Se produjo una gran conmoción al sur de California alrededor de la una de la tarde. El señor Gordon Fish pensó que era un terremoto. Despertó aturdido y malhumorado de su siesta del mediodía, parpadeando furiosamente, tan colorado como el trasero recién zurrado de un niño, erizados los pelos color amarillo sucio de su barba y cejas. Se incorporó en el sofá y tendió el oído. Ningún grito, ningún estruendo de edificios derrumbándose, de modo que probablemente no pasaba nada.
Oyó una llamada.
Con un suspiro de fastidio, Fish se dirigió hacia la puerta. Había dejado sus gafas sobre la mesa, pero no importaba; podía ser un cliente, o incluso un investigador de la ciudad. En cuyo caso… Abrió la puerta.
Un hombre delgado, vestido de color púrpura, estaba allí. Era bajito, apenas un par de centímetros más alto que Gordon Fish. Dijo:
—¿Platt Terrace tres veintidós y medio?
Su rostro era un óvalo borroso; parecía llevar algún tipo de uniforme ajustado, como un botones de hotel… pero ¿púrpura?
—En efecto, tres veintidós y medio, aquí es —dijo Fish, frunciendo los ojos para distinguir la cara color salmón del individuo. Vio vagamente que había otras personas detrás de él, y un bulto voluminoso, como una gran caja o algo por el estilo—. No sé si usted…
—De acuerdo, muchachos, metedlo dentro —dijo el hombre, hablando por encima de su hombro—. Amigo, nos ha costado encontrarle —le dijo a Fish, cruzando el umbral y encaminándose al cuarto de estar. Detrás de él, otros hombres con ajustadas ropas color púrpura entraron tambaleándose bajo el peso de las cajas que transportaban, primero una grande, después dos más pequeñas, luego una realmente grande, y finalmente una serie de cajas más pequeñas.
—Escuche, espere, tiene que haber algún error —dijo Fish, moviéndose nerviosamente—. Yo no he pedido…
El primer hombre purpúreo examinó unos papeles que tenía en la mano.
—¿Platt Terrace tres veintidós y medio? —dijo. Su voz sonó farfullante y furiosa, como si estuviera medio borracho y acabara de despertar, como el propio Fish.
Fish se sintió irrazonablemente irritado.
—¡Le he dicho a usted que no he pedido nada! ¡No me importa si… Entra usted aquí, en el domicilio de un hombre!, como si… ¡Escuche! ¡Saquen todo eso de aquí!
Enfurecido, se precipitó hacia dos de los hombres que estaban colocando una de las cajas más pequeñas sobre el sofá.
—Esta es la dirección —dijo el primer hombre, en tono aburrido. Metió unos papeles en la mano de Fish—. Si no las quiere, devuélvalas. Nosotros sólo tenemos orden de entregarlas.
Los hombres purpúreos empezaron a avanzar hacia la puerta.
El que había llevado la voz cantante fue el último en salir.
—¡Amigo, es usted un dvich! —dijo, y cerró la puerta.
Rabioso, Fish empezó a buscar sus gafas. Tenían que estar allí, pero aquellos hombres lo habían revuelto todo. Se dirigió hacia la puerta de todos modos, temblando de indignación. Maldita sea, si pudiera encontrar sus gafas les denunciaría, pero… Abrió la puerta. Los hombres con uniformes púrpura estaban agrupados en el patio, aparentemente aturdidos. Uno de ellos alzó la mancha borrosa de un rostro color salmón.
—Hey, vaya un modo de… —algo. Sonó como «enchmire».
Se produjo un temblor, y Fish se tambaleó y tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no caer. Parecía un temblor de tierra, muy intenso, pero cuando Fish alzó la mirada las palmeras de la calle no se movían, y los edificios seguían en pie, sólidos y firmes. Pero los hombres purpúreos habían desaparecido.
Maldiciendo frenéticamente para sus adentros, Fish volvió a entrar en su apartamento y cerró la puerta de golpe tras él. La mayor de las cajas estaba en su camino. Le propinó un puntapié, y cayó una tabla. Le propinó otro puntapié, gruñendo de rabiosa satisfacción. Cayó todo un lado de la caja, dejando al descubierto un panel esmaltado en negro. Fish lo golpeó también con el pie, y se lastimo el dedo gordo.
«Hmm», dijo Fish, contemplando el bruñido acabado negro de… de lo que fuera aquello. «Han». Parecía algo valioso. Fish deslizó un dedo a lo largo del metal. Frío y liso.
Bueno, podía ser casi cualquier cosa. Maquinaria industrial, por valor de varios miles de dólares… Con creciente excitación, Fish corrió hacia la mesa, encontró sus gafas debajo de unas revistas, y regresó junto a la caja, poniéndose las gafas.
Arrancó unas cuantas tablas más. La caja se deshizo, dejando al descubierto un gran trozo de metal de extraña forma con botones, esferas e interruptores en la parte superior.
En una placa blanca estaban grabadas las palabras «TECKNING MASKIN» seguidas de varios números. Parecía algo ominoso e importante. Con el corazón palpitante, Fish pasó sus dedos por encima de los botones y los brillantes interruptores. Se oyó un leve chasquido. Fish había movido accidentalmente un interruptor, situándolo de «Av» a «Pa». Las esferas se iluminaron, y un juego de largos brazos ganchudos, como garras, empezó a moverse lentamente sobre el espacio central, plano y vacío.
Apresuradamente, Fish volvió a situar el interruptor en «Av». Las luces se apagaron; los brazos —a Fish le pareció que de mala gana— volvieron a ocultarse en sus compartimientos.
Bueno, aquello, fuera lo que fuese, funcionaba, y resultaba sorprendente, dado que Fish no lo había enchufado a ninguna parte. Fish contempló la máquina con aire desconcertado, frotándose sus regordetas manos. ¿Pilas? ¿En una máquina de aquel tamaño? Y aquellas extrañas esferas, y la peculiar expresión de la máquina, y «Teckning Maskin»… en un idioma desconocido. Allí estaba, con sus ocho o nueve piezas, llenando su cuarto de estar. Una de las cajas, observó Fish con un repentino sobresalto, le tapaba la vista del televisor. ¿Y si todo fuera algún tipo de broma?
En el momento de pensarlo, lo vio todo con repentina claridad: las cajas allí, y al cabo de unos días llegaría la factura por correo —tal vez ni siquiera se llevarían las cajas hasta que hubiera pagado el transporte—, y entretanto el bromista se estaría desternillando de risa. Riéndose, quienquiera que hubiese encargado las máquinas en nombre de Fish… algún antiguo enemigo, o incluso podía ser alguien al que él tenía por amigo.
Con lágrimas de rabia en los ojos, se precipitó de nuevo hacia la puerta, la abrió de par en par, y permaneció unos instantes allí, jadeante, recorriendo el patio con la mirada.
Pero en el patio no había nadie. Cerró la puerta de golpe y apoyó la espalda contra ella, contemplando desoladamente las cajas. Una broma de muy mal gusto, suponiendo que fuera una broma. ¿Cómo iba a ver su telefilme preferido, Dragnet? Y sobre todo, ¿dónde iba a recibir a sus clientes? ¿En la cocina?
«¡Oh!», dijo Fish, y propinó un puntapié a otra caja. Las tablas cedieron y cayó algo, un pequeño folleto amarillo. Fish vio más maquinaria esmaltada en negro en el interior de la caja. Se inclinó a recoger el folleto y trató de romperlo por la mitad, pero lo único que consiguió fue que le dolieran las manos. Lo tiró a través de la habitación, gritando: «¡Al cuerno contigo!». Danzó de una caja a otra, dando puntapiés. El suelo se llenó de tablas. En medio de ellas se erguían máquinas resplandecientes, algunas con esferas, otras sin esferas. Fish se detuvo, sin aliento, las contempló, con más desconcierto que antes.
Un truco… no, no era posible. Grandes máquinas industriales como aquellas… no era como pedir algo en unos grandes almacenes. Entonces, ¿qué? Un error. Fish se sentó en el brazo de una butaca y frunció el ceño, peinando su barba con sus dedos. En primer lugar, desde luego, no había firmado nada. Aunque regresaran mañana, si podía desprenderse de una pieza, digamos, podría pretender que las cajas eran ocho, en vez de nueve. Y suponiendo que pudiera desprenderse de todas ellas, discretamente desde luego, cuando regresaran podría negarlo todo. Decir que no había visto ninguna máquina, sencillamente. Los nervios de Fish empezaron a crisparse. Se puso en pie de un salto, miró a su alrededor, volvió a sentarse. Rapidez, rapidez, esa era la cuestión. Resolverlo en seguida. Pero ¿qué clase de maquinaria era aquella?
