MARY

Treinta hermanas, idénticas entre sí, estaban sentadas ante sus telares en el patio sobre la Galería de las Tejedoras. En la fresca sombra, sus vestidos blancos susurraban como un arrullo de palomas, y sus voces oscilaban entre el murmullo y el chillido. Sobre el patio había un dosel de vidrio verde, a través del cual el sol parecía nadar como un pez verde y dorado: pero por encima de los tejados se podía ver al azul profundo del cielo, e incluso, en uno o dos lugares, el pálido y brusco resplandor del mar.

Las hermanas tenían tez de marfil, brazos fuertes y espaldas rectas; sus negras cejas se enarcaban sobre ojos rutilantes. Gordas algunas, delgadas las otras, a todas las identificaba una misma sonrisa —que les dibujaba un surco en las mejillas—, los mismos gestos —cuando echaban hacia atrás el terso pelo, al reírse—, y cada una se veía en las demás como en un espejo.

Sólo Mary, la más joven, era distinta. Aunque compartía los rasgos del clan, era tan delgada y seria que parecía una extraña. La habían hecho nacer para reemplazar a Anna-uno, que hacía dieciséis primaveras se había caído del mirador y se había roto el pescuezo. Según algunas personas habían actuado con precipitación: Mary había nacido de un mal huevo, y jamás debería haber crecido. Lo cierto era que Mary tenía en sus genes ciertas características de melancolía e inadaptabilidad, heredadas por accidente; pero los Ancianos, que después de todo eran los más sabios, habían decidido ofrecerle las mismas oportunidades que a cualquiera. Pues en la isla flotante de Iliria, todos sabían que el objeto de la vida era la felicidad: privar a alguien de la vida era, por lo tanto, una ignominia.

Desde su telar, en el extremo del patio, Vivana gritó:

—¡Dicen que ayer vino un nuevo Pescador del continente! —Era la mayor de las treinta, una mujer rústica y bondadosa, que se reía con estrépito—. Si es buen mozo, me quedo con él, y ustedes pueden probar suerte con mi Tino. Rose, ¿qué te parece? Tino sería un buen hombre para ti.

Su telar zumbaba, y de él salían profusos y oscuros pliegues de liasa, una fibra artificial formada, hilada, tejida y teñida en ese telar, que se endurecía en cuanto la rozaba el aire. En la parte superior de cada telar había una lata del material de la tela, que parecía gelatina de color. Provenía del clan de los Químicos que la preparaban, mediante misteriosos procedimientos, con el agua de mar que hacían entrar en sus tanques.

—¿Qué, ya se cansó de ti? —respondió Rose. Rose era baja, con carita de luna, y sus dedos, fuertes y ágiles, danzaban sobre el teclado del telar—. A lo mejor le eructaste en la cara demasiadas veces. —Su estridente voz se impuso a la carcajada general—: Pero quiero que sepas, Vivana, que si el nuevo Pescador es tan buen mozo, yo misma me encargo de él, y te dejo a Mitri.

En el cesto que había a sus pies se apilaba un material de color verde manzana.

Entre todas, Mary proseguía su tarea, sin levantar la mirada, sin sonreír.

—¡Gogo y Vivana! —gritó alguien.

—Sí, eso es… ¡no se preocupen por el Pescador! ¡Gogo y Vivana!

Todas las hermanas gritaban y reían. Pero Mary proseguía calladamente con su trabajo.

—Está bien, está bien —gritó Vivana, jadeando a causa de la risa—. Me quedaré con él, ¿pero quién se encarga de Gunner?

—¡Yo!

—¡No, yo!

Gunner era el favorito de las Tejedoras, un hombre rosado, con pestañas rubias y espesas y una sonrisa picara.

—No, que las jóvenes tengan una oportunidad —gritó Vivana, en tono de reproche—. Bromas aparte, Gunner es demasiado piloto para lanchones viejos como vosotras. —Sin hacer caso de los gritos de protesta, prosiguió—: Digo que se lo dejen a Viola. O mejor aún, aguarden, tengo una idea… ¿qué les parece Mary?

El murmullo se apagó; todas las miradas confluyeron sobre la callada muchacha que permanecía sentada, tejiendo lentas cascadas de liasa blanca y cremosa. La muchacha se ruborizó e inclinó la cabeza, sin poder hablar. Había cumplido los dieciséis años, y jamás había tenido un amante.

Las mujeres la miraron, y el placer desapareció de sus rostros. Todas se volvieron, y otra vez comenzó el griterío:

—¡Rudi!

—¡Ernestine!

—¡Hugo!

—¡Areta!

Las delicadas manos de Mary titubearon, y el trazo de su tejido, con los intrincados arabescos, se arruinó. Tendría que cortar ese trozo y dejarlo inconcluso. Detuvo el telar y se inclinó sobre él, apretando la frente contra el terso metal. Las lágrimas le quemaron los párpados. Pero se contuvo, con la esperanza de que Mia, en el telar contiguo, no notase nada.

Abajo, en las calles, estalló un súbito tumulto. Todas prestaron atención: se escuchaba el lamento de las flautas, el estruendo de los tambores, y el sonido de estentóreas voces masculinas que cantaban y reían.

Se abrió una puerta, y rápidos pasos subieron las escaleras. Los vestidos blancos susurraron mientras las hermanas, expectantes, volvían la mirada hacia la bóveda.

Un grupo de hombres que reían y forcejeaban irrumpió derribando telares, entre gritos de protesta y de placer de las mujeres.

Eran Mecánicos, hombres delgados, de pelo oscuro, acompañados por unos pocos Químicos rubios. Mecánicos y Químicos luchaban entre sí, aferrándose unos a otros por el pescuezo, mientras sus piernas intentaban conservar el equilibrio. Una de las parejas que luchaban cayó de pronto al suelo, y derribó a otras dos. Los hombres, riendo, se incorporaron, con las caras encendidas por el esfuerzo.

