INTRODUCCIÓN

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En la actualidad, comer se ha convertido en algo muy complicado… innecesariamente, creo yo. Enseguida llegaré a eso del «innecesariamente», pero reflexionemos antes sobre la complejidad que conlleva hoy en día esta actividad tan básica de entre todas las humanas. Muchos de nosotros nos vemos obligados a recurrir a expertos de algún tipo para que nos indiquen cómo debemos comer: médicos y libros de dietética, reportajes sobre los últimos descubrimientos de la ciencia de la nutrición, consejos gubernamentales, pirámides alimentarias e incluso los envases mismos de los alimentos, que cada vez más nos informan sobre sus saludables propiedades. Puede que no siempre sigamos esos sabios consejos, pero cada vez que elegimos un plato de la carta de un restaurante o recorremos el pasillo del supermercado, oímos sus voces resonando en el interior de nuestra cabeza… donde, por cierto, también almacenamos una sorprendente cantidad de bioquímica. ¿No resulta curioso que todos conozcamos, al menos de oídas, palabras como antioxidante, grasas saturadas, ácidos grasos omega-3, hidratos de carbono, polifenoles, ácido fólico, gluten y probióticos? Hemos llegado a un punto en que ya no es la comida lo que vemos, sino que nos fijamos únicamente en los nutrientes (buenos y malos) que contiene, y desde luego también en las calorías; todas esas cualidades invisibles que conforman nuestra comida son las que, según dicen, si se entienden correctamente guardan el secreto del comer bien.

Sin embargo, a pesar de todos los datos científicos y pseudocientíficos sobre la alimentación que hemos estado digiriendo durante los últimos años, todavía seguimos sin saber qué es lo que hay que comer. ¿Deberían preocuparnos más las grasas que los hidratos de carbono? Pero, si es así, ¿qué hay de las grasas «buenas»? ¿Y los carbohidratos «malos», como el jarabe de maíz rico en fructosa? ¿Hasta qué punto tiene que inquietarnos el gluten? ¿Qué hay de cierto en todo eso de los edulcorantes artificiales? ¿De verdad hay cereales de desayuno que conseguirán que mi hijo rinda más en el colegio, mientras que otros me protegerán a mí contra los ataques cardíacos? ¿Desde cuándo comerse un bol de cereales se considera un tratamiento terapéutico?

Hace unos años, viendo que me sentía tan confuso como el que más, decidí llegar al fondo de una cuestión muy simple: ¿qué hay que comer? ¿Qué sabemos a ciencia cierta de la relación entre la dieta y la salud? No soy experto en nutrición y tampoco científico, sino tan solo un periodista curioso con la esperanza de responder a una pregunta sencilla, por mi bien y por el de mi familia.

Cuando me embarco en este tipo de investigaciones, muchas veces no tardo en darme cuenta de que las cosas son mucho más complejas y relativas (con muchos más matices) de lo que había pensado en un principio. Esta vez no. Cuanto más me internaba en la selva confusa y desconcertante de la ciencia de la nutrición, cuanto más leía sobre las guerras de los ácidos grasos de cadena larga contra los carbohidratos, las escaramuzas de las fibras y los encarnizados debates sobre los suplementos dietéticos, más sencillo se volvía el panorama. Me di cuenta de que, en realidad, la ciencia sabe mucho menos sobre alimentación de lo que cabría esperar. De hecho, la ciencia de la nutrición es un campo que, por decirlo con buenas palabras, está todavía en pañales. Aún se intenta descubrir qué es lo que sucede exactamente en nuestro organismo cuando nos tomamos un refresco, qué propiedades guarda la zanahoria en el fondo de su ser que la hacen un alimento tan sano, o por qué narices habrá tantísimas neuronas (¡células del cerebro, nada menos!) precisamente en el estómago. Se trata de un tema fascinante, y es una rama de la ciencia que algún día proporcionará respuestas definitivas a todas esas preguntas que tanto nos preocupan sobre nuestra alimentación, pero, tal como los nutricionistas mismos admiten por el momento, todavía no las tienen. Y les falta mucho camino por recorrer. La ciencia de la nutrición, que a fin de cuentas solo tiene doscientos años de historia, en la actualidad más o menos es lo que era la cirugía allá por el año 1650: una especialidad muy prometedora y en la que se estaban realizando avances muy interesantes, pero ¿estaríamos dispuestos a dejarnos operar? Creo que yo esperaría unos cuantos años más.