Fish frunció el ceño, se retorció las manos, se puso en pie y se sentó. Finalmente se dirigió hacia el teléfono y marcó un número. Se alisó su chaqueta y aclaró musicalmente su garganta.
—¿Ben? Soy Gordon Fish, Ben… Muy bien, gracias. Oye, Ben… —Su voz se hizo confidencial—. Resulta que tengo un cliente que quiere disponer de una Teckning Maskin. Ocho… ¿Qué? Teckning Maskin. Es maquinaria, Ben. T-E-C-K-N-I-N-G… ¿No? Bueno, ese es el nombre que me dieron. Lo tengo escrito aquí. ¿No conoces…? Bueno, es muy raro. Probablemente se trata de un error. Tendré que comprobarlo… Sí, muchas gracias… Gracias, Ben, adiós.
Colgó el receptor, mordiéndose el labio inferior, decepcionado. Si Ben Abrams no había oído hablar nunca de aquellas máquinas, no habría un mercado para ellas al menos no en esta parte del país… Algo raro. Empezaba a barruntar algo acerca de todo el asunto. Algo… Merodeó alrededor de las máquinas, examinándolas de frente y de perfil. Había otra placa blanca con las palabras «TECKNING MASKIN». Y, debajo «BANK 1», y luego dos columnas de números y palabras: «3 Folk, 4 Djur, 5 Byggnader», y así sucesivamente, muchos más. Palabras absurdas; ni siquiera se parecían a las de algún idioma que él hubiera oído. Y, luego, aquellos maníacos con los uniformes color púrpura… ¡Un momento! Fish chasqueó sus dedos, se paró, y adoptó una actitud pensante. ¿Qué era lo que había dicho aquel individuo al marcharse? Le había enfurecido, recordaba Fish… algo así como: «Amigo, es usted un dvich». Había sido para él como una picadura de avispa; sonaba insultante, pero ¿qué significaba?
Y luego aquella especie de terremoto inmediatamente antes de que llegaran… despertándole de un sueño profundo, dejándole una impresión muy rara. Y luego otro cuando se marcharon, sólo que entonces no había sido un temblor de tierra, porque él recordaba claramente que las palmeras no se habían movido en absoluto.
Fish deslizó delicadamente su dedo sobre el brillante borde curvado de la máquina más próxima. Casi podía oír los latidos de su corazón; se relamió los labios. Tenía la impresión —no, tenía la seguridad— de que nadie vendría a buscar las máquinas.
Eran suyas. Sí, y había dinero en ellas, en alguna parte; podía olerlo. Pero ¿cómo? ¿Qué hacían?
Abrió todas las cajas cuidadosamente. En una de ellas, en vez de una máquina, había una caja de metal llena de hojas de papel de color amarillento. Eran unas grandes hojas rectangulares, y parecían encajar en el espacio central plano de la mayor de las máquinas. Fish probó con una de ellas, y encajaba.
Bueno, ¿qué podía pasar? Fish se frotó los dedos nerviosamente y movió el interruptor. Las esferas se iluminaron y los brazos ganchudos se movieron como antes, pero no ocurrió nada más. Fish se inclinó de nuevo y examinó los otros controles. Había una manecilla y una serie de rayas marcadas «Av», «Bank 1», «Bank 2», y así sucesivamente hasta «Bank 9». Fish hizo avanzar la manecilla cautelosamente hasta «Bank 1». Los brazos se movieron un poco, lentamente, y se pararon.
¿Qué más? Tres botones rojos marcados «Utplana», «Torka» y «Avsla». Apretó uno, pero no pasó nada. Luego una serie de botones blancos, como en una máquina de sumar, todos numerados. Apretó uno al azar, luego otro, y estaba a punto de apretar un tercero cuando saltó hacia atrás, alarmado. Los brazos ganchudos se estaban moviendo, de un modo rápido y deliberado. Cuando pasaban sobre el papel, aparecían unas finas líneas de color gris oscuro.
Fish se acercó un poco más, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Las pequeñas puntas situadas bajo los extremos de los brazos se deslizaban suavemente sobre el papel, dejando graciosas líneas detrás de ellas. Los brazos se movían, se contraían sobre sus pequeños pivotes y muelles, iban de aquí para allá, se alzaban ligeramente, volvían a caer y avanzaban. ¡Cielos, la máquina estaba dibujando… trazando un dibujo mientras Fish miraba! Había una cara formándose debajo del brazo situado a la derecha, luego un cuello y un hombro… un hombre de aspecto afeminado, como una estatua griega. Y a la izquierda, al mismo tiempo, otro brazo estaba dibujando una cabeza de toro, con flores entre los cuernos. Ahora el cuerpo del hombre —llevaba una de esas togas griegas o como quiera que se llamen— y la espalda del toro curvándose en la parte superior. Y ahora el brazo del hombre y el rabo del toro, y ahora el otro brazo y las patas traseras del toro.
Ya estaba. Un cuadro de un hombre arrojando flores a un toro, que parecía saltar y mirar al hombre por encima de su hombro. Los brazos de la máquina dejaron de moverse, y luego se ocultaron. Las luces se apagaron, y el interruptor volvió a situarse por sí mismo en «Pa», con un leve chasquido.
Fish tomó el papel y lo examinó, excitado y decepcionado al mismo tiempo. No era un entendido en arte, desde luego, pero sabía que el dibujo no era bueno: demasiado lineal y sencillo, como podría haberlo hecho un niño. Y aquel toro… ¿dónde se había visto un toro bailando de aquella manera? ¿Con flores entre sus cuernos? No obstante, si la máquina dibujaba esto, tal vez podría dibujar algo mejor, aunque Fish no acababa de ver claro en el asunto. ¿Dónde podían venderse dibujos, aunque fueran buenos? Pero allí estaba, en alguna parte. ¿Exhibir la máquina, en alguna Feria científica e industrial? No, la mente de Fish enterró apresuradamente la idea: demasiado expuesto, demasiadas preguntas. Cielos, si Vera descubría que aún estaba vivo, o si la policía de Scranton …
Dibujos. Una máquina que hacía dibujos. Fish la contempló, ocho macizas piezas esmaltadas en negro y esparcidas por su cuarto de estar. Parecían demasiadas máquinas sólo para hacer dibujos. Lo admitió: estaba decepcionado. Había esperado, bueno, estampados metálicos o algo por el estilo, algo real. Crash, bang, la gran mandíbula de metal desciende, y tink, la brillante pieza modelada cae en el cesto. Aquello era verdadera maquinaria; pero esto…
Fish se sentó a meditar, contemplando el papel con aire de desaprobación. Las cosas siempre acababan así para él. Realmente, lo que mejor se le daba era el matrimonio. Había estado casado cinco veces, y siempre había obtenido un pequeño beneficio. Se alisó la chaqueta de grasientas solapas. Entre boda y boda, se dedicaba a lo que salía: consejero matrimonial, quiromántico o vidente, neurópata… Pero cada vez que parecía haber dado con una verdadera mina de oro, se le escurría de entre las manos. Enrojeció de disgusto al recordar aquel invierno durante el cual se había visto obligado a emplearse en una zapatería… El tener esta casa le había ablandado también, impulsándole a la pereza: sólo un par de clientes por semana para predecirles el futuro. Tendría que moverse más, establecer nuevos contactos antes de que su dinero se agotara.
El pensar en la pobreza le hizo sentirse vorazmente hambriento, como siempre ocurría. Masajeó su estómago. Era la hora del almuerzo. Cuando estaba a punto de abrir la puerta retrocedió, como asaltado de un súbito pensamiento, enrolló el dibujo —no pudo doblarlo—, y se lo colocó bajo el brazo.
Fish condujo su automóvil hasta el modesto restaurante, tres manzanas más abajo, donde había estado comiendo últimamente, para ahorrar fondos. El camarero que atendía al mostrador era un joven llamado Dave, delgado y pálido, con un mechón de cabello negro caído sobre la frente. Fish había entablado cierta amistad con él, y sabía que asistía a las clases nocturnas de una escuela de arte, en Passadena. Fish había intentado captarle como cliente para leerle las rayas de la mano y predecirle el futuro, pero el joven le había dicho claramente que «no creía en aquellas paparruchas», pero de un modo tan sincero y amistoso que Fish no le guardaba el menor rencor.
—Un plato de pimientos, Dave —dijo Fish jovialmente, encaramándose a un taburete y sosteniendo precariamente en su regazo el dibujo enrollado. Sus pies no tocaban al suelo; el papel estaba fuertemente apretado entre su chaqueta y el mostrador.