Detrás de ellos se erguía una figura solitaria y taciturna, que atrajo la mirada de Mary. Era un hombre alto, delgado y solemne, de pelo color bermejo y boca firme. Mientras los otros reían y bromeaban, él se limitó a contemplar el lugar. En un determinado momento, sus ojos calmos y grises se encontraron con los de Mary, y la muchacha sintió un súbito dolor en el pecho.

—¿Qué te pasa, querida? —preguntó Mia, acercándosele.

—Creo que me siento mal —dijo Mary, con voz débil.

—¡Oh, no ahora! —protestó Mia.

Un par de hombres volvió a enfrentarse. Con un jadeo, el Mecánico rodó por encima de la cadera del otro.

Estalló una aclamación. A través del rumor, resonó la vigorosa voz de Vivana:

—¡Váyanse de aquí, tontos! Miren esto: media mañana de trabajo perdida. ¿Están borrachos? ¡Váyanse!

—¡Tenemos todo el día libre! —gritó uno de los Mecáni-nos—. ¡Ustedes también… todo el distrito! ¡Es en homenaje al Pescador! Así que vengan de una vez, ¿qué esperan?

Las mujeres se incorporaron, en medio de un repentino murmullo de voces y faldas blancas, y los hombres se dispersaron entre ellas. El hombre alto permaneció donde estaba. Ahora miraba a Mary directamente, y la muchacha apartó el rostro, confundida, mientras recogía la tela arruinada con manos insensibles.

Advirtió que dos Mecánicos se habían vuelto y llevaban al hombre alto a través del patio, gritando:

—¡Violeta…! ¡Clara!

Mary no se movió; dejó de respirar.

Se detuvieron ante su telar. Fue terrible, pues Mary pensó de pronto que no podría moverse ni respirar. Alzó los ojos con temor. Allí estaba él, las manos en los bolsillos, mirándola.

—¿Cómo te llamas? —La voz del hombre era grave y dulce.

—Mary —respondió ella.

—¿Quieres venir hoy conmigo, Mary?

Todas las mujeres giraron hacia allí la mirada. El silencio se propagó en la sala; Mary palpaba la espera, el contenido deleite.

¡No podía hacerlo! Lo deseaba con toda su alma, pero tenía mucho miedo, y la miraban demasiados ojos.

—¡No! —dijo con voz triste, y se sobresaltó, atónita, al escuchar el eco de su voz que decía con satisfacción—: ¡Sí!

De pronto, su corazón fue tan libre como el aire. Se incorporó, volcando el telar, y cuando él tendió la mano, la de Mary la tomó como si ya supiera cómo hacerlo.

—¿Así que tienes una cita con un Pescador del Continente? —preguntó el Médico jovialmente. Era un hombre alegre, con ojos pálidos, un ancho sombrero marrón y túnica amarilla; abrió el maletín, sacó una píldora, se la dio a Mary—. Traga esto, querida.

—¿Qué es, doctor? —preguntó Mary, ruborizándose.

—Sólo una precaución. No querrás que te crezca un niño en el vientre, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja! Parece que te sorprende. Bueno, verás, los del Continente no esterilizan a los varones, pues las tradiciones de su clan lo prohíben, así que esterilizan a las mujeres. ¡Ah, nosotros, los Médicos, debemos tener mucho cuidado! Trágala, eso es, así me gusta.

Mary tomó la píldora, bebió un sorbo de agua del jarro que él le tendió.

—Muy bien, muy bien. Ahora puedes acudir a tu pequeña cita sin problema alguno. ¡Que te diviertas!

Radiante, el médico cerró el maletín y se fue.

En la alta Plaza de las Fuentes, que dominaba los muelles y el mar, se habían dispuesto camarones, vino, ensalada de algas, caviar, fideos, dulces helados, bajo doseles de vidrio verde. Las cajas de música sonaban. Sobre los viejos guijarros cerámicos bailaban varias parejas; las faldas blancas se mecían y los cabellos flotaban en la atmósfera diáfana. A cierta distancia, Mary y el Pescador habían descubierto un sitio donde podían estar solos.

A la sombra de la glorieta, abrazados, con los corazones unidos y los cuerpos enlazados, a ella le costaba saber dónde culminaba su éxtasis y dónde comenzaba el del Pescador.

—¡Oh, te amo, te amo! —murmuró.

El Pescador se reclinó un poco para mirarla. En sus ojos grises había cierta preocupación.

—No sabía que ésta iba a ser tu primera vez —le dijo—. ¿Cómo esperaste tanto tiempo?

—Te esperaba a ti —dijo Mary débilmente; le parecía que era así, y que lo había sabido desde siempre. Lo estrechó entre sus brazos, anhelando sentirlo contra su cuerpo.

Pero él se mantuvo distante, contemplándola con esa misma vaga preocupación.

—No comprendo —dijo—. ¿Cómo podías saber que yo iba a venir?

—Lo sabía —dijo Mary. Sus manos, tímidamente, comenzaron a palpar los tersos y largos músculos de la espalda de ese hombre; su carne, tan diferente a la de ella. Le parecía que sus dedos actuaban como si ya lo conocieran; descubrieron los rincones que a él le causaban mayor placer, y allí se demoraron, sin que su voluntad los dirigiera.

El cuerpo del Pescador se puso rígido; tenía los ojos entrecerrados.

—Oh, Mary —suspiró, y volvió a abrazarla, besándola en la boca: y el placer comenzó, más penetrante y dulce que lo que ella había imaginado jamás. Volvía a estar fuera de sí, sin poder dominar los movimientos y las contorsiones de su cuerpo, los sonidos y las asombrosas palabras que emitía su voz…

Hacia el final rompió a llorar, y se apoyó en los brazos del Pescador con las gozosas lágrimas aún en las mejillas, mientras él le preguntaba con voz anhelante.

