Seguro que alguna revelación está al caer;
Seguro que la Segunda Venida está al caer…
¿Y qué fiera salvaje, llegada al fin su hora,
Se aproxima a Belén para nacer?
—William Butler Yeats, La Segunda Venida.
El señor Frank me dijo:
—Hey, tú. Limpia aquella mesa del rincón.
Era un hombre robusto de cara enrojecida, la boca siempre un poco abierta, los húmedos labios siempre frunciéndose sobre unos pequeños dientes amarillos. Recuerdo que era muy tarde en la noche, después de la salida de los teatros y antes de cerrar los bares. El lugar estaba vacío, con una luz enfermiza sobre las losas y los tableros color marrón de las mesas. Fuera, estaba oscuro y húmedo. La gente llevaba los cuellos de los abrigos levantados, y sus caras tenían un color azul-gris como de lluvia.
En la mesa del rincón había algunos platos, alguna comida derramada. La limpié, puse los platos en el fregadero de la cocina encima del gran montón, y volví al lado del señor Frank. Estaba cortando tomate para emparedados, utilizando su cuchillo con demasiada fuerza y rapidez. El extremo de su enorme pulgar estaba blanco de sujetar el cuchillo.
Le dije:
—Señor Frank, trabajo aquí desde hace tres semanas y usted me llama «Hey, tú». Mi nombre es Kronski. Si es demasiado difícil de recordar, diga Milce. Pero no «Hey, tú».
Me miró desde arriba, frunciendo los labios sobre sus dientes amarillos. Las aletas de su nariz se pusieron blanco-amarillentas, como yo había visto cuando perdía los estribos. Y su cuchillo seguía cortando. Sorbió aire entre sus dientes, y se agarró la mano. Vi la sangre brotando oscura como tinta del lado de su pulgar. La sangre goteaba oscura sobre la mesa y los trozos de tomate. Era un corte profundo, y sangraba mucho. Dijo entre dientes:
—Mira lo que me has hecho hacer. ¡Cristo!
Desde el otro lado del mostrador, el señor Harry gritó:
—¿Qué pasa? —y avanzó hacia nosotros: un hombre delgado, calvo, con grandes ojos siempre parpadeando como asustados.
Fue culpa mía. Me acerqué rápidamente al señor Frank, pero me apartó con el codo.
—¡No me toques, cretino!
El señor Harry miró el pulgar del señor Frank y silbó, luego dio media vuelta y fue hacia el botiquín colgado en la pared. El señor Wilson, el cajero de noche, salió de su mostrador en la parte de delante de la cafetería. Oí sus pasos sobre las baldosas.
El señor Harry estaba tratando de poner un vendaje, pero no se aguantaba. El señor Frank le empujó, gritando: «¡Maldita sea!», y arrancó el botiquín de la pared. Siempre sangrando.
Fui rápidamente en busca de un tenedor y saqué un pañuelo, no limpio, pero no tenía otro mejor. Hice un nudo en el pañuelo y traté de colocarlo alrededor de la muñeca del
señor Frank, pero volvió a empujarme.
—Dame eso —dijo el señor Harry, y cogió de mis manos el tenedor y el pañuelo. El señor Frank estaba ahora apoyado contra la cafetera, muy pálido, y el señor Harry colocó el pañuelo sobre su muñeca.
Había sangre sobre el mostrador, los taburetes, las mesas, en todas partes. El señor Harry trató de apretar el tenedor, pero se le cayó y yo lo recogí. Lo tomó de mis manos diciendo:
—Quítate de enmedio, ¿quieres? —y empezó a darle vueltas al pañuelo.
—Será mejor llamar a un hospital —dijo la voz del señor Wilson detrás de mí. Y luego—: ¡Mirad!
El señor Frank tenía los ojos en blanco y la boca abierta. Sus rodillas empezaron a doblarse y estaba cayéndose, y el señor Frank trató de sostenerle, pero demasiado tarde, y también él cayó.
El señor Wilson estaba dando la vuelta al final del mostrador, de modo que me dirigí hacia el teléfono, al otro lado.
No tenía ninguna moneda en el bolsillo. Pensé en retroceder y pedirla, pero perdería un minuto. Pensé que tal vez el señor Frank se moriría por no haberme dado prisa. Puse los dedos en el agujero de metal de devolución de monedas, y no había ninguna moneda; introduje más los dedos, buscando la trampilla, la encontré y la abrí. Cayó una moneda. La tomé, y la puse en la ranura del teléfono. Pedí una ambulancia para el señor Frank.
Luego me acerqué de nuevo al lugar donde había caído, y los dos empleados estaban agachados a su lado, y el señor Wilson alzó la mirada y dijo:
—¿Has llamado al hospital? —Dije que sí, pero sin escucharme añadió—: Bueno, quítate de, enmedio entonces. Harry, cógele por los pies y le pondremos más cómodo.
Pude ver la roja pechera de la camisa del señor Frank, y la mano envuelta en gasa, también roja, con el torniquete en su muñeca. Estaba tendido en el suelo, sin moverse.
Me dirigí hacia el extremo del mostrador, quitándome de enmedio. Me dolía mucho lo del señor Frank. Había visto que estaba enfadado, y sabía que estaba cortando con un cuchillo, de modo que fue culpa mía.
Al cabo de un largo rato llegó un policía, y miró al señor Frank, y yo le conté cómo había ocurrido. El señor Harry y el señor Wilson también se lo contaron, pero ellos no podían contarlo todo, porque no lo habían visto desde el principio. Luego llegó la ambulancia, y le pregunté al señor Wilson si podía ir con el señor Frank al hospital. Y él dijo:
—Puedes ir, no me importa. No te necesitaremos más aquí después de todo, Kronski.
Me miró a través de los brillantes cristales de sus gafas. Era un hombre de cabellos grises, muy aseado, que siempre hablaba jovialmente pero pensando mal. Me gustaba el señor Harry, e incluso el señor Frank, pero nunca simpaticé con el señor Wilson.
De modo que me despidieron. No era una novedad para mí. Pero pensé cómo en un año, dos años, o incluso antes, aquellos hombres olvidarían por completo mi existencia.
Llevaba tres semanas trabajando en aquel lugar, en el turno de noche, limpiando mesas y amontonando platos en el fregadero para el lavaplatos. No basta el que uno esté allí para hacer un lugar diferente. Pero si uno no crea ninguna diferencia, no está viviendo.
En el hospital, entraron al señor Frank en una camilla y le llevaron al ascensor. La mujer del hospital me hizo preguntas y escribió en un gran papel. Luego vino otra vez el policía y me hizo más preguntas.
—Te llamas Michael Kronsky, ¿no es cierto? ¿Llevas mucho tiempo en este país?
—Desde los veinte años. —Pero era una mentira, llevaba sólo un mes.
El policía dijo:
—No has aprendido muy bien el inglés, ¿verdad?
—Para algunos no resulta fácil.
—¿Tienes la ciudadanía?
—Desde luego.
—¿Desde cuándo?
Yo dije:
—Desde mil novecientos cuarenta y uno. —Pero era una mentira.
Me hizo más preguntas, si había estado en el ejército, desde cuándo estaba sindicado, dónde trabajaba antes, y yo siempre mentía. Luego cerró el cuaderno.