—Hola, doctor. Marchando.
Fish se inclinó sobre el plato, aflojándose el cuello de la camisa. El único otro cliente pagó y se marchó.
—Oye, Dave —dijo Fish de un modo casi ininteligible, masticando—, me gustaría conocer tu opinión sobre algo… Esto… —Logró desenrollar el papel y extenderlo sobre el mostrador—. ¿Qué te parece? ¿Tiene algún valor?
—Oiga —dijo Dave, acercándose más—. ¿Dónde ha conseguido eso?
—Hum. Es de un sobrino mío —improvisó rápidamente Fish—. Quiere que le aconseje, ¿sabes?, si debe continuar con ello, porque…
—¡Claro que debe continuar! Bueno, es un decir. ¿Dónde ha estado estudiando?
—Oh, en ninguna parte, ya sabes, en casa. —Fish tomó otro bocado—. Es un chico muy listo, desde luego, pero…
—Bueno, si ha aprendido a dibujar así sin la ayuda de nadie, tiene un gran futuro por delante.
Fish se olvidó de masticar.
—¿Lo crees de veras?
—Muy de veras. Oiga, ¿está seguro de que ese dibujo lo ha hecho él, doctor?
—Naturalmente. —Fish descartó con un gesto la posibilidad de un engaño—. Es un chico muy honrado, le conozco perfectamente. Si él dice que lo ha dibujado —Fish tragó—, lo ha dibujado él. Pero no me engañes, ¿de veras crees que es bueno?
—Bueno, le diré la verdad; de momento, al verlo, pensé en Picasso. Ya sabe, su período clásico. Desde luego, ahora veo que es diferente, pero le aseguro que es realmente bueno. Esta es mi opinión, si es lo que quería saber…
Fish estaba asintiendo para dar a entender que aquello no hacía más que confirmar su propio diagnóstico.
—M-hm. M-hm. Bueno, me alegro de oírtelo decir, hijo. Ya sabes, siendo pariente del muchacho, pensé… Desde luego, estoy impresionado, muy impresionado. Yo también pensé en Priscasso, lo mismo que tú. Desde luego, en lo que respecta a ganar dinero con ello —movió la cabeza tristemente—, tú sabes y yo sé…
Dave se rascó la cabeza por debajo de su gorro blanco.
—Oh, bueno, creo que podría obtener encargos. Me refiero a que si yo tuviera una línea como ésa… —Trazó en el aire el contorno del brazo levantado del hombre.
—¿Qué clase de encargos? —inquirió Fish, con repentina avidez.
—Oh, bueno, ya sabe, retratos, o diseños industriales, o ya sabe, la especialidad a la que quiera dedicarse. —Dave sacudió la cabeza con admiración, contemplando el dibujo—. Si esto fuera en color…
—¿En color, Dave?
—Bueno, estaba pensando… Verá, hay un concurso en San Gabriel para un mural en un centro ciudadano. El premio es de diez mil dólares. No es que yo diga que vaya a ganar, pero ¿por qué no le dice a su sobrino que haga esto en color y lo envíe al concurso?
—Color —murmuró Fish con desmayo. La máquina no haría nada en color, estaba seguro. Él podía comprar una caja de acuarelas, pero…— Bueno, el hecho es —improvisó apresuradamente—, que el muchacho sufrió un accidente y se lastimó la mano… Oh, no es nada grave —añadió en tono tranquilizador (la boca de Dave se había abierto en una O de simpatía)—, pero no podrá pintar durante una temporada. Es una lástima, porque ese dinero le caería muy bien para pagar las minutas del médico, ¿sabes? —Masticó y tragó—. Oye, ya sé que es una idea absurda, pero ¿por qué no le pones color a ese dibujo y lo envías, Dave? Desde luego, si no gana el concurso no podré pagarte, pero…
—Bueno, la verdad es que no sé si a su sobrino le gustaría eso, doctor. Me refiero a que él podría tener alguna otra idea cerca del colorido. Y no me gustaría…
—Yo asumo toda la responsabilidad —dijo Fish en tono firme—. No te preocupes por eso, y si ganamos me encargaré de que recibas una buena recompensa por tu trabajo, Dave. ¿Qué te parece?
—Bueno, siendo así, doctor… Quiero decir, de acuerdo —dijo Dave, asintiendo y ruborizándose—. Lo haré entre esta noche y mañana, y lo enviaré inmediatamente por correo. ¿De acuerdo? Luego… Oh, uh, una cosa, ¿cómo se llama su sobrino?
—George Wilmington —respondió Fish al azar. Empujó su plato vacío—. Y, uh, Dave, creo que voy a comerme unas chuletas, con una buena guarnición de patatas fritas.
Fish regresó a su casa reconciliado con la máquina, que ahora le inspiraba un gran respeto. El concurso del centro ciudadano, estaba convencido de ello, era pan comido. ¡Diez mil dólares! ¡Por un dibujo! Bueno, había millones en el asunto. Cerró cuidadosamente la puerta tras él, y bajó las persianas para oscurecer todavía más el mal iluminado cuarto de estar. Luego encendió las luces. Allí estaba la máquina, ocho brillantes piezas, esparcidas por el suelo, por los muebles, por todas partes. Fish se movió excitadamente de una pieza a otra, acariciando las lisas superficies negras con las palmas de las manos. Toda aquella valiosa maquinaria… ¡toda era suya!
Decidió repetir el experimento, sólo para ver cómo funcionaba la cosa. Colocó otra hoja de papel amarillento en la máquina y situó el interruptor en «Pa». Contempló con placer cómo se iluminaban las esferas, cómo aparecían los brazos ganchudos y empezaban a moverse. Se sucedieron las líneas sobre el papel: primero algunas onduladas en la parte superior… podían ser cualquier cosa. Y mucho más abajo, un par de líneas largas, curvadas hacia arriba, una especie de manillares de bicicleta. Era como un acertijo, tratando de adivinar lo que iba a salir.
Debajo de las líneas onduladas, que Fish identificó ahora como cabellos, el trazador dibujó unos ojos y una nariz. Entretanto, el otro dibujaba el contorno de lo que evidentemente era una cabeza de toro. Luego apareció el resto de la cara de la muchacha, y su brazo y una pierna —no estaba mal, aunque algo musculosa—, y luego las patas del toro, proyectadas en direcciones distintas, y luego la línea del vientre, con unas tetas colgando, de modo que ya no era un toro, sino una vaca. De modo que aquello era una muchacha cabalgando sobre una vaca, con flores entre los cuernos como antes.
Fish contemplo el dibujo, decepcionado. Personas y vacas: ¿era eso lo único que la máquina podía hacer?
Se peinó la barba con los dedos, y enarcó las cejas. Bueno, supongamos que alguien deseara un cuadro que no fuera de toros y personas… Era absurdo: ocho grandes piezas de maquinaria…
Un momento. «No te precipites, Gordon», se dijo a sí mismo en voz alta. Eso era lo que Florence, su segunda esposa, solía decir siempre, salvo que ella siempre le llamaba «Fishy». Se enfurruñó al recordarlo. Bueno, lo cierto era que se había dado cuenta de que los botones que había apretado la vez anterior seguían en la misma posición. Quizá tenían algo que ver con el asunto. Asaltado por otra idea, fue a examinar la máquina marcada «Bank 1». En la lista, el número 3 era «Folk», y el número 4 era «Djur». Esos eran los números que había apretado en la máquina grande, de modo que… tal vez «folk» significaba personas, y «djur» toros. Por lo tanto, si apretaba una serie distinta de botones, la máquina dibujaría algo diferente.
Al cabo de un cuarto de hora había comprobado que estaba en lo cierto. Apretando los dos primeros botones, «Land» y «Planta», obtuvo dibujos de escenas al aire libre, colinas y árboles. «Folk» era personas, y «Djur» parecían ser animales; ahora obtuvo cabras o perros en vez de toros. «Byggnader» era edificios. Luego la cosa se complicó más.
Un botón marcado «Arbete» le proporcionó dibujos de gente trabajando; otro marcado «Karlek» produjo escenas de parejas besándose —todas las personas iban ataviadas al estilo griego—, y los paisajes y edificios aparecían vagos y difuminados. Luego había una hilera de botones señalada en su conjunto como «Plats», y otra como «Tid», que parecían controlar la época y el lugar de los dibujos. Por ejemplo, cuando apretó «Egyptisk» y «Gammal», juntamente con «Folk», «Byggnader» y, por pura intuición, la palabra que había decidido que significaba «religión», obtuvo un cuadro de algunos sacerdotes obviamente egipcios inclinándose ante una gran estatua de Horus. ¡Por fin había algo allí!
