Len y Moira Connington vivían en una casa alquilada con un pequeño patio, un jardín todavía más pequeño y demasiados abetos. El césped, que Len pocas veces tenía tiempo de cortar, estaba lleno de malezas y cubierto de zarzamoras. La casa en sí era limpia y olía mejor que la mayoría de los apartamentos de la ciudad, y Moira tenía geranios en las ventanas; sin embargo era oscura, a causa de los abetos y de estar situada en el lado peor de la ciudad. Un atardecer de primavera, cuando estaba llegando a la puerta, Len tropezó en una de las losas y desparramó los exámenes hasta el porche.
Cuando se levantó, Moira lo esperaba con una risita en la puerta.
—Qué gracioso.
—Gracioso un cuerno —dijo Len—. Me golpeé la nariz. —Recogió los exámenes de Química en tenso silencio; sobre el último cayó una gota roja—. ¡Maldita sea!
Moira le sostuvo la puerta cancela, con una expresión de leve arrepentimiento y sorpresa. Lo siguió hasta el cuarto de baño.
—Len, no quise reírme de ti. ¿Duele mucho?
—No —dijo Len, mirándose con ferocidad la raspadura de la nariz, que en realidad le latía como un gong.
—Me alegro. Fue muy gracioso… quiero decir, gracioso pero extraño —se apresuró a agregar.
Len la miró fijamente; a Moira se le veía el blanco de los ojos.
—¿Te pasa algo? —le preguntó.
—No sé —dijo ella, alzando la voz—. Nunca me había ocurrido una cosa así. No pensé que fuese gracioso, estaba preocupada por ti, y no sabía que me iba a reír… —Moira lanzó otra risita, un poco nerviosa—. ¿Estaré enloqueciendo?
Moira era una joven de pelo negro y un modo de ser apacible y amistoso; Len la había conocido durante el último año en Columbia, con —si lo miraba con imparcialidad, cosa que Len pocas veces hacía— lamentable resultado. Actualmente, en su séptimo mes, tenía la figura de una muñeca regordeta y algo pechugona.
Durante este período, recordó Len, podía haber frecuentes trastornos emocionales. Se inclinó por encima del vientre de ella y le dio un beso de perdón.
—Quizás estás cansada. Siéntate, y te traigo un café.
… Pero Moira no había tenido hasta ese momento ningún ataque de histeria, ni mareos por la mañana —en vez de eso eructaba—, y de todos modos, ¿había algo en la literatura del tema acerca de ataques de risa?
Después de cenar, Len corrigió inconexamente diecisiete juegos de papeles con lápiz rojo, luego se levantó y fue a buscar el libro sobre los bebés. Había cuatro volúmenes en rústica con muchas esquinas de hojas dobladas, en cuyas cubiertas sonreían caras de niños, pero el que quería consultar no estaba allí. Miró detrás del estante y en la mesa de mimbre que había al lado.
—¡Moira!
—¿Hm?
—¿Dónde demonios está el otro libro sobre los bebés?
—Lo tengo yo.
Len se acercó y miró por encima del hombro de su mujer. Moira estaba observando un dibujo ligeramente obsceno de un feto en invertida posición yoga dentro de un cuerpo de mujer cortado en forma transversal.
—Tiene este aspecto —dijo ella—. Mamá.
El diagrama mostraba a un feto de nueve meses.
—¿Qué dijiste de tu madre? —preguntó Len, perplejo.
—No seas tonto —dijo ella, distraída.
Len esperó, pero Moira no levantó la vista ni pasó la página. Luego de un rato Len volvió a su trabajo.
La observó. Moira hojeó el libro hasta el final, leyó unas pocas páginas, y lo puso sobre la mesa. Encendió un cigarrillo, e inmediatamente lo apagó. Lanzó un resonante eructo.
—Ese fue bueno —dijo Len, con admiración. Los eructos de Moira superaban todo lo que Len había oído en los vestuarios masculinos de Columbia; hacían temblar las puertas y las ventanas.
Moira suspiró.
Tenso, Len tomó su taza de café y echó a andar hacia la cocina. Se detuvo junto a la silla de Moira. En la mesa, al lado, estaba la taza que le había llevado después de la cena, aún llena de café: café negro, en el que nadaban unas gotas aceitosas, frío como una piedra.
—¿No querías el café?
Moira miró la taza.
—Sí, pero… —Se interrumpió y agitó la cabeza, perpleja—. No sé.
—Bueno, ¿quieres otro ahora?
—Sí, por favor. No.
Len, que había dado un paso, retrocedió.
—Decídete, maldita sea.
La cara de Moira se hinchó.
—Oh, Len, tengo una confusión tan grande —dijo, y empezó a temblar.
Len sintió que parte de su irritación se transformaba en protección.
—Lo que necesitas —dijo con firmeza— es un trago.
Usó una escalera de mano para llegar al estante superior del armario, donde guardaban el licor cuando tenían; siendo lo que eran los pequeños pueblos y las juntas de educación, esa era una de las precauciones necesarias.
Examinando los tres tristes dedos de whisky que quedaban en la botella, Len lanzó un juramento entre dientes. No podían comprar una decente provisión de bebidas alcohólicas, ni ropa nueva para Moira, ni… La idea original era que Len daría clases durante un año mientras ahorraban el dinero necesario para que Len pudiese volver y obtener su master; más tarde, al comprobar que eso era casi imposible, habían estado tratando simplemente de ahorrar lo necesario para hacer un curso de verano, y aun eso empezaba a parecer de un optimismo exagerado.