—De acuerdo, no te muevas de aquí hasta que el herido recobre el conocimiento. Entonces, si dice que no le atacaste, podrás marcharte a casa.
El hospital estaba silencioso como una tumba. Me senté en un banco muy duro. A veces se abrían puertas, y zapatos de médicos crujían sobre el suelo. Luego sonó el teléfono, brr, sin mucho ruido, y la mujer del hospital lo descolgó y dijo algo que no pude oír. Era rubia, creo que teñida, con profundas arrugas en las mejillas.
Soltó el teléfono, habló un momento con el policía, y luego él se acercó a mí.
—Bueno, ya ha despertado. Ha dicho que se cortó accidentalmente. ¿Eres amigo suyo?
—Trabajamos juntos. Trabajábamos. ¿Hay algo que pueda hacer?
—Van a dejarle marchar, necesitan la cama. Pero alguien debería acompañarle a su casa. Yo tengo que regresar a mi patrulla.
—Yo le llevaré a su casa, sí.
—De acuerdo. —Se sentó en el banco, mirándome—. Dime, ¿qué clase de acento es el tuyo? ¿Eres checo?
—No. —Iba a decir que sí, pero aquel hombre tenía cara de eslavo. Temí que fuera polaco. De modo que dije otra mentira—: Soy ruso. De Omsk.
—No —dijo él, mirándome fijamente, y luego habló algunas palabras en ruso. No entendí nada, era demasiado distinto de mi idioma natal, de modo que permanecí callado.
—¿Nyet? —preguntó el policía, mirándome con sus ojos color gris claro. Era un hombre joven, con grandes huesos en las mejillas y mandíbulas, y arrugas de sonreír alrededor de la boca.
En aquel momento bajó el ascensor con el señor Frank y la enfermera. Llevaba un gran vendaje blanco en la mano. Me miró y volvió la cabeza.
El policía estaba escribiendo en su cuaderno. Me miró otra vez. Dijo algo más en ruso. Yo no conocía las palabras, aunque una de ellas era como la palabra «cerdo» en mi idioma natal. Pero no dije nada.
El policía se rascó la cabeza.
—Dices que eres ruso, pero no entiendes el idioma. ¿Cómo es eso?
Dije:
—Verá, cuando nos marchamos de Rusia yo era muy pequeño. En casa sólo hablábamos yiddish.
—¿De veras? ¿Ir zent ah Yidishe’yingl?
—¿Vi den?
La cosa iba mejor, pero él no parecía satisfecho.
—¿Y sólo hablabais yiddish en tu casa?
—A veces francés. Mi madre hablaba francés, y también mi tía.
—Bueno… eso podría explicarlo, supongo. —Cerró el cuaderno y sé lo guardó. Luego me preguntó—: ¿Tienes tus documentos de nacionalización?
—No, están guardados en casa.
—Tendrías que llevarlos siempre encima. Para ocasiones como ésta. No lo olvides. De acuerdo, puedes marcharte.
Miré, y no vi al señor Frank. Me acerqué rápidamente al mostrador.
—¿A dónde se ha marchado?
La mujer dijo muy fríamente:
—No sé de qué me hablas. —Separaba mucho las palabras, como si hablara a un niño.
—El señor Frank, ahora mismo estaba aquí.
Ella dijo:
—Abajo en el vestíbulo, en la oficina administrativa —y señaló con un lápiz amarillo por encima de su hombro.
Me marché, pero en el vestíbulo me detuve y miré hacia atrás. El policía estaba inclinado sobre el mostrador hablando con la mujer, y vi su cuaderno en su bolsillo. Sabía que habrían más preguntas: tal vez mañana, tal vez la semana próxima. Respiré profundamente y cerré los ojos. Me proyecté hacia el cuaderno y lo alcancé.
El policía no se dio cuenta; pero la próxima vez que mirase el cuaderno no habría nada escrito acerca de mí. Tal vez habría páginas vacías, tal vez con otras cosas escritas. Recordaría mis palabras, pero sin tenerlas escritas carecerían de valor.
El señor Frank estaba delante de la ventanilla en el vestíbulo, discutiendo con el hombre de la oficina. Cuando llegué a su lado le oí decir:
—Veintitrés pavos, es absurdo.
—Todo está pormenorizado, señor —dijo el hombre de dentro, señalando el papel que el señor Frank tenía en la mano.
—De todos modos, yo no he utilizado tantos servicios.
Dije rápidamente:
—Yo pagaré. —Y saqué mi cartera.
—No necesito tu dinero —dijo el señor Frank—. Además, ¿de dónde vas a sacar veintitrés pavos?
—Por favor, para mí es un placer. Tome. —Empujé el dinero hacia el hombre que estaba detrás de la ventanilla.
—De acuerdo, dale el maldito dinero —dijo el señor Frank, y se alejó.
—Es aquí —dijo el señor Frank.
Era una calle de casas antiguas, con escalones de piedra
surgiendo de ellas como si sacaran sus lenguas grises todas al mismo tiempo. Pagué al conductor del taxi y ayudé al señor Frank a subir los escalones.
—¿En qué piso vive usted?
—En el cuarto. Puedo subir solo.
Pero yo dije:
—No, yo le ayudaré —y empezamos a subir la escalera. El señor Frank estaba muy débil, muy cansado, y ahora sus labios no dejaban ya al descubierto sus dientes.
Cruzamos un largo vestíbulo hasta la cocina, y el señor Frank se sentó ante una mesa bajo una mortecina luz amarilla. Apoyó la cabeza en su mano.
—Estoy bien. Déjame en paz ahora, ¿quieres?
—Señor Frank, está usted cansado. Coma algo, y luego acuéstese.
No se movió.
—¿Acostarme? Dentro de tres horas tengo que empezar mi jornada del día.
Le miré. Ahora comprendía por qué cortaba de aquella manera con el cuchillo, por qué se enfurecía con tanta facilidad.
—¿Cuánto tiempo hace que tiene dos empleos? —pregunté.
Se retrepó en la silla y colocó su mano con el vendaje blanco sobre la mesa.
—Un año y medio.
—Eso es malo. Debería dejar un empleo.
—¿Qué diablos sabes tú de eso?
Quería hacer más preguntas, pero en aquel momento se abrió la puerta detrás de mí y entró alguien. Miré, y era una muchacha con una bata azul, pálida sin maquillaje, manteniendo la bata cerrada a la altura de su cuello. Me dirigió una mirada fugaz y luego le dijo al señor Frank:
—¿Papá? ¿Qué ha pasado?
—Oh, me he hecho un corte en la mano. Él me ha traído a casa.
La muchacha se acercó a la mesa.
—Déjame ver.
—No tiene importancia. Vamos, Anne, no armes jaleo, ¿quieres?
Ella retrocedió y volvió a mirarme. Tenía un rostro agradable, delgado, más bien huesudo.
—Bueno, no te molestaré más. —Dio media vuelta y se marchó, cerrando la puerta.
Al cabo de unos instantes el señor Frank dijo:
—¿Quieres tomar algo? ¿Una taza de café? —Continuaba sentado en la misma postura, delante de la mesa.
—No, no, gracias, gracias de todos modos. Bueno, creo que ahora me marcharé.
—De acuerdo. Ten cuidado. Te veré en el trabajo.