—¿Estás bien? Querida, ¿estás bien?

Pero ella no podía explicarle y, sollozando, lo abrazó.

Más tarde, tomados de la mano, descendieron por los blancos escalones hasta los muelles, donde las redes se secaban al sol y las olas brillaban como el cristal, mientras mástiles, avíos y velámenes yacían dispersos. Había sólo dos botes amarrados al malecón flotante; los demás estaban pescando, y parecían manchas negras en el mar resplandeciente, casi en el horizonte.

Veían, hacia el este, como un tizne borroso, el continente, y el montículo de rocas que era Porto.

—Tú vives allá —dijo ella inquisitivamente.

—Sí.

—¿Y qué haces?

El Pescador se detuvo y la miró con ojos inquietos. Luego se encogió de hombros.

—Trabajo. Bebo un poco por las noches, hago el amor. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Un dolor opaco descendió súbitamente sobre el corazón de Mary, sin decidirse a levantar el vuelo.

—¿Hiciste el amor con muchas mujeres? —preguntó con dificultad.

—Por supuesto. ¿Qué te pasa, Mary?

—Vuelves a Porto. Me vas a dejar.

La vaga sensación que delataban sus ojos se transformó ahora en brusca incredulidad. Apretándole los brazos, la miró:

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

Mary bajó la cabeza con obstinación, hundiéndola contra el pecho del Pescador.

—Quiero quedarme contigo —dijo con voz ahogada.

—Pero no puedes. Tú vives en la Isla… yo en el Continente.

—Lo sé.

—¿Por qué todas estas tonterías, entonces?

—No sé.

Siguieron caminando, sin decir una palabra; bajaron hacia la sombra de algunos depósitos que se apiñaban junto a los muelles. Esos depósitos tenían las puertas abiertas, y exhalaban aromas de especias y de brea, de cordajes nuevos, de pescado seco. Había, más allá, un hermoso patio, con algunos botes volcados en una esquina, y en otra una mesa, una sombrilla, sillas bajo la fresca sombra del atardecer. Desde allí subieron por una tosca escalera que desembocaba en un laberinto de callejas inundadas por la pálida y enigmática luz azul que caía de los doseles de vidrio coloreado, entre los techos. Al pasar ante una casa que tenía las persianas abiertas, escucharon el rumor de voces infantiles. Miraron dentro: era la escuela; cuarenta jóvenes Panaderos, Químicos, Mecánicos, con su tez clara u oscura, enfundados en una miniatura del atuendo de su clan, declamaban juntos, con entusiasmo, mientras el Profesor, con su sombrero chato, escuchaba junto a la pizarra. Una luz fría y neutra bajaba por las claraboyas; los pequeños rostros eran límpidos e inocentes; aquí un Cocinero, con su delantal, allá dos Carreteros juntos, idénticos con sus batas azules, más allá un pálido Médico, y junto a él —Mary la vio con un sobresalto— una pequeña Tejedora vestida de blanco. Los rasgos familiares eran diminutos, la tez marfileña de una imposible pureza, enormes y brillantes los ojos.

—Mira —susurró Mary, señalándola.

El Pescador la miró.

—Se parece a ti —dijo—. Se te parece más que las otras. Eres distinta de las demás, Mary… por eso me gustas. —La miró con una expresión de asombro, y luego la abrazó—. Nunca sentí nada parecido frente a una muchacha. ¿Qué es lo que me has hecho?

Mary se volvió hacia él, lo abrazó, le entregó la suavidad y la docilidad de su cuerpo.

—Amarte, cariño —le dijo, y sonrió con los ojos entrecerrados.

El Pescador la besó con ardor, luego la apartó, casi aterrado.

—Escúchame, Mary —dijo bruscamente—, tenemos que entender una cosa.

—¿Sí? —dijo Mary con voz débil, aferrándose a él.

—Mañana por la mañana regreso a Porto.

—¡Mañana! Pensé…

—Terminé mi trabajo hoy, a primera hora. Era un simple ajuste en el sistema sónico. De ahora en adelante podrán pescar en abundancia… Ya no tengo nada que hacer aquí.

Mary estaba atónita; no podía creerlo. Seguramente tendrían, por lo menos, otra noche… Era poco pedir.

—¿No puedes quedarte? —balbuceó.

—Sabes que no —dijo el Pescador, con voz áspera y forzada—. Voy a donde me dicen, vengo cuando me lo piden.

Mary trató de detener el tiempo, pero se le deslizó entre los dedos. El cielo se oscureció gradualmente, pasando de un azul cerúleo a un negro azulado, aparecieron las estrellas, y el fresco viento nocturno empezó a soplar sobre el malecón.

Allá abajo, entre un enjambre de luces, preparaban el bote. En la cuesta sonaban las cajas de música, mientras una pequeña multitud de hombres y mujeres se reunía para despedirse. Había risas, bromas, y voces contentas que quebraban el silencio nocturno.

Klef, pálido a la luz de la luna, subió por los escalones hasta donde estaba Mary, la cabeza inclinada, los ojos fijos en los de ella.

—No voy a llorar —dijo Mary.

Klef le aferró los brazos, con una mezcla de ternura e impaciencia.

—Mary… sabes que no puede ser. Olvídalo. Busca otros hombres… sé feliz.

—Sí, lo seré.

Klef la miró con incertidumbre, luego inclinó la cabeza y la besó. Mary mantuvo una actitud pasiva: no respondió ni se resistió. Tras un instante, él la dejó y dio un paso atrás.

—Adiós, Mary.

—Adiós, Klef.

