Soplaba una brisa fuerte que le hacía flamear los pantalones de seda blanca como si fueran banderas y le desordenaba el pelo. Abajo, a setecientos metros de las colgantes puntas de los zapatos, veía cómo se extendía el verde oleaje de las montañas. El palacio no era sino un bloque de marfil hueco, tan pequeño que podía ser aplastado entre el pulgar y el índice. Cerró los ojos, se embriagó con el aire, sintiendo cómo la vida le palpitaba en todo el cuerpo.
Bostezó, y se estiró con placer. Era bueno subir hasta aquí a veces, alejarse de todo ese mármol y ese terciopelo rojo, de las fuentes, de las muchachas con sus pantalones transparentes… Había algo en esta sensación de flotar, esta soledad, esta paz.
—Perdón, señor —se disculpó una voz de insecto.
Abrió los ojos y miró alrededor. Allí estaba, lo que él llamaba el «bicho mayordomo», un delgado cuerpo de ocho centímetros, un rostro mitad humano, mitad de insecto, moviendo las alas invisibles con todas sus fuerzas para mantenerse en un mismo lugar.
—Llegas temprano —dijo.
—No, señor. Es la hora de su terapia.
—Es todo lo que sabes decirme… la hora de su terapia.
—Le hace bien, señor.
—Bueno, sin duda tienes razón.
—Estoy seguro, señor.
—De acuerdo. Piérdete de vista.
La criatura le hizo una mueca, luego viró en el viento hasta convertirse en una pequeña mancha de luz. Gary Mitchell vio como desaparecía en el verde escenario soleado.
Luego se inclinó perezosamente en el aire, cerró los ojos, y esperó el cambio.
Sabía exactamente cuándo iba a ocurrir.
—Bing —dijo con voz desganada, y sintió que el mundo se contraía súbitamente a su alrededor. Ya no había viento, ni montañas ni cielo, Respiró una atmósfera menos vital.
Hasta la oscuridad que había debajo de los párpados tenía otro color.
Se movió con cautela, palpando el blanco diván que tenía debajo del cuerpo. Abrió los ojos. Era el cuarto de siempre, tan pequeño y extraño que lo hizo resoplar divertido. Siempre igual, no importaba con qué frecuencia regresara a él.
Le pareció tan gracioso que se revolcó en el diván, cerrando nuevamente los ojos, estremecido por silenciosas carcajadas.
Tras un minuto se echó de espaldas, vació los pulmones con un gruñido, y luego aspiró profundamente. Se sentía bien, aunque el cuerpo le dolía un poco. Se sentó y miró con afecto el dorso de las manos. ¡Las manos de siempre!
Bostezó con fuerza suficiente como para desgarrarse el cartílago de la mandíbula, luego sonrió y, con un suspiro, salió del semiovoide y cóncavo diván. Se quitó el casco que tenía en la cabeza, arrancándolo de los diminutos enchufes plásticos del cráneo. Lo dejó caer, y quedó allí colgando del extremo del cable. Luego se desconectó los instrumentos monitores del pecho, se quitó el resto del equipo, y atravesó desnudo la habitación.
El reloj maestro del panel de control emitió un chasquiclo, y Mitchell oyó el siseo del agua en el cuarto de baño.
—¿Y si no quisiera ducharme? —le preguntó al reloj.
Pero quería; todo según la rutina.
Se acarició la barba. Quizá debiese inventar un aparato que lo afeitase mientras tenía el equipo puesto. Una caja instalada en la parte inferior de la cara, con un mecanismo que regulara la presión… Pero tal vez no valiese la pena meterse en tantas complicaciones.
Se miró al espejo, y vio en sus ojos un asomo de ironía.
¡Los pensamientos de siempre! Sacó la navaja y empezó a afeitarse.
Cuando salió del baño el reloj emitió otro chasquido, y una bandeja se deslizó, mediante el transportador, hasta la mesa del desayuno. Huevos revueltos, tocino, jugo de naranja, café. Mitchell fue hasta el armario, sacó unos pantalones y una camisa azul pálido, se vistió, y luego se sentó a comer sin ninguna prisa. La comida era nutritiva; eso era todo lo que uno podía decir.
