EL MANIPULADOR

Cuando entró el hombre grande, hubo en la sala un movimiento como de perros perdigueros mostrando la presa. El pianista dejó de aporrear las teclas, los dos borrachos que cantaban callaron, toda la gente hermosa con cócteles en las manos dejó de hablar y de reír.

—¡Pete! —chilló la mujer que estaba más cerca, y el hombre entró directamente en la sala, rodeando a dos chicas con los brazos, apretándolas con fuerza.

—¿Cómo está mi querida? Susy, estás para comerte, pero hoy ya almorcé. George, pirata… —soltó a las dos chicas, asió a un hombrecito calvo y ruborizado y lo golpeó en el brazo—… estuviste muy bien, realmente muy bien. Ahora, ¡OIGAN ESTO! —gritó por encima de las voces que clamaban Pete esto, Pete aquello.

Alguien le puso un Martini en la mano y allí quedó, alto y bronceado en su smoking, los dientes blancos y brillantes como los puños de su camisa.

—¡Hicimos un espectáculo! —les dijo.

Estalló un grito de asentimiento, un murmullo de un espectáculo, Dios mío, Pete, oye esto, un espectáculo

El hombre alzó una mano.

—¡Un buen espectáculo!

Otro grito, otro murmullo.

—Al patrocinador le gustó, ¡y firmó contrato para otro en el otoño!

Un grito, un rugido, gente aplaudiendo, saltando. El hombre trató de decir alguna cosa pero desistió, sonriendo, mientras los hombres y las mujeres se apiñaban a su alrededor. Todos trataban de estrecharle la mano, de hablarle en el oído, de rodearlo con los brazos.

—¡Los quiero a todos! —gritó—. Ahora vivamos un poco, ¿les parece?

Comenzó otra vez el murmullo mientras la gente se reordenaba en la sala. Hubo un tintineo en el bar.

—Dios mío, Pete —dijo un hombrecito delgado, de ojos saltones, mirándolo con adoración—, cuando dejaste caer aquella pecera pensé que me meaba, te lo juro…

El hombre grande dejó escapar una risotada.

—Sí, ya te veo la cara. Y el pez saltando sobre el escenario. Entonces me dije, qué hago, y me arrodillé… —y el hombre se arrodilló y se puso a mirar un pez imaginario en el suelo—. Y dije, «Amigos, ¡volvamos a la mesa de dibujo!».

Gritos y risas mientras el hombre se ponía en pie. La fiesta se ordenaba a su alrededor en arcos de círculos concéntricos; los de las últimas filas estaban de pie, y se habían subido a sofás y al banco del piano para ver. Alguien gritó:

—¡Canta la canción de la pecera, Pete!

Gritos de aprobación, sí-por-favor, Pete, la canción de la pecera.

—Está bien, está bien. —Sonriendo, el hombre grande se sentó en el brazo de un sillón y alzó el vaso—. Uno, dos… ¿dónde está la música? —Un forcejeo en el banco del piano. Alguien arrancó unos pocas notas. El hombre grande puso una cara cómica y cantó—: Ah, estaría encantado… si fuera un pececito dorado… y cuando quisiera una cosita… movería un poco la colita.

Carcajadas, las muchachas riendo más fuerte que cualquiera, las bocas rojas más abiertas. Una rubia, con la cara encendida, había puesto la mano en la rodilla del hombre, y otra se le había sentado muy cerca, detrás.

—Pero, en serio… —gritó el hombre grande. Más risas—. No, en serio —dijo con voz vibrante, cuando la sala se calmó—. Les quiero decir, con total seriedad, que no lo podría haber hecho yo solo. Entre paréntesis, veo que tenemos aquí algunos extranjeros, lituanos y representantes de la prensa, así que quiero presentar a toda la gente importante.

En primer lugar George, aquí a mi lado, el director de la banda, con sus tres dedos… y no existe nadie en el mundo que pueda hacer lo que él hizo esta tarde… George, te quiero mucho.

Abrazó al hombrecito calvo.

—Luego Ruthie, mi verdadero amor. ¿Dónde estás, Ruthie? Tú fuiste la mejor, querida; realmente perfecta, de veras, muchacha… —Besó a una chica de tez oscura con un vestido rojo, que lloró un poco y ocultó la cara en el ancho pecho del hombre—. Y Frank… —extendió el brazo y asió por la manga al hombrecito de los ojos saltones—. ¿Qué te puedo decir? ¿Que eres adorable? —El hombrecito parpadeaba y boqueaba; el hombre grande le dio una palmada en la espalda—. Sol y Ernie y Mack, mis libretistas; Shakespeare hubiera sido enormemente afortunado si… —uno por uno, a medida que anunciaba sus nombres, fueron a estrechar la mano del hombre: las mujeres lo besaban y lloraban—. Mi doble —gritaba el hombre—, y mi caddy. Y ahora —dijo, cuando la sala se tranquilizó un poco; la gente tenía la cara encendida, y le dolía la garganta de gritar con tanto entusiasmo—, les quiero presentar al hombre que me manipula.

