Las ocho plumas danzaban contra la cinta móvil de papel como las nerviosas garras de una langosta mecánica. Roberts, el técnico, miró los trazos arrugando el ceño; los otros dos observaban.
—Aquí está el impulso del despertar —dijo, señalando con un flaco dedo—. Miren ahora; diecisiete minutos, y continúa soñando.
—Respuesta retardada —dijo Babcock, el director del proyecto. Tenía la cara encendida y transpiraba—. No hay nada de qué preocuparse.
—Sí, es una respuesta retardada, pero fíjese en la diferencia de los trazos. Continúa soñando después del impulso del despertar, pero las puntas de la línea se acercan más. No es el mismo sueño. Hay más ansiedad, más pulsaciones motrices.
—¿Por qué tiene que dormir? —preguntó Sinescu, el hombre de Washington. Era un tipo de cara estrecha y pelo negro—. Uno elimina las toxinas de la fatiga, ¿no es así? Entonces, ¿de qué se trata? ¿De algo psicológico?
—Necesita soñar —dijo Babcock—. Es cierto que no tiene ninguna necesidad psicológica de dormir, pero tiene que soñar. Si no lo hiciera empezaría a sufrir alucinaciones. Quizá se volvería psicótico.
—Psicótico —dijo Sinescu—. Bueno, ahí está el problema, ¿no es así? ¿Cuánto tiempo hace que le ocurre esto?
—Unos seis meses.
—En otras palabras, desde que tiene el nuevo cuerpo… y desde que empezó a usar la máscara.
—Sí, aproximadamente. Pero permítame que le diga algo: está en su sano juicio. Los tests…
—Muy bien, ya sé lo de los tests. De modo que ahora está despierto, ¿no es así?
El técnico miró el panel indicador.
—Ya se levantó. Sam e Irma están con él. —El técnico se encorvó otra vez hacia los trazos del EEG—. No sé por qué me preocupa. Es razonable que, si tiene necesidades oníricas que nosotros no le podemos satisfacer con el material programado, las resuelva en esta etapa. —Su cara se endureció—. No sé. Hay algo en esas crestas que no me gusta.
Sinescu enarcó las cejas.
—¿Le programan los sueños?
—No exactamente —dijo Babcock, impaciente—. Es apenas una sugestión de rutina para que sueñe lo que le pedimos. Cosas que tienen que ver con lo somático, el sexo, el ejercicio, el deporte.
—¿Quién tuvo esa idea?
—El departamento de psicología. Neurológicamente estaba bien en todos los demás sentidos, pero empezaba a retraerse. Los de psicología decidieron que necesitaba algún estímulo somático. Está vivo, funciona. Pero no olvide que pasó cuarenta y tres años en un cuerpo humano normal.
En el silencio del ascensor, Sinescu dijo:
—Washington.
Babcock se inclinó y preguntó:
—Perdón. ¿Qué dijo usted?
—Parece un poco cansado. ¿Ha dormido?
—Últimamente no. ¿Qué dijo antes?
—Dije que no están contentos con sus informes en Washington.
—Maldita sea, ya lo sé. —La puerta del ascensor se abrió silenciosamente. Un pequeño salón de entrada, alfombra verde, paredes grises. Había tres puertas, una metálica y dos de grueso vidrio. Aire frío, viciado—. Por aquí.
Sinescu se detuvo delante de una de las puertas de vidrio y miró qué había detrás: un cuarto vacío, con una alfombra gris.
—No lo veo.
—Al otro lado del ascensor. Le están haciendo el examen matutino.
La puerta se abrió al hacer una mínima presión con la mano; al entrar, en el cielo raso se encendió una batería de luces.
—No mire hacia arriba —dijo Babcock—. Son luces ultravioletas.
Se oía un débil silbido, que al cerrarse la puerta desapareció.
—¿Y presión positiva aquí adentro? ¿Para que no entren microbios? ¿A quién se le ocurrió?
—A él. —Babcock abrió una caja cromada que había en la pared, y sacó dos máscaras quirúrgicas—. Póngase esto.
De atrás de la curva de la habitación llegaban unas voces apagadas. Sinescu miró con disgusto la máscara blanca, luego se la puso lentamente.
Los dos se miraron.