Cuando terminó de comer, encendió un cigarrillo y se quedó con los ojos entrecerrados, dejando que el humo le brotara de la nariz en dos columnas. Unas vagas imágenes pasaron por su mente, pero no intentó atraparlas.
El cigarrillo se había consumido. Suspiró, lo apagó. Mientras caminaba hacia la puerta le pareció que el diván y el panel de control lo miraban con reproche. Había un aire de patético abandono en esa ovoide concavidad, en los alambres dispersos.
—Esta noche —prometió. Abrió la puerta y salió.
El sol, pálido y amarillento, se reflejaba en el gran ventanal que miraba al East River. En el tiesto de cerámica el filodendro había dado otra hoja. En la pared opuesta a la ventana colgaba, al revés, un enorme cuadro abstracto de Pollock. Mitchell lo miró con una sonrisa irónica.
Sobre un lado del largo escritorio de caoba había una pila de informes, en sus cubiertas de plástico naranja, y sobre el otro una pila de cartas. En el centro, sobre el secante verde, había un trozo de madera de pino y una navaja abierta.
La luz roja del intercomunicador guiñaba con insistencia.
Mitchell se sentó y la miró un instante, luego apretó el botón.
—¿Sí, señorita, Curtis?
—El señor Price quiere saber cuándo puede hablar con usted. ¿Le digo que pase?
—Está bien.
Mitchell tomó el primer informe de la pila, ojeó los bosquejos y diagramas, y lo devolvió a su sitio. Hizo girar la silla, se reclinó, y miró con ojos somnolientos el soleado paisaje. Por el río avanzaba lentamente un remolcador, lanzando volutas de humo amarillo pálido. Del lado de Jersey, las unidades habitacionales se erguían como edificios de juguete; el sol destellaba en las diminutas hileras de ventanas.
Llamaba la atención ver eso allí todavía, creciendo; en el otro lado él había arrasado todo hacía años, cubriéndolo con una selva. Ahora tenía un aspecto extraño, como el de una foto vieja y amarillenta. Era un poco perturbador: volver de este modo era siempre como regresar al pasado. La débil sensación de que algo andaba mal…
Sintió un chasquido en la puerta y se volvió; allí estaba Jim Price, con la mano sobre el picaporte. Mitchell sonrió, saludó con la mano.
—¿Qué tal? Me alegra verte. ¿Los mataste a todos en Washington?
—No exactamente.
Price entró a grandes zancadas, se dobló sobre una silla, y unió los largos dedos.
—Lástima. ¿Cómo anda Marge?
—Bien. Anoche no la vi, pero vino esta mañana. Me pidió que te pidiera…
—¿Los chicos bien?
—Claro.
Price apretó los finos labios; aquellos ojos castaños miraron fijamente a Mitchell. Aún parecía tener veinte años; en realidad, no había cambiado desde los días en que MitchellPrice, Inc., no era sino una idea y una trastienda de Westbury. Sólo habían cambiado las ropas: el traje de doscientos dólares, la corbata perfectamente anudada. Y las uñas: alguna vez habían estado roídas hasta la carne, y ahora eran cuidadas y brillantes.
—Mitch, vayamos al grano. ¿Cómo anda ese aparato de sondeo de profundidad?
—Tengo el informe de Stevenson sobre el escritorio… aún no lo leí.
Price parpadeó, meneó la cabeza.
—¿Te das cuenta de que hace treinta y seis meses que estamos con ese proyecto?
—Hay tiempo —dijo desganadamente Mitchell—. Buscó la navaja y el trozo de madera.
—Hace quince años no hablabas de ese modo.
—Entonces era ansioso como un roedor —dijo Mitchell.
Hizo girar la madera con las manos, palpando las zonas ásperas en la parte sin pulir. Clavó la hoja en un borde y cortó una primera lámina, sensual y rizada.
—Mitch, caramba, me preocupas… Has cambiado mucho en los últimos años. El negocio se te escapa de las manos.
—¿Acaso no hay ganancias?
Mitchell acarició con el pulgar la superficie cortada, volviéndose para mirar por la ventana. Sería divertido, pensó distraídamente, flotar en ese cielo azul y resplandeciente, sobre las cimas de los edificios de juguete, y más lejos, sobre el océano…
—Claro que hacemos dinero —dijo con impaciencia la fina voz de Price—. Con el mentógrafo y la máquina del azar y una o dos cosas más. Pero hace cinco años que no colocamos nada nuevo en el mercado, Mitch. ¿Acaso se supone que sólo debemos cubrir los gastos? ¿Es eso todo lo que quieres?
