El cuidador del estacionamiento de coches —un hombre grande, visiblemente perezoso, vestido de raso negro, con la pechera a cuadros— estaba soñando despierto cuando llegué. Yo llevaba ropa escarlata, adecuada a mi estado de ánimo. Bajé del coche pisándole casi las puntas de los pies.
—¿Para estacionarlo o para guardarlo? —preguntó automáticamente, volviendo la cabeza. Entonces se dio cuenta de quién era yo, y retrocedió.
—Ni una cosa ni la otra —dije.
Había un soplete de mano en uno de los estantes del taller de reparaciones, detrás del hombre. Lo agarré y volví. Me arrodillé para poder llegar por detrás a la rueda delantera, y lo encendí. Apunté con él al eje y a la suspensión. Enseguida se pusieron de un color rojo cereza, y luego blanco, y se fundieron. Luego me levanté y volví la llama hacia los neumáticos hasta que la goma apestó y siseó y se derritió sobre el pavimento. El cuidador no dijo nada.
Lo dejé allí mirando el revoltijo sobre el suelo limpio y bonito.
El coche también había sido bonito; pero yo podía conseguir otro en cualquier momento. Y tenía ganas de caminar. Bajé por el camino sinuoso y soñoliento a la luz de la tarde, salpicado de sombras y colmado de olor a hojas frescas. No era posible ver las casas; estaban hundidas u ocultas por plantas, o ambas cosas a la vez. Era lo que había oído; la moda que había ido a ver. Aunque quizá no valía la pena ver nada de lo que hiciesen esos tontos.
Doblé al azar en un sitio y crucé un ondulante prado, y me deslicé a través de una valla de espinos en flor, y salí junto a una pista de juegos hundida.
Estaba puesta la red de tenis, y había dos parejas haciendo un poco de práctica; los cuatro eran jóvenes, de aproximadamente la mitad de mi edad. Tres eran de pelo negro, y una rubia. Hacían buenas parejas, y jugaban bien entre sí; se divertían.
Miré durante un minuto. Pero en ese instante los dos que estaban más cerca ya habían comenzado a notar mi presencia. Bajé a la pista en el momento en que la rubia iba a sacar. Me miró por encima de la red; se había quedado de puntillas, petrificada. Los otros tampoco se movieron.
—Fuera —les dije—. Se acabó el juego.
Miré a la rubia. No era especialmente hermosa, pero sí bien formada y elegante. Volvió a asentar los talones lentamente, sin ninguna torpeza, y se puso la raqueta bajo el brazo; la sorpresa había pasado, y corrió detrás de los otros tres, fuera de la pista.
Les seguí las voces detrás de la curva del sendero, entre gigantescas masas de lilas, aspirando el aroma dulzón, hasta que llegué a un pequeño lugar que parecía preparado especialmente para tomar sol. Había un reloj solar, y una pila de baño para pájaros, y toallas tiradas en la hierba. Una pareja, la de pelo negro, estaba todavía a la vista allá delante, en el camino; veía las cabezas, subiendo y bajando. La otra pareja había desaparecido.
Encontré el tirador sin dificultad entre la hierba. El mecanismo respondió, y se alzó un trozo alargado de césped. Había dado con la escalera, no con el ascensor, pero era lo mismo. Bajé corriendo los escalones y me metí por la primera puerta que encontré: era la sala del piso superior, una habitación ovalada, iluminada desde arriba por una difusa imitación de luz solar. Los muebles eran cómodamente mullidos, grandes y feos; la alfombra era gruesa, y flotaba en el aire un aroma de flores frescas.
La rubia estaba en el otro extremo de la habitación, de espaldas a mí, estudiando los mandos de la cocina automática. Había empezado a quitarse el vestido de tenis. Bajó lo que faltaba, dio un paso, saliendo de la prenda, y entonces me vio.
Se sorprendió otra vez; no había imaginado que yo pudiera seguirla.
Me acerqué antes de que se le ocurriese moverse; era demasiado tarde. Supo que no podría escapar; cerró los ojos y se apoyó contra la pared, palideciendo un poco. Los labios y las cejas doradas se le arquearon.
La miré detenidamente y le dije algunas cosas poco corteses sobre ella misma. La muchacha tembló, pero no dijo nada. Llevado por un impulso, me incliné hacia adelante y disqué salsa de queso caliente en la cocina automática. Desconecté el circuito de seguridad y puse en máximo el dial de cantidad. Disqué cacerola y luego sopera.