Klef se volvió, bajó rápidamente los escalones. Las carcajadas lo rodearon cuando llegaba al bote; tras un momento Mary también escuchó su voz, por encima de los alegres gritos de despedida.

A la mañana siguiente, al despertar, sabiendo que él se había ido, la acosó una terrible sensación de pérdida, y se sentó en la cama, sobresaltada.

En el alto dormitorio, que olía vagamente a aceite de canela y a sábanas limpias, las hermanas comenzaban a salir, somnolientas, de sus cubículos, entre murmullos y bostezos. En el extremo del cuarto surgió el familiar siseo de las duchas. Se abrieron las ventanas de blancas cortinas, y Mary vio los techos color crema y terracota, dispersos en suave declive. El aire, fresco y sereno, conservaba cierta melancólica pureza: era la mejor hora del día.

Se levantó, se lavó, y se vistió mecánicamente.

—¿Qué te pasa, querida? —preguntó Mia, inclinándose ansiosamente hacia ella.

—Nada. Klef se fue.

—Bueno, habrá otros.

Mia sonrió, le palmeó la mano y salió. Había cierta intimidad entre ambas; eran casi de la misma edad, y sin embargo ni siquiera Mia podía estar mucho tiempo cómoda en compañía de Mary.

Mary se sentó a la mesa junto a las otras, en silencio, rodeada por la vaporosa fragancia del café y el pan fresco y las oleadas de alegres murmullos. Luego llevó su telar, con las demás, hasta el patio, y ocupó su lugar habitual. Comenzó la tarea.

El tiempo se estiraba ingratamente hacia el futuro. ¿Cuántas mañanas de su vida se sentaría donde se sentaba ahora, para iniciar el rutinario trabajo? ¿Cuánto tiempo podría tolerarlo? ¿Cómo lo había tolerado hasta ahora? Apoyó los dedos sobre los mandos del telar, pero el esfuerzo que le causaba moverlos la sorprendió. Una lágrima brilló sobre el teclado.

Mia se le acercó.

—¿Te pasa algo? ¿No te sientes bien?

Los puños de Mary se cerraron de un modo desacostumbrado.

—No puedo… no puedo…

Era todo lo que podía decir. Lágrimas ardientes le surcaban el rostro; la mandíbula le temblaba. Apoyó la cabeza sobre el telar.

Iliria no era monótonamente plana, ni de construcción cónica o piramidal, como algunas de las islas del norte, sino gratamente ahuecada, como una cuna. Las viejas calles empedradas subían y bajaban; había escaleras, balcones, arcadas; jamás un paisaje único, siempre un nuevo panorama. Los edificios ofrecían una placentera variedad, algunos con cúpula o capitel, otros más amplios y extendidos. Prevalecía el color crema, con matices claros de azul, amarillo y rosa. Durante más de trescientos años, la isla se había mantenido a flote tal como era ahora: las mismas plazas con sus fuentes, las mismas persianas, los mismos tejados.

Durante el último siglo, algunas colinas habían vuelto al continente, a medida que disminuía allí la contaminación; pero todos los ilirios sabían que sólo la vida en la isla era perfecta. En la parte más alta, las inmutables calles y edificios servían a cada generación tan bien como a la anterior; abajo, los depósitos, las fábricas, las redes, convenientemente apartados, seguían funcionando. A prueba de hundimientos, forrada con cerámica por arriba y por debajo, la isla seguiría flotando para siempre como ahora.

A Mary le parecía extraño ver las conocidas calles tan desiertas. La luz de la mañana brillaba suavemente sobre los muros; en los rincones se amontonaban sombras azules. Detrás de cada puerta y cada ventana había un apagado murmullo de actividad; los clanes hacían su trabajo. Camino de la iglesia, sólo se cruzó con un Mensajero y dos Carreteros que llevaban sus cargas: los tres la miraron con curiosidad, hasta que ella se perdió de vista.

Mientras subía a la Colina de los Carpinteros, Mary vio la cúpula gris de la iglesia recortándose contra el cielo, suave, tersa y ovoide, coronada por un destello de luz matinal. En el aire planeaba una bandada de gaviotas, subiendo y bajando. Eran grises contra la luz del cielo.

Mary se detuvo en el umbral para contemplar el paisaje. Desde esa altura podía ver los muelles y el rompeolas, y el sol que reverberaba en el metal de los lanchones amarrados; y luego el largo y ondeado lomo del mar, sembrado de blancos destellos bajo la fresca brisa; y más allá, la borrosa mancha del continente, y el cúmulo de piedras pardas con ventanas que era Porto. Lo miró un instante, con ojos secos, y luego entró en el sombreado pórtico.

Clabert, el Sacerdote, se levantó de su pequeño escritorio y se le acercó con los dedos sucios de tinta, mientras la sotana le flameaba sobre los tobillos.

—Buenos días, prima. ¿Tienes algún problema?

—Estoy enamorada de un hombre que se fue.

El Sacerdote la miró perplejo un instante, luego echó a andar por el corredor de la izquierda.

—Por aquí, prima.

Mary lo siguió, pasando por delante de las puertas del gran armonio central. El Sacerdote abrió una puerta más pequeña, curva como el extremo superior de un huevo, y le hizo seña de que entrase.

Mary entró; el cuarto era gris, oval, y las paredes de cerámica emitían una luz uniforme.

—Veinte minutos —dijo Clabert, y retiró la cabeza. La puerta se cerró, uniéndose a la pared hasta volverse imperceptible.

Mary se encontró en ese piso de suave declive, rodeada por las paredes curvas. Después de un momento ya no pudo discernir a qué distancia estaba el extremo más ancho del ovículo; la habitación, al principio, parecía muy pequeña, con sólo metros de distancia entre un extremo y otro; luego fue gigantesca, más grande que el cielo. El suelo cambiaba bajo sus pies, y tras un instante se sentó en el frío y cóncavo declive.