Al día siguiente, Fish volvió a clavar las cajas, dejando sueltas las tablas de la parte superior para poder quitarlas fácilmente cuando deseara utilizar las máquinas. Durante esta tarea encontró el folleto amarillo que había tirado. En él había diagramas, algunos de los cuales tenían sentido y algunos no, pero el texto estaba impreso en el mismo idioma desconocido. Fish guardó el folleto en un cajón, debajo de un montón de ropa sucia, y se olvidó de él. Gruñendo y sudando, logró empujar las cajas más pequeñas hasta los rincones, y colocó los muebles de manera que quedara espacio para adosar la mayor a una de las paredes. El aspecto de la habitación seguía siendo horrible, pero al menos Fish podía moverse, y recibir a sus clientes, y contemplar de nuevo la televisión.
Todos los días almorzaba en el pequeño restaurante, o al menos entraba en él unos instantes, y todos los días, cuando Dave le veía entrar, sacudía negativamente la cabeza. Luego Fish pasaba la tarde en casa, sentado delante de un vaso de cerveza, acompañado ocasionalmente de una bolsa de cacahuetes o de almendras saladas, contemplando cómo dibujaba la máquina. Gastó todas las hojas de la caja amarilla, y empezó a utilizarlas por la otra cara.
Pero la falta de ingresos se estaba convirtiendo en un problema y, tras largas meditaciones, Fish construyó una «caja mágica» y la utilizó con sus dibujos egipcios —tenía una docena, todos de dioses distintos, pero después del primero la máquina no dibujó ningún otro sacerdote—, para mostrar a los clientes lo que habían sido en encarnaciones anteriores. Empezó a ganar un poco más de dinero, y en un par de ocasiones su instinto le dijo que podía aumentar el precio de la consulta a cuenta de los dibujos, pero aquello era dinero para gastos, y nada más. Fish sabía que había millones en el asunto, casi podía olerlos, pero ¿dónde?
En un momento determinado se le ocurrió que podía patentar la máquina y venderla. Lo malo era que no tenía la menor idea de cómo funcionaba la máquina. Parecía como si las máquinas pequeñas tuvieran cuadros en su interior, o fragmentos de cuadros, y la máquina grande los reuniera… ¿cómo? Carcomido por la impaciencia, Fish volvió a apartar la caja grande de la pared, retirando los muebles que le estorbaban, y hurgó en las negras y lisas superficies laterales de la máquina para averiguar si existía algún modo de abrirla.
Al cabo de unos instantes sus dedos encontraron dos leves depresiones en el metal; empujó experimentalmente, luego apretó hacia arriba, y la plancha lateral de la máquina quedó en sus manos.
No pesaba casi nada. Fish la dejó a un lado y examinó dubitativamente el interior de la máquina. La oscuridad era absoluta, aparte de unas manchas muy diminutas de luz, como polvo de mica colgando inmóvil. Ni cables, ni nada. Fish colocó una hoja de papel en la máquina y pulsó el interruptor. Luego se agachó. Las diminutas manchas de luz parecieron moverse lentamente, al compás de los brazos que dibujaban. Pero, de todos modos, la oscuridad que reinaba en el interior de la máquina no parecía normal.
Apoyándose en la parte delantera de la máquina, Fish tocó otra leve depresión y, de un modo inconsciente, sin proponérselo, empujó hacia arriba. La plancha frontal cayó, y la otra lateral con ella.
Fish retrocedió frenéticamente para no ser alcanzado, pero la parte superior de la máquina no cayó. Permaneció allí, firme como una roca, a pesar de que sólo se apoyaba en la plancha de atrás.
Y debajo nada. Ninguna armazón, sólo oscuridad, con las pequeñas estrellas girando lentamente mientras la máquina dibujaba.
Fish recogió apresuradamente las planchas y volvió a colocarlas. Encajaron fácil y perfectamente, sin que pudiera verse ninguna grieta entre ellas.
Después de aquello, Fish volvió a montar la caja y se juró a sí mismo que no volvería a examinar el interior de la máquina.
Dave, al otro lado del mostrador, se acercó apresuradamente a Fish.
—¡Doctor! ¿Dónde ha estado metido? —Se estaba secando las manos en el delantal y sonreía nerviosamente, con un extraño brillo en los ojos. Un cliente sentado al otro extremo del mostrador alzó la mirada y luego siguió masticando con la boca abierta.
—Bueno, he tenido que hacer un montón de cosas —empezó Fish maquinalmente. Luego pareció reaccionar—. ¡Un momento! ¿Quieres decir…?
Dave pescó un sobre blanco y alargado en el bolsillo de atrás de su pantalón.
—¡Llegó ayer! ¡Vea!
El sobre crujió en sus nerviosos dedos. Sacó una hoja de papel doblada, y Fish se apoderó de ella. Dave se inclinó sobre el mostrador, respirando ruidosamente, mientras Fish leía:
ESTIMADO SEÑOR WILMINGTON:
Nos complace muchísimo informarle de que su dibujo ha obtenido el Primer Premio en el Concurso para el Mural del Centro Ciudadano de San Gabriel. En opinión del Jurado, la clásica sencillez de su boceto, aunada a su dominio de la técnica, lo hacen muy superior a todos los que se han presentado.
Adjuntamos un cheque por un importe de tres mil dólares (3,000.00 $)…
—¿Dónde está? —gritó Fish, alzando la mirada.
—Aquí —dijo Dave, con una sonrisa que pareció dolorosa, exhibiendo un rectángulo de papel de color salmón. El texto impreso en rojo decía: «EXACTAMENTE, 3,000.00 DÓLARES»»»»».
Fish palmeó el hombro de Dave, y Dave palmeó el hombro de Fish, el cual volvió a fijar su atención en la carta.
… el resto será pagado cuando el boceto sea ejecutado a satisfacción del Comité…
—¿Ejecutado? —dijo Fish, sintiendo evaporarse su entusisamo—. ¿Qué significa eso? Dave, ¿qué quiere decir aquí, donde dice…?
—Cuando él pinte el mural en la pared.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser, doctor? Su sobrino, George Wilmington. Verá, cuando él pinte el mural…
—Oh —dijo Fish—. Bueno, verás, Dave, el hecho es…
El alargado rostro de Dave asumió una expresión solemne.
—Oh, no había pensado en ello. ¿Quiere decir usted que no se ha recuperado aún lo suficiente para pintar?
Fish sacudió la cabeza tristemente.
—No. Es terrible, Dave, pero… —Dobló el cheque con aire ausente y lo deslizó en su bolsillo.
—Pensé que usted había dicho, quiero decir, que no era nada grave…
Fish continuó sacudiendo la cabeza.
—Lo había dicho, pero resulta que la cosa es más seria de lo que creían. Y ahora no saben cuándo podrá volver a pintar.
—Oh, doctor —dijo Dave, abrumado.
—Así están las cosas. A veces, los médicos no son tan entendidos como quieren hacernos creer, Dave. —Fish seguía contemplando fijamente la carta, sin escuchar apenas el sonido de su propia voz. Será pagado cuando el boceto sea ejecutado…—. Un momento —dijo, interrumpiendo los murmullos de conmiseración de Dave—. Aquí no dice quién tiene que ejecutarlo, ¿no es cierto? ¿Te has fijado? Aquí dice «cuando el boceto sea ejecutado».
—¿Puedes traerme un vaso de agua? —llamó el cliente.
—En seguida le atiendo. Mire, doctor creo que se le ha ocurrido una idea. —Dave se deslizó a lo largo del mostrador, sin dejar de hablar—. Desde Luego, cualquiera podría subir a un andamio y pintar el mural… me refiero a un artista competente, desde luego. Bueno, yo mismo lo haría, si a George no le importara, claro. Y si el Comité quedaba satisfecho, bueno, sería una oportunidad para mí. —Sirvió el agua al cliente, pasó un paño por el mostrador sin prestar demasiada atención a lo que hacía, y regresó junto a Fish.
Fish se inclinó sobre el mostrador, mesándose la barba, con el ceño fruncido. «Wilmington» no era más que un nombre. Dave podía desempeñar el papel, y en cierto sentido sería mucho mejor, porque le permitiría a Fish permanecer en un segundo plano, sin tener que dar la cara. Por otra parte, si se decidían a hacerlo, Dave sería Wilmington, y podría ocurrírsele la idea de que el dinero era suyo…
—Bueno, Dave —dijo—, ¿eres un buen artista?
Dave se mostró desconcertado.
