Las baldosas grises y duras del corredor resonaban bajo sus pies, un corredor gris y liso como un cuadrado cañón de escopeta, arriba un brillante cielo raso, y pensó agujero, hueco, túnel, tubo. Su puerta, la 913. Hizo girar la reluciente llave en la cerradura, la puerta se deslizó a un lado, se cerró a sus espaldas con un chasquido. Sintió que los ventiladores se ponían en funcionamiento; una débil corriente de aire fresco, aséptico, impersonal. El reloj encima de la consola parpadeó cambiando de 10:58 a 10:59.
Se inclinó sobre la silla y apretó el botón que decía «Prepárese». La pantalla oscura se animó y en ella aparecieron los símbolos «R. A. NORBERT CG190533170 11/4/2012 10:59:04». La información —grabada, memorizada en las entrañas de la computadora, nueve pisos más abajo— parpadeó y desapareció.
Norbert se quitó la chaqueta de pana color castaño y la colgó en una percha. Se sentó delante de la consola, se aflojó el pañuelo de seda que llevaba al cuello, se acarició la barba corta y cuidada. Suspiró, se frotó las manos, y apretó los botones de música y café.
La música empezó a flotar en el aire, el café —mezcla aromática, vigorizante brebaje, fluido oscuro y fuerte— se derramó en la taza. Bebió un sorbo, dejó la taza, llenó la pipa con tabaco que tenía en una bolsa de seda, la encendió.
La pantalla estaba pacientemente vacía. Se inclinó hacia adelante, apretó el botón de «Empiece». En la pantalla parpadearon unas letras brillantes, las teclas chasquearon, una hoja empezó a enroscarse y a caer en la bandeja.
Pensaba con poco entusiasmo en las novelas, algo en lo que un hombre podía hincar el diente, una semana entera para sentar los parámetros; pero luego todo un mes de trabajo que podía llegar a ser muy aburrido: y Markwich le había dicho: «Tienes un talento especial para el relato corto, Bob». Olfato, una cierta aptitud, un je ne sais quoi. Bebió más café, dejó la taza. Suspiró otra vez, se pellizcó la nariz pensativamente, tocó el botón de «Empiece».
En la pantalla se leyó: «2122084 LIBRO MUNDIAL MOD FEM MAR SEP OPT 5», y luego:
«TEMA: | DESCUBRIMIENTO |
VICTORIA SOBRE RIVAL | |
ADAPTACIÓN A GRUPO». |
Tomó el lápiz luminoso y tocó la primera de las tres opciones. Las otras dos desaparecieron, y luego el resto de los signos que había en la pantalla. En su sitio apareció:
«AMBIENTE: | NUEVA YORK |
PARÍS | |
LONDRES | |
SAN FRANCISCO | |
DALLAS | |
BOSTON | |
DISNEYWORLD | |
ANTWERP | |
OCEAN TOWERS». |
Titubeó un instante, sin saber hacia donde apuntar el lápiz luminoso. Se detuvo en «Antwerp» (nunca había usado ese sitio) pero no, era demasiado exótico. Nueva York, París, Londres… Arrugó el ceño, apretó la pipa con los dientes y se zambulló en «Ocean Towers». No era más que una corazonada; en algún sitio parecía asomar una idea.
Pidió imágenes, y la pantalla se las mostró: primero una larga toma de las Torres, que se alzaban sobre el mar como fabulosas montañas con castillos en la punta; luego una serie de interiores, que Norbert interrumpió casi en seguida: allí estaba lo que buscaba, la bóveda central, inundada de luz.
La luz del sol, escribió, y la pantalla agregó en seguida caía del techo cuando… y el dedo de Norbert la interrumpió; las palabras quedaron congeladas en la pantalla mientras arrugaba el ceño y chupaba otro poco la pipa. Caía no era la palabra más adecuada; la luz del sol no caía como una maceta. ¿Brotaba? Bueno, tal vez… No, un momento, ya está. Tocó la palabra con el lápiz luminoso, luego tecleó se derramaba. Muy bien. Lo que seguía era ahora demasiado brusco; la computadora estaba allí siempre, al servicio de uno, pero cuando el problema era desarrollar una idea no sabía qué hacer; y Norbert tocó el espacio antes de techo y escribió a través de los inmensos vidrios del.