Salí de la cocina, y por un momento no pude recordar en qué extremo del vestíbulo estaba la puerta. Luego recordé que habíamos girado a la derecha para ir a la cocina, de modo que giré a la izquierda, y encontré una puerta al final del vestíbulo, y salí al exterior.
Había muy poca luz, y Anne estaba allí de pie, mirándome con los ojos muy abiertos. No pude moverme. No había salido del vestíbulo, sino que había entrado en otra habitación: pude ver parte del tocador, y la cama, y luego vi que Anne tenía abierta la parte superior de su bata y se había estado mirando al espejo. Se tapó el hombro rápidamente, pero no antes de que yo viera lo que había allí.
Anne dijo en voz baja y desabrida:
—Sal de aquí inmediatamente. ¿Qué pasa contigo?
Y yo quise moverme, pero no pude. Luego avancé hacia Anne y dije:
—Déjame verla.
—¿Qué? —exclamó ella, con tono de incredulidad.
—La quemadura. Déjame verla, porque sé que puedo ayudarte.
Anne sujetaba con fuerza la bata contra su cuello, y dijo:
—¿Qué sabes tú acerca de…?
—Puedo hacerlo —dije—. ¿Comprendes? Si quieres, te ayudaré.
Me quedé de pie, esperando y mirándola.
A la escasa luz, pude ver que su rostro adquiría un color sonrosado y sus ojos brillaban. Dijo, con voz ronca:
—No puedes hacer nada. —Y apartó la mirada. Estaba llorando.
Dije:
—Créeme.
Anne se sentó y, al cabo de unos instantes, respiró pro-I Lindamente y abrió la bata por el hombro.
—De acuerdo, mira si quieres. ¿Te gusta?
Avancé otro paso y miré. Pude ver su cuello, liso y suave. Pero en el hombro y a través del pecho había piel dura y blanquecina, formando fibras y nudos, como algo que se hubiera derretido y hervido, y luego endurecido.
Anne tenía la cabeza inclinada y los ojos cerrados, llorando. Yo también lloraba, y dentro de mí había un gran dolor tratando de salir. La toqué con mi mano y dije:
—Querida…
Anne se sobresaltó cuando mi mano la tocó, pero luego se quedó quieta. Sentí bajo las yemas de mis dedos piel fría y áspera como la de un reptil. Dentro de mí había un gran dolor saltando, y no podría contenerlo mucho tiempo. La froté con mucha suavidad y muy lentamente con mis dedos, mirando y sintiendo dónde estaba el tipo malo de piel en el interior. No era fácil de hacer. Pero si no lo hacía de esta manera, sabía que lo haría sin querer, de golpe, y sería peor.
Hacerlo todo de golpe no es bueno. Cada una de las células tiene que encajar con la célula contigua. Con las yemas de mis dedos palpaba dónde estaba la parte mala de la piel, y la hacía girar, y convertirse en piel buena, un poquito cada vez.
Anne permanecía sentada, quieta, dejándose hacer. Al cabo de un rato dijo:
—Fue un incendio, hace dos años. Papá dejó una lámpara de soldar encendida, y yo la cogí, y había una lata de material inflamable destapada. Y se incendió…
Dije:
—No hables. No es necesario. Espera. Espera… —Y continué frotando suavemente la piel mala.
Pero Anne no podía soportar el que yo la frotara sin hablar, y dijo:
—No pudimos cobrar nada. En la lata decía claramente que había que mantenerla apartada de la llama. Fue culpa nuestra. Estuve en el hospital dos veces. Lo arreglaron, pero la piel volvió a crecer del mismo modo. Es lo que llaman tejido queloide.
Dije:
—Sí, sí, querida, lo sé.
Ahora había una capa en el fondo, piel blanda en vez de dura; y Anne se movió un poco en la silla y susurró:
—Noto un poco de alivio.
Bajo las yemas de mis dedos la piel todavía era dura, aunque más blanda que antes. Cuando la apreté no era ya áspera como de reptil, sino como de guante.
Continué trabajando, y Anne olvidó su vergüenza hasta que llegó el ruido de una puerta abriéndose en la parte delantera del apartamento. Entonces Anne se sentó muy erguida, mirando a su alrededor y luego a mí. Su rostro volvió a ponerse sonrosado, y agarró mi muñeca.
—¿Qué estás haciendo?
Inmediatamente supe que ella daría un salto y se quitaría la bata, y luego tal vez aullaría, de modo que lo que ocurriese no sería culpa suya.
Pero yo no podía permitirle que lo hiciera. Yo también estaba avergonzado, con las orejas encendidas, pero ahora era imposible pararme. Dije en voz alta:
—No, siéntate. —Y la retuve en la silla, manteniendo mis dedos sobre su piel. No levanté la mirada, pero oí los pasos del señor Frank en la habitación. Le oí decir:
—Hey, tú. ¿Qué significa esto?
Y la muchacha trató de levantarse de nuevo, pero la sujeté con fuerza y dije:
—Mira. Mira… —y las lágrimas rodaban por mis mejillas.
Bajo mis dedos había un pequeño espacio de piel buena, lisa y suave. Mientras movía mis dedos, el espacio fue haciéndose mayor. Anne inclinó la mirada, y se olvidó de respirar.
Por el rabillo del ojo vi que el señor Frank se acercaba más, con una expresión furiosa en el rostro. Dijo una vez más «Hey», con los labios fruncidos sobre sus dientes, y luego miró el hombro de su hija. Parpadeó varias veces, como si no diera crédito a sus ojos, y luego miró de nuevo. Apoyó una mano sobre el hombro de su hija, apretó, y luego apartó la mano como si se hubiera quemado.
Ahora, el resto de la piel estaba cambiando con más rapidez. Era como frotar la escarcha de una ventana. Pero ninguno de los dos se movía, ni la hija ni el señor Frank, y luego él se arrodilló junto a la silla con un brazo alrededor de Anne y un brazo a mi alrededor, apretando tan fuerte que hacía daño, y luego nos abrazamos los tres, todos con los rostros cálidos y húmedos.
Desde que era un niño en Novo Rusia —lo que aquí llaman Canadá, aunque es completamente distinto—, siempre pude ver que al lado de este mundo hay otros muchos mundos, tan numerosos que no se pueden contar. Para mí resulta difícil comprender que otras personas sólo vean lo que hay aquí.
Pero luego aprendí también a alcanzar, no con las manos sino con la mente. Y donde este mundo toca a otro mundo, aprendí a mudar la posición de modo que aquel pequeño trozo fuera distinto. La primera vez lo hice sin saberlo, cuando estuve muy enfermo y tenía miedo de morirme. Sin saberlo alcancé, y mudé la posición, y de repente ya no estaba enfermo. El médico no quería creerlo, y mi madre rezó largo rato porque creía que Dios había hecho un milagro salvándome la vida.
Luego supe que podía hacerlo. Cuando me resultaba difícil aprender algo en la escuela, o sucedía algo que no me gustaba, podía alcanzar y mudar la posición, y se producía el cambio. Poco a poco, estaba cambiando trozos de mundo.
Al principio no era tan malo, porque yo era muy joven y sólo hacía cosas para mí, para complacerme a mí mismo.
Pero luego fui creciendo, y me entristecía ver que otras personas eran desgraciadas. De modo que empecé a cambiar más cosas. Mi padre tenía una rodilla enferma, y se la curé. Nuestra vaca se rompió el cuello y murió. Y la hice vivir de nuevo.
