CUATRO EN UNO

I

George Meister había visto en una ocasión el sistema nervioso de un hombre: un espécimen de exhibición en el cual habían sido recubiertas las fibras más pequeñas, hasta que fueron visibles, y luego disuelto todo el tejido sobrante y reemplazado por plástico transparente. Un trabajo maravilloso; lo había hecho aquel tipo en Torkas III (¿cómo se llamaba?). De todos modos, luego de ver aquel espécimen, Meister sabía con bastante aproximación qué aspecto debía de tener él mismo en el momento actual.

Naturalmente, había otras distorsiones: por ejemplo, estaba casi seguro de que las neuronas entre el centro visual y los ojos se le habían prolongado por lo menos treinta centímetros. Además, sin duda, como había desaparecido la musculatura que antes controlaba, todo el sistema estaba torcido y desparramado de un modo raro; y había notado algunos otros cambios, que podían estar o no reflejados por diferencias estructurales de conjunto. El hecho era que él, George Meister —lo que todavía podía llamar él mismo— no era más que un cerebro, un par de ojos, una columna vertebral, y un manojo de neuronas.

George cerró los ojos un segundo. Era algo que había aprendido a hacer muy recientemente, y estaba orgulloso. El largo período inicial, en el cual no había tenido ningún tipo de dominio, había sido muy malo. Después había llegado a la conclusión de que la parálisis tenía que ver con los efectos de algún anestésico, el agente (fuese lo que fuese) que lo había mantenido inconsciente mientras su cuerpo era… Bueno.

Esa era una explicación; otra podía ser que las ramas de neuronas simplemente no se habían entretejido aún firmemente en sus nuevas posiciones. Quizás en algún momento futuro pudiese verificar una o ambas hipótesis. Pero al principio, cuando sólo veía, y no podía moverse, y no sabía nada más allá del momento en que había caído boca abajo en aquel charco de gelatina moteado de verde y marrón, su desconcierto había sido grande.

Se preguntó cómo lo estarían tomando los otros. Sabía que había otros, porque a veces sentía un dolor agudo y repentino en el sitio de las piernas, y en el mismo instante el movimiento del paisaje se detenía con una sacudida. Eso sólo se explicaba por la presencia de otro cerebro, atrapado como el suyo, que trataba de mover el cuerpo común en otra dirección.

Por lo general el dolor cesaba inmediatamente, y George podía continuar enviando mensajes a las terminaciones nerviosas que antes habían pertenecido a los dedos de sus manos y de sus pies, y el cuerpo gelatinoso seguía adelante, arrastrándose lentamente. Cuando no cesaba el dolor, lo único que podía hacer era dejar de moverse hasta que el otro cerebro se detuviese (en ese caso George se sentía como un pasajero involuntario en un vehículo muy lento), o tratar de alterar sus propios movimientos, para que coincidiesen, o por lo menos produjesen una resultante con los del otro cerebro. Se preguntó quién más habría caído. ¿Vivian Bells? ¿El Mayor Gumbs? ¿La señorita McCarty? ¿Los tres? Tenía que haber alguna manera de averiguarlo.

Trató de mirar hacia abajo otra vez, y fue recompensado con una imagen borrosa de una larga y delgada franja moteada, verde y marrón, que avanzaba muy despacio por el lecho seco del arroyo que había estado atravesando en la última hora o más. A la superficie polvorienta y translúcida se habían adherido ramitas y fragmentos secos de materia vegetal. George estaba progresando; la última vez sólo había podido entrever el borde de su nuevo cuerpo.

Cuando volvió a alzar la vista, la orilla del lecho del arroyo estaba perceptiblemente más cerca. Allá adelante, en el borde rocoso, había un grupo de tallos vegetales de aspecto rígido y color pardo oscuro; George apuntaba ligeramente a la izquierda de esos tallos. Estaba llegando a una planta muy parecida a esa cuando perdió el equilibrio y entró en una nueva condición. Quizá valiera la pena echarle un vistazo.

Probablemente no fuese una planta muy interesante. No era razonable esperar una originalidad sorprendente en cada nueva forma de vida; y George estaba convencido de que había tropezado con el organismo más interesante del planeta.

Una cosa meisterii, pensó. Todavía no le había dado nombre a la especie —tendría que aprender más acerca de ella antes de decidirlo—, pero sin duda era meisterii. Él había hecho el descubrimiento, y nadie podría sacárselo. Ni —desgraciadamente— sacarlo a él del descubrimiento.

Era un organismo verdaderamente maravilloso, sin embargo. Primitivo: tenía menos estructura propia que una medusa, y sólo en un planeta con poca gravedad superficial como ése, podía haberse arrastrado fuera del mar. Aparentemente no tenía cerebro, ni sistema nervioso. Pero tenía un mecanismo de supervivencia perfecto. Dejaba simplemente que sus rivales desarrollasen un tejido nervioso altamente organizado, se quedaba quieto en un sitio (imitando exactamente un montón de hojas u otras cosas) hasta que uno de esos rivales tropezaba con él, y entonces lo aprovechaba totalmente.

No era parasitismo; era una verdadera simbiosis, a un nivel más alto que el desarrollado en cualquier otro planeta, hasta donde estaba enterado George. El cerebro cautivo era alimentado por el apresador; por lo tanto el cautivo tenía interés en mover el apresador hacia alimentos y apartarlo del peligro. Tú me guías, yo te alimento. Era justo.

Ahora estaban cerca de la planta, casi tocándola. George la examinó; como esperaba, era un tipo de hierba común, sin ningún interés especial.

El cuerpo se inclinó trepando por una cuesta que, sabía, era de poca altura, aunque desde el nivel de la vista parecía tremenda. Se arrastró subiendo laboriosamente, y se encontró de pronto mirando otra hondonada. Eso, sin duda, podía continuar indefinidamente. La pregunta era: ¿podía elegir?

Miró las sombras que arrojaba el sol, a poca altura sobre el horizonte. Avanzaba aproximadamente hacia el noroeste, es decir en dirección opuesta al campamento. Estaba a sólo unos pocos cientos de metros de distancia; aun arrastrándose podría cubrir el trecho fácilmente… si se daba la vuelta.

Ese pensamiento, sin saber por qué, le produjo un cierto desasosiego. De pronto comprendió que su aspecto no era obviamente el de un ser humano en apuros; probablemente se pareciese más a un monstruo que ha comido y digerido parcialmente a una o más personas.

Si se arrastraba hasta el campamento en el presente estado seguramente le dispararían antes de averiguar nada; había tan sólo una pequeña posibilidad de que usasen un gas narcótico en lugar de una ametralladora.

No, decidió, lo que estaba haciendo era lo más acertado. Su plan era alejarse del campamento para que la partida de socorro, que probablemente ya lo anduviese buscando, no lo encontrase. Alejarse, enterrarse en el bosque, y estudiar el nuevo cuerpo; averiguar cómo funcionaba y qué podía hacer con él, si de veras había alguna otra persona atrapada y, en ese caso, investigar la manera de comunicarse con ella. Todo eso le llevaría mucho tiempo, pensó, pero lo podía hacer.

Fláccidamente, como una gelatina que se escurre cayendo por el borde de un mantel, George comenzó a descender la hondonada.

Las circunstancias que llevaron a George a caer en la cosa meisterii fueron, brevemente, las siguientes:

Hasta mediados del siglo veintiuno, millones de personas en el hemisferio oriental de la Tierra se entretenían todavía con un juego inventado por los antiguos japoneses. Ese juego se llamaba go. Aunque las reglas eran casi infantilmente simples, la estrategia incluía más permutaciones y era más difícil de dominar que la del ajedrez.

En el apogeo de su evolución —justo antes del cataclismo geológico que aniquiló a la mayoría de sus adictos— el go se jugaba sobre un tablero con novecientos orificios, usando pequeñas fichas con forma de píldora. Cada uno de los dos jugadores, por turno, colocaba una ficha en el tablero, en el sitio que quería: el objetivo del juego era capturar la mayor cantidad posible de territorio, rodeándolo completamente.

No había otras reglas; sin embargo, los japoneses habían tardado casi mil años en elaborar ese tablero de treinta por treinta, agregando quizás una columna y una fila por siglo. Cien años no era un tiempo excesivamente largo para explorar todas las posibilidades de esa columna y esa fila adicionales.

En el momento en que George Meister cayó en el monstruo gelatinoso verde-marrón, hacia finales del siglo veintitrés d. C., se estaba desarrollando una partida de go en un campo tridimensional que contenía más de diez billones de posiciones. La galaxia era el tablero, las posiciones eran los sistemas planetarios, los hombres eran las fichas. El castigo que recibía el perdedor era la aniquilación.

La galaxia estaba en proceso de ser colonizada por dos federaciones opuestas. En las etapas iniciales del conflicto habían invadido planetas, arrojado bombas, e incluso librado unas pocas batallas con flotas de naves espaciales. Más adelante ese lío desordenado de guerra se volvió imposible.

Fueron fabricados trillones de naves robot, y equipadas con suficiente armamento como para que se destruyesen todas entre sí. Pululaban como un cardumen de peces en el espacio alrededor de un cúmulo estelar dominado por uno u otro bando.