El texto decía ahora:
La luz del sol se derramaba a través de los inmensos vidrios del techo cuando…
Norbert apretó otra vez el botón de «Empiece» y miró cómo crecía la frase: … Inez Trevelyan cruzó la plaza entre el apresurado gentío. Fin de la frase, y se detuvo allí. Trevelyan estaba bien, pero no le gustaba Inez: demasiado nombre de solterona. ¿Y Teodora —no, demasiadas sílabas—, o Georgette? No. Ah, que lo haga la computadora: para eso está. Tocó el nombre y luego el botón de «Pruebe otra vez», y la computadora le dio Jean Joan Joanna Judith Karen Karla Laura. Ese. Ahí estaba el nombre: Laura Trevelyan. Y ahora, cruzó la plaza, bueno… una plaza es eso, una plaza, pero ¿para qué algo tan obvio? Tocó la palabra indeseada con el lápiz y escribió el lugar; después cambió apresurado por murmurante, otro tipo de estímulo; y ahora; hum, algo realmente sutil: tocó el espacio antes de gentío y escribió y madrugador.
La luz del sol se derramaba a través de los inmensos vidrios cuando Laura Trevelyan cruzó el lugar entre el murmurante y madrugador gentío.
De veras no estaba mal. Tomó un trago de café, y luego escribió: La luz. Había que mantener ocupada a la computadora, si no cambiaba de tema cada vez. La frase se prolongó: era tan clara, tan radiante; interrumpió la computadora y empezó a revisar, y en un momento tuvo: A pesar de reflejarse en el suelo, entre los pies de los transeúntes, la luz era tan amarilla, tan pura, que Laura pensó en un prado de margaritas. Sabía que el verdadero sol estaba allá arriba, en algún sitio, pero hacía tanto tiempo que no lo veía…
Muy bien. Ahora una mirada retrospectiva.
El primer día en Ocean Towers —recordó Laura, de pronto— había sido gris, y en la inmensa sala había una luz perlina. En ese momento le pareció maravilloso y fascinante. No le había resultado fácil irse a ese sitio: romper todos los lazos con el condado de Claire, dejar toda la familia y los amigos para irse a vivir a ese extraño lugar, que ni siquiera estaba construido sobre tierra firme sino sobre pilones clavados en el suelo oceánico. Pero las carreras de Eric y Henry estaban en ese sitio, y a donde ellos iban debía ir ella.
Se había casado con Eric Trevelyan cuando tenía diecinueve años. Eric era un hombre hábil e impetuoso que empezaba a conocer la fama como tenista profesional. (Nota mental: jai-alai podría ser mejor que tenis, pero ¿jugarán al jai-alai en Ocean Towers? Lo averiguaré en un momento). Tenía el encanto fácil y el descarado buen humor de los ingleses y tal insaciable apetito por vivir: más fiestas, más sexo, más todo. Su compañero de equipo, Henry Ricardo, que se había ido al matrimonio dos años atrás, era todo lo opuesto de Eric: sólido, confiable, un poco lento, pero con una singular calidez en sus poco frecuentes sonrisas.
Eso era suficiente por ahora. Norbert apretó el botón de peguntas y formuló la suya sobre el jai-alai en Ocean Towers. Descubrió que sí lo tenían, pero pensándolo mejor decidió que fuese ajedrez: había algo desajustado en la idea de un jugador de jai-alai (o de tenis) lento. Además, detestaba los deportes, y le resultaría muy aburrido buscar las reglas.
Y así continuó el argumento: Eric y Henry aparentemente escalaron posiciones en su profesión, y cada vez tuvieron menos tiempo para Laura. Un interesante hombre mayor se acercó a Laura, que lo rechazó y tomó el jet transpolar para volver al Condado de Claire (usando el pase de viajero de Eric).