Con todo, además de haber aprendido una barbaridad sobre lo que desconocemos de la nutrición, también he aprendido unas cuantas cosas muy importantes que sí sabemos con certeza sobre los alimentos y la salud, y eso es precisamente a lo que me refería cuando decía que el panorama se volvía más sencillo cuanto más me internaba en él.

Existen básicamente dos cosas importantes que debemos saber sobre la relación entre la dieta y la salud, dos hechos nada controvertidos. Todas las partes contendientes en las guerras de la nutrición están de acuerdo en estos dos puntos, y, lo que resulta aún más importante para nuestros propósitos, se trata de dos hechos lo bastante sólidos como para que podamos elaborar una dieta sensata basándonos únicamente en ellos. Aquí los tenemos:

HECHO N.° 1: Las poblaciones que se alimentan con lo que podría denominarse una dieta occidental (que normalmente se define como una dieta consistente en muchísimos alimentos procesados y muchísima carne, muchísimos azúcares y grasas añadidos, muchísimos cereales refinados, muchísimo de absolutamente todo menos verdura, fruta y cereales integrales) presentan siempre altos índices de lo que podríamos denominar enfermedades occidentales: obesidad, diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares y cáncer. Casi toda la obesidad y la diabetes tipo 2, el 80 por ciento de las enfermedades cardiovasculares y más de una tercera parte de todos los cánceres pueden relacionarse con esta dieta. En Estados Unidos, cuatro de las diez principales causas de mortalidad son enfermedades crónicas vinculadas a ella. La ciencia de la nutrición no admite discusión acerca de ese vínculo; la preocupación de los expertos es más bien la de identificar, de entre todos los nutrientes de la dieta occidental, cuál es el culpable, el que podría ser responsable de todas esas enfermedades crónicas. ¿Son las grasas saturadas o los carbohidratos refinados? ¿Quizá la falta de fibra, las grasas trans, los ácidos grasos omega-6…? ¿Qué? Lo mismo da. El caso es que, aunque no seamos científicos, ya sabemos todo lo que necesitamos saber para ponerle remedio: el problema, por los motivos que sea, es ese tipo de dieta en concreto.

HECHO N.° 2: Las poblaciones que se alimentan con una dieta tradicional, de las que existe una gama extraordinariamente variada, no suelen padecer tanto estas enfermedades crónicas. Esas dietas van desde las que tienen un alto contenido en lípidos (los inuits, en Groenlandia, subsisten en gran medida gracias a la grasa de foca) hasta las dietas basadas en hidratos de carbono (los indígenas de América Central se alimentan sobre todo de maíz y frijoles) o las que tienen un alto contenido proteico (los masáis, en África, viven principalmente de la sangre, la carne y la leche de su ganado), por citar solo tres ejemplos muy extremos. Sin embargo, lo mismo sucede con muchas otras dietas tradicionales mixtas. Esto apunta a que no existe una única dieta humana ideal, sino que el omnívoro humano tiene una capacidad exquisita para adaptarse a una amplia gama de alimentos diferentes y a una variedad de dietas distintas. Bueno, menos a una: la dieta occidental, relativamente nueva (desde el punto de vista evolutivo) y que constituye la forma en que nos alimentamos la gran mayoría en la actualidad. ¿No es un logro fuera de lo común para una civilización? ¡Hemos creado la única dieta que consigue enfermar a la gente! (Aunque en general es cierto que vivimos más años que antes, o más años que los que viven las personas en algunas culturas tradicionales, la mayoría de esos años que hemos ganado se deben al descenso de la mortalidad infantil y la mejora de la salud en la infancia, no a nuestra dieta.)