Al principio tenía cuidado, luego no tanto. Y al final se dieron cuenta de que lo hacía yo.
Entonces todo el mundo dijo que yo sería un gran rabino, y me rezaban mucho, y hablaban tanto de mí que acabé por creerlo.
Y realicé milagros.
Luego, un día empecé a darme cuenta de que lo que hacía no estaba bien. Ponía tantos parches en el mundo que ya no era el mundo, sino un error. Si alguien trata de mejorar una silla con muchos remiendos, y pone un parche de madera de roble aquí, y un parche de madera de cerezo allí, hasta que todo son parches, la silla queda peor que antes.
De modo que vi que sólo estaba poniendo parches, aunque trataba de ocultarme a mí mismo que lo que hacía era algo malo. Y al final no pude soportarlo, y alcancé hasta muy atrás, y cambié no un poquito, sino todo el país. Alcancé hacia atrás antes de nacer yo, y mudé la posición, y lo cambié.
Y cuando miré a mi alrededor, todo el mundo era distinto: casas, campos, personas.
La casa de mi padre ya no estaba allí. Mi madre, mis hermanos, mis hermanas, todos habían desaparecido; y no pude hacerles regresar.
Después de arreglar el hombro de Anne todo fue como una fiesta, con vino en la mesa, y pan italiano y mantequilla dulce, y salami, y lo que ellos llaman bagels, y una radio en la habitación contigua con música ruidosa y alegre. No tardó en presentarse la señora Fabrizi, que vivía al otro lado del rellano, quejándose del ruido, y al cabo de dos minutos tomaba parte también en la fiesta, sacudiendo a Anne y llorando, y luego hablando y riendo más fuerte que el resto de nosotros. En otro de los apartamentos vivía un joven, Dave Sims, pintor, y también se unió a nosotros. La señora Fabrizi se marchó a su apartamento y regresó con un poco de lasagna, que es algo confeccionado con pasta y queso, y muy bueno, y Dave fue en busca de una botella de whisky. Todos nos queríamos unos a otros, y el mirarnos unos a otros nos hacía reír, porque éramos muy felices. Anne se había pintado los labios y se había peinado, y llevaba un vestido de noche, azul, que dejaba sus hombros al descubierto. No podía evitar el tocar con su mano la lisura de la piel en su hombro y su pecho, y cada vez que la tocaba hacía un gesto de sorpresa. Pero estaba preocupada porque la piel nueva era morena, no blanca como el resto, y ello formaba una especie de mancha visible.
Pero yo se lo expliqué:
—Eso se debe a que si no hubieras sufrido el accidente habrías ido con frecuencia a la playa y te hubieras puesto morena. De modo que cuando he eliminado las consecuencias de tu accidente, esa piel se ha puesto morena, ¿comprendes?
—Yo no entiendo absolutamente nada —dijo Dave, y por los rostros de los demás pude ver que tampoco ellos lo comprendían.
De modo que dije:
—Mirad. Desde que Dios hizo el mundo, si una cosa es posible tiene que ocurrir, ¿de acuerdo? Porque de no ser así no habría Dios. —Miré a la señora Fabrizi, sabía que era una mujer religiosa, pero en sus ojos no había comprensión.
Dave dijo lentamente:
—Quieres decir que si una cosa es posible, pero no ocurre, eso limitaría los poderes de Dios, ¿no es cierto? Sus poderes de creación, o algo por el estilo…
Asentí.
—Sí, eso es.
Se inclinó sobre la mesa. A un lado, Anne y Frank también se inclinaban, y la señora Fabrizi al otro lado, pero solamente Dave empezaba a comprender.
—Pero, mira —dijo Dave—, muchas cosas que podrían ocurrir no ocurren. Como este escabeche: yo podría tirarlo al suelo, pero no voy a hacerlo, voy a comérmelo. —Y tomó un bocado, y sonrió—. ¿Ves? No ha ocurrido.
Pero yo dije:
—Ha ocurrido. Ha ocurrido que lo has tirado al suelo. Mira. Y mientras lo decía, alcancé y mudé la posición, y cuando ellos miraron donde yo señalaba el escabeche estaba en el suelo.
Entonces todos rieron como si fuera un juego, y Frank palmeó la espalda de Dave, diciendo:
—No ha estado mal la cosa, ¿eh?
Y transcurrió un minuto largo antes de que me diera cuenta de que ellos creían que era una simple broma, y que yo había tirado el escabeche al suelo.
Dave también reía, pero agitando en su mano el trozo de escabeche.
—Tengo la carta buena —dijo—. Aquí, ¿ves? No tiro el escabeche, me lo como.
Pero yo dije:
—No lo harás. —Y mudé de nuevo la posición, y en sus dedos no hubo escabeche.
Entonces todos rieron más que nunca, a excepción de Dave, y al cabo de un minuto Anne se tocó el pecho y dejó de reír también. Frank estaba pinchando a Dave con un dedo y diciéndole:
—¿Dónde está? ¿Eh? ¿Dónde está? —Luego también se interrumpió y me miró. Sólo la señora Fabrizi continuaba riendo, y su risa chillona sonaba como el cloqueo de una gallina, hasta que Frank dijo:
—Deja de cloquear, Rosa, por favor.
Dave me miró y dijo:
—¿Cómo has hecho eso?
Yo estaba caliente por dentro a causa del vino y del whisky, y dije:
—Tratare de explicártelo. Si una cosa es posible, ocurre en alguna parte. Tiene que ocurrir, pues en caso contrario Dios no es Dios. ¿Comprendes? Cada uno de los mundos es como un naipe en una baraja. Cada uno de ellos un poco distinto. Annie, en algunos mundos sufriste un accidente, y en algunos mundos no lo sufriste. De modo que yo alcancé, y mudé la posición, un pequeño espacio cada vez. Lo que mudo de posición puede ser un pequeño espacio como la cabeza de un fósforo, o puede ser grande como un edificio. Y puede ser de hace mucho tiempo, cien años, quinientos años, o un solo minuto. De modo que siempre pienso en el espacio que mudo de posición así: es una forma como el cono de galleta de un helado. Encima está lo que ahora vemos, y el fondo es lo que era hace una semana, o hace un año. Si es de hace mucho tiempo, el cono es largo… si es de hace poco tiempo, el cono es corto. Pero todo el cono procede del fondo, y hace que todas las cosas que hay encima sean diferentes.
—Déjame digerir esto —dijo Dave, pasándose una mano por los cabellos—. ¿Quieres decir que si cambias alguna cosa en el pasado, por insignificante que sea, todo lo que ocurra posteriormente tiene que ser distinto?
Dije:
—Sí. Aunque en realidad no cambio nada, porque todas esas cosas ya existen. No puedo hacer otro mundo, pero puedo alcanzar y tomar un trozo de otro mundo donde ya se encuentra, y traerlo aquí, de modo que vosotros lo veáis. Es lo que antes hice con Anne: mudar de posición un trocito de piel, y luego otro trocito de piel. Y puse piel buena donde había piel mala. Y la piel es morena, porque en los mundos en los que no sufrió un accidente fue a la playa y se puso morena.
Todos me miraron. Frank dijo:
—Esto es demasiado profundo para mí. ¿A qué te refieres al hablar de mudar de posición? —Hizo girar sus manos como si sostuviera algo en ellas.