Se suponía que un profesor de escuela secundaria sin cierta antigüedad no debía casarse. Tampoco un estudiante de física graduado.
Sirvió dos whiskies con hielo y soda y volvió con ellos a la sala.
—Aquí tienes. Skoal.
—Ah —dijo ella, apreciativamente—. Eso tiene gusto a… ¡Ugh!
Moira puso el vaso en la mesa y lo miró con la boca entreabierta.
—¿Qué te pasa ahora?
Moira volvió la cabeza con cuidado, como si temiese que el whisky fuese a saltar del vaso.
—Len, no lo sé. Mamá.
—Es la segunda vez que lo dices. Todo esto, ¿qué…?
—¿Que digo qué?
—Mamá. Oye, si vas a…
—No dije eso.
Parecía como si tuviese un poco de fiebre.
—Claro que sí —afirmó Len, en un tono prudente—. La primera vez cuando estabas mirando el libro de los bebés, y de nuevo hace apenas un instante, después de decirle ugh al whisky. Hablando de eso…
—Mamá beber leche —dijo Moira, con exagerada claridad.
Moira odiaba la leche. Len tragó la mitad de su whisky, dio media vuelta y regresó calladamente a la cocina.
Cuando apareció con la leche, Moira la miró como si adentro tuviese una culebra.
—Len, yo no dije eso.
—Está bien.
—No lo dije. No dije mamá, y no dije eso de la leche —le temblaba la voz—. Y no me reí de ti cuando te caíste.
—Fue otro.
—Sí, fue… —Moira bajó la mirada hacia el bulto cubierto por la tela de la bata—. No me crees. Pon la mano aquí. Un poco más abajo.
Debajo de la ropa la carne era firme y cálida contra palma de la mano.
—¿Patadas? —preguntó.
—Todavía no. Ahora —dijo Moira, con voz tensa—. Oye tú, ahí abajo. Si quieres la leche patea tres veces.
Len abrió la boca y la volvió a cerrar. Debajo de la mano hubo tres latidos, uno tras otro.
Moira cerró los ojos, contuvo la respiración, y bebió la leche de un largo y horrible trago.
—Muy de cuando en cuando —leyó Moira—, la segmentación celular no sigue el ordenado modelo que producir un bebé normal. En esos raros casos algunas partes del cuerpo se desarrollan excesivamente mientras que otras no se desarrollan nada. Este crecimiento celular desordenado que se parece sorprendentemente al desenfrenado crecimiento celular que conocemos como cáncer… —Los hombros de Moira se movieron convulsivamente—. Bah.
—¿Por qué sigues leyendo eso si te hace sentir así?
—Tengo que hacerlo —dijo, ausente. Escogió otro libro de la pila—. Falta una página.
Len terminó evasivamente de comer el huevo.
—No sé cómo duró tanto tiempo sano —dijo. Eso era cierto; algo se había derramado sobre el libro, disolviendo parcialmente la cola, y se encontraba en un avanzado estado de anarquía; sin embargo, el hecho era que Len había arrancado la página en cuestión hacía cuatro noches, después de leerla cuidadosamente: el tema era «La psicosis en el embarazo».
Moira había decidido ya que el bebé era varón, que se llamaba Leonardo (no se refería a Len sino a da Vinci), que le había informado de esas cosas y de muchas otras, que la apartaba de sus alimentos favoritos y le hacía comer cosas que ella detestaba, como hígado y callos, y que, para que no le patease la vejiga, tenía que leer todo el día libros que él escogía.
Hacía un calor insoportable; los cursos habían comenzado hacía sólo dos semanas, y los estudiantes de Len se mostraban unas veces aburridos, otras interesados. Luego estaba el asunto de su contrato para el año siguiente, y el posible puesto en la Escuela Secundaria de Oster, lo que significaría más dinero, y el encuentro de padres y maestros esa misma noche, al que asistirían suntuosamente el inspector Greer y su mujer…
Moira estaba enterrada hasta las rodillas en el primer volumen de Der Untergang des Abendlandes, moviendo los labios; de vez en cuando se le escapaba algún sonido gutural.
Len se aclaró la garganta.
—¿Moy?
—… und also des tragischen… por el amor de Dios, Len, ¿qué significa esto?
Len emitió un sonido de irritación.
—¿Por qué no pruebas con la edición en inglés?
—Leo quiere aprender alemán. ¿Qué ibas a decir?
Len cerró los ojos un momento.
—La reunión de padres y maestros esta noche. ¿Estás segura de que quieres ir?
—Sí, claro. Es muy importante, ¿verdad? A menos que pienses que tengo un aspecto demasiado desaliñado…
—No. No, maldita sea. Pero ¿te sientes en condiciones de ir?
Debajo de los ojos de Moira había unas débiles ojeras violetas; últimamente no dormía bien.
—Por supuesto.
—Muy bien. Y mañana irás a ver al médico.
—Ya te dije que sí.
—Y no dirás nada de Leo a la señora Greer o a cualquier otra persona…
Moira parecía un poco desconcertada.
—No. No hasta que nazca, supongo, ¿verdad? Sería muy difícil convencer a la gente; ni siquiera tú me habrías creído si no hubieras sentido las patadas.
No habían repetido ese experimento, aunque Len había insistido muchas veces; Moira decía que lo único que deseaba Leo era establecer comunicación con su madre… pero aparentemente no tenía ningún interés en Len.
