Imagínate que tu bisabuela (o tu abuela, según los años que tengas) va caminando contigo mientras recorres los pasillos del supermercado. Te detienes con ella delante de la nevera de postres. Coge un tubo de gelatina para llevar… y no tiene ni la menor idea de qué es lo que contiene ese envoltorio de plástico con tantos colores y una especie de gel de sabores dentro. ¿Es comida o es pasta de dientes? En la actualidad, los supermercados ponen a la venta miles de productos comestibles que nuestros antepasados jamás hubieran reconocido como alimentos. Los motivos para evitar estos productos tan procesados son muchos, y van más allá de los diversos aditivos químicos y de los derivados del maíz y la soja que contienen, además de los plásticos en los que suelen venir empaquetados (muchos de los cuales probablemente sean tóxicos). Hoy en día, los alimentos se procesan pensando específicamente en aprovechar nuestras debilidades evolutivas para que compremos y comamos más: nuestra preferencia innata por el dulce, las grasas y la sal. Son sabores que cuesta encontrar en la naturaleza, pero que se fabrican fácilmente y por poco dinero, así que los científicos de la industria de la alimentación los pueden utilizar y conseguir así, con su procesamiento, que consumamos estas rarezas en una cantidad mucho mayor de lo que sería bueno para nuestro organismo. La regla de la bisabuela te ayudará a evitar que muchos de estos productos acaben en tu carro de la compra.
Nota: Si tu bisabuela cocinaba fatal o comía muy mal, puedes cambiarla por la abuela de algún amigo. Las abuelas mediterráneas son las que dan mejor resultado.
Las siguientes reglas perfeccionan esta estrategia y te ayudan a moverte por el terreno pantanoso de las etiquetas de ingredientes.