Dije:
—Es como abrir una puerta. Supongamos que hay una pequeña puerta (o puedo hacerla grande, de cualquier tamaño), y supongamos que a un lado de la puerta hay un mundo, y al otro lado otro mundo. Abro la puerta —hice el gesto con las manos—, hasta que un trocito de este mundo pasa allí, y un trocito de aquel mundo pasa aquí. Eso es lo que significa para mí mudar la posición.
Frank y Dave se retreparon en su asiento y se miraron el uno al otro, y Frank resopló.
—Diablos, podrías hacer cualquier cosa —dijo.
—No, cualquier cosa no.
—Bueno, prácticamente cualquier cosa. Ahora que pienso en ello, Jesucristo…
Luego, Dave y él empezaron a hablar al mismo tiempo. Oí: «… curar a todos los enfermos…» «… agua en vino…» De pronto, la señora Fabrizi aulló:
—Un momento. Un momento, hombres. ¿Puedes arreglar el techo de mi cocina?
Entonces todos empezaron a reír y a gritar, y yo no sabía por qué se lo tomaban a broma, pero reí también, y todos fuimos al apartamento de la señora Fabrizi, agarrándonos unos a otros para no caer.
A la mañana siguiente, antes de despertarme, ya se encontraban en el cuarto de estar, hablando, y cuando me presenté empezaron a acosarme con sus ideas. Yo estaba avergonzado recordando la noche anterior, pero me hicieron sentar y beber café, y luego Anne trajo huevos, y para no disgustarla comí.
Siempre, si hago bien a alguien, debería hacerlo en secreto, como un ladrón. Lo sé. De modo que si hubiera trepado hasta la ventana cuando Anne estaba durmiendo, y hubiese arreglado su hombro, no habría ningún problema. Pero no, me dejé entristecer por ella, y le arreglé el hombro con gran aparato, y luego peor todavía: bebí mucho vino, y hablé más de la cuenta, y arreglé el techo de la cocina. De modo que ahora estaba en dificultades.
Me miraban con tanto amor en sus ojos que en mi interior yo era como mantequilla derritiéndose. Primero fue «Mike, eres tan maravilloso», y «Mike ¿cómo podremos agradecértelo?», y luego quisieron ver algún truco, porque no podían creerlo aún. De modo que como un tonto tiré un níquel sobre la mesa, y lo hice saltar aquí, y aquí, y aquí, y cuando el níquel saltaba quedaba otro en el lugar que había ocupado, hasta que hubo una hilera de diez sobre la mesa. Y para ellos era como si hiciera brotar agua de la roca.
Luego Anne se sonrojó y entrelazó sus manos, pero me dijo:
—Mike, si no te importa… la señora Fabrizi tiene una cocina de gas muy vieja que…
Entonces la señora Fabrizi empezó a gritar no, no, y Frank también dijo: «dejadle desayunar en paz», pero Anne insistió:
—Sinceramente, es peligrosa, y el casero no hace absolutamente nada…
De modo que dije que iría a echar una mirada.
En el apartamento al otro lado del rellano vi un techo limpio y nuevo en la cocina donde tenía que haber uno viejo cayéndose a pedazos, pero aparté rápidamente la mirada. La cocina de gas respondía a la descripción de Anne, vieja, oxidada y apoyada sobre ladrillos en uno de sus lados porque la pata se había roto.
—Podría producirse una explosión en cualquier momento —dijo Anne, y vi que era verdad. De modo que alcancé, y mudé la posición, y cambié la cocina vieja por otra nueva.
Ellos no podían comprender que todo lo que yo daba tenía que tomarlo de otra parte. A esta señora Fabrizi le di un techo nuevo, sí, y también una cocina nueva, pero tomé el techo nuevo y la cocina nueva de alguna otra señora Fabrizi, dejándole a cambio una cocina y un techo viejos. Con el hombro de Anne la cosa era distinta, porque sólo tomaba de cada otra Anne una pequeña célula; y los níqueles los tomaba de mí mismo. Pero volvía a portarme como un tonto, y la expresión de maravillado asombro de la señora Fabrizi era para mí como agua fresca para un sediento.
De modo que cuando Anne dijo: «Mike, ¿qué te parecen unos muebles nuevos?», y la señora Fabrizi volvió a gritar no, pero con alegría en sus ojos, no pude negárselo. Fuimos al cuarto de estar, y alcancé, y mudé la posición, y el lugar que ocupaban los muebles viejos pasaron a ocuparlos otros nuevos, muy feos pero maravillosos para la señora Fabrizi. Y ella intentó besar mi mano.
Luego regresamos todos al apartamento de Frank, y mientras terminaba con mi desayuno, ellos tenían los rostros radiantes y un extraño brillo en los ojos, y se relamían los labios. Estaban pensando en sí mismos.
Y Dave dijo:
—Mike, estoy en las últimas. Necesito quinientos pavos para resistir hasta primeros de setiembre. Si pudieras hacerlo con níqueles…
—En los níqueles no hay números de serie —dijo Frank—. ¿Qué quieres que haga, falsificarlos?
—Puedo hacerlo —dije. Saqué mi cartera y puse un billete de dólar sobre la mesa. Todos me miraban.
—No te lo pediría —dijo Dave—, pero no puedo recurrir a nadie más…
Le interrumpí.
—Te creo. No me lo digas, por favor. Sé que es verdad.
Ahora no podía detenerme. Alcancé, y mudé la posición a donde en vez de un billete de a dólar alguien pudiera haberme dado un billete de cinco dólares por error. Era algo que podía ocurrir, aunque sólo fuera una vez entre mil. Luego mudé la posición a donde pudiera haber cambiado aquel billete de cinco dólares en billetes de un dólar, y sobre la mesa aparecieron cinco de ellos. Los convertí en billetes de cinco dólares, y los de cinco en billetes de un dólar, y así sucesivamente, mientras ellos me observaban sin respirar.
De modo que poco después había sobre la mesa cien billetes de cinco dólares, y Dave los contó con dedos temblorosos, y se los guardó en el bolsillo, y me miró. Pude ver que ahora lamentaba no haberme pedido más, pero se avergonzaba de decirlo.
Entonces dije:
—Y tú, Frank, ¿no quieres nada?
Me miró y agitó la cabeza. Dijo:
—Ya has hecho algo por mí —y colocó su brazo alrededor de la cintura de Anne.
Ella le dijo:
—Papá… tal vez aquel ataque cardíaco…
—No, olvídalo, ¿quieres? Aquello ocurrió hace un año.
—Bueno, pero podrías tener otro en cualquier momento. Supongamos que Mike pudiera arreglarlo…
Yo estaba agitando la cabeza.
—Anne, hay algunas cosas que no puedo hacer. ¿Cómo podría arreglar un corazón débil? ¿Tomándolo del cuerpo de otra persona y poniéndolo dentro de Frank?
Anne meditó unos instantes.
—No, supongo que no —dijo finalmente—. Pero, ¿no podrías cambiarlo trocito a trocito, como hiciste con mi piel?
—No, no es posible. Si fuera médico quizá, y supiera exactamente cómo está construido el corazón y cómo funciona. Pero no soy médico. Si lo intentara, cometería un grave error.