Un minuto después empezó a llegar lo que había pedido, humeando. Tomé las cacerolas y las vacié contra las paredes, a ambos lados de la muchacha. Luego, cuando aparecieron las primeras soperas, usé las cacerolas vacías como cucharones, y empapé la alfombra; arrojé torrentes sobre las paredes y charcos en cuanto mueble pude alcanzar. Cuando se enfriase se endurecería, y al endurecerse quedaría pegado.
Quería derramarle la salsa en el cuerpo, pero eso la habría lastimado. Las soperas calientes continuaban saliendo de la cocina automática, amontonándose junto a la abertura. Disqué suficiente, y luego vino de Oporto.
El vino salió frío, en botellas abiertas. Agarré la primera y eché el brazo hacia atrás, para lanzarle un buen chorro en el estómago; entonces una voz dijo a mis espaldas:
—¡Cuidado! ¡Vino frío!
El brazo me tembló, y le derramé un poco de vino en los muslos. Estaba prevenida; había abierto los ojos al oír la voz, y apenas saltó.
Me volví, enfurecido. El hombre estaba junto a la puerta de la escalera. Tenía cara delgada, bronceada, hombros anchos, y unos vigilantes ojos azules. Si no se hubiera metido me habría dado resultado el truco: la rubia habría confundido la salpicadura fría con una caliente.
Sentía el grito en mi cabeza, y lo necesitaba.
Di un paso hacia el hombre, y resbalé. Caí con torpeza, torciéndome una rodilla. Me levanté temblando de rabia. No podía dominarme.
—Usted… —grité—. Usted…
Me volví y tomé una sopera y la alcé con las dos manos, sin pensar en la salsa caliente que me corría por las muñecas, y casi había conseguido arrojársela cuando me dominó la enfermedad… el maldito zumbido en la cabeza, el zumbido que sube, sube, y lo ahoga todo.
Cuando recobré el conocimiento se habían ido. Me levanté del suelo, débil como la muerte, y me tambaleé hasta la silla más cercana. Tenía las ropas manchadas y pegajosas. Quería morir. Quería caer en aquel agujero negro y velludo que me llamaba con un bostezo, y no salir nunca más; pero me obligué a estar despierto y a levantarme de la silla.
Mientras bajaba en el ascensor casi volví a desmayarme. La rubia y el hombre flaco no estaban en ninguno de los dormitorios del segundo piso. Cuando estuve seguro de eso vacié en el suelo los armarios y todos los cajones de las cómodas, arrastré las cosas hasta uno de los cuartos de baño, y llené con ellas la bañera; luego abrí el grifo.
Probé en el tercer piso, donde estaban los aparatos y el depósito. No había nadie. Encendí la calefacción y puse el termostato en máximo. Desconecté todos los circuitos de seguridad y las alarmas. Abrí las puertas del refrigerador y puse los controles en descongelar. Aseguré la puerta de la escalera para que no se cerrase y volví a subir en el ascensor.
En el segundo piso me detuve apenas para abrir la puerta de la escalera —el agua ya estaba llegando, deslizándose por el suelo— y luego registré el último piso. No había nadie allí. Abrí cintas de libros y las arrojé por la habitación, donde quedaron desenrollándose; habría hecho más cosas, pero apenas podía sostenerme en pie. Salí a la superficie y me desplomé en el césped: me tragó el abismo negro, muerto y ahogado.
Mientras yo dormía, el agua bajó por las escaleras e inundó el tercer nivel. Paquetes de alimentos congelados subieron flotando y entraron en las habitaciones. El agua penetraba en las paredes y en las máquinas; había cortocircuitos y saltaban los fusibles. El acondicionador de aire dejó de funcionar, pero la pila siguió calentando. El agua subía.
Un agua sucia subía por el hueco de la escalera, y allí flotaban provisiones, alimentos podridos. El segundo nivel y el primero eran más grandes, y tardarían más en llenarse, pero se llenarían de todos modos. Todas las cosas —alfombras, muebles, ropa— se mojarían y quedarían arruinadas.
Quizás el peso de tanta agua torciese la casa, e hiciese estallar las cañerías y todas las tomas de combustibles. Una cuadrilla de reparaciones tardaría más de un día en limpiar todo. La propia casa estaba destruida; era imposible arreglarla. La rubia y el hombre flaco no vivirían en ella nunca más.