—Microbios —dijo Sinescu, a través de la máscara—. ¿Es eso racional?
—Está bien, no se va a resfriar o lo que sea, pero piense en ellos por un minuto. Ahora hay sólo dos cosas que lo pueden matar. Una es un fallo protético, y tratamos de que eso no ocurra; tenemos aquí a quinientas personas, y lo examinamos como si fuera un avión. Sólo queda, entonces, la posibilidad de una infección cerebroespinal. No entre ahí con la mente cerrada.
La habitación era grande, en parte sala, en parte biblioteca, y en parte taller. Había un montón de sillas modernas, de estilo sueco, un sofá, y una mesa pequeña; en un lado se veía un banco de taller con un torno metálico, un crisol eléctrico, una perforadora, herramientas en soportes fijados a las paredes; en otro una mesa de dibujo; en otro una pared colmada de estantes de libros que Sinescu acarició con curiosidad mientras pasaban por delante. Volúmenes encuadernados de informes, publicaciones técnicas, libros de consulta; no había nada de ficción, aparte de Fuego y Tormenta de George Stewart y El Mago de Oz, un ejemplar de gastadas tapas azules. Detrás de los estantes había una puerta de vidrio, y a través de ella se veía otra sala, con otro tipo de muebles: sillas tapizadas, una planta de tallo alto en un jarro de cerámica.
—Ahí está Sam —dijo Babcock.
En la otra habitación había aparecido un hombre. Los vio y se giró para llamar a alguien que ellos no podían ver; luego se acercó sonriendo. Era calvo y fornido, de piel muy bronceada. Detrás de él llegó corriendo una mujer pequeña y bonita. Siguió a su marido, dejando la puerta abierta. Ninguno de los dos llevaba máscara.
—Sam e Irma ocupan la habitación contigua —dijo Babcock—. Lo acompañan; alguien tiene que estar cerca. Sam es un viejo compañero suyo de la Fuerza Aérea y, además, tiene un brazo de lata.
El hombre fornido les estrechó la mano, sonriendo. Fue un apretón firme y cálido.
—¿Quiere adivinar cuál es?
Llevaba una camisa sport floreada. Ambos brazos eran bronceados, musculosos y velludos; pero cuando Sinescu miró con más atención, notó que el derecho era de un color un poco diferente, no del todo auténtico.
Turbado, dijo:
—Supongo que el izquierdo.
—No.
Con una sonrisa más ancha, el hombre fornido se subió la manga derecha para mostrar el sitio de unión.
—Uno de los productos laterales del proyecto —dijo Babcock—. Mioeléctrico, servocontrolado, pesa lo mismo que el otro. Sam, ¿esos terminaron ya el trabajo?
—Tal vez sí. Voy a ver. Querida, ¿podrías preparar un poco de café para los caballeros?
—Sí, por supuesto.
La mujer pequeña dio media vuelta y desapareció apresuradamente por la puerta de donde había venido.
La pared opuesta era de vidrio, tapada por una cortina blanca transparente. Los dos hombres giraron al llegar a la esquina de la habitación. El siguiente ambiente estaba repleto de artefactos electrónicos y médicos, algunos empotrados en las paredes, otros en muebles altos y negros montados sobre ruedas. Había cuatro hombres de túnicas blancas reunidos alrededor de algo que parecía la cama de un astronauta. Sinescu vio que en ella había alguien acostado: pies enfundados en zapatos mejicanos, de cuero entretejido, calcetines oscuros, pantalones flojos de color gris. Un murmullo de voces.
—Aún no terminaron —dijo Babcock—. Deben haber encontrado algo que no les gustó. Salgamos al patio un momento.
—Pensé que lo examinaban por la noche, cuando le cambian la sangre, etcétera…
—Sí, eso hacen —dijo Babcock—. Y también por la mañana. —Se volvió y abrió la pesada puerta de vidrio. Afuera, la azotea estaba pavimentada con piedras talladas, y cerrada por un dosel de plástico verde y paredes de vidrio coloreado. Aquí y allá se veían varias jardineras de cemento, vacías—. La idea era tener aquí un jardín, algo verde, pero él no quiso. Tuvimos que sacar todas las plantas, y poner las paredes de vidrio.