En realidad hay un tercer hecho, muy esperanzador que se desprende de los dos anteriores: quienes han conseguido apartarse de la dieta occidental han experimentado una mejora espectacular en su salud. Disponemos de estudios fiables que parecen indicar que los efectos de la dieta occidental pueden revertirse, y con relativa rapidez, además[1]. Se realizó un experimento en el que una población típica estadounidense modificó, aunque muy modestamente, su dieta (y estilo de vida) occidental y logró reducir en un 80 por ciento sus probabilidades de padecer enfermedades coronarias, en un 90 por ciento las de padecer diabetes tipo 2 y en un 70 por ciento las de sufrir cáncer de colon[2].

Aun así, por extraño que parezca, estos dos (o tres) hechos fehacientes no suelen tenerse en cuenta en las investigaciones sobre nutrición, ni siquiera en las campañas de salud pública que se ocupan de la dieta. En lugar de eso, los investigadores intentan descubrir cuál es ese nutriente maligno de la dieta occidental, el culpable de todos los males, para que los productores del sector alimentario puedan retocar sus productos sin que tengamos que variar ni un ápice nuestros hábitos alimentarios, o para que las farmacéuticas puedan desarrollar un antídoto y vendérnoslo. ¿Por qué? Bueno, pues porque hay mucho dinero invertido en ese modelo dietético. Cuanto más se procesa cualquier alimento, más rentable resulta. La industria farmacéutica gana más dinero tratando enfermedades crónicas (fuente de tres cuartas partes de los más de dos billones de dólares que los estadounidenses se gastan todos los años en productos farmacéuticos) que con su prevención. Así que seguimos sin darnos por aludidos y, en lugar de eso, nos obsesionamos con los nutrientes buenos y los nutrientes malos, cuyas identidades parecen variar con cada nuevo estudio que se publica. Sin embargo, para la industria de la alimentación esta incertidumbre no es necesariamente un problema, porque el desconcierto también resulta un buen negocio. Así, los expertos en nutrición se vuelven indispensables, los productores de alimentos pueden reinventar sus productos (junto con sus supuestas propiedades beneficiosas para la salud) para adaptarse a los últimos descubrimientos, y los que nos ganamos la vida comentando estos temas en los medios de comunicación tenemos una fuente constante de datos nuevos sobre alimentación y salud con los que escribir nuestros artículos. Todo el mundo sale ganando. Bueno, todo el mundo menos los que comemos.

Como periodista, aprecio mucho el valor del desconcierto generalizado: nuestro negocio consiste en explicar, y si las respuestas a las preguntas que investigamos resultaran demasiado simples, nos quedaríamos sin trabajo. Lo cierto es que yo mismo viví un momento más que inquietante cuando, después de un par de años investigando sobre nutrición para mi último libro, El detective en el supermercado, me di cuenta de que la respuesta a esa pregunta que se suponía tan increíblemente complicada —¿qué hay que comer?— no era ni muchísimo menos tan difícil. De hecho, se podría condensar en tan solo siete palabras:

Come comida. Con moderación.

Sobre todo vegetales.

Eso era lo fundamental. Descubrirlo me resultó muy gratificante. Había dado con un lecho de roca firme en el fondo del pantano de la ciencia de la nutrición: siete palabras sencillas que se entendían sin necesidad de licenciarse en bioquímica. Sin embargo, al mismo tiempo también me llevé un buen susto, porque mi editor esperaba varios miles de palabras más. Por suerte para ambos, me di cuenta de que la historia de cómo una cuestión tan simple como qué hay que comer se ha convertido en algo tan complicado era algo que merecía la pena explicar, y esa fue la idea principal de aquel libro.