El silencio creció y se hizo más profundo. Mary no se sentía encerrada; el aire era fresco y se movía constantemente. Sentía un débil y agradable vértigo, y llevó los brazos hacia atrás para calmarse. Empezó a ver borrosamente; la curva uniforme y gris no le permitía fijar la vista. Pasó más tiempo, y notó que el sofocado silencio era en realidad un lento y continuo susurro, que nacía simultáneamente en todas partes, como el distante murmullo del mar. Contuvo el aliento para escuchar, y en ese instante, como un súbito y múltiple aleteo, el sonido cesó. Luego, escuchando con atención, percibió un sonido aún más débil, un rápido y suave golpeteo, que iba y venía… y al escuchar comprendió que era el eco múltiple de los latidos de su propio corazón. Respiró una vez más, y reapareció el lento silencio.

La pared se acercaba, retrocedía; durante un rato no estuvo ni muy lejos ni muy cerca; la veía allí delante, nebulosa y gigantesca, fuera de su alcance. El movimiento del aire disminuyó imperceptiblemente. Abrumada y atónita, Mary se sentía muy consciente de su propia existencia, de la blanca solidez de su carne, del incesante bombeo de la sangre, de la respiración, de la pesadez y la presión, de las agradables gotas que la transpiración le trazaba sobre la piel. Era íntegra y completa de la cabeza a los pies. Era ella misma y por lo tanto única; de algún modo había olvidado la importancia que tenía eso…

—¿Te sientes mejor? —preguntó Clabert, mientras la ayudaba a salir de la cámara.

—Sí… —dijo Mary, colmada de asombro; se sentía lánguida, y caminaba con extraordinario esfuerzo.

—Ven a verme otra vez si vuelves a sentir esa confusión —la despidió Clabert desde el pórtico.

Sin responder, Mary descendió por la ladera bajo un sol resplandeciente. Sentía la cabeza liviana, y los pies, curiosamente, le obedecían con lentitud. De pronto echó a correr por la calle empedrada, para recuperarse a sí misma; en las ventanas asomaron rostros para verla pasar; al llegar al final de la calle frenó su carrera, rodeando con un brazo una columna del alumbrado, girando alrededor, riendo y jadeando.

Un corpulento Carretero, vestido de azul, le hizo una mueca con su rostro curtido.

—¿Dónde está la broma?

—No hay tal broma —tartamudeó Mary—. Estuve en la Iglesia…

—¡Ah! —dijo el Carretero, llevando un dedo junto a la nariz, y siguió su camino.

Mary se encontró bajando hacia los muelles. Las soleadas calles estaban desiertas; no había nadie en las piscinas. Se desnudó y se zambulló, jadeando de placer al sentir el agua fresca en el cuerpo. Y cuando dos muchachos Panaderos, uno joven y otro un poco mayor, se acercaron y se asomaron por encima de la pared, gritando: «¡Bonita, bonita!», Mary no sintió ninguna turbación, y les sonrió y siguió nadando.

Luego se vistió y, sin secarse, caminó por el paseo a la orilla del mar. Mientras caminaba cantó, con voz un poco atolondrada: «Ábreme tus brazos, amor mío, pues el amor es dulce cuando brilla el sol…» La caja de música había tocado eso la noche que…

De pronto se sintió mal, y se detuvo con la mano en la frente.

¿Qué le pasaba? Sintió que su mente daba un vuelco, como pasando de un estado a otro. Alzó la cabeza, y miró con ansiedad el pardo cúmulo de edificios del continente.

Al principio no estaba allí, y luego lo vio, pequeño, casi perdido en el horizonte. La isla flotaba alejándose, dejando atrás la tierra firme.

Se sentó bruscamente; no tenía fuerza en las piernas. Ocultó el rostro entre los brazos y lloró:

—¡Klef! ¡Oh, Klef!

Ese amor que la había dominado no era el sentimiento fácil y agradable de que hablaban las canciones, sino una especie de locura. Mary lo aceptó, y supo que estaba loca; pero no podía cambiar. Durmiendo, y despierta, sólo podía pensar en Klef.

El dolor se había agotado a sí mismo; tenía los ojos secos. Ahora se veía como la veían los demás: una criatura extraña, desagradable, inadaptada. ¿Qué derecho tenía a estropearles el placer?

Podía volver a la iglesia, y pasar otro mágico instante en el ovículo. «Si vuelves a sentir esa confusión», había dicho el Sacerdote. Podía ir todas las mañanas si fuera necesario, y aún todas las tardes. Había visto a una que lo hacía, la tonta Sastra Marget, que siempre asentía y sonreía, y babeando un poco cuando le hablaban; en los ojos de Marget, detrás del fulgor de felicidad, se adivinaba un vacío. Eso había ocurrido hacía años; recordaba que las hermanas siempre se quejaban de las manchas húmedas que Marget dejaba en sus trabajos. Algo debía haberle pasado; eran otras las que ahora cortaban e hilvanaban para las Tejedoras.

También podía abrazarse a su dolor, fustigar con él a los demás, obligarles a hacer algo… Se veía corriendo descalza y en harapos por las calles, mientras la gente le gritaba: «¡La loca Mary! ¡La loca Mary!» Si se hacía notar, quizá le devolvieran a Klef.

Dejó de comer, salvo cuando las otras hermanas la apremiaban, y adelgazó día a día. Se le ahuecaron los ojos y las mejillas. Se sentaba todo el día en el patio, sin tejer, hasta que las voces de las otras mujeres fueron melancólicas e infrecuentes. Se tejía menos; ya no había alegría en la morada del clan. Muchas veces Vivana y las otras le hablaban, pero ella no hacía sino repetir las mismas respuestas, y al final dejó totalmente de responder.