—Demasiado joven —explicaba Moira.
Y sin embargo… Len recordaba las ranas que había analizado en la clase de biología el último semestre. Una tenía dos corazones. Ese crecimiento celular desordenado… como un cáncer. Era imposible predecir: ¿dedos de más en las manos o en los pies… una doble capa externa en cada órgano?
—Y si eructo lo haré como una señora —dijo Moira, alegre.
Cuando llegaron los Connington no había en la sala nadie más que las damas del comité, dos maestros que sonreían nerviosamente, y la impresionante mole del inspector Greer. Las patas de las mesas crujían en el piso sin alfombrar; en el aire había un olor a barniz y almizcle.
Greer se adelantó, con una expresión de alegría congelada en la cara.
—¿No es maravilloso? ¿Cómo están los jóvenes en esta noche tan cálida?
—Oh, pensamos que llegaríamos más temprano —dijo Moira, bastante molesta. Parecía una colegiala, y estaba sorprendentemente elegante; no resultaba nada fácil notarle el bulto que era Leo, a menos que uno la viese de perfil—. Ahora mismo voy a ayudar a las señoras. Todavía tiene que haber algo que yo pueda hacer.
—No, ahora no. Pero le diré lo que puede hacer. Vaya ahí enfrente y salude a la señora Greer. Sé que se muere de ganas de sentarse a conversar con usted. Adelante, no se preocupe por su marido; yo me encargo de él.
Moira emitió unos pocos grititos de placer, la mitad de los cuales saltaron por encima de una brecha de aversión mutua.
Greer, exhibiendo una dentadura perfecta, exhaló Listerine. Su piel rosada parecía no sólo lavada sino desinfectada; sus gafas de armazón de oro pertenecían al escaparate de un optometrista, y su traje tropical, evidentemente, acababa de salir de la tintorería. Resultaba imposible pensar en Greer sin afeitar, Greer fumando un cigarro, Greer con una mancha de grasa en la frente, o Greer haciendo el amor con su mujer.
—Bueno, señor, este clima…
—Cuando pienso en lo que era este valle hace veinte años…
—A los precios de hoy…
Len escuchaba con creciente admiración, insertando de vez en cuando algún comentario; nunca se había dado cuenta de que existían tantos temas de conversación absolutamente neutros.
Entraron unas pocas personas más, haciendo subir la temperatura de la habitación aproximadamente medio grado per cápita. Greer no sudaba; simplemente tenía un color rosado.
Moira, sentada en el otro extremo de la habitación, conversaba íntimamente con la señora Greer, una mujer pechugona con un sombrero nada elegante. Aparentemente Moira le estaba contando un chiste; Len sabía perfectamente que no era un chiste verde, pero escuchó de todos modos, tenso, hasta que oyó a la señora Greer ladrar una carcajada. Las palabras le llegaron con claridad.
—¡Es muy bueno! ¡Ojalá pueda recordarlo!
Len, que no había pensado en llevar la conversación hacia el puesto vacante en Oster, se volvió a poner rígido al darse cuenta de que Greer había empezado a hablar de la profesión. El corazón comenzó a latirle absurdamente; Greer estaba haciendo preguntas muy oportunas, en un tono humorístico pero directo… sonsacando a Len sin siquiera tener que usar técnicas maquiavélicas.
Len le respondía ingenuamente, menos cuando estaba seguro de lo que quería oír el inspector; en esos casos mentía como un troyano.
La señora Greer se había apoderado de una prematura jarra de té; ella y Moira la monopolizaban, sin prestar atención a las miradas de los maestros más sedientos, y permanecían con las cabezas juntas, como si estuvieran planeando el derrocamiento de la República o intercambiando recetas.
Greer escuchó atentamente la última respuesta de Len, proferida con el aire devoto de un Boy Scout que jura sobre el Manual; pero como la pregunta había sido «¿Piensa usted hacer de la enseñanza su carrera?», la respuesta no contenía una palabra de verdad.
Len se miró la panza y, teatralmente, arrugó un poco el entrecejo. Con ese sexto sentido social que es tan inconfundible cuando funciona, supo que las palabras siguientes de Greer serían: «Quizá se haya enterado de que en la Escuela Secundaria de Oster necesitarán un nuevo profesor de ciencias el próximo otoño…».
En ese momento Moira ladró como una foca.
El silencio que siguió a ese sonido fue roto en un instante por un potente grito, y un estruendo y un ruido sordo que hizo temblar la habitación.
La señora Greer estaba sentada en el suelo; las piernas extendidas, el sombrero sobre un ojo, parecía estar ensayando algún tipo de danza orgiástica.
—Fue Leo —dijo Moira incoherentemente—. Sabes que ella es inglesa… me dijo que por supuesto una taza de té no podía hacerme daño, y me estuvo insistiendo para que la bebiese bien caliente, y yo no podía…
—No. No. Espera —dijo Len, dominando su furia—. ¿Quién…?
—Entonces bebí un poco. Y Leo me pateó y me hizo eructar el eructo que estaba conteniendo. Y…
—Dios mío.
—Luego me pateó la taza que tenía en la mano, haciéndomela volcar sobre la falda de ella, y entonces quise morir.
Al día siguiente llevó a Moira al consultorio del médico donde leyeron manoseados ejemplares de La revista rotaria y Field and Stream durante una hora.