Lo merecían.
Los estúpidos podían hacer otra casa; construían como castores. Pero yo era único en el mundo.
El recuerdo más lejano que tengo es el de una mujer, tal vez de la casa cuna, que me mira con una expresión de sobresalto y horror. Eso nada más. He tratado de recordar qué sucedió inmediatamente antes o después, pero no puedo. Antes, sólo está el túnel informe y oscuro de la ausencia de recuerdos que llega al nacimiento. Después, la gran calma. Desde los cinco años hasta los quince, todo lo que recuerdo flota en un mar borroso y agradable. Nada era muy importante. Yo era lánguido y suave; andaba a la deriva. La vigilia se confundía con el sueño.
Cuando yo tenía quince años estaba de moda entre los jóvenes, como juego amoroso, formar pareja durante unos meses o más tiempo todavía. A eso le llamábamos «Amor estable». Recuerdo cómo protestaban los mayores, diciendo que no era sano; pero todos éramos jóvenes normales, y casi tan libres como los adultos ante la ley.
Todos menos yo.
La primera muchacha estable que tuve se llamaba Elen. Tenía pelo rubio, casi blanco, muy largo, y pestañas oscuras y ojos de un verde pálido. Ojos asombrosos: parecía que no lo miraban a uno. Parecían ciegos.
A veces me lanzaba extrañas miradas de alarma, algo entre el susto y la rabia. Una vez fue porque la abracé con demasiada fuerza, y le hice daño; otras veces sin ningún motivo aparente.
En nuestro grupo una pareja que se separase antes de cuatro semanas era un poco sospechosa: algo andaba mal en uno, o en los dos; de lo contrario la relación habría durado más.
Cuatro semanas y un día después de habernos unido, Elen me dijo que se separaba.
Yo pensé que estaba preparado. Pero sentí que la habitación giraba a mi alrededor hasta que la pared se apoyó en mi mano y se detuvo.
El cuarto había sido usado como taller; debajo de donde tenía la mano había un estante con cuchillos de tallar plástico. Agarré uno sin pensar y cuando lo vi me dije: La voy a asustar.
Y cuando iba hacia ella le vi en los ojos pálidos aquella mirada de susto y rabia; pero había algo curioso: no miraba el cuchillo. Me miraba la cara.
Los mayores me encontraron luego cubierto de sangre, y me encerraron en un cuarto. Entonces me tocó a mí asustarme; por primera vez entendía que era posible para un ser humano hacer lo que yo había hecho.
Y si yo podía hacérselo a Elen, pensé, ellos seguramente me lo podían hacer a mí.
Pero no pudieron. Me dejaron en libertad; tenían que hacerlo.
Y en ese momento comprendí que yo era el rey del mundo…
El cielo se estaba volviendo de un color violeta claro cuando desperté, y las cercas derramaban sombras. Bajé por la cuesta hasta que vi el azul fantasmagórico de los tubos fotónicos —un enorme rectángulo resplandeciente— cerca de la zona comercial. Iba en esa dirección por costumbre. Había otras personas haciendo cola en la puerta, esperando con las tarjetas en la mano para entrar. Me abrí paso entre ellas a empellones, notando el miedo en sus caras, sintiendo cómo retrocedían, y entré en el vestuario.
A disposición de quien quisiera usarlos, había tubos de oxígeno, aletas y máscaras. Me desvestí, dejé la ropa allí mismo, en el suelo, y me puse el equipo submarino. Salí a grandes zancadas hasta la piscina, como un monstruoso ser de otro mundo. Me acomodé el tubo y las aletas, y me deslicé en el agua.
Allá abajo todo era de un azul cristalino: las figuras de los nadadores se movían de un lado a otro como pálidos ángeles. Mientras yo descendía en el agua iba dispersando cardúmenes de peces pequeños. El corazón me latía con una alegría dolorosa.
Lejos, en las profundidades, vi una muchacha que ondulaba suavemente, girando en una sinuosa danza submarina alrededor de una columna de falso coral. Tenía en la mano una lanza de pescar, con punta de succión, pero no la usaba; tan solo danzaba, sola, en el fondo del agua.
Nadé hacia ella. Era joven y tenía una figura delicada, y cuando vio los movimientos deliberadamente torpes que yo hacía imitando los suyos, los ojos le brillaron divertidos detrás de la máscara. Me hizo una reverencia burlona, y se alejó deslizándose con movimientos simples, exagerados, como en un ballet infantil.