—Pero, ¿qué es lo que quieres? —le preguntaban con exasperación.

¿Qué quería? Quería que Klef estuviera a su lado todas las noches cuando iba a dormir, y hallarlo cuando despertaba por las mañanas. Quería que la rodearan sus brazos, que su carne se uniera a la suya, que su voz le murmurara en el oído. ¿Otros hombres? No era lo mismo. No podían comprenderla.

—Pero, ¿por qué quieren embellecerme? —preguntó Mary con inexpresiva curiosidad.

Mia se inclinó sobre ella con un tubo de cosmético, rozándole con rouge los pálidos labios.

—No te preocupes. Es por algo muy agradable. A ver, déjame arreglarte las cejas. ¡Caramba, cómo adelgazaste! No importa, tendrás muy buen aspecto. Ponte tu vestido nuevo, eso es.

—No sé para qué sirve.

Pero Mary se incorporó fatigadamente, se quitó el vestido, se irguió pálida y delgada ante la luz. Se echó el vestido nuevo sobre la cabeza, y encogió los brazos.

—¿Está bien? —preguntó.

—Querida Mary —dijo Mia, derramando comprensivas lágrimas—. No, preciosa, déjame alisarte el pelo. Ponte más derecha, ¿quieres? ¿Qué hombre…?

—¿Hombre? —dijo Mary. En sus mejillas apareció un poco de color, que se desvaneció en seguida—. ¿Klef?

No, querida, olvídate de Klef, por favor —la voz de Mia se había vuelto áspera.

—Oh —Mary volvió la cabeza.

—¿No puedes pensar en otra cosa? Inténtalo, querida, inténtalo.

—De acuerdo.

—Ahora ven, nos esperan.

Mary se incorporó dócilmente, y siguió a su hermana fuera del dormitorio.

Las mujeres conversaban gravemente alrededor de la glorieta, bajo la brillante luz del sol. Con ellas estaba un fornido Químico, de cejas y pelo rubios; su cara rosada era bondadosa y serena. Pellizcó el trasero de la hermana que tenía más cerca, y le susurró algo al oído; ella le abofeteó la mano, furiosa.

—Rápido, ahí vienen —dijo una de pronto—. Métete dentro, Gunner.

Con una mueca de obediencia, el rubio agachó la cabeza y desapareció en la glorieta. No tardaron en aparecer Mia y Mary, y la delgada muchacha se detuvo al ver la multitud y la glorieta.

—¿Qué es? —gimió—. No quiero… Mia, déjame ir.

—No, querida, ven. Es para tu bien, vas a ver —dijo la otra muchacha, calmándola—. Vamos, necesito ayuda.

Mia y la mujer que se acercó condujeron a la muchacha hacia la glorieta. Mary tenía el rostro pálido y aterrado.

—¿Pero qué queréis que haga? Me dijisteis que Klef no estaba… ¿Bromeabais? ¿Es Klef…?

Las mujeres, desoladas, se miraron entre sí.

—Entra y fíjate, ¿quieres?

En los ojos de Mary brilló una expresión feroz. Dudó, luego se acercó a la glorieta; las dos mujeres la dejaron en libertad.

—¿Klef? —llamó ella quejumbrosamente. Nadie respondió.

—Entra, querida.

Apeló a todas ellas con la mirada, luego se agachó y metió la cabeza. Las mujeres contuvieron el aliento. La oyeron jadear, luego la vieron retroceder.

—¡Cangrejos! —aulló Vivana—. ¡Métanla dentro, tontas!

La muchacha lloraba débilmente cuando las cuatro mujeres se precipitaron sobre ella y la empujaron hacia la glorieta. Una de ellas se quedó para mirar.

—¿La cogió?

—Sí, ahora la cogió. —De la glorieta salían unos sofocados gemidos—. ¡Abrázala, tonto!

—¡Muerde! —dijo Gunner, indignado. Luego el silencio.

—Sst, déjenlos solos —susurró Vivana. La mujer que estaba en la entrada de la glorieta se volvió de puntillas. Las mujeres se alejaron un poco, se sentaron en los viejos peldaños bajo el pórtico, y se acomodaron una junto a otra.

Hubo un grito.

Las mujeres dieron un salto, pálidas de sorpresa. Ninguna recordaba haber oído un grito semejante.

La voz áspera de Gunner dijo algo, luego hubo un movimiento. Mary apareció en la entrada de la glorieta. Tenía la falda desgarrada, y la apretaba contra el cuerpo con una mano. Tenía los ojos turbios, encendidos.

—¡Oh! —exclamó, pasando ciegamente junto a ellas.

—Mary… —dijo una, tendiéndole la mano.

—¡Oh! —repitió ella, casi sin fuerzas, y siguió caminando, aferrando el vestido contra el cuerpo.

—¿Qué pasa? —se preguntaron entre sí las hermanas—. ¿Qué hizo Gunner?

—Hice lo que debía hacer —dijo Gunner, de mal humor. Tenía una marca roja en la mejilla—. Pero que me desuellen si lo vuelvo a hacer con ésa.

—Tonto, debes haber sido muy rudo. Que alguien la siga.

—Bueno, encargaos vosotras mismas la próxima vez, si sabéis tanto.

Apretándose suavemente la mejilla con el dedo, el Químico se alejó.

En la ladera, una caja de música comenzó a tocar:

«Deja de ser cruel, no me atormentes más. No digas siempre que no; que sea ahora o nunca. Dame tu amor, como lo prometiste…»

—¡Que se calle esa cosa! —gritó Vivana, con furia.