—Bueno, doctor, me pone usted en un apuro… pero, de todos modos, a ellos les gustó mi interpretación del boceto, ¿no es cierto? Utilicé el color anta como fondo, con un difuminado en rosa para alegrarlo un poco, ¿sabe? Y, bueno, si lo hice sobre el papel, podría hacerlo sobre una pared.
—¡No se hable más del asunto! —dijo Fish jovialmente, y palmeó el hombro de Dave—. George no lo sabe aún, pero acaba de contratar a un ayudante.
Una esbelta figura femenina salió súbitamente de detrás de una palmera plantada en un tiesto y se acercó a él.
—¿Señor Wilmington? Si pudiera dedicarme usted unos minutos…
Fish se detuvo, y una de sus manos ascendió hacia su mentón en el antiguo gesto, a pesar de que se había afeitado la barba hacía más de un año. Sin ella se sentía como desnudo, y sus facciones tendían a una especie de tic cuando le pillaban así, por sorpresa.
—Bueno, sí, uh, señorita…
—Me llamo Norma Johnson. Usted no me conoce, pero tengo aquí algunos dibujos…
La joven llevaba una gran carpeta negra atada con cintas.
Fish se sentó a su lado y examinó los dibujos. No le parecieron malos, pero sí vulgares, como la mayor parte de los que él mismo producía. Lo que a él le gustaba eran los cuadros con algo de carne en ellos, como los de Norman Rockwell, pero la única vez que dedicó la máquina a dibujar algo como aquello, su agente —¡el primero, Connolly, aquel estafador!— le había dicho que no había ningún mercado para aquellas «porquerías».
Los dedos de la joven estaban temblando. Tenía la piel muy blanca, los cabellos negros y unos ojos grandes y expresivos. Dio la vuelta al último de los dibujos.
—¿Cree usted que valen algo? —preguntó.
—Bueno, verá, hay mucho espíritu en ellos —dijo Fish, prudentemente—. Y un sentido excelente del dibujo.
—¿Revelan algún talento?
—Bueno…
—Verá, el caso es —dijo la joven rápidamente— que mi tía Marie quiere que me quede aquí en Santa Mónica, y yo no quiero quedarme. De modo que hemos llegado a un acuerdo: si usted dice que tengo verdadero talento, me enviará a estudiar al extranjero. Pero si usted dice que no lo tengo, renunciaré.
Fish observó a la joven con más atención. Llevaba las uñas cortas pero muy cuidadas. Vestía un traje chaqueta azul marino y una blusa blanca; usaba un perfume delicado.
Fish olfateó dinero.
Dijo:
—Bueno, querida, permítame que lo exprese de esta manera: puede usted ir a Europa v gastar un montón de dinero… diez mil, veinte mil dólares. —La joven le miraba sin parpadear—. Cincuenta mil —dijo Fish delicadamente—. Pero ¿qué ganaría con ello? Aquellos individuos no saben tanto como les gusta hacer creer a la gente.
La joven buscó a ciegas su bolso y sus guantes.
—Comprendo —dijo, y se puso en pie para marcharse.
Fish posó una mano regordeta sobre el brazo de la joven.
—Lo que yo sugeriría —dijo—, es lo siguiente: ¿Por qué no se queda a estudiar conmigo durante un año, por ejemplo?
Los grandes ojos de la joven se agrandaron todavía más.
—Oh, señor Wilmington, ¿lo haría usted?
—Bueno, cualquiera con el talento que revelan esos dibujos —Fish palmeó la cartera que reposaba sobre las rodillas de la joven—; bueno, tenemos que hacer algo, porque…
La joven se puso en pie, muy excitada.
—¿Querrá usted decirle eso a mi tía Marie?
Fish se alisó la pechera de su camisa color rosa.
—Con mucho gusto, querida, con mucho gusto.
—Está aquí mismo, en la antesala.
Fish siguió a la joven y conoció a la tía Marie, que era una mujer guapetona de unos cincuenta años, algo rolliza pero elegantemente vestida. Acordaron que Norma alquilaría un estudio cerca de la casa del señor Wilmington en Santa Mónica, y que el señor Wilmington visitaría el estudio de Norma varias veces por semana y otorgaría a la joven los beneficios de su gran experiencia, a cambio de diez mil dólares anuales. Era, tal como puntualizó Fish, menos de la mitad de lo que solía obtener ahora por un encargo importante; pero, a fin de cuentas, no era una suma para despreciar. Murales, anuncios institucionales, diseños textiles, ventas privadas a coleccionistas… todo ayudaba.
Lo único que realmente preocupaba a Fish era la propia máquina. Ahora la tenía en una habitación interior, celosamente cerrada, de la mansión que había alquilado: veinte habitaciones, amueblada, una impresionante vista del Océano Pacífico, varios salones para fiestas… Hasta cierto punto, podía manejar a la máquina como si fuera un juguete. Había llegado a aprenderse de memoria cada uno de las docenas de botones marcados en las máquinas «Bank», y combinándolos adecuadamente podía obtener cualquier tipo de dibujo que deseara. Por ejemplo, aquel encargo de unas vidrieras para una iglesia: «Religión», «Personas», «Palestina», «Antigüedad», y listo.
El problema consistía en que la máquina no dibujaba dos veces la misma cosa en un cuadro. En aquellas vidrieras para la iglesia, obtuvo una imagen de Cristo y no pudo obtener otra, por mucho que lo intentó, de modo que tuvo que rellenar la vidriera con santos y mártires. A veces, por la noche, para su propia diversión, confundía deliberadamente a la máquina: por ejemplo, pulsaba el botón de «Figuras históricas», y luego el de «Romantisk» —que parecía ser el nombre de la época actual para la máquina—, y finalmente el de «Overdrive», y contemplaba los rostros famosos apareciendo con unas narices enormes y unos dientes como estacas de cercas.
O pulsaba el botón «Amor», y luego los de diversas épocas y lugares interesantes: la antigua Roma le proporcionaba algunas escenas picantes, y Samoa era todavía mejor.
Pero cada vez que hacía esto, la máquina iba produciendo menos dibujos hasta no producir absolutamente ninguno.
¿Incluía acaso algún tipo de censor? ¿Desaprobaba lo que él hacía?
Fish no dejaba de pensar en la extraña conducta de aquellos hombres de los uniformes púrpura cuando le entregaron la máquina. La dirección era correcta… ¿Estaría equivocada la época? Sea como fuere, Fish sabía que la máquina no le estaba destinada. ¿Para quién estaba destinada, pues? ¿Y qué era un «dvich»?
Allí estaban las ocho piezas: seis «banks», la máquina principal, y otra que Fish había descubierto que ampliaba cualquier detalle de un dibujo hasta convertirlo en un dibujo independiente. Y él podía manejar todo aquello. Podía manejar los controles que gobernaban la complejidad o la sencillez de un dibujo, darle más o menos profundidad, cambiar su estilo y su trazo. Los únicos botones de los que no estaba seguro eran los tres rojos marcados «Utplana», «Torka» y «Avsla». Ninguno de ellos parecía hacer nada. Los había situado a los tres en todas las posiciones posibles, y no parecían establecer ninguna diferencia. Al final los había dejado como habían estado al principio: «Torka» conectado, los otros dos sin conectar, a falta de una idea mejor. Pero siendo tan grandes y rojos, tenían que ser importantes.
Los encontró mencionados en el folleto, también: Utplana en teckning, press knappen «Utptana». Avlagsna ett mönster fran en bank efter anvandning, press knappen «Torka». Avsla en teckning innan slutsatsen, press knappen «Avsla».
Press knappen, press knappen, aquello debía ser «apretar botón». Pero ¿cuándo? Y aquello de «monster» le ponía un poco nervioso. Hasta entonces había estado de suerte logrando descubrir cómo funcionaba la máquina sin ningún accidente. Pero supongamos que todavía hubiera algo que pudiera salir mal… supongamos que el folleto fuera una advertencia…
Fish paseó inquieto por la casa vacía… vacía y sucia, porque Fish no había querido contratar a ningún sirviente. Nunca se sabe quién va a espiarle a uno. Una mujer acudía dos veces por semana para limpiar lo más indispensable, y de vez en cuando Fish invitaba a un par de muchachas a una fiesta en privado, pero siempre las despedía a la mañana siguiente. Estaba ocupado, desde luego, viendo a mucha gente, viajando mucho, pero cuando decidió convertirse en Wilmington tuvo que prescindir de todos sus antiguos amigos, y no se atrevía a contraer nuevas amistades por miedo a traicionarse en un momento de abandono. El hecho era, maldita sea, que no era feliz. ¿De qué le servían todo el dinero que estaba acumulando, todas las cosas que compraba, si no le hacían feliz? En cualquier caso, aquellas acciones petrolíferas pronto empezarían a rendir dividendos —el vendedor le había asegurado que las perforadoras se encontraban ya a menos de cien metros del petróleo—, y entonces sería millonario; podría retirarse… trasladarse a Florida o a algún otro lugar.