La idea principal de este es muy diferente. No se ocupa tanto de teorías, historia y ciencia como de la vida cotidiana y de nuestros hábitos. En este breve libro, reducido al mínimo, desarrollo esas siete palabras en una serie de reglas o consejos accesibles, pensados para ayudarnos a comer comida de verdad y con moderación y, gracias a eso, dejar de lado la dieta occidental en la medida de lo posible. Las reglas están escritas en un lenguaje muy de andar por casa. He evitado la jerga de la nutrición o la bioquímica, aunque en la mayoría de los casos siempre hay un estudio científico que respalda lo que digo.

No es que este libro sea anticientífico. Al contrario, en la investigación para redactar y revisar estas reglas, la ciencia y los científicos me han sido muy útiles. Pero soy escéptico respecto a mucho de lo que hoy en día se hace pasar por ciencia de la nutrición, y estoy convencido de que en el mundo existen otras fuentes de sabiduría y otros lenguajes con los que hablar de manera inteligente sobre la alimentación. Los seres humanos habían comido bien y se habían mantenido sanos durante milenios antes de que llegara la ciencia de la nutrición para decirnos cómo comer; alimentarse de una forma saludable sin tener ni idea de lo que es un antioxidante es perfectamente posible.

Así pues, ¿en quiénes confiábamos antes de que los científicos (y a su vez los gobiernos, los organismos de salud pública y los productores de alimentos) nos dijeran qué debemos comer? Confiábamos, qué duda cabe, en nuestras madres, nuestras abuelas e incluso en nuestros antepasados más lejanos, lo cual es otra forma de referirnos a la tradición y la cultura. Sabemos que existe una amplia reserva de sabiduría alimentaria ahí fuera, porque, si no, los humanos no habríamos sobrevivido y prosperado hasta la actualidad. Esa sabiduría dietética es la destilación de un proceso evolutivo en el que han participado muchas personas en muchos lugares diferentes, pensando en qué hace que la gente siga sana (y qué no) y transmitiendo ese conocimiento a las nuevas generaciones en forma de hábitos gastronómicos, combinaciones de alimentos, costumbres, reglas, tabúes, prácticas del día a día y de temporada, así como refranes y dichos memorables. ¿Son infalibles esas tradiciones? No. Existen también muchísimos cuentos de viejas que, cuando se someten a examen, resultan ser poco más que supersticiones. Pero sí merece la pena conservar gran parte de esa sabiduría popular sobre los alimentos, revivirla y tenerla muy presente.

Saber comer destila todos esos conocimientos y los convierte en 64 reglas sencillas para comer bien y disfrutar. Las reglas están formuladas en términos culturales más que científicos, aunque en muchos casos la ciencia ya ha corroborado lo que la cultura sabe desde hace tiempo; no es extraño que estos dos lenguajes o estas dos formas de saber tan diferentes lleguen a menudo a una misma conclusión (como, por ejemplo, cuando hace poco los científicos confirmaron que la práctica tradicional de comer tomate con aceite de oliva es muy saludable, ya que así le resulta más fácil de asimilar al organismo). También he intentado no hablar demasiado de nutrientes, no porque no sean importantes, sino porque esa fijación absoluta con los nutrientes hace que no prestemos atención a otros aspectos de la comida que son más relevantes. Los alimentos son más que la suma de los nutrientes que contienen y, además, todavía nos falta mucho para llegar a entender la forma en que estos se combinan. Puede que el grado de procesamiento al que se ha sometido un alimento nos dé una pista más importante sobre si es beneficioso o no para la salud; el hecho de procesarlo no solo puede eliminar nutrientes y añadir productos químicos tóxicos, sino que también hace que el alimento se asimile con mucha más facilidad, lo cual puede ser problemático para el metabolismo de la insulina y las grasas. Es más, los plásticos que suelen utilizarse para empaquetar los alimentos procesados pueden presentar un riesgo añadido para la salud. Por eso muchas de las reglas de este libro están pensadas para ayudar a evitar los alimentos demasiado procesados… que yo prefiero llamar «sustancias comestibles con aspecto alimenticio».