Su ancianidad Laura-uno, la Tejedora de más edad, caminaba de un lado a otro por el paseo que bordeaba el mar, entrecruzando los dedos en callada impaciencia. Una vez se detuvo para mirar sobre la baranda; allá abajo, el murallón caía a pico hasta el agua azul. Miró la mancha que Porto, semioculta por el resplandor matinal, dibujaba en el horizonte, y las escarpadas colinas con el verde pelaje de nueva ge-getación. Todavía tenía buena vista; en la distancia, alcanzó a distinguir un pequeño punto oscuro que avanzaba hacia la isla.

Resonaron pasos en la calle; pronto apareció Vivana, con Mary del brazo. Los ojos de la mujer más joven miraban hacia abajo; los de la otra delataban preocupación y ansiedad.

—Aquí está, su ancianidad —dijo Vivana—. La encontraron en el malecón, arrojando botellas al mar.

—¿Otra vez? —preguntó la anciana—. ¿Qué había en las botellas?

—Esto —dijo Vivana, tendiéndole un papel arrugado.

—«Decidle a Klef el Pescador, de la ciudad de Porto, que Mary la Tejedora aún lo ama» —leyó la anciana; dobló el papel con lentitud y lo guardó en el bolsillo—. Siempre lo mismo. Mary, hija mía, ¿acaso ignoras que estas botellas jamás podrán llegar hasta Klef?

La joven no alzó la cabeza ni habló.

—Y ya van dos veces, en este mes, que los Pescadores te sorprenden y te traen de vuelta por intentar robar una lancha —prosiguió la anciana—. Hija, ¿no ves que esto debe terminar?

Mary no respondió.

—Y esas cosas que tejes, cuando tejes algo —dijo Laura-uno, y sacó un bulto de género del bolsillo de su delantal. Lo extendió y lo expuso al sol. El dibujo, sólo visible a plena luz, revelaba la figura de una mujer sentada con un niño en brazos. La rodeaban aves con las alas abiertas, entre guirnaldas entrelazadas.

—¿Quién te enseñó a tejer así, hija?

—Nadie —dijo Mary, sin alzar la vista.

La anciana miró nuevamente la tela.

—Es un trabajo hermoso, pero… —suspiró, y dejó la tela a un lado—. No tiene cabida entre nosotros. Hija, tejes muy bien. ¿Por qué no tejes según los modelos habituales?

—Están muertos. Este tiene vida.

La anciana suspiró una vez más.

—¿Y cuánto hace que reclamas a tu Klef, querida?

—Siete meses.

—Pero reflexiona un poco…

La anciana hizo una pausa, miró por encima del hombro. El punto negro del mar estaba mucho más cerca, e iba hacia el malecón.

—Supongamos que el tal Klef recibiera, en efecto, uno de tus mensajes —prosiguió Laura-uno—. ¿Y entonces?

—Sabría cuánto lo amo —dijo Mary, irguiendo la cabeza. El color volvió a sus mejillas; sus ojos brillaron.

—¿Y eso cambiaría toda su vida, sus lealtades, lodo? —¡Sí!

—¿Y si no?

Mary guardó silencio.

—Hija, si eso no diera resultado, ¿confesarías que te equivocaste…? ¿Nos permitirías ayudarte?

—No veo por qué tiene que fallar —dijo Mary con terquedad.

—¿Pero y si fallara? —insistió amablemente la anciana—. Supón eso un minuto… imagínalo.

Mary guardó silencio un instante.

—Preferiría morir —dijo.

Las dos Tejedoras de más edad se miraron mutuamente, y por un momento ninguna de ellas habló.

—¿Puedo irme? —preguntó Mary.

Vivana arrojó una mirada al malecón, y dijo rápidamente:

—Quizá sea mejor, su ancianidad. Dígales…

Laura-uno la interrumpió con un gesto. Apretaba los labios.

—Y si te vas, hija, ¿qué harás?

—Más mensajes, para ponerlos en las botellas.

La anciana suspiró.

—¿Te das cuenta? —le dijo a Vivana.

Hubo un débil ruido de pasos en la escalera del malecón. Surgió una cabeza de hombre: era un Pescador de la Isla, fornido, trigueño, con espeso bigote negro.

—Su ancianidad, el hombre está aquí —dijo, saludando a Laura-uno—. ¿Quiere que…?

—No —dijo Vivana, involuntariamente—. No…, que lo manden de vuelta…

—¿Qué ganaríamos con eso? —preguntó razonablemente la anciana—. No; tráelo, Alee.

El Pescador asintió, se volvió, y descendió las escaleras.

Mary había erguido la cabeza.

—¿El hombre…? —dijo.

—Está bien, está bien —dijo Vivana, acercándosele.

—¿Es Klef? —preguntó, con temor.

Vivana no respondió. Poco después reapareció el Pescador de bigote negro; las miró, llegó al extremo de la escalera, y se apartó.

Detrás de él, un instante después, surgió otra cabeza, con un rostro grave y enjuto debajo del pelo bermejo. Los ojos grises se fijaron en Laura-uno, luego en Mary; la miraron fijamente, mientras el hombre continuaba subiendo los escalones. Al fin llegó arriba y permaneció a la espera, las manos a los costados. El Pescador de bigote negro dio media vuelta y bajó. A Mary le temblaba todo el cuerpo.

—Está bien, querida, cálmate —dijo Vivana, apretándola los brazos. Como si esas palabras la hubiesen liberado, Mary avanzó hacia el Pescador, con el rostro humedecido por las lágrimas. Le aferró la túnica con ambas manos, sin dejar de mirarlo.

—¿Klef? —dijo.

Las manos del hombre se alzaron para abrazarla. Entonces Mary se precipitó contra él con tal violencia que lo hizo tambalear, y lo aferró como si deseara sepultarse en su cuerpo. Emitió unos sofocados gemidos.

El hombre miró a las dos mujeres de más edad.