Sam acercó unas sillas metálicas alrededor de una mesa blanca, y se sentaron.
—¿Cómo está, Sam? —preguntó Babcock.
Sam sonrió y bajó la cabeza.
—De mal humor por la mañana.
—¿Habla mucho contigo? ¿Juega al ajedrez?
—No demasiado. Trabaja, principalmente. Lee algo, y ve un poco de televisión.
La sonrisa de Sam era forzada; tenía los dedos entrelazados, y Sinescu veía ahora que las puntas de los de una mano se habían oscurecido, y las de la otra no. Apartó la mirada.
—Usted viene de Washington, ¿no es así? —preguntó Sam cortésmente—. ¿Es la primera vez que está aquí? Un momento. —Se levantó de la silla. Detrás de la puerta de vidrio con cortina pasaban unas vagas figuras verticales—. Parece que terminaron. Si los caballeros tienen la amabilidad de esperar aquí un momento, mientras voy a ver.
Sam atravesó apresuradamente la azotea. Los otros dos hombres se quedaron en silencio. Babcock se había colocado la máscara; Sinescu se dio cuenta e hizo lo mismo.
—La mujer de Sam es un problema —dijo Babcock, inclinándose sobre la mesa—. Al principio nos pareció una buena idea, pero aquí está sola, no le gusta… no puede tener hijos…
La puerta se volvió a abrir y apareció Sam. Tenía una máscara puesta, pero la llevaba colgando debajo de la barbilla.
—Los caballeros, ¿tendrán la amabilidad de entrar ahora?
En la habitación, la mujer pequeña, que también llevaba una máscara colgando del cuello, servía café de una jarra de cerámica floreada. Sonreía alegremente, pero no parecía nada feliz. Frente a ella había alguien sentado, con una camisa gris y pantalones flojos, echado hacia atrás, las piernas estiradas, los brazos sobre los brazos del sillón, inmóvil. En su cara había algo que no andaba bien.
—Magnífico —dijo Sam con entusiasmo. Su mujer lo miró con una sonrisa agónica.
La figura alta se giró, y Sinescu vio con un helado sobresalto que tenía una cara plateada, una máscara de metal con ranuras oblongas en el sitio de los ojos, pero que carecía de nariz y boca.
—Proyecto —dijo una voz que no era humana.
Sinescu se dio cuenta de que se había inclinado sobre una silla. Se sentó. Todos lo miraban. La voz prosiguió.
—Dije si está aquí para desenchufar el proyecto.
Era una voz sin inflexiones, indiferente.
—Tome un café.
La mujer le acercó una taza.
Sinescu la iba a sujetar, pero le tembló la mano y la retiró.
—Es sólo una expedición informativa —dijo.
—Tonterías. Quién lo mandó. El senador Hinkel.
—Sí, eso es.
—No diga idioteces. Él mismo ha estado aquí; para qué lo habría de mandar. Si es que va a tirar del enchufe, tenga la amabilidad de avisarme.
La cara detrás de la máscara no se movió mientras hablaba, y la voz no parecía salir de ese sitio.
—Sólo está echando un vistazo, Jim —dijo Babcock.
—Doscientos millones por año —dijo la voz— para mantener a un hombre con vida. No tiene mucho sentido, no es así. Adelante, tome su café.
Sinescu se dio cuenta de que Sam y su mujer ya habían terminado de tomar los suyos y que habían subido sus máscaras. Tomó apresuradamente su taza.
—En mi caso, la invalidez total significa treinta mil por año. Me las podría arreglar fácilmente con eso. Casi hora y media.
—No hay intenciones de acabar con el proyecto —dijo Sinescu.
—Pero sí de aplazarlo. Lo llamaría usted aplazarlo.
—Modales, Jim —dijo Babcock.
—Está bien. Mi peor defecto. Qué quiere saber.
Sinescu tomó un sorbo de café. Todavía le temblaban las manos.
—La máscara que tiene puesta —comenzó.
—No es tema para conversación. Lo siento; no quiero ser descortés, pero es un problema personal. Pregúnteme algo… —Se levantó de un salto—. ¡Saquen esa maldita cosa de aquí! —gritó; su voz fue un trompetazo. La taza de la mujer de Sam se estrelló contra la mesa, salpicando café oscuro. En el centro de la alfombra había un perrito marrón, de ojos brillantes, con la lengua fuera, moviendo alegremente la cabeza.