La mayoría de estas reglas las he escrito yo mismo, pero muchas de ellas no tienen un único autor. Son perlas de la cultura gastronómica, a veces antiquísimas, que merecen nuestra atención porque pueden ayudarnos mucho. He recopilado dichos populares sobre la comida utilizando una gran variedad de fuentes (los dichos más antiguos aparecen entrecomillados), he consultado a especialistas en folclore y antropólogos, médicos, enfermeras, nutricionistas y dietistas, además de una gran cantidad de madres, abuelas y bisabuelas. He pedido incluso a mis lectores que me hagan llegar sus propias reglas sobre alimentación, y también al público de las conferencias y los discursos que he pronunciado en tres continentes. He facilitado una dirección electrónica para que la gente pueda mandarme correos con consejos que hayan oído a sus padres u otras personas y que personalmente les hayan resultado útiles. Una sola de esas peticiones, publicada en el blog «Well» del New York Times, obtuvo 2500 respuestas. No todas ellas tenían demasiado sentido (no creo que «Un solo tipo de carne por pizza» sea una receta infalible para tener una salud de hierro), pero muchas sí, y algunas han acabado encontrando su lugar en este libro. Gracias a todos por haber contribuido al proyecto. Al reunirías, estas reglas se convierten en una especie de voz coral de la sabiduría gastronómica popular. Mi trabajo no ha sido tanto el de crear esa sabiduría como el de recopilarla y revisarla. Estoy convencido de que esa voz tiene tanto que enseñarnos como las voces de la ciencia, la industria y el gobierno, o incluso más.

Cada una de las 64 reglas del libro viene acompañada de uno o dos párrafos explicativos, a excepción de unas cuantas que se explican por sí solas. No es necesario aprendérselas ni memorizarlas todas, porque muchas de ellas van a parar al mismo sitio. Por ejemplo, tanto la regla número 11 («Evita alimentos que veas anunciados en televisión») como la número 7 («Evita productos que contengan ingredientes que un niño de primaria no pueda pronunciar») están pensadas para evitar que llenemos el carro de la compra con muchos productos con apariencia alimenticia pero altamente procesados. Lo único que espero es que algunas de estas reglas resulten lo bastante pegadizas, o memorables, como para que se conviertan casi en un acto reflejo: en algo que hagamos, o no, sin detenernos siquiera a pensarlo.

Aunque las he llamado reglas, para mí son una especie de directrices personales más que un conjunto de leyes que hay que aplicar a rajatabla. En lugar de prescribir conductas muy específicas, proporcionan una amplia guía que debería facilitarnos y acelerar las decisiones del día a día. Armados con esas indicaciones generales, como la regla número 36 («No desayunes cereales que cambien el color de la leche»), descubriremos que no tenemos que perder tanto tiempo leyendo la lista de ingredientes de las etiquetas ni intentando tomar decisiones en el pasillo de desayunos del súper. Piensa en estos consejos sobre nutrición como en pequeños algoritmos diseñados para simplificar tus hábitos alimentarios. Adopta los que más recuerdes o los que te vayan mejor.

No obstante, intenta adoptar por lo menos una regla de cada una de las tres secciones del libro, porque cada apartado se ocupa de una dimensión diferente de nuestros hábitos alimentarios. La primera sección pretende ayudarte a «comer comida», lo cual, al comprar en los supermercados modernos, resulta mucho más complicado de lo que cabría esperar. Estas reglas ofrecen tamices o filtros que te ayudarán a distinguir entre la comida de verdad y las sustancias comestibles con apariencia alimenticia, que deberían evitarse. La segunda sección, con el subtítulo de «Sobre todo vegetales», presenta reglas para ayudar a escoger entre alimentos de verdad. Y la tercera, «Con moderación», trata del cómo más que del qué comer, y ofrece una serie de consejos pensados para fomentar unos cuantos hábitos cotidianos muy sencillos que te ayudarán a moderarte con la comida y a disfrutarla más. Si esos dos objetivos te parecen contradictorios, piensa que todavía no has empezado a leer el libro.