—¿Nos pueden dejar solos un momento? —pidió.

—Claro que sí —dijo Laura-uno, algo asombrada—. ¿Por qué no? Claro que sí.

Le hizo un gesto a Vivana, y ambas se volvieron y se alejaron hasta un banco que había en el paseo, donde se sentaron y se pusieron a contemplar el mar.

Arriba graznaban las gaviotas. Ambos mujeres permanecieron sentadas sin hablarse ni mirarse. No estaban tan lejos como para no poder escuchar nada.

—¿Eres tú, de veras? —preguntó Mary, aterrándole la cara a Klef; intentaba reír—. No veo nada, querido… estás muy borroso.

—Lo sé —dijo serenamente Klef—. Mary, pensé muchas veces en ti.

—¿De veras? —exclamó ella—. Oh, eso me hace tan feliz. ¡Oh, Klef, ahora podría morir en paz! Abrázame, abrázame.

El rostro de Klef se endureció. Sus manos acariciaron distraídamente la espalda de Mary.

—Pedí muchas veces que me enviaran de vuelta —dijo—. Al fin los persuadí… Pensaron que acaso me escucharías. Se supone que debo curarte.

—¿De mi amor? —rió Mary, y las manos de Klef estrecharon involuntariamente su espalda—. ¡Qué tontos han sido! ¡Qué tontos, Klef!

—Mary, sólo contamos con estos pocos minutos.

La muchacha retrocedió un poco para mirarlo.

—No comprendo.

—Debo hablarte, y luego regresar. Vine sólo para eso. Mary agitó la cabeza, incrédula.

—Pero me dijiste…

—Mary, escúchame. Ya no hay nada que hacer. Nada.

—Llévame contigo Klef —y lo aferró con fuerza—. Eso es todo lo que quiero… estar contigo. Llévame.

—¿Y dónde vas a vivir… en el dormitorio de los Pescadores, con cuarenta hombres?

—Viviré en cualquier parte, en la calle, donde sea… Lloraba, trémula, sin dejar de abrazarlo.

—Jamás lo permitirían, Mary. Lo sabes.

—No me digas eso, no lo digas. Aunque sea cierto, ¿por qué no simulas un poco? Abrázame Klef, dime que me amas. —Te amo.

—Díme que me tendrás junto a ti, que no me dejarás nunca, digan lo que digan.

El hombre guardó silencio por un momento.

—Es imposible.

Mary irguió la cabeza.

—Trata de entender —dijo Klef—; es una enfermedad, Mary, y debes curarte.

—¡Entonces tú también estás enfermo!

—Puede que sí, pero me pondré bien, porque sé que debo hacerlo. Y tú también debes recuperarte. Olvídame. Vuelve a tus hermanas y a tu tejido.

Mary apoyó la mejilla contra el pecho de Klef, y contempló el océano resplandeciente.

—Déjame estar tranquila junto a ti, un segundo —dijo—. No lloraré más, Klef…

—¿Sí?

—¿Es todo lo que tienes que decirme?

—No puede haber otra cosa. —Cerró los ojos y volvió a abrirlos—. Mary, yo no quería sentirme así. Está mal, hace daño, duele. Prométeme algo, antes que me vaya. Díme que dejarás que te curen.

Mary se apartó, secándose los ojos y las mejillas con el dorso de la mano. Luego lo miró.

—Dejaré que me curen —prometió.

Klef hizo una mueca.

—Gracias. Ahora me iré, Mary.

—¡Un beso más! —gritó ella, avanzando involuntariamente—. ¡Sólo uno más!

Klef la besó en los labios, luego se apartó y miró hacia donde estaban las dos mujeres; hizo con la cabeza un ademán de furia.

Cuando se levantaron para acercarse, contuvo a Mary con el brazo.

—Ahora sí me voy —dijo ásperamente—. Adiós, Mary.

—Adiós, Klef.

Mary se apretó la cintura con los dedos.

El hombre aguardó, mirando hacia otro lado, hasta que Vivana se acercó y tomó a Mary del brazo. Entonces se alejó. Al llegar a las escaleras la miró otra vez; luego dio media vuelta y empezó a bajar.

—Querida, todo va a ser mejor ahora, ya verás —dijo Vivana, con voz vacilante.

Mary no respondió. Permaneció erguida, escuchando los débiles pasos que reverberaban en la escalera: pasos, voces, sonidos huecos.

Luego hubo un súbito chasquido, y pasos que subían de nuevo por la escalera. Reapareció Klef, jadeante, con los ojos brillantes. Aferró las manos de Mary entre las suyas.

—¡Escucha! —le dijo—. Estoy loco. Estás loca. Ambos moriremos.

—¡No me importa! —respondió Mary, con el rostro encendido.

—Dicen que algunos arroyos, en las colinas, se han purificado. Allí crece la hierba… hay peces, y hasta volvieron las aves silvestres. Iremos allí, Mary, juntos… Solos tú y yo. Solos, ¿comprendes?

—Sí, Klef; sí, querido.

—¡Ven, entonces!

—¡Esperen! —exclamó Laura-uno con voz estridente, mientras ambos se precipitaban por la escalera—. ¿De qué vivirán? ¿Qué comerán? ¡Piensen en lo que hacen!

Le respondieron unos sonidos huecos, y luego el zumbido de un motor.

Vivana se acercó a Laura-uno, y ambas mujeres se quedaron mirando, en silencio, cómo la pequeña forma oscura de la lancha se alejaba bajo el resplandor del sol. Distinguieron, en la cabina, a dos figuras, muy juntas, una cabeza oscura y una clara. La lancha avanzaba sin pausa hacia el continente, y las dos mujeres siguieron mirando, sin poder hablar, hasta mucho después que se hubo perdido de vista.