Se detuvo delante de su escritorio en la biblioteca. El folleto amarillo estaba aún allí, abierto. El caso era, suponiendo que se tratara de un idioma conocido por alguien, ¿a quién podía arriesgarse a mostrárselo? ¿En quién podía confiar?
Se le ocurrió una idea, y se inclinó sobre el folleto, contemplando las páginas amarillas con su incomprensible texto. Después de todo, él había traducido ya al azar algunas de las palabras; no tenía que enseñarle a nadie todo el libro, ni siquiera una frase completa… Sí, Fish estaba suscrito a la colección de lujo de la Encyclopædia Britannica, y con cada uno de los volúmenes le llegaba un anuncio de un servicio de información… tenía que estar por aquí, en alguna parte. Rebuscó en varios cajones y finalmente se sentó delante de su escritorio con un bloc de cuartillas y una hoja de sellos amarillos engomados.
Tras masticar muchos cigarros, escribiendo y tachando, pasó a máquina lo siguiente:
Muy señores míos:
Les ruego que me informen a qué idioma pertenecen las palabras que incluyo a continuación, y también lo que significan. Les ruego que presten a este asunto toda su atención, ya que me corre mucha prisa.
Y a continuación escribió todas las palabras dudosas del párrafo acerca de los botones rojos, mezclándolas astutamente para que nadie pudiera barruntar en qué orden figuraban en el folleto. Sintiéndose un poco estúpido, dibujó cuidadosamente los diminutos círculos que aparecían encima de algunas aes. Introdujo la carta en un sobre, escribió la dirección, pegó uno de los sellos amarillos al sobre, y fue a echarlo al correo antes de que pudiera arrepentirse.
—Mi pregunta es meramente retórica y motivada por una simple curiosidad científica —le dijo Fish al joven físico, gritando para hacerse oír por encima del zumbido de las conversaciones de los invitados a la cocktail-party—. ¿Podría construir usted una máquina capaz de dibujar?
A través de los cristales de sus gafas, el rostro del joven se le aparecía como difuminado. Se había tomado tres martinis y, ¡diablos!, estaba flotando. Pero con pleno dominio de todos sus sentidos, desde luego.
—Bueno, ¿dibujar qué? Si se refiere a mapas y gráficos, desde luego, o algo como un pantógrafo, para ampliar…
—No, no. Dibujar cosas bellas. —La última palabra le salió un poco farfullante. Fish volvió a mecerse hacia adelante y hacia atrás—. Una pregunta meramente retórica —repitió. Depositó su vaso con precisión sobre una bandeja que pasaba y cogió otro lleno, derramando un poco de líquido helado sobre su muñeca. Bebió un sorbo para no derramar más.
—Oh. Bueno, en ese caso, no. Yo diría que no. Supongo que se refiere usted a unos dibujos originales, no a la reproducción de algo previamente programado. Bueno, eso exigiría, en primer lugar, un banco de memoria increíblemente enorme. Si, por ejemplo, quisiera usted que la máquina dibujara un caballo, tendría que saber qué aspecto tiene un caballo desde todos los ángulos y en todas las posiciones. Luego tendría que escoger el mejor entre diez mil o veinte mil millones, y dibujarlo en proporción con el resto del dibujo, y así sucesivamente. Luego, si por añadidura deseaba usted belleza, supongo que la máquina tendría que considerar la interrelación entre las diversas partes del dibujo, basándose en algún tipo de principio estético. Yo no sabría cómo resolverlo.
Fish hurgó en su vaso, en busca de su aceituna.
—Digamos que es imposible, ¿eh? —dijo.
—Bueno, con las técnicas actuales, sí. Supongo que dentro de un par de siglos el arte habrá dejado de ser un negocio. —El rostro difuminado sonrió, y el joven alzó su vaso.
—Ah —dijo Fish, posando una mano sobre la solapa del joven para apoyarse y al mismo tiempo impedir que el otro se alejara del rincón—. Ahora, supongamos que yo tuviera una máquina como ésa. Y supongamos que la máquina olvidara cosas. ¿Cuál sería el motivo?
—¿Olvidar cosas?
—Eso he dicho.
Con una funesta sensación de que estaba hablando demasiado, Fish se disponía a continuar, pero una repentina mano sobre su brazo le redujo al silencio. Era uno de los jóvenes brillantes: traje perfecto, dientes perfectos, pañuelo perfecto en el bolsillo superior de la americana.
—Señor Wilmington, sólo quería felicitarle por lo maravilloso de su nuevo mural. Un pie enorme. No sé lo que significa, pero el diseño es maravilloso. Tiene que acudir un día de estos a Fila Siete y explicarlo.
—Nunca voy a la televisión —dijo Fish, frunciendo el ceño. Había estado eludiendo invitaciones como esta durante casi un año.
—Oh, es una lástima. Encantado de haberle saludado. Oh, a propósito, alguien me pidió que le dijera que le habían llamado por teléfono. Le han pasado la comunicación aquí —agitó una mano, y se alejó.
Fish se disculpó e inició la aventura de cruzar la habitación. El teléfono reposaba sobre una de las mesas laterales y le dirigió una negra mirada. Fish lo empuñó airosamente.
—¿Sí-í?
—¿Doctor Fish?
El estómago de Fish empezó a llenarse de nudos. Depositó el vaso sobre la mesa.
—¿Quién habla? —preguntó; en tono inexpresivo.
—Soy Dave Kinney, doctor.
Pisk suspiró, aliviado.
—Oh, Dave. Creí que estabas en Boston. Bueno, supongo, que estás en Boston, pero la conexión…
—Estoy aquí, en Santa Mónica. Mire, doctor, ha ocurrido algo que…
—¿Cómo? ¿Qué estás haciendo aquí? Espero que no habrás abandonado la escuela, porque…
—Son las vacaciones de verano, doctor. Bueno, el hecho es que estoy en el estudio de Norma Johnson.
Fish se inmovilizó con el negro teléfono en la mano y no dijo nada. El silencio zumbó en los cables.
—¿Doctor? La señora Prentice está aquí también. Hemos estado hablando, y creemos que debería usted venir y explicar unas cuantas cosas.
Fish tragó saliva con dificultad.
—Doctor, ¿me oye usted? Creo que debería usted venir. Ellas han hablado de llamar a la policía, pero yo deseaba darle a usted primero una oportunidad, de modo que…
—No tardaré en llegar —dijo Fish con voz ronca.
Colgó el receptor y permaneció inmóvil unos instantes, apretándose las sienes con las manos. ¡Oh, Señor, tres —no, cuatro— martinis, y tenía que ocurrir esto! Se sentía mareado. Todo el mundo parecía estar de pie sobre la alfombra verde con el cuerpo ligeramente ladeado, todos los jóvenes brillantes con sus espectaculares chaquetas de verano, y las mujeres con sus vestidos de cocktail de tonos pastel y radiantes y falsas sonrisas en sus rostros. ¿Qué les importaba a ellos si lo único que Fish podía obtener ahora de la máquina eran partes de cuerpos? Lo último había sido un gran puño cerrado, y ahora un pie, y el Comité no había dejado de protestar. Protestaron mucho, pero tuvieron que aceptarlo, porque ya habían anunciado que la cosa estaba en marcha. Y esta mañana había llamado su agente. Un grupo religioso de Indiana deseaba bocetos de muestra. Tenía que resolver aquel problema… y ahora esto. ¡Dios mío! ¿Por qué no se habría quedado Dave en Boston, y cómo diablos había llegado a conocer a Norma?
Uno de los reporteros presentes se apartó del bien surtido bufete y se interpuso en el camino de Fish cuando éste se dirigía apresuradamente hacia la puerta.
—Oh, señor Wilmington, ¿cuál diría usted que es el verdadero significado de aquel pie?
—Déjeme en paz —respondió Fish en tono desabrido, alejándose.
Tomó un taxi hasta su casa, le dijo al conductor que esperase, se duchó rápidamente y se bebió una taza de café muy cargado, y volvió a salir, preocupado pero no tan borracho como antes. Aquellos malditos combinados… No tenía defensas contra ellos, acostumbrado a beber únicamente cerveza. Las cosas iban mucho mejor en Platt Terrace. ¿Cómo diablos se había dejado arrastrar a este absurdo juego del arte?