Mitchell se volvió hacia su socio.
—Querido Jim —le dijo con afecto—, ¿cuándo te vas a tranquilizar un poco?
Se abrió la puerta y entró una muchacha morena, Lois Bainbridge, la secretaria de Price.
—Señor Price, lamento interrumpirlo, pero Dolly no podía comunicarse con usted.
Price miró a Mitchell.
—¿Te equivocaste otra vez de botón?
Mitchell miró el intercomunicador cor cierta sorpresa.
—Supongo que sí.
—De todos modos —dijo la muchacha—, el señor Diedrlch está aquí, y usted me dijo que en cuanto…
—Maldita sea —dijo Price, incorporándose—. ¿Dónde está, en recepción?
—No, el señor Thorwald lo llevó al Laboratorio Uno. Vienen con él su abogado y su médico.
—Ya sé —murmuró Price, hurgando nerviosamente en los bolsillos—. ¿Dónde puse esas malditas…? Oh, aquí.
Sacó unas notas garabateadas a lápiz sobre tarjetas de archivo.
—Muy bien, Lois. Llámelos por teléfono y dígales que voy para allá.
—Sí, señor Price.
Lois se retiró con una sonrisa. Mitchell la siguió con su mirada tranquila. No era una muchacha fea. Recordó que hacía tres o cuatro años la había llevado al otro lado, pero, por supuesto, desde entonces había cambiado: cintura más delgada, busto más firme… Bostezó.
—¿Quieres venir? —preguntó Price bruscamente.
—¿Quieres que vaya?
—No sé, Mitch… ¿te interesa?
—Sí, claro —dijo Mitchell, levantándose y echando el brazo sobre el hombro de Price—. Vamos.
Caminaron juntos por el atareado corredor.
—Oye —dijo Price—, ¿cuánto hace que no cenas fuera?
—No sé. Uno o dos meses.
—Bueno, ven esta noche. Marge me dijo que te invitara.
Mitchell vaciló, luego asintió.
—De acuerdo, Jim. Gracias.
El Laboratorio Uno era la cabina de exposición, revestida de cedro, llena de plantas en macetas, con el diván ovoide del mentógrafo en un sitio destacado: parecía un ataúd en un depósito de cadáveres. Media docena de grandes placas transparentes iluminaban la mesa que había detrás del diván, a un lado del panel de control.
Los hombres que estaban allí se volvieron al verlos entrar. Mitchell reconoció a Diedrich en el acto: un hombre corpulento, rubio, de tez rosada, de poco más de cuarenta años. Aquellos helados ojos azules lo miraron con atención.
Mitchell, con un sobresalto, advirtió que el hombre era aún más imponente e hipnótico de lo que parecía en televisión.
Thorwald, el jefe de laboratorio, los presentó, mientras técnicos de chaqueta blanca se atareaban allá atrás.
—El Reverendo Diedrich, el señor Edmonds, su abogado, y por supuesto que todos conocen al doctor Taubman, al menos por su reputación.
Se dieron la mano. Diedrich dijo:
—Espero que ustedes comprendan bajo qué condiciones estoy aquí. No me interesa ninguna situación comprometedora. —Sus ojos pálidos miraron con firmeza e intensidad—. Sus hombres me dijeron que podría atacar el mentógrafo con más eficacia después de haberlo experimentado. Si nada me hace cambiar de idea, eso es precisamente lo que me propongo hacer.
—Sí, lo comprendemos, por supuesto, señor Diedrich —dijo Price—. No lo aceptaríamos de otro modo.
Diedrich miró a Mitchell con curiosidad.
—¿Usted es el inventor de esta máquina?
Mitchell asintió.
—Hace mucho tiempo.
—Y bien, ¿qué piensa usted de los efectos que ha producido en el mundo?
—Me gustan.
El rostro de Diedrich perdió toda expresión; miró hacia otro lado.
—Le estaba mostrando al señor Diedrich estas proyecciones de mentógrafo —dijo apresuradamente Thorwald, señalando las placas transparentes. Dos eran paisajes, imágenes insólitas, con una profusión de naranjos y de hierba marrón; una era una escena urbana, y la cuarta mostraba una colina con tres cruces de madera recortadas contra el cielo.
