde iba el carrusel? ¿Iba directamente hacia la extinción y la muerte fría, donde acababa el universo, o volvía a girar una vuelta completa, para darle una segunda oportunidad?

El borrón estalló transformándose en luz blanca. Aturdido pero seguro dentro de su anomalía portátil, Rossi vio cómo la Tierra en llamas se enfriaba, vio cómo surgían los continentes y se cubrían de verde, vio un remolino de tormentas caleidoscópicas y furia volcánica, capas de hielo, maremotos, ¡fuego!

Luego estaba en un bosque, mirando cómo las ramas se mecían y curvaban al paso de una enorme figura.

Estaba en un claro, mirando cómo un hombre vestido con pantalones de cuero mataba a un hombre de piel cobriza con un hacha.

Estaba en una habitación de paredes de troncos, mirando como un hombre de camisa de cuello muy ancho se levantaba volcando la mesa y la loza, los ojos como cebollas.

Estaba en una iglesia, y un viejo detrás del púlpito le arrojó un libro.

La iglesia otra vez, por la noche, y dos mujeres solitarias lo vieron y gritaron.

Estaba en una habitación vacía y estrecha que apestaba a betún. Afuera, en algún sitio, un perro empezó a ladrar frenéticamente. Se abrió una puerta y asomó una cara feroz, barbuda; una mano lanzó un palo ardiendo, y las llamas saltaron…

Estaba en un prado ancho y verde, con un niño pequeño y un frenético pato blanco.

—Buenos días, señor. ¿Me ayudaría a cazar a este animal insoportable…?

Estaba en un pequeño pabellón. En un pupitre, un hombre de barba canosa se giró, arrebatando una cruz de plata, susurrándole ferozmente al joven que tenía al lado:

—¡No te dije! —Señaló la cruz, temblando—. ¡Rápido, entonces! ¿Nueva York seguirá creciendo?

Rossi estaba desprevenido.

—Claro que sí. Esta va a ser la ciudad más grande…

El pabellón desapareció; estaba en un pequeño rincón perfumado, mirando hacia una larga habitación al otro lado de una baranda. Un joven pelirrojo, que dormitaba ante el fuego, se levantó con un sobresalto de culpa. Tragó saliva.

—¿Quién… quién va a ganar las elecciones?

—¿Qué elecciones? —dijo Rossi—. No sé…

—¿Quién va a ganar? —El joven se acercó, pálido—. ¿Hoover o Roosevelt? ¿Quién?

—Oh, esas elecciones. Roosevelt.

—Ah, ¿y el país…?

El mismo cuarto. Sonaba un timbre; unas luces blancas le cegaban los ojos. El timbre dejó de sonar. Una voz amplificada dijo:

—¿Cuándo se rendirá Alemania?

—En… en mil novecientos cuarenta y cinco —dijo Rossi, mirando de soslayo—. Mayo de mil novecientos cuarenta y cinco. Mire, quienquiera que sea usted…

—¿Se rendirá el Japón?

—En el mismo año. En setiembre. Mire, quienquiera que sea usted…

Del resplandor salió un hombre de pelo alborotado, pestañeando, atándose una bata alrededor de la abultada cintura. Miró a Rossi mientras la voz mecánica hablaba detrás.

—Por favor, nombre la mayor nueva industria de los próximos diez años.

—Este, la televisión, creo. Oiga, ¿no puede usted…?

La misma habitación, el mismo timbre. Rossi comprendió con rabia que se había equivocado del todo. Mil novecientos treinta y dos, mil novecientos cuarenta y cuatro (?)… la próxima tendría que ser por lo menos cerca de donde había empezado. Se suponía que tenía que haber una hilera de casas de huéspedes baratas… su cuarto, aquí.

—… elecciones, ¿Stevenson o Eisenhower?

—Stevenson. Quiero decir, Eisenhower. Ahora mire, ¿nadie…?

—¿Cuándo habrá armisticio en Corea?

—El año pasado. El año próximo. Me está confundiendo. ¿Por qué no apaga ese…?

—¿Cuándo y dónde se usarán las próximas bombas atómicas en…?

—¡Oiga! —gritó Rossi—. ¡Estoy enloqueciendo! ¡Si quiere que yo conteste a sus preguntas, déjeme a mí hacer algunas! ¡Ayúdeme un poco! ¡Ayúdeme…!

—¿Cuál será el sitio más seguro en los Estados Unidos cuando…?

—¡Einstein! —gritó Rossi.

Pero el hombrecito gris de ojos de sabueso no lo podía ayudar, ni tampoco el calvo de bigotes que estaba allí la próxima vez. Las paredes tenían ahora incrustadas unas intrincadas figuras de metal blanco. La voz le empezó a hacer preguntas que él no podía responder.

La segunda vez que sucedió eso se oyó un chasquido, y un hedor potente penetró en su nariz. Rossi sintió que se ahogaba.

—¡Pare eso!

—¡Conteste! —bramó la voz—. ¿Qué significan esas señales del espacio?

—¡No lo sé! —Otro chasquido. Furiosamente—: ¡Pero no existe Nueva York más allá de este momento! Todo ha desaparecido, no quedó nada más que…

Un chasquido.