La computadora exhibió un mapa de Irlanda, y Norbert escogió un pueblo llamado Newmarket-on-Fergus evitando nombres como Kilrush, Lissycasey y Doonberg, qué eran demasiado obviamente arcaicos. Además, Newmarket no estaba lejos del Aeropuerto de Shannon, lo que hacía verosímil que Laura hubiese conocido allí a Eric.
Laura estaba embelesada al volver a casa (las margaritas habían florecido), y aunque las casas de Clancy le parecían ahora pequeñas y malolientes, eso no importaba; pero después de unas pocas semanas se cansó de mirar las vacas todos los días y la televisión todas las noches, y decidió ir a una fiesta en Limerik. Pero Limerik tampoco era lo que buscaba, y finalmente se confesó que echaba de menos a Ocean Towers. El contador indicada 4.031 palabras.
Laura tomó el primer jet para Ocean Towers, tuvo una reconciliación emocional con Eric (pero Henry se mantuvo un poco frío), y descubrió que les habían ofrecido un contrato por tres años en Buenos Aires. Esa noche, paseando junto al Pacífico, insomne, encontró otra vez al hombre mayor (Harlow Moore) y lloró en sus brazos. A la mañana siguiente llamó a Eric y a Henry y les dio la noticia. «Vosotros id a las cosas y los sitios maravillosos que os esperan», dijo. «Pero yo…», y los ojos se le nublaron de pronto, como el alba sobre Killarnev, «yo sé que mis margaritas amarillas están aquí».
Cinco mil doscientas quince palabras: casi la cantidad necesaria. Descubrió que tenía hambre y que las piernas le dolían de estar tanto tiempo sentado. El reloj encima de la consola indicaba las 2:36.
No tenía sentido empezar ahora el siguiente; se le viciaría durante el fin de semana. Se levantó y se estiró hasta que le crujieron las articulaciones, caminó de un lado para otro hasta quitarse la rigidez del cuerpo, luego se sentó y volvió a encender su pipa. Se inclinó hacia adelante y pidió el código de una cosa en la que había estado trabajando y que empezaba así: «Ceroquilando por la curriense sangónida, éndonse aposo gilamonto», etcétera. Leyó lo que tenía escrito, agregó unas pocas palabras sin mucho entusiasmo y luego las tachó. Los miserables de Ficciones probablemente se la rechazarían, aunque era exactamente igual a lo que ellos publicaban todo el tiempo; si uno no era de la camarilla no tenía ninguna posibilidad. Escribió «GRACIAS A DIOS, HOY ES JUEVES», y apagó la pantalla.
A las 2:58 la pantalla se encendió otra vez: un resumen de sus ganancias y deducciones. Se oyó un tecleteo, y cayó una hoja en la bandeja. Norbert la recogió, echó una mirada al total, luego dobló la hoja y se la puso en el bolsillo del pecho, pensando distraídamente que quizá le convendría sacar algo de esa semana y pagar algunas deudas. Recordó la música y la apagó. Los sedantes esfuerzos. Tocó el botón de «Nada más» y la pantalla se volvió a animar, mostrando los símbolos: «R. A. NORBERT CG19053310 11/4/2012 3:01:44». Luego parpadeó y se oscureció. Norbert esperó un momento para ver si había algo más, por ejemplo un mensaje de Markwich pero no había nada. Se arregló el pañuelo de seda en el cuello, tomó la chaqueta de la percha y se la puso. La puerta se cerró con un chasquido a sus espaldas. El corredor acerado. Entregó la llave al guardián de seguridad, un lisiado de cara de piedra veterano de la Guerra Racial que nunca había dicho una palabra delante de Norbert. Én el corredor público pasaban en este momento algunas personas, pero no muchas; todavía era temprano. Eso le gustaba a Norbert. Si uno podía escoger sus horarios, ¿para qué trabajar cuando lo hacía todo el mundo? Apretó el veinte, y el ascensor arrancó hacia arriba. Allí la gente caminaba menos aprisa. Se puso en la fila del monorriel, mirando las máquinas expendedoras mientras esperaba. Había números nuevos de Madame, Chatelaine, Libro Mundial y Después de las Cuatro. Apretó botones pidiendo las cuatro revistas, y metió la tarjeta en la ranura. La máquina parpadeó, chasqueó, arrojó los ejemplares en el receptáculo.