Anne no lo creyó del todo, pero le dije:
—Cambiar piel es una cosa, es como un juego para un niño con papel y tijeras. Pero cambiar un corazón viviente es algo completamente distinto. Es como exigirle a un mecánico que desmonte el motor de un automóvil y vuelva a montarlo sin que el vehículo deje de funcionar.
Luego creí ver lo que ocurriría. Pero no podía hacer nada para evitarlo. De modo que esperé, y al cabo de media hora Frank cayó sobre la mesa en la que buscaba un fósforo, y rodó de la mesa al suelo. Su rostro se estaba poniendo púrpura, y tenía los ojos en blanco debajo de los párpados. No respiraba.
Anne cayó de rodillas a su lado y alzó hacia mí un rostro muy pálido.
—¡Mike! —sollozó.
No podía hacer otra cosa. Alcancé, y mudé la posición; y Frank se puso en pie con el rostro enrojecido, gritando:
—¡Maldita sea, Anne! ¿Por qué no clavas esa alfombra al suelo con tachuelas?
Anne le miró y trató de hablar, pero al principio no pudo formar las palabras. Luego susurró:
—La alfombra está completamente lisa, papá.
—Bueno, yo he tropezado con algo. Y casi me he roto el cuello. —Frank miró a su alrededor, pero la alfombra estaba lisa y en el suelo no había nada que pudiera haberle hecho tropezar. Luego vio que Anne estaba llorando, y dijo—: ¿Qué diablos pasa?
—Nada —dijo Anne—. ¡Oh, Mike!
De modo que entonces fui mucho más héroe que antes, pero tenía mala conciencia, y hasta después de cenar, cuando bebimos de nuevo demasiado whisky, no pude reír y hablar como los demás. Y cambié los dos trajes viejos de Frank por otros nuevos, y llené los armarios de Anne y de la señora Fabrizi de vestidos nuevos. No vimos a Dave en todo el día después del desayuno.
Por la mañana estaba de nuevo avergonzado y triste, pero los otros no cesaban de hablar y parecían muy felices. Cuando terminábamos de comer se abrió la puerta y entró Dave con otro hombre, delgado, de cabellos negros y piel como la de una muchacha, y con un fino bigote. Llevaba un paquete bajo el brazo.
—Déjelo ahí —dijo Dave, con los ojos brillantes—. Amigos, ahora vais a ver algo. Os presento a Grant Harley, el coleccionista. Grant, aquí la señorita Curran, la señora Fabrizi, el señor Curran, y Mike. Adelante.
El señor Hartley iba asintiendo, con frías sonrisas. «Encantado. Encantado». Luego sacó de la cadena del reloj un pequeño cuchillo y empezó a cortar la cuerda con la que estaba atado el paquete. Lo había colocado en el centro de la mesa, entre las tostadas y el tarro de la mermelada, y la cuerda hacía tick, tick cuando la cortaba. Y todos permanecíamos sentados en silencio, y mirando.
Dentro del papel de embalaje había algodón, y el señor Hartley lo sacó a grandes trozos, y dentro había una estatuilla de oro. Una bailarina fundida en oro, con la falda ondeando y las piernas graciosas.
—Bueno —dijo Dave—, ¿qué opináis de eso?
Al ver que no contestábamos, se inclinó sobre la mesa.
—Es una Degas. Fue fundida en mil ochocientos ochenta y dos, de su modelo en cera…
—Mil ochocientos ochenta y tres —dijo el señor Hartley, con una leve sonrisa.
—De acuerdo, en mil ochocientos ochenta y tres… fundida en oro, y sólo existe un ejemplar, propiedad de Grant. La cuestión es ésta: hay otro coleccionista que desea esta estatuilla más que nada en el mundo, y Grant ha estado rechazando sus ofertas de compra durante años enteros. Pero ayer se me ocurrió que si Mike pudiera hacer una copia, una copia exacta…
—Tendría que verlo con mis propios ojos —dijo el señor Hartley.
—Desde luego. De modo que le sugerí al señor Hartley, y él estuvo de acuerdo, que si Mike hacía dos copias, él conservaría una, vendería otra al otro coleccionista… y la tercera sería para nosotros.
El señor Hartley se frotó el bigote con aire soñoliento.
Dije:
—De esto no saldrá nada bueno, Dave.
Pareció sorprendido.
—¿Por qué no?
—En primer lugar, es un fraude…
—Un momento, un momento —dijo el señor Hartley—. Tal como Sims me lo ha planteado, la copia será tan exacta que ningún experto podrá encontrar nunca la menor diferencia entre ellas. En realidad, lo que me dijo fue que la copia sería tan original como el propio original. En consecuencia, si se la vendo a alguien como el original, no veo dónde está el fraude. A no ser, desde luego, que usted no pueda hacerlo.
Dije:
—Puedo hacerlo, pero en segundo lugar, si hiciera algo grande y caro como esto, sólo acarrearía problemas. Créanme, lo he visto ya muchas veces…
Dave le dijo al señor Hartley en voz baja:
—Déjeme hablar con él un momento. —Tenía el rostro pálido y los ojos brillantes. Me arrastró hacia un rincón, y me dijo—: Mira Mike, no he querido decir esto delante de él, pero tú puedes hacer tantas copias como quieras de esa estatuilla, después de que Grant tome la suya y se marche. Lo que quiero decir es que, con esa copia en nuestro poder, será como tener dinero en el banco… o sea, un dinero del que se puede disponer en cualquier momento.
Dije:
—Sí, esto es verdad.
—Desde luego. Anoche no pude dormir pensando en ello. Mira, no deseo tener esa copia porque sea una obra de arte. Es una obra de arte, pero lo que yo quiero hacer es fundirla. Mike, nos mantendría a todos, durante años enteros. No soy egoísta, no lo quiero todo para mí.
Intenté decir: «Dave, este camino es demasiado fácil, créeme», pero no me escuchaba.
—Mira, Mike, ¿sabes lo que significa ser un artista sin dinero? Ahora soy joven, podría realizar mi mejor obra …
—Por favor —le interrumpí—. No me lo digas, te creo. De modo que de acuerdo, lo haré.
Regresamos a la mesa, y la bailarina dorada continuaba allí, pero habían quitado las tostadas y los platos, y estaba sola. Todos miraban a la estatuilla, y luego me miraron a mí, y nadie pronunció una sola palabra.
Me senté, y cuando el señor Hartley me estaba observando con una fría sonrisa en el rostro, alcancé, y mudé la posición, y sobre la mesa aparecieron dos bailarinas doradas, exactamente iguales.
Vi que el señor Harlcy se sobresaltaba, y extendía la mano. Pero antes de que pudiera tocar la estatuilla, mudé de nuevo la posición, y sobre la mesa hubieron tres.
El señor Hartley retiró su mano como si le hubieran pinchado. Estaba muy pálido. Luego volvió a extender la mano y cogió una de las estatuillas, y luego cogió otra. Y sosteniéndolas en alio y mirándolas fijamente, se dirigió hacia la ventana. Entonces, Dave cogió la tercera y se puso en pie sonriendo y sosteniéndola cerca de su pecho.
Desde la ventana, el señor Hartley dijo en voz alta:
—¡Dios mío, es verdad! —Se volvió hacia nosotros y prer guntó—: ¿Tienen algún periódico…?
Frank se levantó, le entregó el periódico del domingo, y volvió a sentarse sin decir nada. El señor Hartley se arrodilló en el suelo y envolvió primero una estatuilla, y luego la otra. Sus manos temblaban y no hizo un buen trabajo, pero terminó rápidamente y se puso en pie, sosteniendo los paquetes en sus brazos.
