Con la comida, igual que con muchas otras cosas en esta vida, se tiene lo que se paga. Además, existe una relación inversamente proporcional entre calidad y cantidad, y la «experiencia gastronómica» de una persona —la duración de una comida o su índice de placer— no tiene por qué estar directamente relacionada con la cantidad de calorías consumidas. En Estados Unidos, el sector de la alimentación ha dedicado sus energías durante muchos años a aumentar la cantidad y reducir el precio, en lugar de mejorar la calidad. El hecho de que los alimentos de mejor calidad —ya se mida en calidad del sabor o calidad nutritiva (que a menudo coinciden)— sean los más caros es algo que no tiene vuelta de hoja, porque los han cultivado o criado en explotaciones menos intensivas y con mayores cuidados. No todo el mundo puede permitirse comer bien, lo cual es verdaderamente vergonzoso, pero la mayoría sí que podemos. Como decía, en Estados Unidos la situación es la siguiente: los estadounidenses invierten menos de un 10 por ciento de sus ingresos en comida, menos que los ciudadanos de cualquier otro país. A medida que los costes de los alimentos han ido bajando, tanto en términos de precio como del esfuerzo que se requiere para servirlos en la mesa, los estadounidenses han ido comiendo cantidades cada vez mayores (y gastando cada vez más en cuidados médicos). Si, por el contrario, te gastas más dinero para comprar alimentos de mejor calidad, seguramente comerás menos y tratarás la comida con más cuidado. Y si esa comida de mejor calidad también sabe mejor, necesitarás menos cantidad para sentirte satisfecho. Haz que prime siempre la calidad por encima de la cantidad, la experiencia alimentaria por encima de las meras calorías. O como decían las abuelas: «Más vale pagar en el mercado que en la consulta del médico».