Después de las Cuatro no tenía ninguna cosa suya, como había esperado: escribía pocas cosas para hombres. Pero tanto en Madame como Chatelaine había relatos suyos, y en Libro Mundial había dos. Revisó el índice para asegurarse de que estuviese su nombre: «Todos los domingos, por IBM y R. A. Norbert»; ese era todo el reconocimiento que obtenía. Los cuentos en sí no estaban firmados, aunque de vez en cuando ponían «Por el autor de “Magia Blanca”», o cualquier otra cosa. Subió al tren y se sentó; empezó a hojear las revistas ociosamente. «Vivir en la Abundancia», por el Alcalde Antonio, ilustrado con una cornucopia de la que salían relojes, encendedores, botellas de perfume, paquetes atados con lazos de raso azul. Un deslumbrante anuncio, a toda página, «Sea Usted: Use Lustre Vaginal. La mejor manera de aplicarlo es con un cepillo». «La Fiebre Q: el Enemigo Desconocido». «Suicidio Racial: ¿Nos Estará Ocurriendo a Nosotros?», por Sherwood M. Sibley. El artículo médico estaba firmado, como siempre, por IBM, pero los otros eran auténticos. Había estado una o dos veces con Sibley en fiestas: un hombre nervioso, de ojos saltones y manos húmedas, pero a juzgar por sus ropas debía de estar ganando bastante. Y era realmente injusto que los editores tratasen tanto mejor a los escritores de ensayos, pero, como decía Markwich, era el gusto actual de los editores, una moda como otra cualquiera, y ya se movería el péndulo.
Bajó en la Quinta Avenida y siguió en el monorriel que iba por arriba. Las luces del vagón le empezaban a provocar dolor de cabeza. Cuando el vehículo se detuvo en la parada de la Calle Cincuenta, miró para atrás y vio algo curioso: una figura oscura y desmañada, suspendida en el vacío sobre la avenida. En ese momento subía gente al vagón, y cuando pudo mirar en aquella dirección ya no estaba la figura: pero supo, de algún modo, que por el tamaño y la forma no podía ser otra cosa que un hombre cayendo. Se preguntó cómo diablos habría hecho el hombre para salir del edificio. Todos los balcones estaban techados y protegidos con vidrios. El hombre ese tenía que haber sido un trabajador o algo parecido.
Cuanto más avanzaban hacia el norte, más atestados iban los vagones que circulaban por el otro lado de la avenida, rumbo al sur; se acercaba la hora de la cena. Las multitudes que veía en los balcones tenían más que nada aspecto de turistas, con trajes al estilo Chicago, o ropas extravagantes como las que usaban en la Costa Oeste, y todos eran canosos y panzones. Algunas de las mujeres, a pesar de ser muy viejas, tenían piel lisa en la cara, quizás a causa de algún tratamiento. Había unos pocos pakistaníes, un poco más jóvenes. Realmente, se dijo, él era un hombre afortunado, por el trabajo que tenía siendo tan joven; su temperamento, admitió, no serviría para ir a entrevistar gente, reunir información, etcétera.
El hombre que iba a su lado descendió en la Calle Setenta y Seis, y dejo su diario en el asiento; Norbert lo recogió. APARECEN MÁS VICTIMAS DE SECUESTROS-ASESINATOS. SE CASA KEN ORVILLE: ELLA MAE. EL UNIVERSO TIENE MENOS DE DOS BILLONES DE AÑOS, DICE UN PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE COLUMBIA. Lo de siempre. Al llegar a la Calle Ciento Veinticinco vio fugazmente el cielo cuando bajaba a la plataforma: era vagamente verdoso detrás de la cúpula. Atravesó el corredor público y entró en la brillante recepción (plástico y cromo) del Bank-America. En la ventanilla de cambio mostró su tarjeta a la joven rubia.