Luego estaba de pie en el lago de obsidiana vítrea, exactamente igual que la primera vez.

Y luego en la jungla, y dijo automáticamente:

—Me llamo Rossi. ¿Qué año…?

Pero no era en realidad la jungla. La habían limpiado, y se veían hileras geométricas de casas de cemento, como una enorme trampa para tanques, en vez de balcones cubiertos de plantas entre los árboles.

Luego vino la sabana, y eso también era diferente: a un kilómetro de distancia se erguía la amontonada fealdad de una metrópoli. ¿Dónde estaban los nómadas, los jinetes?

Y después…

La playa: pero era de un gris sucio, no escarlata. Una figura oscura y solitaria miraba hacia el mar, volviendo la encorvada espalda al resplandor del sol; la gente rubia había desaparecido.

Rossi se sintió perdido. Lo que le había sucedido a Nueva York, allá atrás en el tiempo… —a todo el mundo, quizá—, alguna cosa que él había dicho o hecho, había alterado las cosas. De algún modo habían salvado algo de la vieja, sucia e impetuosa civilización, que había durado lo suficiente como para marchitar las esperanzas de todas las cosas frescas y nuevas que deberían haber venido después.

Los hombres de palo no esperaban en su playa fría.

Rossi contuvo la respiración. Estaba otra vez en el enorme edificio, el mismo tablero inclinado y resplandeciente, los mismos huevos flotantes que lo miraban con ojos saltones. Eso no había cambiado, y quizá nada que él hiciese lograría cambiarlo, porque sabía muy bien que ése no era un edificio humano.

Pero luego vino el desierto blanco, y después la niebla, y los parpadeos de la noche comenzaron a acercarse y a confundirse, cada vez más rápidos…

Eso era todo. Ahora no quedaba nada más que la vertiginosa vuelta al fin-y-principio, y luego la rueda que giraba más despacio, pasando por el mismo sitio.

Rossi comenzó a inquietarse. Esto era peor que lavar platos, su pesadilla, el peor trabajo que conocía. Estar allí de pie, como una segunda aguja que giraba en la cara del Tiempo, mientras hombres que parpadeaban y desaparecían lo cosían a preguntas: ¡un objeto, una herramienta, una mesa giratoria de información!

¡Alto!, pensó, y empujó —una leve presión en el cerebro—, pero nada ocurrió. Era un niño olvidado en un carrusel, un insecto atrapado entre la ventana y el postigo, una polilla que daba vueltas alrededor de una lámpara…

Comprendió cuál era el problema. Tenía que estar el anhelo, ese foco único, ese cono de luz del espíritu: ahí estaba la fuerza motriz, y todo lo demás —el ayuno, la quietud, los versos— eran solamente para encauzar y guiar.

Tendría que bajarse en el único sitio de toda la interminable extensión del tiempo donde quería estar. Y ese sitio, lo sabía ahora sin sorpresas, era la playa escarlata.

Que ya no existía, en ninguna parte del universo.

Mientras estaba suspendido en ese pensamiento, el parpadeo se detuvo en la jungla prehistórica; y el claro con el hombre cobrizo muerto; y la habitación de troncos, vacía; y la iglesia, también vacía.

Y en el cuarto en llamas, que ahora ardía tan furiosamente: el pelo de los antebrazos le humeó y se le rizó.

Y en el prado fresco, donde estaba el niño con la boca abierta.

Y en el pabellón: el hombre de barba canosa y el joven inclinados juntos como árboles marchitos, los labios amoratados.

Ahí estaba el problema: le habían creído la primera vuelta, y actuando según lo que él les había dicho, habían cambiado el mundo.

Sólo quedaba una solución: ¡destruir esa creencia, confundirlos, decir disparates como el alma convocada en una sesión de espiritismo!

—Entonces me sugieres que invierta todo en tierras —dijo el hombre de la barba canosa, apretando el crucifijo— y que espere el cambio favorable.

—¡Naturalmente! —respondió Rossi con inmediata astucia—. ¡Nueva York va a ser la ciudad más grande… de todo el estado de Maine!

El pabellón desapareció. Rossi vio con placer que el cuarto que lo sustituía era de techo alto y sucio, evidentemente el precursor de su propio cuchitril plagado de cucarachas del año mil novecientos cincuenta y chico. La larga habitación artesonada, con su chimenea y el joven dormitando, no estaban, eran simplemente algo que podría haber sido.

Cuando una mujer de aspecto maternal se levantó tambaleándose de una mecedora, mirando, Rossi supo lo que tenía que hacer.

Se llevó un dedo a los labios.

—¡El candelero perdido está debajo de las escaleras del sótano! —siseó, y desapareció.

El cuarto era un poco más viejo, un poco más descuidado. Le habían agregado un nuevo tabique, reduciéndole las dimensiones. Ahora era del tamaño del cuarto que Rossi conocía, y había una cama, y una palangana de hojalata en el rincón. Espatarrada en la cama estaba una mujer joven, gorda, la boca abierta, roncando; Rossi apartó la mirada con leve disgusto y esperó.