La seguí. Nadé girando alrededor de ella, las piernas tensas, más infantil y desmañadamente que ella al principio, parodiando luego sus movimientos, y finalmente rodeándola con una danza intrincada y burlona.
Vi que se le agrandaban los ojos. Sincronizó entonces su ritmo con el mío, y juntos, separados, juntos otra vez, culminamos la danza. Al fin, agotados, nos abrazamos bajo un puente de coral plástico. El cuerpo fresco de la muchacha se apoyaba en la curva de mi brazo; detrás del espesor de dos vidrios —¡un mundo de distancia!— aquellos ojos eran amistosos y dulces.
Hubo un momento en el que los dos, extraños pero una sola carne, sentimos que nuestras almas se hablaban a través de aquel abismo de materia. Fue un abrazo trucado —no podíamos besarnos, no podíamos hablar—, pero sus brazos se apoyaban confiadamente en mis hombros, y sus ojos miraban los míos.
Aquel momento tenía que terminar. Hizo un seña hacia la superficie y me abandonó. Nadé tras ella. Me sentía amodorrado, casi en paz después del malestar. Pensé… no sé qué pensé.
Salimos juntos al borde de la piscina. La muchacha se volvió hacia mí, quitándose la máscara: y su sonrisa se heló y se fundió. Me miró con un gesto de repugnancia y horror, arrugando la nariz.
—¡Puaj! —dijo, y se giró, caminando torpemente con las aletas. Vi cómo caía en brazos de un hombre de pelo blanco, y oí su voz histérica.
—¿Pero no te acuerdas? —retumbó la voz del hombre—. Deberías saberlo de memoria. —Se volvió—. Hal, ¿hay algún ejemplar en el club?
Hubo un murmullo como respuesta, y en unos pocos instantes apareció un hombre joven con un delgado folleto marrón en la mano.
Yo conocía ese folleto. Incluso podría decir en qué página lo había abierto el hombre de pelo blanco; qué frases leía la muchacha mientras yo miraba.
Esperé. No sé por qué.
La voz de ella subió de tono:
—¡Y pensar que le dejé que me tocase!
El hombre de pelo blanco la tranquilizaba, hablándole en voz baja; las palabras eran inaudibles. Vi que la muchacha se enderezaba. Me miró… a sólo unos pocos metros de distancia en aquel aire luminosamente azul y perfumado; a un mundo de distancia… y estrujó el folleto, lo tiró y dio media vuelta.
El folleto aterrizó casi a mis pies. Lo toqué con el dedo gordo, y se abrió en la página en la que yo había estado pensando:
… sedantes hasta los quince años, cuando dejaron de ser útiles, por razones sexuales. Mientras los consejeros y el cuerpo médico vacilaban, mató violentamente a una muchacha del grupo.
Y más abajo:
La solución finalmente adoptada constaba de tres puntos:
1. Una pena, la única aceptable para nuestra sociedad humanitaria y tolerante. La excomunión: no hablarle, no tocarlo voluntariamente ni hacer caso de su existencia.
2. Una precaución. Aprovechando su leve propensión a la epilepsia, se empleó en él una variante de la llamada «técnica del análogo de Kusko» para prevenir, mediante un ataque epiléptico, cualquier acto futuro de violencia.
3. Un aviso. Le fue alterada cuidadosamente la química del organismo para que sus emisiones respiratorias y sudoríparas tuviesen un olor extremadamente picante y desagradable. Por compasión se lo incapacitó para detectar ese olor.
Afortunadamente los accidentes genéticos y ambientales que se combinaron para producir este atavismo han sido del todo aclarados y nunca más…
Las palabras dejaron de tener sentido; siempre sucedía lo mismo al llegar a ese punto. No quería seguir leyendo; no eran más que tonterías, de todos modos. Yo era el rey del mundo.
Me levanté y salí a la noche, sin ver a los estúpidos amontonados en las habitaciones.
Dos calles más allá estaba la zona comercial. Encontré una ropería y entré. Toda la ropa gratuita que se exhibía era ordinaria; para vagabundos despreciables, no para mí. Fui directamente a la sección de cosas especiales, y encontré una combinación soportable; una túnica plateada y azul, con una severa raya negra. Un estúpido habría dicho que era «bonita». Apreté un botón, pidiéndola. El automático me miró con su opaco ojo de vidrio y graznó:
—Su libreta de contribución, por favor.