El doctor Berry era un hombrecito rollizo de ojos sensibles y un invariable aire de médico de cabecera. En las paredes de la sala de espera, donde los médicos acostumbran a colgar por lo menos diecisiete diplomas y certificados, tenía tres; el resto del espacio estaba cubierto por ampliaciones de fotografías en color de niños muy, muy hermosos.
Cuando Len entró resueltamente detrás de Moira en el consultorio, Berry miró un poco sorprendido durante un instante; luego, aparentemente, decidió actuar como si nada extraordinario hubiese sucedido. No se podría decir que hablaba, ni que cuchicheaba; susurraba.
—Tenemos muy buen aspecto, señora Connington. ¿Cómo nos estamos sintiendo?
—Bien. Mi marido piensa que estoy loca.
—Mar… Qué curioso que piense eso, ¿verdad? —Berry lanzó una mirada hacia la pared, luego barajó algunas fichas nerviosamente—. ¿Hemos tenido alguna sensación de ardor al orinar?
—No. En cuanto a mí… No.
—¿Algún dolor en el estómago?
—Sí. Me ha puesto lívida de patadas.
Berry interpretó mal la melancólica mirada de Moira hacia Len, y las cejas se le movieron involuntariamente.
—El bebé —dijo Len—. El bebé la patea.
Berry tosió.
—¿Dolores de cabeza? ¿Mareos? ¿Vómitos? ¿Hinchazón en las piernas o en los tobillos?
—No.
—Muy bien. Ahora veamos cuánto hemos engordado, y luego pasaremos a la camilla.
Berry puso la sábana sobre el abdomen de Moira, como si se tratara de un huevo excepcionalmente frágil. Palpó delicadamente con los gordos pulgares, luego usó el estetoscopio.
—Las placas de rayos X —dijo Len—. ¿Las tiene ya?
—Sí —respondió Berry—. Sí, las tengo.
Movió el estetoscopio y volvió a escuchar.
—¿Muestran alguna cosa rara?
Las cejas de Berry se enarcaron en una amable pregunta.
—Hemos tenido una pequeña discusión —dijo Moira, con voz tensa— acerca de si éste es o no un bebé común.
Berry se quitó los tubos del estetoscopio de las orejas.
Miró a Moira como un ansioso sabueso.
—Ahora no nos preocupemos de eso. Vamos a tener un bebé perfectamente sano, hermoso, y si alguien nos dice lo contrario simplemente no le prestaremos atención.
—¿El bebé es absolutamente normal? —preguntó Len, subrayando las palabras.
—Absolutamente.
Berry se puso otra vez el estetoscopio. Su rostro palideció.
—¿Qué pasa? —preguntó Len, tras un instante. El médico tenía la mirada fija y vidriosa.
—Vagitus uterinus —murmuró Berry. Se quitó bruscamente el fonendoscopio y lo miró—. No, claro que no podía ser. Qué fastidio, parece que hemos sintonizado una emisión de radio con nuestro pequeño estetoscopio. Voy a buscar otro instrumento.
Moira y Len cruzaron sus miradas. La de Moira fue casi excesivamente suave.
Berry volvió confiadamente con un nuevo estetoscopio, puso el diafragma contra el vientre de Moira, escuchó un instante, y de pronto se sacudió espasmódicamente, como si se le hubiera roto un resorte. Visiblemente molesto, se apartó de la mesa. Abrió y cerró la boca varias veces antes de emitir algún sonido.
—Discúlpenme —dijo, y salió del consultorio caminando en zigzag.
Len arrebató el instrumento que había dejado caer el médico.
Como un timbre que suena bajo el agua, una vocecita apagada pero clara estaba gritando:
—¡Cabeza de vejiga, traficante de píldoras! ¡Ausencia de cabecera! ¡Cirujano de árboles de tercera categoría! ¡Bolsa inflada de enema! —Una pausa—. ¿Eres tú, Connington? No te metas en la línea; aún no he terminado con el médico.
Moira sonrió.
—¿Y bien? —preguntó.
—Tenemos que pensar en algo —repetía Len, una y otra vez.
—Tú tienes que pensar en algo. —Moira se estaba peinando; después de cada pasada por el pelo sacudía ágilmente el peine—. Yo ya tuve tiempo de sobra para pensar, desde que empezó esto. Cuando tú hayas pensado tanto como yo…
Len tiró la corbata hacia el pie de la cama.
—Moy, tienes que ser razonable. Hay una sola posibilidad sobre cien, aproximadamente, de que el niño no patee tres veces en cualquier período de un minuto. Las probabilidades de que…
Moira emitió un gruñido y se puso tensa un momento.
Luego torció la cabeza hacia un lado, escuchando, un nuevo manerismo que hacía subir culebras por la espina dorsal de Len.
—¿Qué? —preguntó Len, bruscamente.
—Dice que no levantemos la voz, que está pensando.
Los dedos de Len se cerraron convulsivamente, y un botón de su camisa voló. Temblando, sacó los brazos de adentro de las mangas y tiró la camisa al piso.
—Oye. Quiero entender esto, nada más. Cuando te habla, ¿no sientes los gritos a través del hígado y los pulmones? ¿Qué…?
—Lo sabes muy bien. Me lee la mente.
—Eso no es lo mismo que… —Len aspiró profundamente—. Lo que quiero saber es qué sensación tienes, si te parece oír una verdadera voz o si simplemente sabes lo que te está diciendo sin saber cómo lo sabes, o…
Moira dejó el cepillo para pensar mejor.