Dentro de esa cortina los planetas estaban enteramente a salvo de ataques y de interferencias con su comercio… siempre que el enemigo no consiguiese colonizar un número suficiente de sistemas solares circumambientes como para establecer y mantener una segunda cortina por la parte de afuera de la primera. Era go, jugado con desesperación y en condiciones imposibles.

Todos tenían prisa; las últimas siete generaciones de antepasados habían tenido prisa. Lo educaban a uno breve y aceleradamente. Uno se casaba temprano y se reproducía frenéticamente. Y si a uno lo destinaban a un equipo ecológico de avanzada, como a George, tenía que trabajar sin una preparación decente.

La única manera sensata y obvia de explorar un nuevo planeta con formas de vida desconocidas habría sido comenzar con por lo menos diez años de estudios inmunológicos desde el interior de una estación cerrada. Después que las peores bacterias y virus hubiesen sido vencidos, se podrían iniciar algunos cautelosos trabajos de investigación de campo y de exploración. Finalmente —tiempo total transcurrido: cincuenta años, digamos— serían traídos los colonos.

Pero no había tanto tiempo, simplemente.

Cinco horas después del descenso, el equipo de Meister había descargado los fabricadores y construido una cantidad suficiente de barracas como para alojar a los dos mil seiscientos veintiocho integrantes. Y una hora más tarde Meister, Gumbs, Bellis y McCarty salieron, atravesando la extensión llana de carbón y cenizas dejados por los reactores de la nave, hacia la vegetación viva más cercana, a seiscientos metros. Tenían que alejarse del campamento en una trayectoria espiral, hasta una distancia de mil metros, y luego regresar con los especímenes… siempre que alguna cosa demasiado grande y hambrienta para un rifle ametrallador no los hubiese devorado antes.

Meister, el biólogo, llevaba colgadas tantas cajas de recolección que su delgado torso era totalmente invisible. El mayor Gumbs tenía un equipo de supervivencia, binoculares y un rifle ametrallador. Vivian Bellis, que sabía exactamente tanto de mineralogía como lo que contenía el curso de tres meses que le habían prescrito para su clasificación, y nada más, llevaba un rifle liviano, un martillo y una bolsa para especímenes. La señorita McCarty —nadie conocía su nombre de pila— no tenía ninguna función científica. Era el Monitor de Lealtad del grupo. Llevaba dos abultadas pistolas y una bandolera erizada de balas. Su única tarea consistía en volarle los sesos a cualquier integrante del equipo, al que sorprendiese usando algún comunicador sin autorización, o haciendo alguna otra cosa rara.

Todos tenían puestos guantes y botas, y llevaban la cabeza cubierta por cascos globulares, soldados al cuello de la túnica. Respiraban a través de filtros de trama tan fina que —teóricamente— no podría entrar por ellos nada mayor que una molécula de oxígeno.

En la segunda vuelta alrededor del campamento se habían encontrado con unos cerros bajos, una serie de barrancas cortas y pronunciadas, cubiertas en su mayoría por tallos de plantas muertas. Una vez, al bajar, George, que era el tercero en la fila —Gumbs abría la marcha, luego iba Bellis, y por último McCarty, detrás de George—, se desvió para examinar un grupo de tallos vegetales arraigados del otro lado de una roca que sobresalía en la ladera.

El peso de George era de poco más de veinte kilos en ese planeta, y la roca parecía firmemente asegurada a la pared de la barranca. Sin embargo, al apoyar en ella su peso sintió que la roca se movía. De pronto notó que se estaba cayendo, gritó, y vio fugazmente a Gumbs y a Bellis, como en cámara acelerada. Oyó un estrépito de piedras mientras descendía. Luego vio una cosa parecida a una raída manta de hojas y tierra que flotaba viniendo a su encuentro; recordaba un pensamiento: De todos modos parece un aterrizaje suave… Eso fue todo, hasta que despertó con la sensación de haber sido enterrado prematuramente, sin vida en ninguna parte del cuerpo salvo en los ojos.

Mucho tiempo después, los frenéticos esfuerzos que hizo para moverse fueron coronados por un primer éxito parcial. Desde ese momento su campo visual había ido avanzando hacia adelante quizás a razón de un metro cada cincuenta minutos, sin contar las veces en que el esfuerzo de algún otro interfería con el suyo.

La convicción de que nada quedaba del viejo George Meister, aparte su sistema nervioso, no había sido confirmada por la observación, pero las pruebas eran por desgracia concluyentes. En primer lugar, el efecto de la anestesia de las horas iniciales había desaparecido, pero su cuerpo no informaba de la posición del torso, la cabeza y los cuatro miembros que antes había poseído. Tenía, en cambio, la vaga impresión de estar aplastado y desparramado sobre una enorme superficie. Cuando intentó mover los dedos de las manos y de los pies, la respuesta fue tan múltiple que se sintió como un ciempiés. No notaba ningún entumecimiento de músculos, como sería natural luego de un prolongado período de parálisis: y no respiraba. Sin embargo, su cerebro recibía una cantidad adecuada de oxígeno y alimentos; se sentía lúcido, descansado y sano.

Tampoco tenía hambre, a pesar de que hacía ya mucho tiempo que usaba energías ininterrumpidamente. Eso se podía explicar de dos maneras, pensó, según como se lo mirase… Una, que no sentía hambre porque ya no tenía estómago; dos, que no tenía hambre porque el organismo en el que ahora estaba había sido bien alimentado por los tejidos superfluos que George había aportado…

II

Dos horas más tarde, cuando se estaba poniendo el sol, comenzó a llover. George veía las gotas grandes y lentas, y sentía cómo chocaban sordamente contra su «piel». No sabía si la lluvia le podía hacer o no algún daño; pensó que lo más probable era que no, pero se arrastró metiéndose debajo de un arbusto de hojas largas y floqueadas para mayor seguridad. Cuando cesó la lluvia era de noche, y decidió que bien podía quedarse donde estaba hasta la mañana. No se sentía cansado, y se le ocurrió pensar si todavía necesitaría dormir. Se acomodó como pudo, y esperó la respuesta.

Luego de mucho tiempo aún seguía despierto, sin decidir si eso aclaraba o no la cuestión, cuando vio un par de luces tenues que se acercaban, lentas y errantes.

George las miró con aprensión. Luego, cuando estuvieron más cerca, George descubrió que las luces estaban conectadas a unos tallos largos y delgados que salían de una figura ambigua que había debajo: o eran órganos luminosos, como los de algunos peces que viven en las profundidades del mar, o simplemente ojos luminiscentes.

George notó una sensación de tensión, lo que parecía sugerir que había una descarga de adrenalina —o el equivalente— en su sistema. George se prometió a sí mismo seguir las órdenes del cuerpo en el primer momento posible; mientras tanto tenía un problema más urgente que considerar. Ese organismo que se acercaba, ¿era del tipo que la cosa meisterii comía, o del tipo que devoraba a la cosa meisterii? Si pertenecía a esta última categoría, ¿qué podía hacer?

Por el momento, quedarse sentado donde estaba parecía lo más indicado. El cuerpo que habitaba usaba un camuflaje en su estado normal, cuando no tenía inquilinos, y no estaba equipado para correr. Por lo tanto George no se movió; observó con los ojos entrecerrados, mientras consideraba la posible índole del animal que se acercaba.

El hecho de que fuese un animal nocturno, se dijo, no significaba nada. Las polillas eran nocturnas; también los murciélagos… no, al diablo con los murciélagos, eran carnívoros… La criatura se acercó más, y George vio el leve fulgor de un par de ojos largos y estrechos debajo de los dos tallos.

Entonces la criatura abrió la boca.

Tenía muchos dientes.

George se encontró apretado en una especie de hendidura en una pared de roca, sin saber claramente cómo había llegado hasta allí. Recordaba un parpadeo de ramitas en el momento en que la criatura dio el salto, y un instante de furioso dolor, y luego nada más que fugaces y vagas imágenes de hojas y tierra, a la luz de las estrellas.

El ser aquel era imposible. ¿Cómo se había salvado?

Pensó en eso hasta el alba, y entonces, al mirar hacia abajo, vio algo que antes no estaba allí. Debajo del suave borde de carne gelatinosa se veían tres o cuatro protuberancias. George tuvo la sensación de que su contacto con la piedra que tenía debajo del cuerpo también había cambiado: era como si se sostuviera sobre una cierta cantidad de puntitos, en vez de estar aplastado contra el suelo.

Flexionó experimentalmente una de las protuberancias, luego la extendió hacia adelante. Era una caricatura, con una sola articulación, de un dedo… o de una pierna.

George no se movió durante un largo rato, y pensó concentradamente en el asunto. Volvió a mover la protuberancia. Estaba allí, lo mismo que las otras, tan sólida y real como el resto de su cuerpo.

Se movió hacia adelante, enviando a las terminaciones nerviosas de esos «dedos» el mismo mensaje que antes. El cuerpo salió de la hendidura con tanta velocidad que casi se cayó por un pequeño precipicio.

Donde antes se había arrastrado como un caracol, ahora corría como un insecto.

¿Pero cómo? Sin duda, al atacar, la cosa de los dientes lo había aterrorizado, y él inconscientemente había tratado de correr como si tuviera piernas. ¿Y eso era todo?