La mesa se ladeó, y la mujer de Sam la sostuvo desde el otro lado. Tenía la cara enrojecida, y le empezaban a correr unas lágrimas. Levantó al perrito y, sin detenerse, salió apresuradamente de la habitación.
—Me voy con ella. Creo que es lo mejor —dijo Sam, levantándose.
—Adelante, Sam. Y tomaos los dos unas vacaciones. Llévala a Winnemucca a ver una película.
—Sí, me parece que haré eso mismo.
Sam desapareció detrás de la pared de la biblioteca.
La figura alta, moviéndose como un hombre, volvió a sentarse; se inclinó hacia atrás y puso los brazos sobre los brazos del sillón. Quedó inmóvil. Sobre la madera, las manos eran bien formadas, perfectas, pero irreales: había alguna cosa rara en las uñas. El pelo castaño y bien peinado, encima de la máscara, era una peluca; las orejas eran de cera. Nerviosamente, Sinescu se puso la máscara quirúrgica sobre la boca y la nariz.
—Me parece que yo también me voy —dijo, y se levantó.
—Muy bien, quiero llevarlo a Ingeniería, y a Investigación y Desarrollo —dijo Babcock—. Vuelvo en un minuto, Jim. Quiero hablar contigo.
—Bueno —dijo la figura inmóvil.
Babcock se había duchado, pero la transpiración le empezaba otra vez a empapar los sobacos de la camisa. El silencioso ascensor y la alfombra verde eran un poco borrosos. El aire frío, viciado. Siete años, sangre y dinero, quinientos hombres competentes. Departamentos de Psicología, Cosmética, Ingeniería, Investigación y Desarrollo, Medicina, Inmunología, Suministro, Serología, Administración. Las puertas de vidrio. El apartamento de Sam —que se había ido a Winnemucca con Irma— vacío. Psicología. Hombres competentes, pero, ¿serían los mejores? Tres de los mejores se habían negado. Lo habían enterrado en los archivos. No se trata de una simple amputación: a este hombre no le queda un soló miembro natural.
La figura alta no se había movido. Babcock se sentó. La máscara plateada le devolvió la mirada.
—Jim, vamos a ponernos de acuerdo.
—No andan bien las cosas, verdad.
—Claro que no. Lo dejé en su habitación con una botella. Lo volveré a ver antes de que se vaya, pero sólo Dios sabe qué dirá en Washington. Ahora quiero que me hagas un favor. Quítate esa cosa.
—Sí, por supuesto. —La mano subió, agarró el borde de la máscara plateada, y la apartó. Debajo había un rostro de color rosa tostado, nariz y labios bien formados, párpados, pestañas, no quizás hermoso pero normal. Sólo en los ojos había algo raro: las pupilas eran demasiado grandes. Y en los labios, que no se abrían ni se movían cuando hablaba—. Me puedo quitar cualquier cosa. ¿Y qué probamos con eso?
—Jim, el departamento de Cosmética empleó ocho meses y medio en ese modelo, y lo primero que haces es ponerle una máscara encima. Te hemos preguntado si había algún problema, te hemos ofrecido todos los cambios que quisieras.
—Sin comentarios.
—Hablaste de aplazar el proyecto. ¿Te pareció que estabas bromeando?
Una pausa.
—No era broma.
—Está bien, Jim. Entonces di algo. Quiero saber. No cerrarán el proyecto; te mantendrán con vida, pero eso es todo. Hay setecientas personas esperando en la lista de voluntarios, incluyendo a dos senadores de los Estados Unidos. Supongamos que mañana sacan a una de esas personas de un auto accidentado. No podemos esperar hasta ese momento para decidirnos; tenemos que saberlo ahora mismo. Tenemos que saber si lo dejamos morir o lo ponemos en un cuerpo protético como el tuyo. Así que dime algo.
—Supongamos que te digo algo, pero que no es la verdad.
—¿Por qué habrías de mentirme?
—Por qué se le miente a un paciente con cáncer.
—No te entiendo, Jim.
—Está bien, vamos a plantearlo de este otro modo. Me ves con aspecto de hombre.