—Estos —aclaró Thorwald— los hizo Dan Shelton, el pintor. Está muy entusiasmado con el asunto.
—¿De veras pueden fotografiar lo que pasa por la mente del sujeto? —preguntó Edmonds, enarcando sus oscuras cejas—. Eso no lo sabía.
—Es una novedad —respondió Price—. Esperamos que salga al mercado en setiembre.
—Pues bien, caballeros. Si están preparados… —dijo Thorwald.
Diedrich pareció darse ánimos.
—Muy bien. ¿Qué hago? ¿Me quito la chaqueta?
—No, simplemente tiéndase aquí —respondió Thorwald, señalándole la estrecha mesa de operaciones—. Aflójese la corbata si quiere estar más cómodo.
Diedrich se subió a la mesa, con gesto obstinado. Una muchacha se le acercó por detrás con un objeto en forma de canasta hecho de piezas de metal curvas entrecruzadas. La ajustó con suavidad al cráneo de Diedrich, apretando los tornillos hasta donde fue necesario. Tomó cuidadosas medidas, ajustó nuevamente el casco.
Taubman observaba estas operaciones por encima del hombro de la mujer. En las raíces del pelo de Diedrich aparecieron ocho diminutas manchas purpúreas.
—Esto no es más que un teñido inofensivo, doctor —dijo Thorwald—. Lo hacemos para establecer los sitios de los electrodos.
—Sí, de acuerdo —dijo Taubman—. ¿Y ustedes me aseguran que ninguno de ellos afecta el centro del placer?
—No, definitivamente. Usted sabe que eso está penado por la ley, doctor.
La muchacha estaba allí otra vez. Con unas pequeñas tijeras recortó mechones de pelo de las zonas marcadas con púrpura. Aplicó crema y luego, con una navaja aún más pequeña, afeitó esos sitios. Diedrich no se movía; parpadeó al sentir el contacto de la crema fría, pero no acusó otro cambio de expresión.
—Eso ya está —dijo Thorwald—. Ahora, Reverendo Diedrich, si usted se sienta aquí…
Diedrich se levantó y caminó hasta la silla que Thorwald le indicaba. Sobre ella pendía una reluciente canasta metálica, una versión más compleja y temible del casco empleado por la muchacha.
—Un momento —dijo Taubman. Se acercó a examinar el mecanismo. Él y Thorwald intercambiaron opiniones en voz baja. Taubman asintió y retrocedió. Diedrich tomó asiento.
—Esta es la única parte molesta —dijo Thorwald—. Pero de veras que no hay ningún riesgo. Ahora ponga la cabeza en esta abrazadera.
La cara de Diedrich estaba pálida. Miró hacia adelante mientras la muchacha le ajustaba la abrazadera acolchada y luego bajaba el instrumento con forma de canasta. De pie sobre un estrado que había detrás de la silla, el mismo Thorwald ajustó cuidadosamente ocho cilindros metálicos, centrando cada uno de ellos sobre una zona purpúrea y afeitada de la cabeza de Diedrich.
—Será como un pinchazo —le anunció Thorwald.
Apretó un botón. Diedrich dio un respingo.
—Ahora dígame qué sensaciones tiene —dijo Thorwald, volviéndose a un panel de control.
Diedrich parpadeó.
—Vi un relámpago —dijo.
—De acuerdo, ¿y qué es esto?
—Un ruido.
—Sí, ¿y ahora?
Diedrich parecía sorprendido; movió la boca un momento.
—Algo dulce —dijo.
—Muy bien. ¿Qué siente ahora?
Diedrich se sobresaltó.
—Sentí que algo me rozaba la piel.
—De acuerdo. ¿Qué más?
—¡Puaf! —dijo Diedrich, apartando la cara—. Un olor insoportable.
—Lo siento. ¿Y ahora?
—Sentí calor un momento.
—Muy bien. ¿Ahora?
La pierna derecha de Diedrich se movió espasmódicamente.
—Sentí como si la tuviera doblada debajo del cuerpo —dijo.
—Magnífico. Una más.
Diedrich se puso repentinamente rígido.