Podía conseguir una libreta de contribución con la sola molestia de salir a la calle y quitársela al primer transeúnte; pero no tenía paciencia suficiente. Levanté la mesa de una sola pata que había en el rincón de los refrescos, la sopesé, y la arrojé contra la puerta del mueble. El metal chilló y se abolló junto a la bisagra. Estrellé una vez más la mesa en el mismo sitio, y la puerta se abrió de golpe. Saqué la ropa a puñados, hasta alcanzar la combinación que quería.
Me duché y me cambié, y luego fui a dar una vuelta por un supermercado allá abajo, en la avenida. Todos esos sitios se parecen, a pesar de los esfuerzos de los administradores locales por introducir alguna diferencia. Fui directamente a los cuchillos, y escogí tres de distinto tamaño: el más pequeño no superaba el tamaño de mi uña. Ahora tenía que confiar en mi suerte. Probé en el departamento de muebles, donde había conseguido algo de vez en cuando, pero este año todo lo que usaban era de metal. Tenía que encontrar madera.
Sabía dónde había escondida una buena cantidad de madera de cerezo, en trozos de buen tamaño: en un olvidado almacén al norte, en un sitio llamado Kootenay. Podría haberme llevado una cantidad suficiente para años; pero ¿para qué, si el mundo me pertenecía?
No me llevó mucho tiempo. Allá abajo, en la sección de talleres nada menos, encontré algunas antigüedades: bancos y mesas con tablero de madera. Mientras los estúpidos se congregaban en el otro extremo del cuarto, haciendo como que no me veían, aserré un buen trozo rectangular del banco más pequeño, e hice para ese trozo una base con otro banco.
Descubrí mientras estaba allí que aquel era un buen sitio para trabajar, y además podía comer y dormir arriba; por lo tanto me quedé.
Sabía lo que quería hacer. Iba a ser un hombre sentado, con las piernas cruzadas y los antebrazos apoyados en las pantorrillas. Tendría la cabeza un poco echada hacia atrás y los ojos cerrados, como si estuviera volviendo la cara hacia el sol.
En tres días lo terminé. El tronco y los miembros tenían una forma que no era de hombre ni de madera, sino algo intermedio: algo que no había existido hasta que yo lo creé.
Belleza. Esa era la vieja palabra.
Había tallado una de las manos colgando floja, y la otra cerrada. En algún momento tenía que dar por concluido el trabajo. Tomé el cuchillo más pequeño, el que había usado para pulir la madera, le quité el mango, y afilé la hoja hasta que quedó apenas del ancho de un clavo. Luego hice un agujero en la mano de la figura, en el hueco entre el pulgar y el dedo índice doblado. Coloqué allí la hoja del cuchillo: en una mano tan pequeña parecía una espada.
La aseguré con cemento. Después me pinché el pulgar con la afilada punta, y manché la hoja de sangre.
Busqué todo el día, y finalmente encontré el sitio adecuado: una concavidad en una roca parda estriada que sobresalía en un pequeño terreno triangular medio selvático, en la bifurcación de dos caminos. Por supuesto, nada era permanente en una sociedad como ésta, que cambiaba de casa cada cinco años, según la moda; pero nadie había tocado ese sitio durante mucho tiempo. Era lo mejor que yo podía encontrar.
Tenía preparado el papel: era parte de una serie de hojas que había impreso un año antes, con un tratamiento químico especial, y sabía que sería legible durante un largo tiempo. Escondí una pequeña cápsula luminosa en la parte trasera de la concavidad, y aseguré el alambre de control en la base de la figura. Puse la figura sobre el papel, y la fijé ligeramente a la roca con dos puntos de cemento. Había hecho esto tantas veces que ya me resultaba natural; sabía exactamente cuál era la cantidad necesaria de cemento para que una mano casual no arrancase la figura, pero que cediese fácilmente si alguien quería de veras sacarla.
Di un paso atrás para mirar: y la fuerza y la compasión de la figura me dejaron sin aliento, y me vinieron lágrimas a los ojos.
La luz reflejada centelleaba en la hoja manchada que sostenía en la mano. Estaba sentado, solo, en una concavidad que le encerraba como un ataúd. Tenía los ojos cerrados, y la cabeza echada hacia atrás, como si estuviera volviendo la cara hacia el sol.