Tenía el estómago vacío. No había almorzado, recordó.
Y ahora era demasiado tarde. Se revistió de valor y pulsó el timbre.
Dave abrió la puerta. Fish le acogió con exclamaciones de placer, sacudiendo su lacia mano.
—¡Dave, muchacho! ¡Cuánto me alegro de verte! Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, ¿verdad? —Sin esperar una respuesta, irrumpió en el estudio. Era un lugar gris, sin ventanas, que siempre le había puesto nervioso; en vez de techo había una gran claraboya en plano inclinado, muy arriba; la luz se filtraba fría e incolora a través de los paneles transparentes. Había un caballete en un rincón, y algunos dibujos colgados de las desnudas paredes. En el extremo más lejano, Norma y su tía estaban sentadas en el diván tapizado en rojo—. Norma, ¿cómo estás, querida? Y, señora Prentice… ¡esto es un verdadero placer!
La última frase no le resultó difícil de decir: la señora Prentice tenía un aspecto realmente agradable con aquel vestido nuevo de color azul marino. Fish había empezado a desplegar su antiguo encanto, y creyó ver que los ojos de la dama brillaban de placer. Pero fue un brillo fugaz, y la expresión de la señora Prentice volvió a endurecerse.
—¿Qué hay de cierto en lo que me han dicho de que no viene usted nunca a visitar a Norma? —preguntó.
Fish se mostró profundamente sorprendido.
—¿Cómo? ¿Qué? Norma, ¿no se lo has explicado a tu tía?
Discúlpeme un momento —Fish pasó revista rápidamente a los dibujos colgados de la pared—. Bueno, son realmente buenos, Norma; se nota una gran mejoría. La simetría, ¿te das cuenta?, y el flujo dinámico…
Norma dijo:
—Esos dibujos tienen más de tres meses. —Llevaba una camisa de hombre y un guardapolvo azul, y parecía haber llorado recientemente, pero su rostro estaba cuidadosamente maquillado.
—Bueno, querida, yo quería volver, incluso después de lo que me dijiste. Vine un par de veces, en realidad, pero no contestaste a mi llamada.
—Eso no es verdad.
—Bueno, supongo que habrías salido —dijo Fish alegremente. Se volvió hacia la señora Prentice—. Norma estaba trastornada, ¿sabe? —Bajó la voz—. Un mes después de haber empezado, me dijo que me marchara y que no volviera.
Dave se había deslizado hasta el fondo de la habitación, arrimado a la pared. Se sentó al lado de Norma, sin hacer ningún comentario.
—¡Aceptar el dinero de la pobre niña a cambio de nada! —dijo la señora Prentice vehementemente—. ¿Por qué no se lo ha devuelto?
Fish empujó una silla plegable y se sentó cerca de la señora Prentice.
—Señora Prentice —dijo, muy sereno—, no quería que Norma cometiera un error. Le dije que se atuviera a lo que habíamos acordado y estudiara conmigo durante un año, le dije, al término del cual, si no estaba satisfecha, le devolvería hasta el último centavo.
—Usted no me enseñaba nada —dijo Norma, con una nota histérica en su voz.
Fish la miró con una expresión de comprensiva paciencia.
—Se presentaba aquí —continuó Norma—, echaba una ojeada a mis dibujos y decía: «Este está cargado de sentimiento», o «La simetría es buena», o alguna tontería por el estilo. Llegué a ponerme tan nerviosa que ni siquiera podía dibujar. Entonces me decidí a escribirte, tía María, pero estabas en Europa. Dios mío, tenía que hacer algo, ¿no? —Tenía las manos fuertemente entrelazadas sobre su regazo.
—Tranquilízate, nena —murmuró la señora Prentice, y apretó cariñosamente el brazo de su sobrina.
—He estado asistiendo a las clases diurnas del Centro de Arte —dijo Norma entre dientes—. Era lo único que podía permitirme.
Los ojos de la señora Prentice chispearon de indignación.
—Señor Wilmington, no creo que tengamos que discutir esto durante mucho más tiempo. Quiero que me devuelva el dinero que le pagué. Resulta bochornoso que un artista tan conocido como usted se rebaje a…
—Doctor —intervino Dave bruscamente—, va usted a devolver ese dinero en seguida. —Se inclinó hacia adelante para hablarle a la señora Prentice—. Si quiere saber cuál es su verdadero nombre, se llama Fish. Al menos, así se llamaba cuando yo le conocí. Todo este asunto es una farsa. Fish no tiene nada de artista. El verdadero George Wilmington es su sobrino, un pobre inválido que vive en Wisconsin. El doctor ha estado dando la cara por él, porque el muchacho está demasiado enfermo para soportar la publicidad y todo eso. Esta es la verdad. Al menos, toda la verdad que yo conozco.
Fish suspiró, abrumado ante tamaña ingratitud.
—Dave, ¿es esa la manera de manifestar tu agradecimiento por haberte hecho ingresar en la escuela de arte?
—Usted me hizo ingresar, es cierto, pero no le costó ni un centavo. Me lo ha dicho el propio director. Supongo que lo que usted quería era quitarme de en medio, para que no hablara demasiado. Pero cuando conocí a Norma, ayer, en casa de usted…
—¿Qué? ¿Cuándo fue eso?
—Alrededor de las diez. —Fish parpadeó; a aquella hora estaba acostado y no había querido contestar al timbre. Si lo hubiera sabido…—. Usted no estaba en casa, de modo que empezamos a hablar, y… Bueno, hacerse pasar por su sobrino es una cosa… pero ¡prometerle a alguien que le enseñará a dibujar, cuando es usted incapaz de trazar un línea!
Fish levantó una mano.
—Un momento, Dave, hay un par de cosas que ignoras. Dices que mi verdadero nombre es Fish. ¿Has visto mi certificado de nacimiento, o sabes de alguien que me conozca desde la infancia? ¿Cómo te enteraste de que me llamo Fish?
—Bueno, usted me lo dijo…
—Es cierto, Dave, te lo dije yo. Y tú dices que el verdadero George Wilmington es un inválido que vive en Wisconsin. ¿Le has visto alguna vez, Dave? ¿Has estado alguna vez en Wisconsin?
—Bueno, no, pero…
—Yo tampoco. No, Dave —bajó la voz solemnemente—, todo lo que te conté era mentira. Lo admito.
Ahora era el momento oportuno para una lágrima. Fish pensó en los acreedores, en los problemas con la máquina, en el vendedor de acciones petrolíferas que había desaparecido con su dinero, en los abogados que le estaban robando descaradamente tratando de recuperar aquel dinero, en la ingratitud de todo el mundo. Un cálido reguero se deslizó por su mejilla. Inclinando la cabeza, Fish se frotó el rostro con los nudillos.
—Bueno, ¿qué? —dijo Dave, desconcertado.
Con un esfuerzo, Fish dijo:
—Tenía motivos. Ciertos motivos. Resulta… resulta difícil para mí hablar de ellos. Señora Prentice, me pregunto si podría verla a usted a solas unos instantes.
La señora Prentice se había inclinado un poco hacia adelante, mirándole con aire preocupado. Nunca fallaba; una mujer como aquella no podía soportar el ver llorar a un hombre.
—Bueno, por mí no hay inconveniente —dijo Norma, poniéndose en pie. Echó a andar, y Dave la siguió. La puerta se cerró tras ellos.
Fish se sonó la nariz, se secó ostensiblemente los ojos, se dominó con un visible esfuerzo, y se guardó el pañuelo.
—Señora Prentice, no creo que sepa usted que soy viudo. —Los ojos de la dama se abrieron un poco más—. Es cierto, perdí a mi querida esposa. No acostumbro a hablar de ello, en realidad, pero hay algo… tengo la impresión… ignoro si ha pasado usted por un trance semejante, señora Prentice.
Ella dijo nerviosamente:
—¿No se lo contó Norma? Soy viuda, señor Wilmington.
—¡No! —exclamó Fish—. Ya le he dicho que sentía algo… una especie de vibración. Bueno, señora Prentice (¿puedo llamarla Marie?), después de tan dolorosa pérdida —ahora era el momento oportuno para otra lágrima; una vez había salido la primera, las otras brotaban fácilmente—, quedé destrozado. No me quedaba ningún aliciente, no deseaba vivir. Durante un año no pude tocar un lápiz. E incluso ahora no puedo trazar una sola línea si hay alguien mirándome.