—Sentí… no sé cómo describirlo. Me sentí satisfecho.
Sus fríos ojos fueron de Mitchell a Thorvrald. Tenía la mandíbula dura.
—¡Perfecto! —dijo Thorvrald, bajando de la plataforma.
Sonreía de placer. Mitchell miró a Price, y vio que se estaba secando las manos con un pañuelo.
Los cilindros se retiraron; la muchacha desconectó el casco.
—Es todo —dijo Thorwald cordialmente—. Puede usted bajar.
Diedrich bajó de la plataforma con la mandíbula aún endurecida. Se palpó con una mano el cráneo.
—Discúlpeme —dijo Taubman. Separó el pelo de Diedrich con los dedos y observó el pequeño botón gris de plástico, casi unido al cuero cabelludo, que había cubierto uno de los puntos de color púrpura.
Mitchell se acercó a Price.
—A nuestro amigo no le gustó ese salto en el número ocho —murmuró—. Ten cuidado, muchacho.
—Ya sé —respondió Price en voz baja. Thorwald y las ayudantes, mientras tanto, habían sentado a Diedrich en otra silla, y le habían puesto el gorro en la cabeza. Una de las muchachas comenzó a mostrarle grandes láminas de cartón de colores, mientras un joven pálido de grandes orejas leía diales y apretaba teclas en la consola de control.
—Te has arriesgado mucho —decía Mitchell—. Sabes que si lo enfurecemos, puede realmente arruinarnos. ¿Cómo te sentiste tan audaz?
Price frunció el ceño, inquieto.
—No me des aún por muerto —murmuró.
Una de las muchachas pasaba frascos de perfume bajo la nariz de Diedrich, uno tras otro.
—¿Tienes algún as en la manga? —preguntó Mitchell; pero ya había perdido todo interés, de modo que no escuchó la respuesta de Price. Las muchachas hacían caminar a Diedrich de un lado a otro, lo hacían inclinarse, alzar los brazos, volver la cabeza. Cuando al fin lo dejaron sentarse una vez más, su rostro estaba levemente sonrojado. Mitchell pensaba que acaso pudiera usar a Driedich en el otro lado, hacer de él un caballero teutónico, noble, carente de humor e implacable. O reducirlo a la mitad de su tamaño… Eso sería gracioso.
—Esta vez no intentaremos calibrar las respuestas emocionales, señor Diedrich —decía Thorwald—. Es mucho más difícil y complicado… Lleva mucho tiempo. Pero usted cuenta aquí con suficientes elementos como para hacerse una idea de cómo es el aparato.
Diedrich alzó una mano para tocar el gorro que tenía en la cabeza; del centro de ese gorro salía una profusión de cables.
—De acuerdo —dijo oscuramente—. Adelante.
Thorwald parecía un poco preocupado. Hizo un ademán hacia el técnico de la consola.
—Posición uno, Jerry. —Y volviéndose a Diedrich—: Cierre los ojos, por favor, y deje que sus manos se relajen.
El hombre de la consola tocó un botón. Una expresión de sorpresa cruzó el rostro de Diedrich. Su mano derecha se movió espasmódicamente, luego quedó inerte. Un momento más tarde volvió la cabeza a un lado. Sus mandíbulas se movieron con lentitud, como si estuvieran mascando algo.
Luego abrió los ojos.
—Asombroso —dijo—. Una banana… la pelé y luego comí un trozo. Pero… no eran mis manos.
—Sí, por supuesto… ésa era una grabación hecha por otro sujeto. Sin embargo, cuando usted aprenda a manejar los otros circuitos, señor Diedrich, podrá pasar de nuevo por esa experiencia y cambiarla hasta que sean sus propias manos… o introducir cualquier cambio que desee.
La expresión de Diedrich revelaba un moderado disgusto.
—Entiendo —dijo.
Mitchell, mientras lo observaba, pensó: Va a volver a casa y escribir un discurso que nos hará saltar por los aires.
—Verá a qué me refiero dentro de un momento —estaba diciendo Thorwald—. Esta vez no habrá grabación primaria… usted lo hará todo. Recuéstese, cierre los ojos, e imagine algún cuadro, alguna escena…
Diedrich, impaciente, acarició el reloj.
—¿Es decir que usted quiere que yo haga una imagen como ésas? —y señaló con un gesto las placas que decoraban la pared.