Pero sobre la cabeza sólo había piedra. Para él no había sol.
Agachado en la tierra lisa y fresca, bajo un pimentero, miraba la concavidad sombría donde estaba la figura, allá en el camino.
Había concluido mi trabajo en este sitio. No tenía motivos para quedarme, y sin embargo no podía irme.
De vez en cuando —no muy a menudo— pasaba alguna persona. La comunidad parecía medio desierta, como si la mayoría de la gente se hubiese ido a alguna fiesta en la playa, o a una reunión de contribución, o a mirar cómo cavaban una nueva casa para reemplazar la que yo había destruido… Soplaba hacia mí un viento solitario y fresco entre las hojas.
Allá adelante había un terraplén, y en ese terraplén acababa de ver, hacía apenas media hora, un breve destello de color: la cabeza de un niño con una gorra roja.
Por eso tenía que quedarme. Pensaba que tal vez el niño bajase por el terraplén hasta el camino, y pasase junto al pequeño triángulo de terreno selvático, y viese mi figura. Se me ocurría que quizá no pasaría con indiferencia, sino que se detendría y se acercaría a mirar, y levantaría el hombre de madera, y leería lo que estaba escrito en el papel que había debajo.
Pensaba que alguna vez tenía que suceder. Lo deseaba con tanta intensidad que sentía dolor.
Había tallas mías en todo el mundo, en todos los sitios por donde yo había pasado. Había una en Ciudad del Congo, en ébano, de color negro; una en Chipre, en hueso; una en Nueva Bombay, en nácar; una en Chang-teh, en jade.
Eran como letreros impresos en rojo y verde en un mundo ciego a los colores. Sólo el niño que estaba esperando levantaría una y leería el mensaje que yo conocía de memoria.
A TI QUE VES, decía la primera frase, TE OFREZCO UN MUNDO…
Hubo un destello de color en el terraplén. Me puse rígido. Un momento más tarde volvió a aparecer, desde otra dirección: era el niño que bajaba por la cuesta, brillando contra el verde, la gorra roja de visera puntiaguda como la cabeza de un pájaro carpintero.
Contuve la respiración.
Venía hacia mí entre las hojas estremecidas, rayado por lápices de luz. Desde esa distancia vi que era un niño moreno, con una cara delgada y seria. Las orejas le sobresalían un poco a los lados de la gorra, rosadas a la luz del sol, y los parches de los codos y las rodillas le daban un aspecto rústico.
Llegó a la bifurcación del camino y tomó el sendero que iba hacia donde estaba yo. Me agaché un poco más. Que vea la talla, que no me vea a mí, pensé furiosamente.
Mis dedos apretaron una piedra.
El niño estaba más cerca, caminando a saltos con las manos en los bolsillos, principalmente mirándose los pies.
Cuando casi estuvo frente a mí arrojé la piedra.
La piedra susurró entre las hojas junto a la concavidad de la roca. El niño giró la cabeza. Se detuvo a mirar. Creo que vio entonces la figura. Estoy seguro de que la vio.
Dio un paso.
—¡Risha! —dijo una voz que bajó flotando desde el terraplén.
Y el niño alzó la mirada.
—¡Estoy aquí! —respondió.
Vi la cabeza de la mujer, una cabeza pequeña en el terraplén. Gritó algo que no pude entender; yo estaba de pie, furioso.
Entonces cambió la dirección del viento. Empezó a soplar de donde estaba yo hacia el niño. El niño giró rápidamente, los ojos muy abiertos, y se llevó una mano a la nariz.
—¡Oh, qué olor más feo! —dijo. Dio media vuelta y gritó—: ¡Ya voy!
Y desapareció camino arriba, entre las cambiantes manchas de verde.
Mi única oportunidad, y la había perdido. Estaba seguro de que habría visto la imagen si no hubiera aparecido aquella maldita mujer, y si el viento no hubiese cambiado… Todos estaban contra mí: la gente, el viento, todos.
Y la figura seguía allí sentada, los ojos ciegos vueltos hacia un cielo de piedra.
Algo me dijo desde adentro que tenía que irme con la decepción, y no volver más.
Sabía que me iba a arrepentir. Pero pese a todo lo hice: saqué la imagen de la concavidad, y el papel que la acompañaba, y subí la cuesta. Al llegar arriba oí la voz clara del niño, riendo.