George pensó otra vez en el ser carnívoro, y en los tallos que sostenían los órganos que él había confundido con ojos. Eso serviría como experimento. Cerró sus propios ojos e imaginó que se le empezaban a alejar del cuerpo, imaginó tallos móviles que crecían, crecían… Trató de convencerse de que tenía ojos así, de que todos tenían ojos así… de que una persona que fuese alguien tenía los ojos en las puntas de unos tallos.

Algo estaba sucediendo, sin duda.

George abrió otra vez los ojos, y se encontró mirando directamente al suelo, desde tan cerca que la imagen era borrosa, desenfocada. Impaciente, trató de alzar la mirada. Lo único que sucedió fue que el campo visual se movió hacia adelante unos diez o doce centímetros.

En ese momento una voz destrozó el silencio. Era como si alguien intentara gritar a través de medio metro de tocino.

—¡Arghh! ¡Lluhh! ¡Iraghh!

George saltó convulsivamente, giró con el cuerpo y luego recorrió con los ojos por lo menos doscientos cuarenta grados del arco. No vio más que rocas y líquenes. Al observar con más atención, notó que a su lado se movía una pequeña larva, o algo parecido, de color verde y naranja. George la miró con desconfianza durante un largo rato, hasta que volvió a sonar la voz:

—¡Ellfff! ¡Ellffnii!

La voz, ahora un poco más fuerte, había llegado de atrás. George giró otra vez y usó los ojos móviles…

Que recorrieron un arco increíblemente largo. Sus ojos estaban en las puntas de tallos, y eran móviles; un momento antes enfocaban el suelo, y no podía levantarlos. El cerebro de George empezó a trabajar frenéticamente. Había desarrollado tallos para los ojos, pero eran tallos inertes, meras extensiones de la masa gelatinosa de su cuerpo, sin una estructura celular que les diese consistencia o tejidos musculares que pudiesen moverlos. Y entonces, cuando lo asustó la voz, consiguió rápidamente la consistencia y los músculos.

Eso era seguramente lo que había sucedido la noche anterior. Quizás hubiese llegado al mismo resultado —aunque mucho más lentamente— si no lo hubieran asustado. Un mecanismo de protección, evidentemente. Y en cuanto a la voz…

George volvió a girar, lentamente, mirando a su alrededor. No había dudas de que estaba solo. La voz, que aparentemente había llegado de alguien o de algo que estaba detrás de él, tenía que haber salido en realidad de su propio cuerpo.

La voz volvió a sonar, esta vez menos frenéticamente.

Gorgoteó un rato, y luego dijo con bastante claridad:

—¿E fasa? ¿Onde estoy?

George forcejeaba en un mar de perplejidad. No estaba en condiciones de adaptarse rápidamente a más circunstancias nuevas, y cuando un bulto grande y reseco cayó de un arbusto cercano y rebotó silenciosamente a un metro de distancia, simplemente se quedó mirando.

Observó el objeto de cáscara dura, y luego el arbusto de donde había caído. Lenta, dolorosamente, fue llegando a la conclusión lógica. La fruta seca había caído sin producir ningún ruido. Eso era natural, porque George había estado sordo desde la metamorfosis. Pero… ¡había oído una voz!

Ergo, o alucinación, o telepatía.

La voz volvió a sonar.

—¡So-socorro! ¡Ay, si alguien me contestara!

Vivian Bellis. Gumbs, aunque fingiese ese tono de voz, no diría «Ay». Tampoco McCarty.

Los agitados nervios de George estaban volviendo a la normalidad. Me asusto y desarrollo piernas —pensó resueltamente—. Bellis se asusta y desarrolla una voz telepática. Es razonable, supongo, porque su primer y único instinto sería gritar.

George trató de ponerse en una situación donde tuviese ganas de gritar. Cerró los ojos y se imaginó preso en un medio aterradoramente extraño, sin ningún tipo de conocimiento o control sobre lo que le rodeaba. Trató de gritar:

—¡Vivian!

Siguió intentándolo, mientras la voz de la muchacha aparecía por momentos. Finalmente, Vivian se interrumpió bruscamente en mitad de una frase.

—¿Me oye? —dijo George.

—¿Quién es…? ¿Qué quiere…?

—Soy George Meister, Vivian. ¿Entiende lo que estoy diciendo?

—¿Qué…?

George siguió insistiendo. Su seudovoz, decidió, era imperfecta, como la de Bellis al principio. Al cabo de un rato la muchacha dijo:

—¡Oh, George… quiero decir, señor Meister! ¡Oh, tuve tanto miedo! ¿Dónde está usted?

George se lo explicó, aparentemente no con mucho gusto, ya que al terminar Bellis emitió un grito y volvió a gorgotear. George lanzó un suspiro.

—¿Hay alguien más adentro? ¿El mayor Gumbs? ¿La señorita McCarty?

Unos minutos más tarde empezaron a oírse, simultáneamente, dos tipos diferentes de ruidos, unos ruidos horripilantes. Al volverse coherentes no fue difícil identificar las voces. Gumbs, el corpulento y rubicundo soldado profesional, gritó:

—¿Por qué demonios no mira por dónde va, Meister? ¡Si no hubiera provocado ese desmoronamiento de rocas no estaríamos en este lío!

La señorita McCarty, que había tenido una cara blanca y agrietada, mandíbula prominente y ojos color barro, dijo fríamente:

—Meister, daré parte de todo esto. De todo.

Aparentemente, sólo Meister y Gumbs habían conservado el uso de la vista. Los cuatro tenían un poco de control muscular, aunque Gumbs era el único que había hecho algún intento serio de interferir en la locomoción de George. La señorita McCarty, nada sorprendentemente, había conseguido retener un par de orejas en funcionamiento.

Pero Bellis había estado ciega, sorda y muda durante toda la tarde y la noche. Los únicos órganos sensoriales que había podido usar habían sido los de la piel: los perceptores del tacto, el calor y el frío, y el dolor. No había oído nada, no había visto nada, pero había sentido cada hoja y cada rama que rozaban, el frío impacto de cada gota de lluvia, y el dolor del mordisco del monstruo. La opinión de George sobre Vivian Bellis mejoró varios puntos al enterarse de esto. La muchacha había sentido terror, pero no se había vuelto histérica, ni loca.

Parecía también que nadie respiraba, y que nadie sentía latidos de corazón.

A George nada le hubiera gustado más que continuar esa discusión, pero los otros tres estaban unidos en la creencia de que lo que les había pasado era menos importante que cómo salir del problema.

—No podemos salir —dijo George—. Por lo menos no veo ninguna posibilidad en nuestro actual estado de conocimientos. Si…

—¡Pero tenemos que salir! —dijo Vivian.

—Volveremos al campamento —dijo McCarty fríamente—. De inmediato. Y usted le explicará al Comité de Lealtad por qué no regresó en cuanto recobró el conocimiento.

—Tiene razón —intervino Gumbs, con poca naturalidad en la voz—. Si usted no puede hacer nada, a lo mejor los técnicos sí.

George explicó pacientemente su teoría del probable recibimiento que les ofrecerían los guardias del campamento. La aguda mente de McCarty detectó un defecto en la explicación.

—Usted desarrolló piernas, y tallos para los ojos, según sus propias declaraciones. Si no nos mintió, también puede desarrollar una boca. Nos anunciaremos al acercarnos.

—Eso quizá no sea fácil —dijo George—. No alcanza con tener una boca; es necesario tener dientes, lengua, paladar, pulmones o el equivalente, cuerdas vocales, y algún tipo de sustituto del diafragma para poner todo eso en funcionamiento. Dudo que sea posible desarrollar tantas cosas, porque cuando la señorita Bellis consiguió hacerse oír, fue por el método que ahora estamos usando. La señorita Bellis no…

—Habla demasiado —dijo McCarty—. Mayor Gumbs, señorita Bellis, ustedes y yo intentaremos formar un aparato para hablar. El primero que lo logre recibirá una distinción en su hoja de servicios. Empiecen.

George, que había sido dejado implícitamente fuera de la competencia, usó el tiempo en tratar de reparar su sentido del oído. Tenía la impresión de que la cosa meisterii actuaba bajo el principio de la división del trabajo: Gumbs y él mismo —los primeros en tropezar con ella— habían conservado la vista sin hacer ningún esfuerzo especial en esa dirección, mientras que todo lo relacionado con el tacto y el oído había quedado para los que llegaron últimos. Como principio era bueno, y George lo aprobaba, pero no le gustaba la idea de que la señorita McCarty fuese el único custodio de una parte del aparato.

Aunque consiguiese convencer a los otros dos para que siguiesen sus instrucciones —lo que en ese momento parecía muy improbable—, McCarty sería siempre un freno. Y quizás en algún instante del futuro próximo fuese vital para todos ellos tener el sentido del oído incorporado al circuito.

Se distrajo al principio con los murmullos que intercambiaban Gumbs y Vivian.

—¿Algún resultado?

—Creo que no. ¿Y usted?

Todo eso entre gruñidos, zumbidos y otros ruidos molestos: trataban, sin éxito, de pasar de la comunicación mental a la vocal.

—¡Silencio! —los interrumpió finalmente McCarty—. Concéntrense en formar los órganos necesarios, y déjense de rebuznar como burros.