—¿Otros veinticinco, señor Norbert?
—Sí, eso es, veinticinco.
—Parece que de veras le gusta el dinero en efectivo.
Anotó algo en un bloc, puso la tarjeta en la máquina, y apretó botones.
—No, de veras no me gusta… usted sabe, viajo mucho. Ya no es nada seguro llevar tarjetas de crédito. —La muchacha le echó un vistazo sin decir nada, y sacó la tarjeta de la máquina—. Lo secuestran a uno y lo obligan a comprar cosas —dijo Norbert.
El hermoso rostro de la muchacha no cambió. Contó los billetes y los empujó hacia él, a través de la ventanilla. Norbert los recogió en seguida, convencido de que ya se le habían puesto rojas las mejillas. Era inútil: tendría que cambiar de banco; la muchacha sabía que no existía ninguna razón valedera para retirar veinticinco dólares en efectivo todas las semanas.
—Gracias. Adiós.
—Adiós, señor Norbert. Buen viaje.
En el corredor público de su nivel, unos pocos minutos más tarde, se encontró con Art y Ellen Whitney, que iban hacia los ascensores. Art y él habían sido compañeros de cuarto en otra época, y cuando se casaron, Art y Ellen se mudaron a uno de los apartamentos del piso cincuenta. Parecían un poco rígidos, vestidos con idénticos trajes de plástico naranja.
—Oye, aquí está —dijo Art—. Bob, qué suerte. Tratamos de hablar contigo por teléfono, y luego fuimos a golpear tu puerta. Te presento a Phyllis McManus… —Se volvió hacia una rubia delgada y pálida que Norbert no había visto hasta ese momento—. El novio la dejó plantada. Ah, se le enfermó la madre. Lo que quiero decir es que tenemos entradas para la ópera sobre hielo en el Garden, y luego iremos a Yorty’s.
—¿Qué dices? ¿Te gustaría venir? —Phyllis McManus sonrió débilmente, casi sin mirar a Norbert. El encanto virginal.
—Vienes, ¿verdad? —dijo Ellen, hablando por primera vez y dándole un pellizco en el brazo.
—Lo siento mucho —dijo, tratando de demostrar sinceridad en la mirada—. Le prometí a mi hermana cenar con ella esta noche… es su cumpleaños, y ya sabes… —Se encogió de hombros, sonrió—. Me habría encantado, señorita McManus; no sabe cuánto lo siento.
—Oh, es una verdadera pena —dijo Art—. ¿Estás seguro de que no la podrías llamar, decirle algo…?
—Lo siento, pero es imposible. Ojalá se diviertan. Adiós, señorita McManus, encantado de haberla conocido…
Se separaron con gritos y ademanes de pesar. Cuando estuvo seguro de que ellos ya se habían marchado, Norbert caminó hacia el corredor privado. Su cuarto, el 2703; los indicadores mostraban que todo andaba bien. Abrió la puerta con la llave, la cerró y la atrancó por dentro, sintiendo un estremecimiento de alivio. El pequeño cuarto estaba tranquilo y fresco. Corrió la puerta del armario, se desvistió, y colgó cuidadosamente la ropa. Antes de entrar en la miniducha, apretó botones pidiendo un Martini y una cacerola de hamburguesa, su favorita. Luego la espuma refrescante. Se secó con aire y salió de la ducha, comió despacio, mirando la tridi y hojeando las revistas que había comprado. A esa altura Art y Ellen y la tipa aquella estarían sentados en una fila del Garden, debajo de las luces, mirando cómo los maniquíes hacían piruetas en el suelo helado. A Norbert le empezaron a temblar las rodillas. Se vistió otra vez, rápidamente, con «ropa de calle»: sucios pantalones de dril, un descolorido suéter de cuello alto, una agrietada chaqueta vinílica. Sacó el fajo de billetes que tenía en el chaleco, volvió a correr la puerta del armario. Cerró con llave