—Claro que sí.
—Tonterías. Mira esta cara. —Tranquila y perfecta. Detrás de cada falso iris, un guiño metálico—. Supongamos que todos nuestros otros problemas estuviesen resueltos y que yo pudiese ir a Winnemucca mañana; me ves caminando por la calle… entrando en un bar… tomando un taxi.
—¿Eso es todo? —Babcock aspiró profundamente—. Jim, claro que hay una diferencia, pero después de todo es como cualquier otra prótesis; la gente se acostumbra. Como al brazo de Sam. Lo ves, pero después de un instante te olvidas, no lo notas.
—Tonterías. Haces como que no lo notas. Porque sería embarazoso para la persona inválida.
Babcock se miró los dedos entrelazados.
—¿Te tienes lástima?
—No digas eso —trompeteó la voz. La figura alta se había levantado. Las manos subieron lentamente, los puños cerrados—. Estoy dentro de esta cosa. Lo he estado durante dos años. Estoy cuando me voy a dormir, y lo sigo estando cuando me despierto.
Babcock lo miró.
—¿Qué quieres, movilidad facial? Danos veinte años, quizá sólo diez, y te lo conseguiremos.
—Quiero que cierren el departamento de Cosméticos.
—Pero eso es…
—Escucha. El primer modelo parecía el maniquí de un sastre, así que trabajaron ocho meses y salieron con este, que parece un cadáver. La idea de ustedes era que yo pareciese un hombre, el primer modelo bien, el segundo mejor, hasta conseguir algo que fumase cigarros e hiciese bromas con las mujeres y jugase a los bolos y nadie notase la diferencia. Ustedes no lo pueden hacer, y si pudieran para qué serviría.
—No… Déjame pensar. ¿Qué quieres decir? El metal…
—Sí, el metal. Pero dónde está la diferencia. Hablo de la forma. De la función. Espera un minuto. —La figura alta caminó atravesando la habitación, abrió un armario y volvió con unas hojas enrolladas de papel—. Mira esto.
El dibujo mostraba una caja oblonga de metal sobre cuatro patas articuladas. De uno de los extremos de la caja brotaba una pequeña cabeza con forma de hongo sostenida por un tallo articulado, y un grupo de brazos que terminaban en sondas, taladros, ganchos.
—Para la exploración lunar.
—Demasiados miembros —dijo Babcock, tras un instante—. ¿Tú cómo…?
—Con los nervios faciales. Todavía quedan muchos. O este. —Otro dibujo—. Un módulo enchufado en el sistema de control de una nave espacial. Ahí tendría que estar yo, en el espacio. Un medio ambiente estéril, baja gravedad, puedo ir a donde ningún hombre puede ir y hacer lo que ningún hombre puede hacer. Puedo encargarme de realizar algo positivo, y no ser una maldita carga de mil millones de dólares.
Babcock se frotó los ojos.
—¿Por qué no dijiste nada antes?
—Estaban todos obsesionados con el asunto de los miembros protéticos. Me habrían dicho que no me metiera en lo que no debía.
Las manos de Babcok temblaban mientras enrollaban los dibujos.
—Bueno, quizá salga algo de todo esto. Quizá. —Se levantó y fue hacia la puerta—. No te desa… —Se aclaró la garganta—. Quiero decir que no pierdas la esperanza, Jim.
—No lo haré.
Al quedar solo, se puso otra vez la máscara, y durante un momento no se movió, los ojos cerrados. Adentro, todo era limpio y fresco; sentía el zumbido de las bombas, el chasquido de las válvulas y los relés. Le habían dado eso: le habían quitado toda la bazofia, y habían puesto en su lugar una maquinaria que no sangraba, no sudaba ni supuraba. Pensó en la mentira que le había dicho a Babcock. Por qué se le miente a un paciente con cáncer. Pero ellos nunca se darían cuenta, nunca entenderían.
Se sentó en la mesa de dibujo, aseguró encima una hoja de papel, y con un lápiz comenzó a copiar el diseño del explorador lunar. Cuando hubo terminado el explorador en sí, comenzó a dibujar el fondo de cráteres. El lápiz se movió cada vez más despacio hasta detenerse; lo dejó sobre la mesa con un chasquido.