George se puso a trabajar, usando la misma técnica que antes le había resultado efectiva. Con los ojos cerrados, imaginó que la bestia de los dientes se acercaba en la oscuridad… tap; zas; tap; click. Deseó intensamente tener oídos para percibir los débiles sonidos. Un rato más tarde pensó que empezaba a tener éxito… ¿o serían ruidos mentales, emitidos inconscientemente por uno de los otros tres? Click. Zas. Ssss. Crack.

George abrió los ojos, sinceramente alarmado. Frente a él, a cien metros de distancia, al otro lado de la pequeña loma pedregosa, había un hombre uniformado saliendo de entre unas briznas altas y negras parecidas a bambúes. En el momento en que George alzaba los tallos de los ojos el hombre se detuvo, le devolvió la mirada, y luego lanzó un grito y levantó el rife.

George echó a correr. Instantáneamente estalló un alboroto de voces dentro de su cuerpo, y los músculos de sus «pies» empezaron a sufrir violentos espasmos.

—¡Corran, maldita sea! —dijo furiosamente—. ¡Hay un soldado con…!

El rifle disparó con un rugido ensordecedor, y George sintió un repentino y horrible dolor en la parte posterior de la columna vertebral. Vivian Bellis lanzó un grito. La lucha por la posesión de las piernas comunes cesó, y echaron a correr hacia adelante a la mayor velocidad posible, en busca de la protección de alguna piedra grande. El rifle rugió otra vez, y George sintió que unos fragmentos de roca chillaban allá arriba, entre el follaje. Se zambulleron de pronto por una barranca, subieron por el otro lado, y se metieron en un bosque de árboles altos, de ramas desnudas.

George descubrió un hueco cubierto con hojas y enfiló hacia él, luchando contra el deseo de algún otro de correr en línea recta. Se dejaron caer de golpe en el agujero y no se movieron de allí mientras pasaban a su lado tres hombres corriendo, y durante una hora más.

Vivian se quejaba continuamente. George alzó cautelosamente los tallos oculares, y vio que varias esquirlas dentadas de piedra habían penetrado en la carne gelatinosa del monstruo cerca del borde opuesto… Habían tenido mucha suerte. El disparo les había pasado rozando —lo cual sólo se explicaba porque el soldado había disparado cuesta abajo, a un blanco móvil—, y había destrozado el canto rodado que tenían detrás.

Al mirar más atentamente, George observó algo que excitó su interés profesional. Toda la superficie del monstruo parecía estar en una lenta pero constante fermentación: pequeños pozos que se abrían y cerraban como si la carne estuviera hirviendo… con la única diferencia que las burbujas de aire no iban hacia afuera sino que eran absorbidas por la superficie y empujadas hacia el interior.

También vio, muy por debajo de la superficie moteada del enorme cuerpo lenticular, cuatro vagos coágulos de oscuridad que debían de ser los cerebros vivientes de Gumbs, Bellis, McCarty… y Meister.

Sí, había uno que estaba situado diametralmente opuesto a sus tallos oculares. Qué extraño era, pensó George, mirar el propio cerebro. Pero sin duda uno podía acostumbrarse con el tiempo.

Las cuatro manchas oscuras estaban dispuestas en un cuadrado casi perfecto, muy juntas, en el centro de la lente. Las médulas espinales, apenas visibles, se entrecruzaban y salían radialmente del centro hacia los bordes.

Un ordenamiento, pensó George. La cosa estaba concebida para usar más de un sistema nervioso. Los acomodaba metódicamente, con los cerebros hacia adentro para una mayor protección, y tal vez por otra razón. Quizás estaba incluso prevista una cooperación consciente entre los pasajeros: un molde que estimulaba de algún modo el crecimiento de células de enlace entre los distintos cerebros… Si ese era el funcionamiento, se explicaba el fácil éxito que habían tenido con la telepatía.

El dolor de Vivian estaba disminuyendo. El cerebro de ella formaba el ángulo opuesto al de George, y era ella quien había recibido la mayoría de las esquirlas de roca. Pero los fragmentos se hundían ahora lentamente a través de la gélida sustancia de los tejidos del monstruo. Observando atentamente, George vio cómo se movían. Cuando llegasen al fondo serían expulsados, sin duda, como lo habían sido las partes indigestas de la ropa y del equipo.

George se preguntó ociosamente cuál de los cerebros restantes pertenecía a McCarty y cuál a Gumbs. No le costó mucho encontrar la respuesta. A la izquierda de George, mirando hacia el centro del montículo, había un par de ojos azules a ras de la superficie. Tenían párpados aparentemente desarrollados a partir de la sustancia del monstruo, pero gruesos y opacos.

A su derecha, George distinguió dos pequeñas aberturas que penetraban unos pocos centímetros en el cuerpo y que sólo podían ser las orejas de la señorita McCarty. George tuvo el impulso de ver si podía encontrar una manera de echarles tierra dentro.

De cualquier modo, la idea de volver al campamento había sido abandonada, al menos por el momento. McCarty ya no insistía en que desarrollasen órganos para hablar, aunque George estaba seguro de que ella había decidido seguir intentándolo por su cuenta.

George no creía que ella llegase a tener éxito. El todavía incomprensible mecanismo que les permitía lograr esos cambios en la estructura corporal probablemente funcionase —en el caso de aficionados como ellos— sólo bajo la presión de una considerable tensión emocional, y nada más que para tareas comparativamente simples que involucrasen una sola estructura por vez. Y como ya le había dicho a McCarty, los órganos del habla eran extraordinariamente diversos y complicados.

A George se le ocurrió que una manera de solucionar el problema sería crear una delgada membrana que sirviese de diafragma y detrás de esa membrana una cámara de aire con los músculos necesarios para producir vibraciones y modularlas. Se guardó la idea.

No quería regresar. George era un pájaro raro: un científico preparado para su especialidad, a quien le gustaba el trabajo por el trabajo. Y en ese momento estaba sentado en el centro de la más poderosa herramienta que hubiese existido jamás en su campo de investigación: un organismo proteico con el observador dentro, desde donde podía ordenar su estructura y observar los resultados, crear teorías de función y probarlas en lo que era verdaderamente su propio cuerpo… ¡construir nuevos órganos, nuevas adaptaciones al medio ambiente!

George se vio a sí mismo en la cúspide de un enorme cono de nuevos conocimientos; y algunas de las posibilidades que vislumbraba lo llenaban de temor y de humildad.

No podía volver, aunque supiese que no los iban a matar. Si hubiese caído solo en la maldita cosa… No, en ese caso los otros lo habrían sacado y matado al monstruo.

Tenía la sensación de que había demasiados problemas que exigían soluciones simultáneamente. Era difícil concentrarse; la mente de George se desenfocaba con una frecuencia exasperante.

Vivian, que había dejado de sentir dolor, empezó a lamentarse de nuevo. Gumbs la interrumpió bruscamente. McCarty los maldijo a los dos. George sabía que casi había llegado al límite de su resistencia, atrapado con tres idiotas a quienes no se les ocurría otra cosa que…

—¡Esperen un minuto! —dijo—. ¿Tienen todos la misma sensación? ¿Están irritables? ¿Nerviosos? ¿Como si hubieran trabajado sesenta horas seguidas y estuvieran demasiado cansados para dormir?

—Deje de hablar como un aviso de video —lo interrumpió Vivian, furiosa—. ¿No nos basta con…?

—Tenemos hambre —dijo George—. No nos hemos dado cuenta porque carecemos de los órganos que habitualmente señalan el hambre. Pero lo último que comió este cuerpo fue a nosotros mismos, y eso ocurrió hace por lo menos veinte horas. Tenemos que encontrar algo que ingerir.

—Dios mío, tiene razón —dijo Gumbs—. Pero si esta cosa sólo come gente… quiero decir…

—No conocía a la gente hasta que aterrizamos —lo interrumpió George secamente—. Puede servir cualquier proteína, pero la única manera de saberlo es probando. Cuanto antes empecemos, mejor.

Echó a andar en la misma dirección (esa era su esperanza, al menos) que habían estado siguiendo todo el tiempo, es decir la dirección contraria al campamento. Pensaba que si se alejaban lo bastante quizá consiguiesen perderse completamente.

III

Salieron del bosque y descendieron por la larga cuesta de un valle, sobre una tensa alfombra de hierba seca, hasta el lecho de un río por donde aún corría un delgado hilo de agua. Allá abajo, en la orilla, parcialmente ocultos por masas de arbustos esqueléticos, George vio un grupo de animales vagamente parecidos a cerdos en miniatura. Transmitió esa novedad a los otros y, cautelosamente, clavó la vista en esa dirección.

—¿De qué lado sopla el viento, Vivian? —preguntó—. ¿Lo siente?

—No —respondió Vivian—. Lo sentí cuando bajábamos por la cuesta, pero creo que ahora vamos hacia él.

—Muy bien —dijo George—. Quizá consigamos tomarlos por sorpresa.

—Pero… no vamos a comer animales, ¿verdad?