y aseguró la puerta. Ya fuera del edificio, tomó el tren que iba a Broadway, bajó dos niveles, y luego siguió hacia el norte, hasta la calle Ciento Sesenta y Ocho. La sucia sala de la estación estaba casi desierta, y cada ruido despertaba un eco. Dos o tres idiotas, murmurando y contoneándose, bajaron con él en la escalera mecánica. Salió a la calle gris, brillante y tersa bajo el resplandor de los polvorientos paneles luminosos. Manchas de moho en las paredes grises. El pavimento manchado, desde La Guardia; escupitajos, charcos de plástico degradable. Posters en las paredes: LA PATERNIDAD PUEDE SER PELIGROSA PARA TU SALUD. ¿QUÉ HICIERON LOS NIÑOS POR TI? Zumbido de camiones en la autopista, allá arriba; trenes eléctricos que se deslizaban por la avenida. Azules y rojos alucinantes en carteles tridimensionales, débil sonido de música. Entró en el Peachtree y tomó un rápido trago en la barra; quería otro, pero estaba demasiado nervioso y regresó afuera. En la vidriera de Eddie’s, tres o cuatro muchachos comían vorazmente un plato de carne de cerdo con mostaza. Norbert cruzó la avenida y dobló hacia el oeste en la Calle Ciento Sesenta y Nueve. Las puertas estaban llenas de muchachos, con sus chicas, haraganeando y escupiendo; uno o dos le echaron una mirada cómplice. «Hola», dijo una voz burlona, apenas audible. Norbert siguió caminando; pasó por delante de varias tiendas cerradas y entró en una zona de decrépitas casas de apartamentos construidas en los años sesenta. Las ventanas del frente estaban todas oscuras, y en los pasillos había sólo lámparas amarillas desnudas. Al llegar a la puerta, que recordaba, se detuvo y miró alrededor. Luego entró, bajo la mortecina luz amarilla. El pasillo apestaba a verduras hervidas y a vómito. La puerta del final estaba abierta.
—Bueno, entre —dijo el viejo flaco sentado en el sillón. Sus ojos azules miraron a Norbert como si no lo reconocieran—. No golpee, nadie lo hace; simplemente entre.
Norbert trató de sonreír. Los que jugaban a las cartas en la mesa alzaron brevemente la vista, y siguieron jugando. Las cortinas rojas de la ventana del patio estaban descorridas, como para que entrase una brisa. En algún sitio, allá arriba, una voz estalló, furiosa:
—¡Hijo de puta! ¡Si te agarro…!
—Hola —dijo Norbert—. ¿Está Flo?
—¿Flo? —dijo el viejo—. No, señor, no está.
Norbert sintió un vacío en el estómago.
—¿No está? Entonces… ¿a dónde fue?
El viejo hizo un vago ademán.
—Se fue a casa, supongo. —Se levantó lentamente—. Nos trajo a una chica del campo esta mañana.
Puso una mano casualmente entre los omoplatos de Norbert y lo empujó hacia la puerta de uno de los dormitorios.
—Bueno, no sé —dijo Norbert, tratando de volverse.
—Vamos —le dijo el viejo en el oído—. Te hará cualquier cosa. Espera un instante.
Estaban delante de la puerta, tan cerca uno del otro que Norbert olía la sucia ropa interior del viejo. Unos nudillos hinchados golpearon la puerta.
—¿Betty Lou?
Pasó un momento, y la puerta se empezó a abrir. Había allí una mujer esperando, monstruosa, con un vestido floreado. El corazón de Norbert dio un salto. La mujer tenía piel olivácea y un aspecto casi latino; las arrugas de su cara eran tan oscuras que parecían tiznadas. Lo miró fijamente por debajo de pestañas como orugas negras; tenía ojos cansados, malignos y compasivos. Tomó a Norbert de la mano. El viejo dijo algo que Norbert no entendió. Luego la puerta se cerró a sus espaldas, y quedaron solos.