—No es como oír una voz. Se parece más a… Lo podría comparar con el recuerdo de una voz. Con la única diferencia de que uno no sabe cuáles son las palabras siguientes.
—Dios mío —Len recogió del suelo la corbata y, distraídamente, se la comenzó a ajustar alrededor del pescuezo desnudo—. ¿Y ve lo que tú ves, sabe lo que estás pensando, oye cuando la gente te habla?
—Por supuesto.
—Pero, maldita sea, ¡eso es tremendo! —Len comenzó a dar vueltas por la habitación, sin mirar por donde iba—. Pensaban que Macaulay era un genio. Este niño ni siquiera ha nacido. Lo oí. Maldecía a Berry como un carretero.
—Hace dos días me hizo leer El hombre que vino a cenar.
Len caminó torpemente alrededor de una mesita, junto a la cama.
—Esa es otra cosa. ¿Qué podrías contar de su… de su personalidad? Es decir, ¿sabe perfectamente lo que hace, o se limita a golpear desatinadamente en todas direcciones? —Hizo una pausa—. ¿Estás segura de que es de veras consciente?
—No seas tonto… —comenzó a decir Moira, y se interrumpió—. Define la palabra «consciente» —concluyó, en tono de duda.
—Está bien, lo que quiero decir es… ¿Por qué tengo puesta esta corbata? —se la arrancó y la tiró sobre la pantalla de una lámpara—. Lo que quiero decir es…
—¿Estás seguro de que eres de veras consciente?
—Muy bien. Haces una broma, me río, jaja. Lo que trato de preguntarte es si has podido comprobar que posee pensamiento creador, pensamiento organizado, o si simplemente se está integrando, abarcando todas las respuestas instintivas. ¿Crees que…?
—Sé a qué te refieres. Cállate un momento… No lo sé.
—Quiero decir si está despierto, o dormido y soñándonos a todos, como el Rey Rojo.
—No lo sé.
—Y si es así, ¿qué ocurrirá cuando despierte?
Moira se quitó el camisón, lo dobló cuidadosamente, y maniobró metiéndose entre las sábanas.
—Ven a la cama.
Len se quitó un calcetín, y entonces se le ocurrió algo más.
—Te lee la mente. ¿Puede leer la mente de otras personas? —Len parecía aterrado—. ¿Puede leer la mía?
—No. Pero no sé si es porque no puede. Yo pienso que no le importa.
Len bajó el otro calcetín hasta la mitad y lo dejó allí. En otro tono, dijo:
—Una de las cosas que no le importan es si tengo trabajo.
—No… Pensó que era divertido. Yo quería que el piso me tragara, pero no pude dejar de reír cuando ella se cayó… Len, ¿qué vamos a hacer?
Len dio media vuelta y la miró.
—Oye —dijo—, no quise parecer tan pesimista. Haremos algo. Encontraremos una solución. De veras.
—Está bien.
Teniendo cuidado con las rodillas y los codos, Len subió a la cama, junto a Moira.
—¿Cómo te sientes?
—Mm… Ugh —Moira trató de incorporarse y casi lo logró. Apoyada en un codo, dijo con indignación—: Oh no.
Len la miró en la oscuridad.
—¿Qué?
Moira lanzó otro gruñido.
—Len, levántate. Está bien. ¡Len, date prisa!
Len luchó convulsivamente, saliendo de una traicionera sábana, y se levantó tambaleándose, tenso y con la piel de gallina.
—¿Ahora qué sucede?
—Tendrás que dormir en el sofá. Las sábanas están abajo.
—¿En ese sofá? ¿Estás loca?
—No lo puedo remediar —dijo Moira, con voz débil—. Por favor, no discutamos; simplemente tendrás que hacerlo.
—¿Por qué?
—No podemos dormir en la misma cama —se lamentó—. Dice que es… ¡oh!… ¡poco higiénico!
El contrato de Len no fue renovado. Consiguió empleo como camarero en un hotel de temporada, una ocupación mejor pagada que enseñar a futuros ciudadanos los rudimentos de las tres ciencias básicas, pero para la que Len carecía de aptitudes. Duró en ella tres días; estuvo luego desocupado una semana y media, hasta que los cuatro años de física de enseñanza superior le ayudaron a encontrar trabajo como empleado en una tienda de artefactos eléctricos. El dueño era un hombre jovialmente agresivo que aseguraba a Len que había grandes oportunidades en radio-televisión, y que creía firmemente que las pruebas atómicas eran la causa de todo el mal tiempo.
Moira, en su octavo mes, caminaba todos los días hasta la biblioteca pública del condado y volvía con el cochecito para bebés cargado de libros. El pequeño Leo, según parecía, se estaba abriendo camino, simultáneamente, en biología, astrofísica, frenología, ingeniería química, arquitectura, ciencia cristiana, medicina psicosomática, derecho marítimo, administración de empresas, yoga, cristalografía, metafísica y literatura moderna.
Su dominio de la vida de Moira seguía siendo absoluto, y continuaba sus experimentos con el régimen de ella. Durante una semana Moira no comía más que nueces y fruta lavada con agua destilada; a la siguiente cumplía una dieta a base de bistecs de solomillo y hojas de diente de león.
Cuando fue pleno verano, afortunadamente, dejó de verse casi todo el personal de la Escuela Secundaria. Len y el doctor Berry se encontraron una vez en la calle. Berry comenzó a acercarse, enarcó las cejas, y echó a andar rápidamente en una dirección totalmente nueva.