—Sí, Meister, Vivian tiene razón —observó Gumbs—. No quiero decir con esto que yo sienta asco fácilmente, pero después de todo…

George, que también estaba un poco asqueado (había sido criado a base de levaduras y proteínas sintéticas, como todos los demás), dijo displicentemente:

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Usted tiene ojos, y puede ver que aquí es otoño. Otoño tras un verano muy cálido. Árboles desnudos, ríos secos. Comemos carne o no comemos nada… a menos que prefiera cazar insectos.

Gumbs, horrorizado, murmuró durante un rato y al final se calló.

Vistos desde más cerca, los animales parecían menos porcinos y aún menos apetitosos que antes. Tenían cuernos flacos, segmentados, de un color gris rosáceo, cuatro patas cortas, orejas fulgurantes y trompas romas, en forma de cimitarra, con las que hocicaban el suelo, levantando de vez en cuando alguna cosa que tragaban con una sacudida de orejas.

George contó treinta de esos animales, agrupados en un espacio pequeño de terreno despejado entre los matorrales y el río. Se movían con lentitud, pero las cortas patas parecían fuertes; todo indicaba que, en caso de necesidad, podrían correr.

Se adelantó poco a poco, los tallos oculares casi a ras del suelo, deteniéndose instantáneamente cuando una de las bestias alzaba la cabeza. Moviéndose cada vez con más cautela, había llegado a unos diez metros de la más cercana cuando McCarty dijo bruscamente:

—Meister, ¿se le ha ocurrido pensar como vamos a comer esos animales?

—No diga tonterías —replicó George, furioso—. Bueno…

Un momento… el proceso de asimilación de la cosa, ¿se interrumpía en cuanto conseguían un inquilino? ¿Tendrían que desarrollar colmillos y esófago y el resto del aparato? Imposible; antes morirían de hambre. Pero por otra parte —maldita sensación: era tan confusa—, ¿no tendría que interrumpirse el proceso, para que el inquilino no fuese digerido junto con la primera comida?

—¿Y bien? —exigió McCarty.

Algo estaba mal, George lo sabía, pero no podía decir bien el qué; era un pensamiento nítidamente desagradable. Peor aún: supongamos que la comida se convertía en el inquilino y el inquilino en la comida.

El animal más cercano alzó la cabeza, y cuatro ojos rojos y pequeños miraron directamente a George. Las orejas caídas se levantaron de pronto.

No había tiempo para conjeturas.

—¡Nos ha visto! —gritó George mentalmente—. ¡Corramos!

Hubo una explosión de movimiento. Un instante, y estaban inmóviles sobre la hierba espinosa. Un instante más tarde, y corrían a la velocidad de un tren expreso con la horda galopando delante. Las nalgas del último animal estaban cada vez más cerca, brincando furiosamente; en seguida le dieron caza y saltaron por encima de él.

Volviendo un ojo hacia atrás, George vio que la bestia quedaba inmóvil en la hierba: inconsciente o muerta.

Cazaron otra. El anestésico, pensó George con lucidez. Basta con tocarlas. Y otra, y otra. Claro que las podemos digerir, pensó con alivio. Este organismo tiene que ser selectivo, de lo contrario no nos habría perdonado nuestros sistemas nerviosos.

Cuatro bestias cazadas. Seis. Otras tres juntas cuando la manada se amontonó entre el último brazo del matorral y la escarpada orilla del río; luego dos que intentaron volver atrás; luego cuatro rezagadas, una tras otra.

El resto de la manada desapareció entre las hierbas altas de la cuesta, pero atrás quedaban desparramados quince cuerpos.

Para no correr ningún riesgo, George volvió al sitio donde había empezado la cacería y trató de deslizar el cuerpo del monstruo debajo del primer cadáver.

—Agáchese, Gumbs —dijo—. Tenemos que meternos debajo… así está bien. Deje la cabeza colgando.

—¿Para qué? —dijo el soldado.

—Usted no querrá el cerebro de la bestia con nosotros, ¿verdad? No sé para cuántos estará dotada esta cosa. Acaso le guste aún más este cerebro que uno de los nuestros. Pero no veo ninguna razón para que quiera conservar el resto del sistema nervioso si nos aseguramos de no comer la cabeza…

—¡Oh! —dijo Vivian, con voz desmayada.

—Discúlpeme, señorita Bellis —dijo George, contrito—. No tiene por qué ser una experiencia desagradable, si evitamos que nos moleste. No es lo mismo que si tuviésemos papilas gustativas, o…

—Está bien —dijo Vivian—. Por favor, no hablemos del asunto.

—Es cierto —intervino Gumbs—. Un poco más de tacto, ¿eh, Meister?

Aceptando el reproche, George volvió a concentrar su atención en el cadáver tendido sobre la calva superficie del monstruo, entre su sector y el de Gumbs. El cadáver se estaba hundiendo visiblemente en la carne, y alrededor de esa zona se iba extendiendo una nube de opacidad.

Cuando casi no quedaba nada, y el pescuezo había sido ya cortado, pasaron al siguiente. Esta vez, por sugerencia de George, pusieron dos juntos encima. Poco a poco fue desapareciendo aquel estado de ánimo irritable; pronto empezaron a sentirse tranquilos y alegres, y George pudo pensar sin interrupciones, sin que se le escapasen puntos vitales de las ideas.

Estaban en el octavo y el noveno cadáver, y George elaboraba contento una complicada serie de conjeturas acerca del sistema circulatorio del monstruo, cuando la señorita McCarty rompió un largo silencio para anunciar:

—He perfeccionado un método por el cual podremos regresar al campamento sanos y salvos. Lo pondremos en práctica inmediatamente.

Alarmado y desanimado, George miró por encima del monstruo hacia el cuadrante de McCarty. En el borde brotaba una cosa fibrosa y articulada, parecida —¡sí, era eso!— a un brazo y a una mano grotescos pero evidentes. Mientras observaba, los dedos aterronados jugaron con una brizna de hierba, tiraron de ella y la arrancaron.

—¡Mayor Gumbs! —dijo McCarty—. Tendrá usted que localizar los siguientes artículos, lo más rápidamente posible. Uno: Una superficie adecuada para escribir. Sugiero una hoja grande, de color claro, seca pero no quebradiza. O un árbol del que pueda ser arrancado fácilmente un trozo de corteza. Dos: Un pigmento. Sin duda podrá descubrir algún fruto con un jugo adecuado. Si no, usaremos barro. Tres: Una ramita o un junco para ser usado como pluma. Cuando usted me haya orientado hacia todos esos artículos esenciales, los emplearé para escribir un mensaje reseñando nuestros apuros. Usted leerá el resultado y señalará los errores, que yo corregiré entonces. Cuando el mensaje esté preparado, regresaremos con él de noche al campamento, y lo depositaremos en un sitio visible. Nos retiraremos hasta el amanecer, y cuando el mensaje haya sido leído nos volveremos a acercar. Adelante, mayor.

—Bueno, sí —dijo Gumbs—, eso tiene que dar resultado, sólo que… ¿desarrolló usted algún sistema para sostener la pluma, señorita McCarty?

—Estúpido —dijo ella—, claro que hice una mano.

—Bueno, en ese caso tiene usted razón. Veamos, creo que podríamos empezar probando con este matorral…

El cuerpo común dio una brusca sacudida en esa dirección.

George lo contuvo.

—Un momento —dijo desesperadamente—. Tengamos por lo menos el sentido común de terminar esta comida antes de irnos. No sabemos cuándo podremos conseguir más.

McCarty exigió:

—¿Qué tamaño tienen esas criaturas, mayor?

—Esto… yo diría que unos sesenta centímetros de largo.

—Y hemos consumido nueve, ¿correcto?

—Casi ocho —dijo George—. Estas dos están sólo devoradas a medias.

—En otras palabras —concluyó la señorita McCarty—, nos hemos comido dos cada uno. Eso debe ser suficiente, ¿no le parece, mayor?

—Se equivoca, señorita McCarty —dijo George, seriamente—. Usted piensa en términos de necesidades alimenticias humanas, mientras que este organismo tiene un tiempo metabólico diferente y una masa por lo menos tres veces más grande que la de cuatro seres humanos. Mírelo de esta manera: nosotros cuatro, juntos, teníamos una masa de unos trescientos kilos, y sin embargo, veinte horas después de habernos absorbido, esta cosa volvió a tener hambre. Esos animales no pesaban mucho más de veinte kilos cada uno, y según su razonamiento tendremos que aguantar hasta mañana después del amanecer.

—Tiene algo de razón —señaló Gumbs—. Sí, en general, señorita McCarty, creo que debemos saquear mientras podamos. A esta velocidad en media hora más habremos concluido.

—Muy bien. Actúen lo más rápidamente posible.

Pasaron al par de víctimas siguiente. El cerebro de George trabajaba con furia. De nada servía discutir con McCarty, Gumbs no era mucho mejor, pero tenía que intentarlo de todos modos. Si pudiese convencer a Gumbs, entonces Bellis probablemente se doblegase a la mayoría quizá. Era la única esperanza que tenía George.

—Gumbs —dijo—, ¿ha pensado en lo que nos va a suceder cuando regresemos?

—Usted sabe que ese no es mi campo. Deje esas cosas a los tipos técnicos como usted.

—No, no me refiero a eso. Supongamos que usted fuera el comandante de la expedición, y que en vez de nosotros hubiesen caído otras cuatro personas en este organismo…

—¿Cómo? ¿Cómo? No entiendo.