Bueno… ese es el motivo de todo este lío. Esa historia acerca de mi sobrino fue algo que inventé para hacer las cosas un poco más fáciles. Eso es lo que yo creía. Pero soy muy torpe cuando se requiere un poco de tacto. Soy como un toro en un armario de loza, Marie, si entiende lo que quiero decir. Esa es toda la historia.
Fish se sentó, y volvió a sonarse vigorosamente la nariz.
Los ojos de la señora Prentice estaban húmedos, pero su bello rostro tenía una expresión cautelosa.
—No sé qué pensar, señor Wilmington, sinceramente. Dice usted que no puede dibujar en público…
—Llámeme George. Verá, es lo que los psicólogos llaman un trauma.
—Bueno, creo que hay una solución. Yo salgo de aquí durante unos minutos, y usted dibuja algo. ¿No le parece…?
Fish estaba sacudiendo la cabeza tristemente.
—Es algo peor de lo que le he dicho. No puedo dibujar en ninguna parte, excepto en una habitación de mi casa… En mi subconsciente, he llegado a asociarla con la imagen de mi adorada esposa, como una especie de idea fija. —Fish tragó saliva, pero se decidió en contra de una tercera lágrima—. Lo siento, lo haría por usted si pudiera, pero…
La señora Prentice permaneció en silencio unos instantes, meditando.
—Entonces, podemos hacer otra cosa señor Wilmington. Usted se marcha a su casa y dibuja algo: un boceto de mi rostro, de memoria. Creo que cualquier artista competente podría hacer eso…
Fish vaciló, no atreviéndose a decir que no.
—Creo que eso resolverá la cuestión. Usted no podría conseguir una fotografía mía y enviarla a Wisconsin… no tendría tiempo. Le concedo, oh, media hora.
—¿Media…?
—Es suficiente, ¿verdad? De modo que cuando vaya a visitarle, dentro de media hora, si tiene usted un boceto mío, en el que cualquiera pueda reconocerme, sabré que está diciendo la verdad. En caso contrario…
Atrapado, Fish hizo de tripas corazón. Se puso en pie con una confiada sonrisa.
—Bueno, acepto el trato, particularmente teniendo en cuenta que nunca podría olvidar su rostro. Y quiero que sepa lo aliviado que me siento después de haber hablado con usted, dicho sea de paso, y… bueno, será mejor que me marche y empiece ese dibujo. La espero a usted dentro de media hora… Marie —Fish se detuvo en la puerta.
—Allí estaré… George —dijo la señora Prentice.
Gruñendo y maldiciendo, Fish irrumpió en la casa cerrando puertas de golpe detrás de él. El lugar estaba hecho un asco —almohadones y periódicos tirados por todo el cuarto de estar— pero no importaba, ella podría casarse con él para ordenar su hogar. El caso era —Fish abrió la habitación privada, destapó febrilmente la máquina grande, y empezó a apretar botones en uno de los bancos—, el caso era conseguir aquel boceto. Una probabilidad entre cien. Pero era preferible a no tener ninguna. Puso en marcha la máquina y la contempló con desesperada impaciencia mientras los brazos aparecían y colgaban inmóviles.
¡Un rostro… y un parecido! La única esperanza que tenía era componerlo a base de fragmentos diversos. En la máquina no quedaba nada que sirviera para el caso, sólo cosas inútiles, partes mecánicas y arquitectónicas, y algunos restos de anatomía. Fish rogó que hubiera lo suficiente para una cara más. Y que la cara tuviera algún parecido con la de Marie.
De pronto, la máquina emitió un chasquido y empezó a trazar una línea. Fish se inclinó sobre ella ansiosamente, contemplando cómo el movimiento combinado de los dos pivotes giratorios traducían el impulso recto del brazo en una línea sutil. Algo agradable de contemplar, aunque a Fish no llegara a gustarle nunca lo que hacía. Ahora, uno de los brazos se levantaba y retrocedía. ¡Una nariz! ¡Estaba dibujando una nariz!
Era una nariz de tipo griego, bien formada pero carnosa, sin demasiado parecido con la aguileña nariz de Marie, pero no importaba, él podría convencer a la dama: si le daban la materia prima, siempre podía vender. El caso era conseguir cualquier tipo de rostro femenino, mientras no fuera feo.
¡Vamos, un ojo, ahora!
Pero los brazos se detuvieron y volvieron a colgar inmóviles. La máquina zumbaba plácidamente, las esferas estaban iluminadas… pero no ocurría nada.
Devorado por la impaciencia, Fish consultó su reloj, lo golpeó con la palma de la mano, gruñó, blasfemó, y salió rápidamente de la habitación. Últimamente, la máquina perecía inmóvil durante unos minutos, como si tratara y tratara de funcionar sin conseguirlo, y luego, de repente, click, volvía a ponerse en marcha. Fish regresó apresuradamente, miró —no pasaba nada aún— y salió de nuevo, buscando algo que hacer.
Por primera vez observó que había algunas cartas en el buzón de la puerta. La mayor parte de ellas eran facturas. Las tiró detrás del sofá del cuarto de estar, pero había un sobre largo y abultado con el membrete «Servicio de Investigación Bibliotecaria de la Encyclopædia Britannica» en una esquina.
Había pasado tanto tiempo, que Fish tardó unos instantes en recordar. Un par de semanas después de haber enviado su carta recibió una tarjeta postal muy cortés acusando recibo de su petición; desde entonces, habían transcurrido varios meses. En algún momento, Fish había decidido que no recibiría ninguna respuesta. Aquel idioma no existía… Bueno, veamos, Fish abrió el sobre por uno de los extremos.
Sus ojos inquietos se posaron en el reloj del comedor. ¡Atención a la hora! Sin soltar el sobre, se precipitó de nuevo hacia la habitación privada. La máquina continuaba inmóvil zumbando, iluminada. En el papel sólo había una noble nariz.
Fish golpeó uno de los lados de la gran máquina, sin ningún resultado excepto para su puño, y luego la parte superior del banco que estaba utilizando. Nada. Fish se alejó, observó que seguía teniendo el sobre en sus manos y, con gesto irritado, sacó los papeles que había en el interior.
Uno de ellos era una carta con el membrete de la Britannica, anunciándole que había dado cumplimiento a su encargo. La firmaba «V. A. Sternback, Director».
En una hoja aparte había una lista de palabras —las que Fish había copiado— con su correspondiente traducción al inglés. El encabezamiento decía: «PALABRAS SUECAS».
Los ojos de Fish recorrieron apresuradamente la lista. Teckning… dibujar. Mönster… pauta. Utplana… borrar. Användning… aplicación, uso.
Fish alzó la mirada. De modo que ese era el motivo de que nunca ocurriera nada cuando apretaba el botón Utplana: siempre lo había apretado antes de que la máquina hiciera un dibujo, nunca mientras había uno terminado en el tablero. ¿Por qué no había pensado en aquello? Sí, y aquí estaba Avsla… rechazar, y Slutsasen… terminación. «Para rechazar un dibujo antes de su terminación, apretar…». Nunca había hecho aquello, tampoco.
¿Y el botón central? Torka… cancelar. ¿Cancelar? Veamos, había otra palabra… Avlägsna, eso era. A veces, la frase «Avlägsna ett mönster» parecía discurrir a través de su cerebro cuando estaba semidespierto, como una advertencia susurrada… Aquí estaba. Avlägsna… eliminar.
Las manos de Fish estaban temblando. «Para eliminar una pauta del banco después de usarla, apretar el botón “Cancelar”.» Fish dejó caer la hoja de papel. Todo este tiempo, sin saberlo, había estado eliminando las valiosas pautas de la máquina, cancelándolas una por una, hasta que ahora no quedaba nada: sólo ocho grandes cajas de maquinaria inútil, fabricada para alguien en alguna parte que hablaba sueco…
La máquina chasqueó suavemente y el otro brazo empezó a moverse. Trazó una graciosa línea hacia arriba, a cierta distancia delante de la nariz. Trazó una pequeña curva y descendió, luego volvió a ascender…
En alguna parte lejana el timbre de la puerta sonó imperiosamente.
Fish contemplaba el papel, como hipnotizado. La punta móvil trazó otra graciosa curva en lo alto, y luego otra, y otra más, moviéndose inexorablemente y sin prisa: ahora había cuatro. Sin detenerse, la punta extendió la última línea hacia abajo y luego de través. La línea encontró la punta de la nariz y se curvó hacia atrás.
Las cuatro curvas abiertas eran dedos. La quinta era un pulgar.
La máquina, zumbando plácidamente, ocultó sus brazos en sus nichos. Al cabo de unos instantes las luces se apagaron y el zumbido se interrumpió. El timbre de la puerta volvió a sonar, y continuó sonando.