El acontecimiento diabólico tendría que ocurrir aproximadamente el 29 de julio. Len iba tachando cada día en el calendario de la pared con un enfático lápiz negro. Suponía que, en el mejor de los casos, resultaría incómodo ser padre de un superprodigio —Leo sin duda sería dictador del mundo cuando tuviese quince años, si no lo asesinaban antes—, pero casi cualquier precio sería aceptable para sacar al niño de su fortaleza materna.
Luego llegó el día en que Len, al regresar a casa, encontró a Moira llorando sobre la máquina de escribir, con un manuscrito de dos centímetros de espesor al lado.
—No es nada. Estoy cansada, simplemente. Comenzó después del almuerzo. Mira.
Zumbando. Raspando
el demiurgo.
Aquí comienza la istoria:
Ojos sin puntos, groñendo
y mirando, se apaga
una larma, se cerca.
¡Borracho! ¡Desventurado!
Penique, por lo tanto judíos somos.
Que los pantalones se ventilen.
Busca jabón en el fondo
de un agujero; caza un buen pedazo.
Despellejada en una fábula, una
redonda tajada de carne de gato…
Las tres primeras hojas eran así. La cuarta era un perfecto soneto italiano injuriando a la actual administración y al partido del cual Len era un servil miembro.
La quinta estaba escrita a mano en alfabeto cirílico e ilustrado con diagramas geométricos. Len dejó el manuscrito sobre la mesa y miró temblorosamente a Moira.
—No, sigue —dijo Moira—. Lee el resto.
La sexta y la séptima eran versos satíricos, y la octava, la novena y el resto, hasta el final de la pila, eran aparentemente los primeros capítulos de una magnífica novela histórica de aventuras.
Sus personajes centrales eran Ciro el Grande, su hija Ligea, la de los pechos descomunales, de quien Len no había oído hablar nunca, un aventurero grecomedo llamado Jantes; había también una magnífica profusión de cortesanas, espías, apariciones, esclavos, oráculos, asesinos, leprosos, sacerdotes, soldados.
—Ya decidió —dijo Moira lo que va a ser cuando nazca.
Leo se negaba a que lo molestasen con detalles mundanos. Cuando el manuscrito alcanzó las ochenta páginas, Moira le inventó un título y un nombre para firmarlo: La virgen de Persépolis, por Leo Lenn, y lo envió por correo a un agente literario de Nueva York. La respuesta del agente, una semana más tarde, fue cautelosamente entusiasta y un poco quejosa. Pedía un resumen del resto de la novela.
Moira, tratando de sonar impenetrablemente artística y nada mundana, le respondió que eso era imposible. Adjuntaba las treinta y tantas páginas que Leo había escrito mientras tanto.
No tuvieron noticias del agente durante dos semanas. Al final de ese tiempo Moira recibió un asombroso documento, exquisitamente impreso y encuadernado en cuero imitación, treinta y dos páginas incluyendo el índice, con más cláusulas que una escritura de arrendamiento.
Resultó ser un contrato. Lo acompañaba un cheque del agente por novecientos dólares.
Len apoyó el mango del estropajo contra la pared y se enderezó cuidadosamente, sintiendo cada esforzado músculo de la espalda. ¿Cómo podían las mujeres hacer sus tareas domésticas cada día, siete días a la semana, cincuenta y dos malditas semanas al año? El sol había bajado, y ahora hacía un poco más fresco; Len sólo llevaba puestos los pantalones cortos de baño y unas chinelas, pero su sensación era la de estar con abrigo en un baño turco.
El estrépito de la nueva y monstruosa máquina de escribir de Moira se apagó, dejando un leve zumbido. Len entró en la sala y se dejó caer en el brazo de un sillón. Moira, con el rostro encendido y sudoroso, vestida con su bata floreada, encendía en ese momento un cigarrillo.
—¿Cómo va la novela?
Moira apagó la máquina con un gesto de cansancio.
—Página doscientos ochenta y nueve. Jantes mató a Anajandro.
—Me lo temía. ¿Y Ganesh y Zeujias?
—No sé. —Moira arrugó el entrecejo—. No consigo darme cuenta. ¿Sabes quién fue el que violó a Miriam en el jardín?
—No, ¿quién?
—Ganesh.
—No bromees.
—No lo hago —Moira señaló la pila de hojas mecanografiadas—. Asegúrate tú mismo.
Len no se movió.
—Pero Ganesh estaba en Lidia, comprando de vuelta el zafiro. No regresó hasta…
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero no estaba en Lidia. Ese era Zeujias con la nariz maquillada y la barba teñida. Tal como lo explica, resulta totalmente lógico. Zeujias oyó a Ganesh hablando con los tres mongoles, ¿recuerdas? Ganesh pensó que había alguien detrás de la cortina, y en ese momento oyeron el grito de Ligea; y mientras volvían la espalda…
—Está bien, pero, Dios mío, eso lo complica todo. Si Ganesh no fue nunca a Lidia, entonces no pudo ayudar a destemplar la armadura de Ciro. Y tampoco Zeujias, porque…
—Ya lo sé. Es exasperante. Sé que va a sacar otro conejo de la galera y aclarar todo, pero no veo cómo.
Len quedó pensativo.
—Me doy por vencido. Tenía que ser Ganesh o Zeujias. O Filomenes. Pero oye, si Zeujias supo lo del zafiro todo el tiempo, eso excluye definitivamente a Filomenes. A menos que… No. Me olvidaba de aquel asunto en el templo. Uufff. ¿De veras crees que sabe lo que hace?