George se lo repitió todo, pacientemente.

—Sí, ya veo lo que quiere usted decir. Entonces…

—¿Qué órdenes daría usted?

Gumbs se lo pensó un momento.

—Entregar la cosa al departamento de biología, supongo. ¿Qué otra cosa podría hacer?

—¿No se le ocurre que pudiese ordenar su destrucción, como una posible amenaza?

—Dios mío, claro que sí. Pero escribiremos con cuidado la nota. Destacaremos que somos un espécimen valioso, etcétera. Frágil. Que nos deben tratar con cuidado.

—Muy bien —dijo George—, supongamos que eso da resultado. ¿Y después? Como no entra en su campo, se lo explicaré. Hay nueve posibilidades sobre diez de que el departamento de biología nos clasifique como posible arma enemiga. Eso significa que tendremos que pasar, antes que nada, por un interrogatorio completo… y no es necesario que le diga lo que puede ser ese interrogatorio.

—Mayor Gumbs —intervino McCarty, con voz estridente—, Meister será ejecutado por deslealtad a la primera ocasión posible. Tiene usted prohibido hablar con él, bajo la misma penalidad.

—Pero no le puede impedir escucharme —dijo George, tenso—. En segundo lugar, Gumbs, tomarán muestras. Sin anestesia. Y finalmente nos destruirán igual, o nos enviarán a algún otro sitio para un estudio más profundo. Entonces seremos propiedad de la Federación, Gumbs, en una categoría muy secreta, y como nadie en Inteligencia se atreverá jamás a responsabilizarse de nuestra libertad, nos quedaremos allí.

»Gumbs, este es un espécimen valioso, pero que no servirá a nadie si volvemos al campamento. Descubramos lo que descubramos acerca de él, aunque sea un conocimiento que pueda salvar a millones de vidas, será igualmente un secreto, y nunca atravesará las paredes de Inteligencia… Si todavía tiene esperanzas de poder salir de esto, se equivoca. No se trata de injertos, todo su cuerpo ha sido destruido, Gumbs, todo menos su sistema nervioso y sus ojos. El único cuerpo nuevo que conseguiremos es el que podamos fabricarnos nosotros mismos. Tenemos que quedarnos aquí y… y resolver esto nosotros solos.

—Mayor Gumbs —dijo McCarty—, creo que ya hemos perdido suficiente tiempo. Empiece a buscar los materiales que necesito.

Durante un momento Gumbs no habló, y el cuerpo colectivo no se movió.

De pronto, Gumbs dijo:

—Sí, era una hoja, una ramita y unos frutos, ¿no es así? O barro. Señorita McCarty, necesito su opinión acerca de un punto. Extraoficialmente, por supuesto. Antes de empezar. Es decir, me atrevo a pensar que serán capaces de armarnos algún tipo de cuerpo, ¿no cree? Me refiero a que un técnico dice una cosa, y otro dice lo contrario. ¿Entiende a qué me refiero?

George había estado observando incómodamente el nuevo miembro de McCarty. Se movía rítmicamente y —estaba casi seguro— crecía sin pausa. Los dedos palpaban de vez en cuando la hierba seca, arrancando primero una sola brizna, luego dos juntas, y por último un manojo entero.

—No tengo opinión, mayor —dijo esta vez la señorita McCarty—. La pregunta está fuera de lugar. Nuestro deber es regresar al campamento. Eso es todo lo que necesitamos saber.

—Ah, en eso estoy bastante de acuerdo con usted —dijo Gurnbs—. Y además, no tenemos alternativa, ¿no es así?

George, mirando una especie de dedo que sobresalía del borde del monstruo, deseaba ardientemente transformarlo en un brazo. Sospechaba que había empezado demasiado tarde.

—La alternativa —dijo—, es continuar siendo lo que somos. Aunque la Federación ocupe este planeta durante un siglo, habrá sitios que nunca serán explorados. Estaremos a salvo.

—Me refiero —agregó Gurnbs, como si sólo hubiese hecho una pausa para pensar— a que una persona no puede aislarse de la civilización con tanta facilidad.

George volvió a sentir un movimiento hacia el matorral; otra vez se resistió. Y entonces lo dominaron: otros músculos se habían unido a los de Gumbs. Como un cangrejo, temblando, la cosa meisterii se movió medio metro. Luego se detuvo, tensa.

Y, por segunda vez ese día, George se vio obligado a reconsiderar su opinión de Vivian Bellis.

—Le creo, señor Meister… George —dijo Vivian—. Yo no quiero volver. Dígame qué quiere que haga.

—Lo que está haciendo ahora ya es muy bueno —dijo George, después de un instante de mudez—. En todo caso desarrolle un brazo. Pienso que eso va a ser útil.

La lucha continuaba.

—Ahora sabemos dónde estamos —dijo McCarty a Gumbs.

—Sí. Tiene razón.

—Mayor Gumbs —dijo McCarty en tono vigoroso—, usted esta al otro lado, ¿no es así?

—¿De veras? —dijo Gumbs, dubitativo.

—No importa. Creo que sí lo está. Ahora. ¿Meister está a su derecha o a su izquierda?

—A la izquierda. Eso lo sé de todos modos. Le veo los tallos oculares con el rabillo del ojo.

—Muy bien. —El brazo de McCarty se alzó, apretando entre los dedos un afilado trozo de piedra.

Horrorizado, George vio cómo se doblaba hacia atrás por encima de la curva del cuerpo del monstruo. La punta larga afilada como un cuchillo, exploró tentativamente la superficie, a tres centímetros de la zona del cerebro. Entonces el puño describió un brusco movimiento, hacia arriba y hacia abajo, y una feroz cuchillada de dolor lo recorrió instantáneamente.

—Un poco corto, me parece —dijo McCarty. Dobló el brazo, lo llevó casi al mismo sitio, y repitió el golpe.

—No —dijo pensativamente—. Necesitaré un poco más de tiempo. —Luego—: Mayor Gumbs, después de que yo pruebe otra vez, me dirá si nota alguna reacción en los tallos oculares de Meister.

El dolor seguía latiendo en los nervios de George. Con un ojo semicegado, miraba el brazo embrionario que le crecía, demasiado lentamente, debajo del borde; con el otro, fascinado, observaba cómo el brazo de McCarty se alargaba hacia él.

Crecía visiblemente… pero sin embargo no se acercaba más. En realidad, increíblemente, parecía perder terreno.

La carne del monstruo se movía debajo de él, expandiéndose en ambas direcciones.

McCarty volvió a clavar la piedra con maligna fuerza.

Esta vez el dolor fue menos agudo.

—¿Mayor? —dijo—. ¿Algún resultado?

—No —respondió Gumbs—, no, creo que no. Sin embargo, parece que nos estamos moviendo un poco hacia adelante, señorita McCarty.

—Un error ridículo —replicó ella—. Nos están empujando hacia atrás. Preste atención, mayor.

—No, de veras —protestó Gumbs—. Quiero decir que nos movemos hacia el matorral. Para mí es hacia adelante, para usted es hacia atrás.

—Mayor Gumbs, yo me muevo hacia adelante, usted se mueve hacia atrás.

George descubrió que ambos tenían razón: el cuerpo del monstruo ya no era circular; se estaba alargando por el eje Gumbs-McCarty. En el centro aparecía una insinuación de concavidad. Debajo de la superficie también había movimientos.

Los cuatro cerebros formaban ahora una figura oblonga, no un cuadrado.

Las posiciones de las medulas espinales habían cambiado. La de George y la de Vivian estaban aparentemente en el mismo sitio de antes, pero la de Gumbs pasaba ahora por debajo del cerebro de McCarty, y viceversa.

Al aumentar su masa unos doscientos kilos, la cosa meisterii se escindía en dos partes, separando limpiamente a los inquilinos, dos en cada lado. Gumbs y Meister en uno, McCarty y Bellis en el otro.

La próxima vez, comprendió George, cada producto de la escisión se reduciría a un solo cerebro… y en la etapa posterior serían, individualmente, monstruos en el estado primario, sin inquilinos, quietos, camuflados, esperando que algún ser vivo tropezase con ellos.

Pero eso significaba que, como la vulgar ameba, ese fascinante organismo era inmortal. Salvo que ocurriese un accidente, no moría nunca; simplemente crecía y se dividía.

No así los inquilinos, desafortunadamente: los tejidos se les gastarían y morirían.

¿O no? El tejido nervioso humano no proliferaba tanto como en George y en la señorita McCarty; tampoco ningún tejido humano desarrollaba nuevas células con tanta rapidez como para explicar los tallos oculares de George o el brazo de la señorita McCarty.

No había dudas: el nuevo tejido no podía ser humano; era una imitación producida por el monstruo con su propia sustancia, usando como modelo la estructura de las células verdaderas más cercanas. Y era una imitación perfecta: los nuevos tejidos se enlazaban con los viejos, los axones se ensamblaban con las dendritas, los músculos obedecían las órdenes de contracción o expansión. La imitación funcionaba.

Y, naturalmente, cuando las células nerviosas se gastaban, podían ser reemplazadas. Con el tiempo se acabarían las últimas células humanas, el inquilino humano se habría transformado totalmente en monstruo —pero una diferencia que no se nota no es diferencia— y sería inmortal.