—Ustedes se quedan con la otra, de acuerdo —dijo—. Adiós. —Y se marchó andando rápidamente.
Dave tenía una dura sonrisa en el rostro, y sus ojos parecían estar en alguna otra parte, no aquí. Apartó la estatuilla de su pecho y dijo:
—Pesa sus buenas diez libras, y el oro se paga a veinte dólares la onza.
No estaba hablando con nosotros, pero yo dije:
—El oro no es nada. Si quieres oro, hay medios más fáciles. —Y alcancé en mi bolsillo hasta donde pudiera haber una moneda de oro, y mudé la posición, y tiré la moneda sobre la mesa. Luego mudé la posición a diferentes lugares, aquí, aquí, o allí, y al cabo de unos instantes había un montoncito de monedas brillando sobre el mantel.
Dave estaba como deslumbrado. Cogió algunas de las monedas y las examinó por ambas caras, con los ojos muy abiertos, y luego cogió un puñado. Las contó, las colocó una encima de otra y finalmente, después de que Frank y Anne también las miraron, se las guardó en un bolsillo.
—Dejadme que las lleve a un joyero —dijo, y se marchó rápidamente.
Frank se retrepó en su silla y agitó la cabeza. Al cabo de un rato, dijo:
—No entiendo nada de lo que está pasando. ¿Quién era ese individuo?
Anne dijo:
—¿El señor Hartley? Es un coleccionista de arte que…
—No, no me refiero a él, sino al otro. El que acaba de marcharse.
Anne le miró.
—Papá, ese era Dave.
—De acuerdo, ¿Dave qué? Hago una simple pregunta y…
—Dave Sims. ¿Qué te pasa, papá? Hace años que conocemos a Dave.
—¡Y un cuerno! —exclamó Frank poniéndose en pie, muy sofocado. Intenté decir algo, pero Frank estaba demasiado furioso—. ¿Qué clase de comedia es ésta? ¿Creéis acaso que estoy loco o algo por el estilo? —Convirtió sus manos en puños, y Anne se encogió en su silla, asustada—. Ya estoy harto de mantener la boca cerrada. ¿Qué diablos habéis hecho con la alfombra? ¿Dónde está la fotografía de mi viejo que colgaba de aquella pared? ¿Qué negocio os traéis con ese Dave, por qué es todo distinto, qué tratáis de hacer conmigo?
Anne dijo:
—Papá, no hay nada distinto… no sé a qué te refieres…
—¡Maldita sea, no intentes tomarme el pelo, Katie!
Anne miró a Frank con la boca abierta y el rostro muy pálido.
—¿Cómo me has llamado?
—¡Katie! Es tu nombre, ¿no?
Me tapé la cara con las manos, pero la oí susurrar:
—Papá, mi nombre es Anne…
Oí el sonido cuando Frank la golpeó.
—¡Te he dicho que dejes de tomarme el pelo! Estoy harto de todo esto… Deja que Jack llegue a casa y descubriré qué es todo este mangoneo. Sé que puedo fiarme de mi hijo, al menos…
Aparté las manos de mi rostro, y vi que Anne estaba sentada, llorando.
—No sé de qué estás hablando. ¿Quién es Jack? ¿Qué significa eso de tu hijo…?
Frank se inclinó y empezó a sacudirla.
—¡Deja de tomarme el pelo, no quiero volver a repetirlo, zorra!
Traté de interponerme entre ellos.
—Por favor, es culpa mía, permítanme que lo explique…
Súbitamente, Anne lanzó un grito y saltó de la silla como un gato, y Frank no pudo detenerla. Ella se agarró a mi chaqueta y, mirándome desde muy cerca, dijo:
—Tú lo hiciste. Lo hiciste tú, cuando sufrió el ataque.
—Sí. —En mi rostro había lágrimas.
—Tú lo cambiaste… lo hiciste diferente. ¿Qué has hecho, qué has hecho?
Frank se acercó, diciendo:
—¿De qué ataque estáis hablando?
Dije:
—Anne, se estaba muriendo, y yo no podía evitarlo. De modo que mudé la posición a donde había otro Frank, no él mismo, pero casi igual.
—¿Quieres decir que este no es papá?
—No.
—Bueno, ¿dónde está?
Dije:
—Murió, Anne. Está muerto.
Anne se apartó de mí, con las manos en el rostro, pero Frank me agarró por la camisa.
—¿Quieres decir que has hecho algo conmigo, como hiciste con su hombro? ¿Es eso de lo que se trata?
Asentí.
—Usted no pertenece aquí. Ni a este apartamento, ni a esta familia.
—¿Qué hay acerca de mi hijo Jack?
Dije, dolorido:
—En este mundo no ha nacido.
—No ha nacido… —Frank me agarró con más fuerza—. Escucha, vas a devolverme allí, ¿entiendes?
Dije:
—No puedo hacerlo. Demasiados mundos, nunca puedo encontrar el mismo otra vez. Siempre que alcanzo puedo encontrar algo. Pero no sería muy diferente, lo mismo que aquí.
Tenía el rostro enrojecido y los ojos muy amarillos. Dijo:
—Vas a hacerlo, asqueroso…
Me retorcí, y escapé cuando se disponía a golpearme. Me persiguió alrededor de la mesa, pero tropezó con una silla y cayó al suelo.
—No huyas, maldito… —gritó, y en el momento de abrir la puerta vi que cogía la estatuilla de oro de la mesa y la levantaba por encima de su cabeza. Dentro de mí había un dolor brincando por liberarse, pero no lo dejé salir.
Al otro lado de la puerta, en el rellano, estaban el señor Hartley y dos hombres a punto de pulsar el timbre. Y uno de ellos quiso agarrarme, pero en aquel preciso instante la estatuilla de oro se estrelló contra la pared y cayó al suelo.
Y mientras la miraban, y un hombre se agachaba a recogerla, corrí escaleras abajo, reteniendo aún dentro de mí la cosa que intentaba liberarse.
Oí gritar:
—¡Hey, espera! ¡No le dejéis escapar!
De modo que corrí más aprisa.
Sin embargo, ellos bajaban más aprisa que yo, y mi corazón daba saltos como si quisiera escapar de mi pecho, y en mi frente había un sudor frío. Mis pies no corrían bien debido a lo asustado que estaba, y no podría retener la cosa mala mucho más tiempo, de modo que alcancé el bolsillo donde podía ser que hubiera puesto montones de monedas de la mesa. Y saqué un puñado de monedas de oro, y las tiré al rellano detrás de mí. Y el primer hombre se detuvo, y los otros dos tropezaron con él, maldiciendo.
Bajé el resto de la escalera con las rodillas débiles, y salí a la calle, y no podía pensar en nada salvo en correr.
Detrás de mí resonaron gritos y rápidos golpes de zapatos contra el suelo. Eran los dos hombres, corriendo con la cabeza baja, y detrás de ellos el señor Hartley. Vi que me alcanzarían, de modo que recurrí de nuevo al bolsillo donde podía ser que hubiera puesto una estatuilla, y la saqué, y pesaba tanto que estuve a punto de caer. Pero la levanté y la arrojé a la calle, y seguí corriendo, y les oí gritar el uno al otro si debían cogerla o no cogerla… Y alcancé, y mudé la posición, y arrojé otra estatuilla a la calle. Al caer hizo un ruido como el de una cañería de plomo.