—Estoy segura. Ultimamente he podido saber lo que piensa incluso cuando no me está hablando… es decir, en general, por ejemplo cuando trata de resolver algo, o cuando está de mal humor. Va a ser algo brillante, y él sabe de qué se trata, pero no me lo quiere decir. Tendremos que esperar, simplemente.
—Supongo que sí. —Len se levantó, lanzando un gruñido—. ¿Quieres que vea si hay algo en la olla?
—Sí, por favor.
Len entró en la cocina, encendió el fuego, miró brevemente los platos que esperaban en el sumidero, y volvió a salir. Desde que había empezado con La Novela, Leo había abandonado su interés por la dieta de Moira, y ella vivía ahora de café. Las pequeñas bendiciones…
Moira estaba echada hacia atrás, los ojos cerrados, con aspecto de profunda fatiga.
—¿Cómo andamos de dinero? —preguntó, sin moverse.
—Mal. No nos quedan más que veintiún dólares.
Moira alzó la cabeza y abrió los ojos.
—Es imposible. Len, ¿cómo puede alguien gastar novecientos dólares en tan poco tiempo?
—La máquina de escribir. Y el dictáfono que Leo pensó necesitar hasta media hora después de haberlo pagado. Creo que gastamos unos cincuenta para nosotros. Alquiler. Comestibles. El dinero se va, si no hay más entradas.
Moira lanzó un suspiro.
—Pensé que duraría más.
—Yo también… Si no termina esa cosa en unos pocos días, tendré que volver a buscar un trabajo.
—Oh, eso no sería tan malo.
—Ya lo sé, pero…
—Está bien, si todo sale como esperamos, no habrá ningún problema; si no… Debe de estar a punto de concluir. —Moira apagó de pronto el cigarrillo y se incorporó, las manos en el teclado de la máquina—. Se está preparando otra vez. Acuérdate de aquel café, ¿sí?
Len sirvió dos tazas y las llevó a la sala. Moira seguía delante de la máquina, con el esbozo de una curiosa expresión en la cara.
El carro de la máquina se movió súbitamente, en un breve murmullo, y se detuvo. Los ojos de Moira se agrandaron y se volvieron más redondos.
—¿Qué sucede? —preguntó Len. Se acercó y miró por encima del hombro de Moira.
La última página decía:
(CONTINUARÁ EN LA PRÓXIMA)
Las manos de Moira se cerraron, formando unos puños pequeños e impotentes. Después de un momento apagó la máquina.
—¿Qué? —dijo Len, incrédulo—. Continuará… ¿Qué clase de disparate es ése?
—Dice que se aburrió de la novela —respondió Moira, lentamente—. Dice que ya sabe el final, y que por lo tanto ya está artísticamente terminada; que los demás estén o no de acuerdo no importa. —Hizo una pausa—. Pero dice que no es ésa la verdadera razón.
—¿Y bien?
—Tienes dos razones. Una es que no quiere terminar el libro hasta estar seguro de que podrá controlar totalmente el dinero que éste produzca.
—Bueno —dijo Len, tragándose la rabia—, eso tiene sentido, en cierto modo. El libro es suyo. Si quiere garantías…
—No oíste la otra razón.
—Está bien, ¿cuál es?
—Nos quiere enseñar de una vez, para que no lo olvidemos, quién manda en la familia.
—Len, estoy muy cansada.
—Veamos todo el asunto una vez más; tiene que haber alguna salida… ¿Sigue sin hablarte?
—Hace unos veinte minutos que no lo siento. Pienso que se durmió.
—Muy bien, supongamos que se niegue a oír nuestras razones…
—Es lo más probable.
Len emitió un sonido incoherente.
—Todavía no veo por qué no podemos escribir el último capítulo nosotros mismos… unas pocas páginas…
—¿Quién puede?
—Bueno, yo no, pero tú has escrito algo, y bueno además. Y si te sientes tan segura de que están allí todas las pistas… Oye, si dices que no lo puedes hacer, contratamos a alguien. Un escritor profesional. Sucede continuamente. La última novela de Thorne Smith…
—Ugh.
—Bueno, se vendió. Lo que un escritor inicia, otro lo puede concluir.
—Nadie concluyó nunca El misterio de Edwin Drood.
—Oh, maldita sea.
—Len, es imposible. Imposible. Déjame terminar. Si piensas que podemos lograr que alguien reescriba la última parte que hizo Leo…
—Sí, pensé eso mismo.
—No serviría para nada; si alguien continuase el libro tendría que rehacer todo, casi desde la primera página, y el resultado final sería una historia diferente. Acostémonos.
—Moy, ¿te acuerdas de cuando nos preocupábamos por la ley de los opuestos?
—¿Mm?
—La ley de los opuestos. Cuando temíamos que el niño fuese un hombre de pico y pala, de cabeza puntiaguda.
—Ah. Mm.
Len volvió la cabeza. Moira estaba de pie, con una mano en el vientre y la otra detrás de la espalda. Parecía como si estuviese a punto de hacer una profunda reverencia, y dudase de poder hacerlo.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Len.
—Me duele la espalda, abajo.
—¿Mucho?
—No.
—¿El vientre también?
Moira arrugó el ceño.
—No seas tonto. Estoy esperando la contracción. Ahí viene.
—La… pero acabas de decir que era la espalda.