—No, no, nada de eso. No se lo proyectaremos; sólo usted verá qué es. Visualice una escena, simplemente, y si le parece vaga o desproporcionada, siga cambiándola y añadiéndole cosas… Adelante, pruebe.
Diedrich se recostó, cerró los ojos. Thorwald le hizo una seña al hombre de la consola.
Price se apartó bruscamente de Mitchell y se acercó a la silla.
—Aquí hay algo que puede ayudarlo, señor Diedrich —dijo, inclinándose sobre él; miró las notas que tenía en la mano y leyó en voz alta—: Cuando era la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la Tierra, y hasta la hora novena. Y el sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por la mitad.
Diedrich frunció el ceño; luego su rostro se relajó. Hubo un prolongado silencio. Diedrich comenzó otra vez a fruncir el ceño. Después de un rato, sus manos se movieron espasmódicamente sobre los brazos de la silla. Los músculos de su mandíbula perdieron toda firmeza; su barbilla se aflojó.
Luego separó los labios y comenzó a respirar agitadamente.
Taubman, con expresión preocupada, se adelantó e intentó tomarle el pulso, pero Diedrich le apartó la mano de un golpe. Taubman miró a Price, que agitó la cabeza y se llevó un dedo a los labios.
La cara de Diedrich se había transformado en una máscara de dolor. Debajo de los párpados cerrados se le habían formado unas gotitas de transpiración, que ya empezaban a correrle por las mejillas. Observándolo con atención, Price hizo un gesto hacia Thorwald, que se giró hacia la consola y ordenó con un ademán que cortasen.
Los ojos de Diedrich se abrieron lentamente, llenos de lágrimas.
—¿Qué fue, señor Diedrich? —preguntó Edmonds, inclinándose hacia él—. ¿Qué pasó?
La voz de Diedrich era débil y ronca.
—Vi… vi…
Su cara se distorsionó, y se echó a llorar. Se encogió dolorosamente sobre sí mismo, las manos apretadas con tal fuerza que se le cubrieron de manchas rojas y amarillas.
Price dio media vuelta y tomó a Mitchell del brazo.
—Salgamos de aquí —murmuró. En el corredor, se puso a silbar.
—Te crees muy listo, ¿verdad? —dijo Mitchell.
Price lo miró con una sonrisa de niño travieso.
—Sé que lo soy —contestó.
Eran cuatro en la cena: Price y su mujer, una bonita pelirroja; y Mitchell y una muchacha que él no conocía. Se llamaba Eileen Novotny; era delgada, de ojos grises, tranquila. Estaba divorciada, y tenía una hija pequeña; eso fue lo que Mitchell entendió.
Después de la cena jugaron una partida de bridge. Eileen era buena jugadora, mejor que Mitchell; pero el par de veces que él se equivocó ella se limitó a mirarlo con irónica conmiseración. No era de mucho hablar; tenía una voz suave y bien modulada, y Mitchell descubrió que le interesaba esa voz.
Cuando terminó la partida, Eileen se levantó.
—Me alegro de haberte conocido, Mitch —dijo, y le ofreció, por un instante, su cálida mano—. Gracias por esta cena encantadora y esta noche maravillosa —le dijo a Marge Price.
—¿Ya te vas?
—Temo que sí… Mi niñera sólo puede quedarse hasta las nueve, y tardaré por lo menos una hora en llegar a Washington Heights.
Se detuvo en la puerta, y se giró para mirar a Mitchell.
Mitchell imaginó lo que podía suceder con esa muchacha: los largos paseos, los restaurantes íntimos, las manos enlazadas, el primer beso… Price y su mujer lo miraron con expectación.
—Buenas noches, Eileen —dijo.
En cuanto Eileen se fue, Marge trajo unas cervezas y se retiró. Price se acomodó en un sillón y encendió una pipa.
Mirando de soslayo a Mitchell, dijo:
—Podías haber llevado a esa muchacha hasta su casa.
—¿Y empezar todo de nuevo? No, gracias; ya pasé por eso.
Price apagó el fósforo y lo dejó caer en un cenicero.
—Bueno, es tu vida.
—Eso es lo que siempre pensé.
Price se movió en la silla, incómodo.