Había algo que podía ser un túmulo ornamental, o la camuflada parte superior de una casa enterrada. Caminé alrededor, tropezando, y llegué junto al niño, que estaba arrodillado en la hierba. Jugaba con un perrito marrón y blanco.
Alzó la mirada, y la alegría desapareció de su cara. No hacía viento, y me olía. Eso era malo. No hacía viento, y el perrito lo distraía: todo estaba mal. Pero me acerqué a él de todos modos, ciegamente, y me arrodillé, y le puse la figura delante de la cara.
—Mira —le dije.
Retrocedió con tanta rapidez que se cayó de espaldas: ni siquiera pudo haber visto la imagen, excepto como una mancha parda. Se levantó desmañadamente, con el cachorro que gemía y ladraba a sus talones, y corrió hacia el túmulo.
Me levanté, arañando la hierba y la tierra húmeda, y corrí tras él. En la otra mano todavía apretaba la imagen y el papel.
Se abrió una puerta de golpe, y se tragó al niño, y luego se cerró en mi cara. Tanteé con la mano las enredaderas que había alrededor, hasta que encontré por accidente la placa, y la puerta se abrió. Me zambullí adentro gritando: «Espera», y me encontré en un pasadizo iluminado por una luz gris-perla, que bajaba en forma de caracol. Me lancé escaleras abajo y me equivoqué de puerta: salí a un invernáculo subterráneo, caluroso y húmedo bajo las luces amarillas, con largas hileras de plantas de hojas lozanas y goteantes. Corrí furiosamente por el pasillo, volcando los tanques, hasta que llegué a un vestíbulo y un ascensor.
Volví a bajar, y llegué al tercer nivel: un laberinto de cuartos para huéspedes, vacíos y resonantes. Finalmente encontré una rampa que subía; en el extremo se oían voces.
La puerta era de vidrio transparente, y yo me detuve junto a ella, para mirar y escuchar. Allí estaba el niño, y una mujer de edad suficiente como para ser la madre —o quizá una hermana o una prima—, y una mujer mayor sentada en una silla dura, sosteniendo el perrito. La habitación era cómoda pero de mal gusto, como las otras.
Cuando entré vi la sorpresa en sus caras: siempre pasaba lo mismo; sabían que me gustaría matarlos, pero nunca esperaban que yo entrase a su casa sin haber sido invitado. Eso no se hacía.
Allí estaba el niño, tan cerca que podía tocarlo, pero el susto de todos vibraba en el aire, como un manto que apagaría mi voz. Sentí que tendría que gritar.
—¡Todo lo que te dicen son mentiras! —dije—. ¡Mira… mira, esta es la verdad!
Le había puesto la figura delante de los ojos, pero el niño no la veía.
—Risha, vete abajo —dijo la mujer joven, con voz tranquila. El niño dio media vuelta, obedeciendo, rápido como un hurón. Me puse delante de él otra vez—. Espera —le dije, respirando con dificultad—. Mira…
—Recuerda, Risha, que no debes hablar —dijo la mujer.
No pude resistir más. No sé a dónde fue el niño; dejé de verlo. Con la imagen y el papel en una mano, salté hacia la mujer. Casi lo hice con la rapidez suficiente; casi la alcancé; pero el zumbido se apoderó de mí a mitad del salto, un zumbido fuerte, muy fuerte, como el fin del mundo.
Era la segunda vez esa semana. Cuando recobré el conocimiento, me sentí enfermo y demasiado débil para moverme durante mucho tiempo.
La casa estaba en silencio. Se habían ido, naturalmente… la casa había sido profanada: yo había estado en ella. No vivirían allí nunca más; construirían en algún otro sitio.
Los ojos se me nublaron. Después de un rato, me levanté y miré a mi alrededor… En las paredes colgaban unas telas de trama apretada, aparentemente frágiles, y pensé en rasgarlas, y en romper los muebles, y en arrojar las alfombras y los colchones al pozo… Pero no me alcanzaban las fuerzas. Estaba demasiado cansado. Treinta años… Hacía treinta años que me habían dado todos los reinos del mundo, y sus glorias. Era más de lo que un hombre solo podía soportar, durante treinta años.
Finalmente, me agaché y recogí la figura y el papel que tendría que estar debajo… arrugado ahora, con el desdichado aspecto de un mensaje que alguien ha tirado sin leer.
Suspiré con amargura.
Lo alisé, y leí la última parte.
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