—¿Y dónde crees que empiezan, por lo general, los dolores del parto?
Los dolores aparecían cada veinte minutos, y el taxi no llegaba. Moira tenía listas sus cosas y estaba preparada. Len trataba de darle un buen ejemplo, con su calma. Se acercó al almanaque de la pared, lo miró, y dio media vuelta.
—Len, sé que es apenas el quince de julio.
—¿Eh? No lo dije en voz alta.
—Lo dijiste siete veces. Siéntate; me estás poniendo nerviosa.
Len se encaramó en la esquina de la mesa, cruzó los brazos, y en seguida se levantó para mirar por la ventana. Al volver caminó alrededor de la mesa, sin rumbo, levantó un frasco de tinta y lo sacudió para ver si estaba bien tapado, tropezó en una cesta, la levantó cuidadosamente y se sentó con un aire de J’y suis, j’y reste.
—No hay nada de qué preocuparse —dijo, con voz firme—. Las mujeres pasan por esto todo el tiempo.
—Es cierto.
—¿Para qué? —exigió violentamente.
Moira le sonrió, dio un leve respingo y miró el reloj.
—Dieciocho minutos. Este es fuerte.
Cuando Moira consiguió relajarse, Len se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió en sólo dos tentativas.
—¿Cómo lo está tomando Leo?
—No me dice nada. Siente… —Moira se concentró— aprensión. Se siente raro y no le gusta… Creo que no está despierto del todo. Es curioso.
—Me alegro de que esto suceda ahora —anunció Len.
—Yo también, pero…
—Oye —dijo Len, acercándose enérgicamente al brazo del sillón de Moira—, siempre nos las hemos podido arreglar, ¿verdad? No es que no haya sido duro a veces, pero… tú lo sabes.
—Lo sé.
—Pues bien, todo volverá a ser como antes, después de que esto concluya. Después de que nazca no me importa que tenga un supercerebro… ¿entiendes? Hasta ahora nos ha aventajado por una sola razón; él nos podía alcanzar, y nosotros no. Si tiene la mente de un adulto puede aprender a comportarse como un adulto. Es así de simple.
Moira vaciló.
—No lo puedes llevar al monte. Va a ser un bebé físicamente desvalido, como todos los bebés. Será necesario cuidarlo. No puedes…
—Está bien, pero hay muchas otras maneras. Si se porta bien le leemos. Así.
—Tienes razón, pero pensé en otra cosa. ¿Recuerdas cuando dijiste: supongamos que está dormido y soñando… y qué pasa si despierta?
—Bueno, eso me hizo recordar algo más, o quizá sea la misma cosa. ¿Sabías que un feto en el útero recibe en la sangre sólo la mitad del oxígeno que le llegará cuando comience a respirar?
Len parecía pensativo.
—Lo había olvidado. Bueno, esa es otra de las cosas que no logra ningún bebé más que Leo.
—¿Quieres decir que ninguno usa tanta energía como él? Es cierto, pero a lo que me refiero es que eso no se debe a que reciba más oxígeno, porque no lo recibe, ¿verdad? El prodigio es él, no yo. Debe de usarlo más eficientemente… Y si es así, ¿qué ocurrirá cuando reciba el doble?
La habían enjabonado y afeitado y desinfectado, además de otras indignidades, y ahora se veía en el reflector de la enorme mesa de parto: una imagen clara y brillante, como todo lo demás, pero flotando envuelta en una aureola, muy parecida a una estatua de Sita. No sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí —eso se debía tal vez al sedante— pero se sentía muy cansada.
—Haga fuerza —dijo el médico con voz amable, y antes de que ella pudiese contestarle el dolor subió como violines, y tuvo que tragar la acre frialdad del gas hilarante. Cuando alzaron la máscara, dijo:
—Estoy haciendo fuerza —pero el médico se había ido al otro extremo de su cuerpo y no escuchaba.
De todos modos tenía a Leo. ¿Cómo te sientes?
La respuesta fue confusa —¿a causa del anestésico?— pero en realidad no la necesitaba; lo percibía con claridad oscuridad y presión, impaciencia, una lenta cólera satánica… y algo más. ¿Incertidumbre? ¿Aprensión?
—Con dos o tres más ya está. Haga fuerza.
Miedo. Inconfundible ahora. Y una desesperada determinación.
—¡Doctor, no quiere nacer!
—A veces da esa impresión, ¿verdad? Ahora haga fuerza.
Díle que pare demasiado peligrosooooo pare me sientoo díle pareeeee.
—¿Qué, Leo, qué?
—Haga fuerza.
Débilmente, como una voz bajo el agua: Date prisa te odio dile… incubadora cerrada… una décima de oxígeno, nueve décimas de gases inertes… Date prisa…
Repentinamente cedió la presión.
Leo nació.
El médico lo sostuvo por los talones, rojo, ensangrentado, arrugado, arrastrando una blanda y abultada culebra. Su voz seguía estando allí, muy pequeña, muy lejana: Demasiado tarde. Lo mismo que la muerte. Luego una insinuación de la antigua y fría arrogancia: Ahora nunca sabrán… quien mató a Ciro.
El médico le dio una hábil palmada en las diminutas nalgas. La boca marchita y malévola se retorció, abriéndose pero sólo salió el furioso chillido de un bebé vulgar. Leo había desaparecido, como una luz que se apaga bajo el inmensurable océano.
Moira alzó débilmente la cabeza.
—Déle una de mi parte —dijo.