—De modo que soy un casamentero —dijo, frunciendo el ceño—. Caramba, no me gusta ver lo que te pasa. Estás más tiempo bajo ese aparato que fuera de él. No es saludable, no te hace bien.
Mitchell sonrió y le tendió una mano.
—¿Echamos un pulso?
Price se sonrojó.
—Está bien, está bien. Sé que vas al gimnasio todas las semanas; físicamente te mantienes en forma. No es a eso a lo que me refiero, y lo sabes muy bien.
Mitchell bebió un largo trago de su lata de cerveza. Era una cerveza demasiado liviana para su gusto, pero al menos estaba helada, y era bueno sentirla en la garganta. ¿Qué tal sería una cerveza verde para el día de San Patricio? Con un poco de gusto a menta… sólo un poco…
—Di algo —lo alentó Price.
Los ojos de Mitchell lo miraron, concentrándose lentamente.
—Hmmm. ¿Crees que ahora Diedrich dejará de molestarnos?
Price puso mala cara.
—Cambia de tema. Sí, pienso que Diedrich dejará de molestarnos. Le mandaremos un equipo completo: diván, panel de control, biblioteca de cristales. Lo va a aceptar. Lo hemos atrapado.
—¿Una treta sucia? —sugirió Mitchell.
—No, creo que no.
—Pusiste esa imagen de las tres cruces, ¿no? Y luego, sólo para asegurarte, te acercaste a leerle un párrafo de la escena de la crucifixión en San Mateo. Muy astuto.
—San Lucas —corrigió Price—. Sí, muy astuto.
—Dime una cosa. Sólo por casualidad… ¿Cuánto hace que no usas el aparato?
Price se miró las manos, apretó la pipa.
—Cuatro años —dijo.
—¿Por qué?
—No me gusta lo que me hace.
Puso la mano libre sobre la que sostenía la pipa; sus nudillos crujieron, uno tras otro.
—Te hizo ganar veinte millones —dijo amablemente Mitchell.
—Sabes que no me refiero a eso —dijo Price, separando las manos e inclinándose hacia adelante—. Escúchame, el Pentágono rescindió ese contrato por cuarenta mil cristales de entrenamiento. Decidieron que tampoco les gusta lo que el aparato le hace a la gente.
—Así no se transforman en ansiosos roedores —dijo Mitchell—. Lo lamento por el Pentágono.
—Y el contrato… ¿eso también lo lamentas?
—¿Sabes, James? No te entiendo —dijo Mitchell—. Primero dices que el mentógrafo es peor que el hashish, la heroína, el alcohol y el adulterio, todo junto. Luego te quejas porque no vendes más. ¿Cómo explicas eso?
Price no sonrió.
—Digamos que me preocupo. Sabes que siempre hablo de retirarme. Es posible que lo haga algún día, pero mientras tanto soy responsable ante la corporación, y haré las cosas lo mejor que pueda. Esos son negocios. Cuando me preocupo por ti, eso es amistad.
—Lo sé.
—A veces también me preocupo por todos los demás —dijo Price—. ¿Qué pasará cuando cada uno tenga su mundo de sueños privado? ¿Qué pasará entonces con el viejo espíritu colonial?
Mitchell resopló.
—¿Leíste algo de la época colonial? Yo hace unos años hice una investigación. Solían beber una horrible mezcla llamada flip, hecha con ron y sidra fermentada; le arrojaban dentro un atizador caliente para que hiciera espuma. Uno distinguía a los borrachos con sólo ver quién tenía un huerto de manzanos.
Price retiró los pies de la banqueta, apoyó los codos sobre las rodillas.
—Está bien, pero ¿y esto? Lo conseguiste, ¿no? Puedes pasarte la mitad de la vida en un mundo donde todo es como tú quieres. No necesitas a esa dulce muchacha que estaba aquí hace media hora… Tienes veinte mejores que ella, y disponibles a cualquier hora. Entonces, ¿para qué casarte y tener una familia? Dime esto nada más: ¿qué pasará con el mundo si los hombres más brillantes dejan de hacer niños? ¿Qué pasará con la próxima generación?
—También tengo una respuesta.
—¿Cuál es?
Mitchell alzó la lata de cerveza, en un brindis, y miró a Price por encima del borde metálico.
—Que se vayan al diablo —dijo.