Salvo en caso de accidente.

O de asesinato.

La señorita McCarty estaba diciendo:

—Mayor Gumbs, no sea ridículo. La explicación es bastante obvia. A menos que usted me esté engañando deliberadamente, por alguna razón que no logro imaginar, nuestros esfuerzos por movernos en direcciones contrarias deben estar despedazando a esta criatura.

Evidentemente McCarty tenía una confusión geométrica. Que siguiese así: eso la desorientaría hasta que la escisión fuese completa. No, no serviría para nada. George ya estaba fuera de su alcance, y alejándose cada vez más… ¿pero y Bellis? El cerebro de ella y el de McCarty estaban más juntos…

¿Qué podía hacer? Si avisaba a la muchacha sólo conseguiría atraer antes sobre ella la atención de McCarty. A menos que pudiese inducirla simultáneamente a error…

George descubrió de pronto que ya no quedaba mucho tiempo. Si lo que él pensaba (que los cerebros se habían unido de algún modo para hacer posible la comunicación) era cierto, esas células no podrían resistir mucho más; la brecha entre los dos pares de cerebros se agrandaba constantemente.

—¡Vivian! —dijo.

—¿Sí, George?

Aliviado, George habló rápidamente:

—Escuche, no estamos despedazando el cuerpo, simplemente se está dividiendo. Es su manera de reproducirse. Usted y yo quedaremos en una mitad, Gumbs y McCarty en la otra. Si no nos crean problemas, podremos irnos a donde queramos.

—¡Oh, estoy tan contenta!

Qué voz tan cálida tenía…

—Sí —dijo George, nerviosamente—, pero quizá tengamos que luchar contra ellos, si se meten con nosotros. Por lo tanto desarrolle un brazo, Vivian.

—Lo intentaré —dijo ella, vacilante—. No sé…

La voz de McCarty se impuso.

—Ah. Mayor Gumbs, como usted tiene ojos, se encargará de que esos dos no se escapen. Mientras tanto, le sugiero que también desarrolle un brazo.

—Hago todo lo posible —dijo Gumbs.

Perplejo, George miró hacia abajo: más allá de su brazo a medio formar, debajo del borde de Gumbs, había una protuberancia carnosa casi oculta. El mayor había estado trabajando en él en secreto, ocultándolo… y ya estaba mejor desarrollado que el de George.

—Oh-oh —dijo Gumbs, de pronto—. Oiga, señorita McCarty, Meister la ha estado engañando. Quiero decir que usted y yo no vamos a quedar en la misma mitad. Eso sería imposible. Estamos en lados opuestos de la maldita cosa. Va a ser usted y la señorita Bellis, y yo y Meister.

El monstruo tenía ahora una cintura bien definida. Las médulas espinales habían rotado y en el centro, entre ellas, había una zona clara.

—Sí —dijo McCarty débilmente—. Gracias, mayor Gumbs.

—¡George! —exclamó la voz asustada, distante y débil de Vivian—. ¿Qué hago?

—¡Desarrolle un brazo! —gritó él.

No hubo respuesta.

IV

Paralizado, George vio cómo el brazo de McCarty, apretando el trozo de roca en la mano, se alzaba y bajaba hacia la izquierda, sobre la burbujeante superficie del monstruo. Tuvo tiempo de ver cómo subía y bajaba otra vez, malignamente; tiempo de pensar: Todavía es corto, gracias a Dios; es el brazo derecho de McCarty, y le falta más para llegar al cerebro de Vivian de lo que le había faltado para llegar al mío; tiempo, finalmente, para comprender que no podría ayudarla antes de que McCarty hiciese crecer el brazo los pocos centímetros necesarios. La escisión sólo se había cumplido a medias, y le resultaba tan imposible llegar a donde quería como a un siamés caminar alrededor de su hermano gemelo.

Y de pronto se le terminó el tiempo. Lo alertó un movimiento fugaz, y miró hacia atrás: una especie de mano distorsionada palpaba buscándole los tallos oculares.

George, instintivamente, alzó su propia mano y tomó desesperadamente a la otra por la muñeca. Esa mano era la mitad más grande que la suya, y tan musculosa que, a pesar de su mejor posición, no podía hacerla retroceder, ni siquiera contenerla; sólo conseguía hacerla oscilar hacia arriba y hacia abajo, agregando su fuerza a la de Gumbs para que pasase rápidamente por encima de los ojos.

Gumbs comenzó a variar la fuerza y el ritmo de sus movimientos, tratando de sorprender a George. Un grueso dedo le rozó la base de uno de los tallos.

—Lo siento, Meister —dijo la voz de Gumbs—. No le hago esto por maldad. Entre nosotros (uf), esa mujer McCarty no me gusta mucho… pero (¡ahg!, casi lo alcancé esta vez) los mendigos no pueden elegir. Ah. Como veo las cosas, tengo que cuidarme; quiero decir que (agh) si no me cuido yo, ¿quién lo hará por mí? ¿Entiende lo que le digo?

George no le contestó. Asombrosamente, había dejado de tener miedo, por él mismo o por Vivian; simplemente estaba furioso: abrumadora, estática, monomaníacamente furioso. Una fuerza que salía de algún sitio le corría por el brazo; concentrándose ferozmente, pensó: ¡Más grande! ¡Más fuerte! ¡Más largo! ¡Más brazo!

El brazo creció. Visiblemente se agregaba sustancia, se alargaba, se engrosaba, se llenaba de músculos. Igual que el brazo de Gumbs.

George comenzó a desarrollar otro brazo. Al igual que Gumbs.

A su alrededor, la superficie del monstruo burbujeaba violentamente. Al fin George notó que el bulto lenticular se estaba encogiendo. El curioso sistema de respiración era inadecuado; la cosa se estaba canibalizando a sí misma, destruyendo sus propios tejidos para aportar lo que faltaba.

¿Hasta dónde podía reducirse, y mantener todavía a dos inquilinos humanos?

¿Y de qué cerebro prescindiría primero?

Estaba demasiado ocupado para pensar en esas cosas. Arañando en la hierba con la segunda mano, Gumbs no había podido encontrar nada que le sirviese como arma; ahora, George, dando un repentino tirón, hizo girar todo su cuerpo común.

La escisión era completa.

Eso hizo pensar a George en Vivian y McCarty. Arriesgó una breve mirada hacia atrás, y tan solo vio un montículo ovoide carente de rasgos; volvió la mirada a tiempo para sorprender la incompleta mano derecha de Gumbs levantando una larga y afilada rama seca entre la hierba. Inmediatamente, la rama le azotó los ojos.

El borde del lecho del río estaba a un metro de distancia, hacia la izquierda. George lo alcanzó de un brusco tirón. Resbalaron, se tambalearon, aferrándose desesperadamente con las manos… y empezaron a rodar por el precipicio, envueltos en una nube de polvo y piedras, hasta estrellarse carnosamente en el fondo.

El universo dio otra vuelta gigantesca a su alrededor, y se detuvieron. Casi ciego, George buscó lo que había estado aferrando, encontró la muñeca y la apretó.

—Dios mío —dijo Gumbs—, esto acabó conmigo. Estoy herido, Meister. Adelante, hombre, termine con todo esto. No pierda tiempo.

George lo miró sospechosamente, sin aflojar la presión en la muñeca.

—¿Qué le pasa?

—Le digo que todo acabó —respondió Gumbs ásperamente—. Estoy paralizado, no puedo moverme.

George vio que habían caído sobre uno de los pequeños cantos rodados esparcidos por el río. Esa piedra tenía forma aproximadamente cónica, y la punta estaba directamente debajo de la médula espinal de Gumbs, a pocos centímetros del cerebro.

—Gumbs —dijo George, quizá no sea tan malo como usted piensa. Si se lo demuestro, ¿se rendirá y se pondrá a mis órdenes?

—¿Qué quiere usted decir? Mi médula espinal está aplastada.

—Eso no tiene importancia ahora. ¿Acepta o no?

—Bueno, sí —respondió Gumbs—. De veras es usted muy decente, Meister. Tiene mi palabra, si eso sirve.

—Muy bien —dijo George. Con un esfuerzo, consiguió sacar al cuerpo del canto rodado. Luego alzó los ojos y miró la pendiente por donde habían bajado. Demasiado empinada; tendrían que buscar algún sitio más fácil para regresar arriba. Dio media vuelta y echó a andar hacia el este, siguiendo el delgado arroyo que aún corría por el centro del lecho.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Gumbs, después de unos instantes.

—Tenemos que encontrar un sitio por donde subir —le respondió George, impaciente—. Quizá pueda ayudar todavía a Vivian.

—Ah, sí. Estaba pensando en mí mismo, Meister. Si a usted no le importa decirme…

Era imposible que Vivian estuviese aún viva, pensaba George, desalentado; pero si todavía había alguna posibilidad…

—Ya se curará —dijo—. Si estuviera en su viejo cuerpo esa habría sido una herida mortal, o lo habría dejado inválido para siempre, pero en esta cosa no. Puede repararse con la misma facilidad con que desarrolla un nuevo miembro.