No tenía cápsulas suprarrenales que le bombeasen adrenalina en la sangre, así que no sentía miedo ni rabia. Lo habían liberado de todo eso —amor, odio, la sucia mezcla de impulsos—, pero habían olvidado que existía una emoción que él todavía podía sentir.
Sinescu, con las cerdas negras de la barba que le brotaban a través de la piel grasienta. Un grano de punta blanca, maduro, en el pliegue al lado de la nariz.
Paisaje lunar, limpio y frío. Recogió otra vez el lápiz.
Babcock, con la nariz rosada y ancha, brillando de grasa, costras de materia blanca en los bordes de los ojos. Restos
de comida entre los dientes.
La mujer de Sam, con pasta de color frambuesa en la boca. La cara manchada de lágrimas, una burbuja brillante en una ventana de la nariz. Y el maldito perro, nariz lustrosa, ojos húmedos…
Volvió la cabeza. El perro estaba allí, sentado en la alfombra, lengua húmeda y roja afuera, volvieron a dejar la puerta abierta, moviendo la cola. Agarró la regla T metálica, se echó hacia atrás, moviéndola como un hacha, y cuando el metal cortó el hueso el perro lanzó un gañido; ojo que echaba sangre, retorciéndose sobre el lomo, mancha oscura de orina en la alfombra, y lo golpeó otra vez, y otra vez.
El cuerpo quedó torcido sobre la alfombra, sucio de sangre, labios rotos que mostraban dientes. Limpió la regla T con una toalla de papel, luego la restregó en el fregadero de la cocina con jabón y lana de acero, la secó y la colgó. Sacó una hoja de papel de dibujar, la puso en el suelo, hizo rodar el cuerpo hasta colocarlo encima sin derramar una gota de sangre en la alfombra. Levantó el cuerpo en el papel, lo llevó al patio y de allí a la sección sin techar, abriendo las puertas con el hombro. Miró por encima del muro. Dos pisos más abajo, techo de cemento, respiraderos, nadie miraba. Estiró los brazos, dejó que el perro se deslizase fuera del papel, girando mientras caía. Chocó contra uno de los respiraderos, rebotó, una mancha roja. Volvió adentro con el papel, vertió la sangre en el sumidero, luego echó el papel en el incinerador.
Había salpicaduras de sangre en la alfombra, las patas de la mesa de dibujo, el armario, las perneras del pantalón. Las limpió con toallas de papel y agua caliente. Se sacó todas las ropas, las examinó cuidadosamente, las restregó en el fregadero, luego las puso en la máquina de lavar. Lavó el fregadero, se frotó de arriba abajo con desinfectante, y se volvió a vestir. Entró en el silencioso apartamento de Sam, y cerró la puerta. Pasó junto a la planta de la maceta, el cuadro rojo y amarillo de la pared, entre los muebles acolchados, salió al techo, dejando la puerta abierta. Luego volvió por el patio, cerrando puertas.
Una pena. Que tal quedarían ahora unos pececitos de colores.
Se sentó en la mesa de dibujo. Adentro todo funcionaba limpia y fríamente. Le volvió a la mente el sueño de esa mañana, el último, cuando ya estaba tratando de despertar: riñones resbaladizos pulmones grises reventados sangre y pelo cuerdas de tripas cubiertas por grasa amarilla que salía y corría oh dios el hedor como el aliento de la boca de una cloaca ningún sonido en ninguna parte y trató de pintar una raya amarilla en el resbaladizo del estercoagujero y
Comenzó a pasar a tinta el dibujo, primero con una pluma fina de acero, luego con un pincel de nylon. Su tacón resbaló y caía no podía parar caía en una viscosa y abultada blandura más alta que su barbilla más alta y no se podía mover paralizado y quiso gritar quiso gritar quiso gritar
El explorador subía por la pendiente de un cráter con los miembros de manipulación recogidos, la cabeza ladeada hacia arriba. Más allá, el distante muro anular del horizonte, el cielo negro, las estrellas como puntas de alfileres. Y él estaba allí, pero la distancia todavía no era suficiente, porque la Tierra colgaba allá arriba como una fruta podrida, cubierta de moho azul, arrugada, hormigueante, purulenta y viva.