Se hizo un silencio en la sala. El hombre parecía pensativo y asustado, como si hubiese sentido un repentino dolor. Dejó de moverse. No respiraba ni parpadeaba. Tras un instante hubo un movimiento espasmódico en su espalda. La muchacha sentada en el brazo del sillón se levantó y se fue de allí. El smoking del hombre grande se abrió en la espalda, y por allí salió un hombrecito. Tenía una cara parda y transpiraba debajo de una mata de pelo negro. Era un hombre muy pequeño, casi un enano, encorvado y de hombros caídos, vestido con una camiseta sudada y pantalones cortos. Salió de la cavidad del cuerpo del hombre grande y cerró cuidadosamente el smoking. El hombre grande no se movía, y en su rostro no había ninguna expresión.

El hombrecito bajó, humedeciéndose los labios nerviosamente. Hola, Fred, dijeron algunas personas. «Hola», gritó Fred, saludando con la mano. Tendría unos cuarenta años; era de nariz larga y ojos castaños, grandes y dulces. Tenía voz áspera e insegura.

—Bueno, parece que de veras hicimos un espectáculo, ¿no les parece?

Claro que sí, Fred, dijeron amablemente. Se secó la frente con el dorso de la mano.

—Hace calor aquí —explicó, disculpándose con una sonrisa. Sí, supongo que sí, Fred, dijeron. En las filas más apartadas la gente empezaba a volver la cara y a conversar en grupos; el volumen de las voces subió—. Oye, Tim, quizá podría beber algo —dijo el hombrecito—. No me gusta dejarlo. Ya sabes…

Señaló hacia el hombre grande, ahora tan silencioso.

—Por supuesto, Fred. ¿Qué quieres?

—Ah, bueno, ¿un vaso de cerveza?

Tim le trajo la cerveza; la bebió con cara de sediento, moviendo nerviosamente los ojos de un lado a otro. Mucha gente se estaba sentando ahora; una o dos estaban en la puerta, marchándose.

—Ruthie —le dijo el hombrecito a una muchacha que pasaba por delante de él—, ¿verdad que fue un gran momento? Cuando se rompió la pecera.

—¿Cómo? Discúlpame, querido, no te oí.

La muchacha se acercó, agachándose.

—Oh, no tiene importancia. No era nada.

La muchacha lo palmeó en el hombro, una vez, y apartó la mano.

—Bueno, discúlpame, pero tengo que alcanzar a Robbins antes de que salga.

Siguió caminando hacia la puerta.

El hombrecito puso el vaso de cerveza en la mesa y se sentó, frotándose las nudosas manos. El hombre calvo y el de los ojos saltones eran los únicos que todavía estaban cerca. Una angustiada sonrisa le cruzó por los labios; miró una cara, luego la otra.

—Bueno —comenzó—, cumplimos con un espectáculo, muchachos, pero supongo que ya deberíamos ir pensando en…

—Oye, Fred —le dijo el hombre calvo, muy serio, inclinándose hacia adelante para tocarlo en la muñeca—, ¿por qué no te metes ahí otra vez?

El hombrecito lo miró un momento con ojos tristes de sabueso, y luego agachó la cabeza, turbado. Se incorporó, inseguro, tragó saliva y dijo:

—Bueno… —Trepó a la silla detrás del hombre grande, abrió el smoking, y metió una pierna y después la otra. Lo miraban algunas personas, sin sonreír—. Pensé que podría descansar un rato —dijo, con voz débil—, pero veo que…

Asió algo con las manos, y luego metió dentro todo el cuerpo. Su rostro pardo e indeciso desapareció.

El hombre grande parpadeó de pronto y se incorporó.

—Vamos, ¿qué pasa? —gritó—. ¿Qué pasa con la fiesta? Queremos vida, acción… —A su alrededor las caras empezaban a animarse. La gente se acercaba—. ¡A ver, a ver ese ritmo!

El hombre grande empezó a batir las palmas rítmicamente. El piano entró en el ritmo. Otras personas palmeaban ahora.

—Oigan, ¿estamos vivos o esperando el furgón que nos lleve a…? ¡A ver, no oigo bien! —Se llevó una mano a la oreja, y estalló un rugido de placer—. ¡Vamos, quiero oírlo!

—Un rugido más potente. Pete, Pete; una algarabía de voces.

—No tengo nada contra Fred —dijo el hombre calvo, con mucha seriedad, en medio del ruido—; es un buen muchacho, para ser del montón.

—Entiendo lo que quieres decir —admitió el hombre de los ojos saltones—, aunque no es esa su intención.

—Sí, claro —dijo el hombre calvo—; pero esa camiseta sudada, Dios mío…

El hombre de los ojos saltones se encogió de hombros.

—¿Qué le vas a hacer?

El hombre grande hizo una mueca, y sacó la lengua y atravesó los ojos. Se echaron a reír. Pete, Pete, Pete; la sala saltaba de entusiasmo; era una gran fiesta, y todo anduvo como sobre ruedas el resto de la noche.