De entre los automóviles surgió un hombre que avanzó por la acera hacia mí con los brazos extendidos, pero alcancé mi bolsillo y le arrojé algunas monedas. Vi que se paraba, mirando las monedas que rodaban junto a sus pies, y pasé corriendo por delante de él.
Al doblar la esquina vi a tres hombres de pie junto al letrero indicador de la calle, uno de ellos con un periódico en la mano, y oí gritar: «¡Hey! ¡Detened a ese individuo!» Cuando empezaron a moverse, alcancé de nuevo mi bolsillo y le entregué la estatuilla al hombre más próximo a mí. La tomó con las dos manos, y yo esquivé a los otros y seguí corriendo, aunque mi respiración era cada vez más fatigosa.
Luego miré hacia atrás y les vi avanzar por la calle, como un abanico de personas: primero unas cuantas, detrás de ellas más, y más, y más, todas corriendo, y desde ambos lados de la calle otras, también avanzando. Vi en sus manos las estatuillas de oro, brillantes a la luz del sol, y sus feos rostros. Todo esto lo vi como un cuadro, inmóvil, y me asustó como una enorme ola que se yergue cada vez más alta detrás ele uno, y sin embargo no cae.
Pero en realidad no se habían detenido —la mía fue una impresión muy fugaz—, y pude oír de nuevo el ruido de sus pasos y de sus voces como un enorme animal, y yo corría pero mis piernas estaban demasiado débiles para sostenerme. Y vi un portal, y crucé la acera en dos grandes y tambaleantes zancadas, y entré en el portal y me caí.
Y a través de la calle llegaba aquella oleada de gente, rápida como un tren. Y yo no podía moverme.
Dentro de mí todo era miedo, como un nudo. Estaba llorando, y me sentía enfermo, y saqué de mis bolsillos estatuillas doradas y las tiré delante de mí como una valla protectora, dos, seis, ocho… y luego la ola estalló sobre mí.
Entonces noté en mi interior un movimiento que no pude detener: un alcanzar y mudar la posición. Y todo quedó silencioso.
Abrí los ojos. Delante de mí no había ya gente, ni calle. Debajo de donde yo estaba tendido en el portal había solamente un enorme agujero, muy profundo, tan profundo que no podía ver el fondo en sombras. Oí un chirriar de neumáticos, y vi un automóvil que se detenía al otro lado del agujero, justo a tiempo para no caer dentro. Luego alcé la mirada, y en el lugar que habían ocupado los edificios al otro lado de la calle sólo había ruinas. Media manzana más abajo, ninguno de los edificios tenía fachada. Dentro de las habitaciones habían personas sentadas, completamente inmóviles y silenciosas. Después oí caer algunos ladrillos con un sonido hueco; y, en el interior del agujero, oí el ruido de agua escapando de una cañería.
Avancé hacia la puerta, apoyándome en la pared para no caer; y luego empecé a golpear mi cabeza contra el marco de la puerta.
Todas aquellas personas que un momento antes estaban aquí, corriendo, respirando, yo las había situado no sabía dónde. Tal vez cayendo a través del aire, gritando… tal vez ahogándose en el profundo océano. Tal vez quemándose en un incendio.
Aquel niño dentro de mí había alcanzando a un mundo situado a un nivel más bajo que éste… de modo que cuando mudé la posición un trozo de la calle pasó a aquel mundo, mientras que a este sólo llegaban aire y vacío.
Al cabo de un largo rato levanté la cabeza y contemplé la destrucción que había llevado a cabo. Un agujero en la calle, edificios semidesaparecidos, personas muertas, igual que si hubiera arrojado una bomba.
Y todo porque estaba asustado… porque el niño asustado dentro de mí no podía reprimirse cuando se sentía en peligro. De modo que ahora todo había terminado para mí en este mundo.
Siempre lo mismo, siempre lo mismo, a pesar de todos mis esfuerzos.
Vi llegar coches de la policía, y ambulancias, y camiones de los bomberos. La multitud era tan densa que los vehículos apenas podían avanzar. Vi pararse un taxi a orillas de la multitud, y me pareció que los que se apeaban eran Anne y Frank, pero no podría asegurarlo. No tenía importancia. Ahora estaban ya muy lejos y desde hacía mucho tiempo.
Me senté en un escalón deseando la muerte. Si no hubiera sido pecado, habría intentado suicidarme. Pero en mi fuero interno sabía que no lo conseguiría. Porque el niño asustado dentro de mí mudaría siempre la posición a donde no pudiera ocurrir: a donde el arma no disparase, o la cuerda se rompiera, o el veneno fuera agua.
Una sola vez, durante casi un año, viví en un mundo en el que no había ningún hombre. Vivía en el bosque, y aquel mundo era hermoso, pero siempre, cuando dormía, me marchaba en mi sueño de aquel mundo, y despertaba en un mundo de hombres, y tenía que regresar de nuevo a un bosque distinto.
Hasta que por fin renuncié y me quedé en la ciudad. Ahora no sabía a dónde iría, pero sabía que tenía que marcharme. Yo era el peor hombre de la creación, era perverso, pero sabía que Dios había hecho un lugar incluso para mí.
Me puse en pie, me sequé el rostro con la manga, y respiré profundamente.
Si tenía que marcharme, me dije a mí mismo, me iría muy lejos. Alcancé hacia atrás profundamente, profundamente, más lejos que en ninguna otra ocasión anterior: dos mil años. Alcancé un lugar donde un hombre no hubiera nacido y así todo fuera distinto. Y mudé la posición.
La calle desapareció. En su lugar surgió una nueva ciudad, de edificios de un gris frío trepando uno detrás de otro. Todos tenían puertas y ventanas picudas, muy grandes, y cúpulas de piedra amarilla o de un desvaído azul-cobre. A través del cielo derivaba un avión… pero no en forma de cruz, sino redondo. La calle estaba empedrada con guijarros.
Debido a que yo había hecho un hombre no nacido hacía dos mil años, todo el mundo era distinto: todos los dos mil años de historia eran distintos, todas las ciudades y todos los hombres vivientes, distintos.
Aquí al menos yo no cometería todos los antiguos errores, aquí podría empezar de nuevo. Y me dije a mí mismo: Si ahora haces una sola cosa bien, es posible que con ella borres todos tus errores de antes.
Estaba de pie dentro de un pequeño parque, con una barandilla de piedra esculpida como lazadas de tela. Detrás de mí había un pedestal de piedra, y dos estatuas, una de un joven muy hermoso con un sombrero sin alas, llevando una antorcha en sus brazos. Y el otro era igual, pero con la antorcha boca abajo. Recordé haber visto en un libro unas estatuas como aquéllas. Era un libro acerca del dios de la antigüedad llamado Mitra, y aquellas estatuas que ahora veía eran estatuas de Mitra la estrella de la mañana, y Mitra la estrella de la tarde. Me miraban con sus inexpresivos ojos de piedra.
—¿Eres tú? —parecían decirme.
Y yo, devolviéndoles la mirada, dije:
—¿Es aquí?
Pero no podíamos contestarnos el uno al otro; y les dejé allí de pie, y me encaminé a la ciudad.