—¡Dios mío! —exclamó Gumbs—. Qué estúpido fui al no pensar en eso. Oiga, Meister, ¿significa que simplemente perdemos el tiempo cuando tratamos de matarnos el uno al otro? Quiero decir…

—No. Si me hubiera aplastado el cerebro pienso que el organismo lo habría digerido, y eso sería mi fin. Pero fuera de algo tan drástico creo que somos inmortales…

—Inmortales… —dijo Gumbs—. Dios mío… Eso le da otro sentido a todo, ¿verdad?

La orilla del río era ahora un poco menos alta, y en un sitio donde se amontonaban las piedras la cuesta parecía menos empinada. George empezó a escalarla.

—Meister —dijo Gumbs, tras un momento de silencio.

—¿Qué quiere?

—Tiene usted razón… Ya empiezo a sentir un poco… Oiga, Meister, ¿hay algo que esta bestia no pueda hacer?

Pienso que a lo mejor hasta podríamos volver a nuestras viejas formas, con todos los… apéndices, etcétera.

—Es posible —dijo George secamente. Era un pensamiento que le había estado rondando por la cabeza, pero no tenía ganas de discutirlo con Gumbs en este momento.

Habían llegado a la mitad de la cuesta.

—Bueno, en ese caso… —dijo Gumbs, pensativo—. La cosa tiene posibilidades militares. El hombre que lleve esto directamente al Ministerio de la Guerra tiene más o menos asegurada la carrera.

—Después de que nos separemos —dijo George—, usted podrá hacer lo que le dé la gana.

—Pero, maldita sea —se quejó Gumbs, furioso—, eso no sirve para nada.

—¿Por qué?

—Porque —dijo Gumbs— pueden encontrarlo a usted.

Levantó bruscamente las manos, aferró un canto rodado y, antes que George pudiese hacer algo, lo empujó, desencajándolo del punto de apoyo en la tierra.

El canto rodado más grande que estaba encima tembló, y giró pesadamente hacia adelante. George, directamente debajo, descubrió que no podía moverse ni para adelante ni para atrás.

—Perdón otra vez —oyó que decía Gumbs, aparentemente en un tono de verdadero pesar—. Pero usted conoce al Comité de Lealtad. Simplemente no puedo correr el riesgo.

El canto rodado tardó una eternidad en caer. George trató dos veces más, con todas sus fuerzas, de apartarse de allí. Luego, instintivamente, levantó los brazos hacia la piedra.

En el último instante posible los movió hacia la izquierda, alejándolos del centro de aquella mole.

El golpe.

George sintió que sus brazos se quebraban como ramitas, y que una sombra gris invadía el cielo; sintió un martillazo que hizo temblar la tierra.

Oyó un chapoteo.

Todavía estaba con vida. Ese asombroso descubrimiento lo mantuvo ocupado durante un largo rato, mientras la piedra rodaba y se perdía en el silencio, allá abajo. Luego, por fin, miró hacia la derecha.

La resistencia de sus brazos había alcanzando para desviar la piedra unos treinta centímetros… La mitad derecha del monstruo era un desastre achatado y destrozado. Vio unas pocas manchas de materia gris pastosa que se fundían integrándose a la translucidez parda y verde, entre los movimientos de la masa que lentamente se reconstruía y se reorganizaba.

En veinte minutos los últimos restos de la médula espinal inservible habían sido reabsorbidos, el monstruo había recobrado su forma normal de lente, y el dolor de George disminuía. En cinco minutos más ya pudo usar los brazos reparados. Además, ahora tenían un color y una forma más convincentes que antes: allí estaban los tendones, las uñas, hasta las arrugas de la piel. En circunstancias normales George habría quedado absorto durante horas ante ese descubrimiento; ahora, impaciente, apenas si se dio cuenta. Trepó por la cuesta hasta llegar a la cima.

A treinta metros de distancia, tendido en la hierba seca, inmóvil, había un cuerpo verde y marrón como el suyo.

Naturalmente, contenía un solo cerebro. ¿De quién sería?

De McCarty, casi seguramente; Vivian no habría podido hacer nada. Pero entonces ¿por qué no había rastros visibles del brazo de McCarty?

Desalentado, George caminó alrededor de la criatura para examinarla mejor.

Del otro lado encontró dos ojos oscuros, extrañamente inacabados. Tras un instante lo enfocaron, y el cuerpo se estremeció y empezó a moverse hacia él.

Los ojos de Vivian habían sido castaños; George los recordaba claramente. Ojos castaños con pestañas oscuras y largas en un cara pequeña y ovalada… Pero ¿probaba eso algo? ¿De qué color habían sido los ojos de McCarty? No podía recordarlo con seguridad.

Había una sola manera de salir de dudas. George se acercó, con la ferviente esperanza de que la cosa meisterii fuese al menos lo suficientemente avanzada como para unirse en vez de tratar de devorar a miembros de su propia especie…

Los dos cuerpos se tocaron, se adhirieron, y comenzaron a integrarse. Mientras miraba, George vio que el proceso de escisión se invertía: de lentes gemelas, la extraña carne cobró forma ovoide, y por último fue otra vez una sola lente.

El cerebro de George y el otro se acercaron más, las médulas espinales se cruzaron en ángulos rectos.

Y sólo entonces notó algo raro en el otro cerebro: parecía más claro y más grande que el suyo, el contorno un poco más definido.

—¿Vivian? —preguntó, sin muchas esperanzas—. ¿Eres tú?

No hubo respuesta. Probó otra vez; y otra.

Finalmente:

—¡George! Oh, querido… necesito llorar, pero parece que no puedo.

—No tienes glándulas lagrimales —dijo George automáticamente—. Ah, ¿Vivian?

—Sí, George.

Otra vez la voz cálida…

—¿Qué pasó con la señorita McCarty? ¿Cómo conseguiste…? Quiero decir, ¿qué pasó?

—No sé. Se fue, ¿verdad? Hace mucho tiempo que no la oigo.

—Sí —dijo George—, se fue. ¿Dices que no sabes? Dime qué hiciste.

—Bueno, quería desarrollar un brazo, porque tú me lo pediste, pero pensé que no iba a tener tiempo. Entonces me hice un cráneo. Y esas cosas que me protegen la médula…

—Vértebras. —¿Por qué, pensó George, aturdido, no se me ocurrió a mí eso?— ¿Y luego? —preguntó.

—Creo que ahora estoy llorando —dijo Vivian—. Sí, lo estoy. Es un alivio tan grande. Y luego no hice nada más. Ella seguía lastimándome, y yo simplemente pensé qué hermoso sería que no estuviera conmigo. Y un rato después no estaba. Entonces desarrollé ojos para buscarte.

La explicación, pensó George, era más desconcertante que el enigma. Mientras miraba alrededor, tratando de esclarecer sus ideas, descubrió algo que no había notado antes.

A su izquierda, a unos dos metros de distancia, apenas visible entre la hierba, había un bulto rosáceo y húmedo, del que salía una sugerencia de prolongación filamentosa…

De pronto decidió que la cosa meisterii debía tener algún mecanismo para deshacerse de los inquilinos que no conseguían adaptarse: cerebros que entraban en catatonia, o histeria, o un frenesí suicida. Una cláusula de desalojo.

De algún modo Vivian había logrado estimular ese mecanismo, convencer al organismo de que el cerebro de McCarty no sólo era superfluo sino también peligroso… «venenoso» era la palabra.

La señorita McCarty —era la ignominia final— no había sido digerida, sino expulsada como un excremento.

Cuando llegó el crepúsculo, doce horas más tarde, ya habían hecho muchos progresos. Habían llegado a un entendimiento muy agradable para los dos; habían cazado otra manada de seudocerdos para el almuerzo; y, por diferentes razones —en el caso de George porque el metabolismo normal del monstruo era muy ineficiente cuando tenía que moverse con rapidez, y en el caso de Vivian porque se resistía a creer que pudiese atraer a algún hombre en su presente condición— habían comenzado seriamente a tratar de recuperar la forma humana.

Los primeros ensayos fueron extraordinariamente difíciles, el resto sorprendentemente fácil. Muchas veces tuvieron que renunciar y volver al estado de masas amiboideas, víctimas del funcionamiento defectuoso o la falta de algún órgano; pero cada fracaso allanaba el camino; finalmente pudieron sostenerse de pie, jadeantes pero respirando, tambaleándose pero erguidos, cara a cara… dos gigantes proteicos en la afortunada oscuridad, dos esbozos del Hombre creado por sus propios esfuerzos.

También se habían alejado treinta kilómetros del campamento de la Federación. En la cima de una loma, mirando hacia el sur por encima del valle, George vio un débil brillo fúnebre: las máquinas mineras que masticaban metales para alimentar los fabricadores que producirían un billón de naves.

—No regresaremos nunca, ¿verdad? —dijo Vivian.

—No —respondió George, con voz serena—. Ellos vendrán a nosotros, con el tiempo. Tenemos mucho tiempo. Somos el futuro.

Y una cosa más, una cosa pequeña pero importante para George; algo que le daba una medida de sus logros, de la etapa concluida y de la nueva que comenzaba. Finalmente había encontrado el nombre de su descubrimiento… nada meisterii, después de todo. Spes hominis:

La esperanza del Hombre.