El mismo cuarto: su cuarto, casi: un hombre musculoso, de barba cerdosa, fumando en el sillón con los pies en un cuenco con agua. La pipa se le cayó de la mandíbula súbitamente torcida.

—Soy el espíritu de la familia —señaló Rossi—. Ten cuidado, porque un hombre de baja estatura, con un cuchillo largo, te sigue los pasos.

Miró bizco y mostró los colmillos; el hombre se levantó apresuradamente, volcó el cuenco, y tropezó en mitad de la habitación; luego recuperó el equilibrio y giró hacia la puerta, gritando, dejando huellas gordas y húmedas, y silencio.

Ahora; ahora… Era de noche, y lo envolvía el calor sudoroso e inmóvil de la ciudad. Estaba de pie en medio de las marcas de tiza que había garabateado hacía cien billones de años. La lámpara desnuda estaba todavía encendida; alrededor, las llamas lamían tentativamente los bordes de la mesa, cocinando la cubierta plástica, que se transformaba en una masa oscura y humeante.

Rossi el dependiente de muelle; Rossi el ascensorista; ¡Rossi el lavaplatos!

Dejó pasar eso. La habitación hizo un parpadeo caleidoscópico del castaño al verde; junto a la palangana, un joven echaba en un vaso un líquido ambarino que gorgoteaba y tintineaba.

—¡Buu! —dijo Rossi, agitando los brazos.

El joven giró con un espasmo de piernas y brazos, y en el aire quedó un largo arco de gotas pardas. Salió golpeando la puerta y Rossi se quedó solo, mirando cómo rodaba el vaso, contando los segundos hasta…

Las paredes eran pardas otra vez: en la de enfrente, un calendario decía: 1965, MAYO, 1965. En el borde de la cama, un viejo alto y flaco trataba torpemente de ponerse unos lentes sobre las orejas delgadas y altas.

—Eres real —dijo.

—No —respondió Rossi, indignado. Agregó—: Rábanos. Limones. Uvas. ¡Blahhh!

—No trates de evitarme —dijo el viejo. Era un hombre andrajoso, de sienes hundidas como la calavera de un pájaro, del color de la tierra, y la boca era un parche sobre porcelana, pero en sus ojos de ostra había un brillo ardiente—. Lo supe desde el instante en que te vi… Tú eres Rossi, el que desapareció. Si puedes hacer eso —los dientes castañetearon—, tienes que saberlo, tienes que decirme. Esas naves que aterrizaron en La Luna… ¿Qué están construyendo allí? ¿Qué quieren?

—No lo sé. Nada.

—Por favor —dijo el viejo, con humildad—. No puedes ser tan cruel. He tratado de advertir a la gente, pero han olvidado quién soy. Si lo sabes, si puedes decirme…

Rossi sintió un remordimiento al pensar en el intolerable golpe de calor que caería sobre la ciudad como un relámpago, aplastándola, transformándola en algo tan delgado y brillante como la membrana de un insecto. Pero al recordar que después de todo el hombre no era real, dijo:

—No hay nada. Usted lo inventó. Está soñando.

Y luego, mientras la tensión pura se le acumulaba y hacía un esfuerzo interior, vino el lago de obsidiana.

Y la jungla, como debía de ser: la gente parda, cantando:

—¡Hola, señor Rossi, hola otra vez, hola!

Y la sabana, la gente alta de pelo negro acercándose a caballo, traída por la brisa, los dientes brillantes:

—¡Hola, señor Rossi!

Y la playa.

La playa escarlata con la gente rubia y alegre:

—¡Señó Rossi, señó Rossi!

Gloria heráldica bajo el cielo claro, y más allá de las rompientes el excitante brillo del sol en el mar: y la tensión del anhelo que se libera (¡alto!), y ya no hacen falta símbolos (¡alto!), y el quiero destilado de toda una vida… brota, encauzado, satisfecho.

Ahí está, donde quería, con la misma expresión de alegría, atrapado para siempre en el comienzo de un hola: Rossi, el primer hombre que viajó en el Tiempo, y Rossi, el primer hombre que se Detuvo.

No hay que burlarse de él, ni llorarlo. Rossi fue un extraño desde que nació; hay miles de Rossi, olvidadas partículas arenosas en los engranajes de la historia: los nunca satisfechos, la gente superflua, formada para algún mundo que todavía no ha sido inventado. En las utopías de aire acondicionado no hay sitio para ellos; habrían sido malos esclavos y peores amos en Atenas. Y en las islas tropicales —las Marquesas del 1800, o el Manhattan del 3526—, ¿Rossi podría nadar una milla, bucear seis brazas, trepar a una palmera de dieciocho metros? Si hubiera salido con vida a la playa escarlata, ¿los jóvenes lo aceptarían en sus canoas, o las damas en sus glorietas? Pero véanlo ahora, pétreamente inmortal, símbolo de una cosa hermosa que sucedió. La gente aniñada y rubia lo visita todos los días, excepto cuando se olvidan. Le cuelgan guirnaldas en la carne dura como piedra, y le colocan pequeñas ofrendas a los pies; y cuando él permite que llueva, lo aporrean.