XXII

LA BATALLA

A pesar de que la lluvia arreciaba, las campanillas y las cadenas de la gran «T» dorada sonaban y tintineaban, el viento rugía y el rayo tronaba, los aventureros, desde lo alto de la pirámide habían oído el sordo zumbido de la pieza de artillería y habían visto la llama resplandecer en los baluartes de la ciudad. ¿Qué había sucedido para disparar el cañón a una hora tan avanzada? ¿Anunciaba algún extraordinario suceso o llamaba a la población a empuñar las armas? ¿Les había espiado un peguano, o un raham había corrido a Pegú a dar la alarma? ¿Qué se estaba preparando en las sombras de la noche?

—Bajemos —dijo el capitán, que oprimía en su diestra la cimitarra.

En un momento descendieron la escalinata, saltaron a los salientes y de allí a la plataforma y por último al suelo, dirigiéndose a todo correr hacia la campana. A mitad de la calle se tropezaron con los malayos que acudían en su ayuda.

—¡Han disparado el cañón! —exclamó el capitán malayo, agitando como un loco su pesado sable.

—Estoy seguro de que nos han descubierto —dijo Jorge.

—Mis hombres están preparados para combatir.

Un segundo cañonazo retumbó sobre los baluartes de la ciudad.

—¡Lancémonos contra la ciudad! —exclamó el americano, que empezaba a enervarse.

—¡Saqueémosla! —apoyó el malayo.

—¡La Cimitarra de Buda es mía! —gritó Jorge—, ¡en retirada!

La noche continuaba siendo tempestuosa. Los rayos atravesaban de dos en dos, de tres en tres, la masa de nubes, describiendo zigzags espantosos, precipitándose sobre las copas de los árboles más altos, contra las cimas de las montañas o girando en torno de la pirámide. El viento soplaba con indecible violencia mezclando sus rugidos a los interminables estallidos de los truenos, doblando y torciendo las plantas, destrozando los bambúes y el arroz y llevándose las tejas de los monasterios. Era una noche infernal.

Los treinta y siete hombres, sin intercambiar una palabra, con los oídos atentos y los ojos bien abiertos, continuaban retirándose atravesando bosques y plantaciones. Jorge los guiaba, pero eso no le impedía dirigir de cuando en cuando una larga mirada a la famosa arma del dios asiático que oprimía con tanta fuerza como si 3a sujetaran unas tenazas de acero.

Aquella arma que tantas fatigas, tantos sacrificios, tantos peligros había costado a los intrépidos aventureros, era verdaderamente magnifica. Su forma era la de una cimitarra semejante a las de los tártaros, pero ¡qué finura, qué metal y qué empuñadura! Era de un acero purísimo, muy sutil, que dejaba ver sus vetas como los célebres kriss de Borneo; en una cara de la hoja se veía, escrito en sánscrito, el nombre de Buda; en la otra, en caracteres chinos, el del emperador Khieng Lung. La empuñadura era de oro macizo, esculpida, cincelada, cuyas figuras traían a la mente las numerosas encarnaciones de Visnú, una de las grandes divinidades de la India. En su extremo podía verse un diamante de bellísimas aguas, más grueso que una nuez y que el capitán estimó que valdría más de doscientas cincuenta mil pesetas.

El grupo hacía ya veinte minutos que caminaba, cuando se encontró ante una especie de colina aislada, rodeada de rocas. Parecía un antiguo volcán con un gran cráter en el centro.

—¡Alto! —dijo el capitán.

Como si aquella orden hubiese sido oída por los peguanos, un tercer cañonazo retumbó en dirección a la ciudad. Un sordo estremecimiento recorrió las filas de los malayos.

—¡El enemigo! —exclamó el capitán malayo.

E3 viento traía a sus oídos el fragoroso redoble de un gong.

—¿Qué hacemos? —dijo el malayo, deseoso de empezar el combate.

—Subamos ahí —dijo Jorge—. Después, ya veremos.

Subieron por los flancos de la colina y, a pesar de la lluvia que caía, los torrentes que descendían espumeando de roca en roca, los pedruscos que rebotaban, llegaron a la cima. Los dos capitanes dirigieron una mirada a aquel lugar defendido por enormes rocas a su alrededor, y se acercaron a la vertiente opuesta, que estaba cortada casi a pico.

—¿Ves algo? —preguntó Jorge, después de haber observado atentamente la llanura cubierta de espesos cañaverales.

—Nada —respondió el malayo.

—¿Tampoco oyes nada?

—Sí, el gong, que continúa tañendo.

—¿Descenderías tú?

—Sí, y rápido.

Los dos capitanes volvieron hasta donde se encontraban los demás, que se ocupaban en cambiar las cargas a las carabinas y pistolas.

—En marcha —dijo Jorge—. El río está a media milla de nosotros.

La tropa atravesó aquella especie de campo atrincherado y ganó la pendiente opuesta. Casi en el mismo momento un silbido agudo surgió de entre los cañaverales de la oscura llanura.

—¿Has oído? —dijo el capitán malayo.

—Sí —dijo Jorge—. ¿Hombre o serpiente?

—No conozco ningún reptil capaz de emitir este silbido.

—¿Ves algo entre las cañas?

El malayo adelantó la cabeza, dilató los ojos, aguzó el oído y prestó atención.

—No veo ni oigo nada —dijo.

—Allí hay algo —exclamó el americano—. He visto una lucecilla.

Los treinta y siete hombres permanecieron inmóviles al borde de la pendiente, intentando ver lo que había en la llanura. Después del silbido, no se había escuchado nada fuera del gemir y batir del viento.

—¡Adelante! —dijo Jorge después de algunos minutos, con tono decidido.

—¡Alto! —ordenó por su parte el malayo.

Un cohete se había elevado por encima de la espesura, describiendo una gran curva en el aire. Estalló sobre las cabezas de los malayos, esparciendo alrededor multitud de chispas de colores.

—¡En retirada! —ordenó Jorge—. Los peguanos están emboscados ahí abajo.

El grupo volvió sobre sus pasos rápidamente y bajó por la ladera opuesta, pero se detuvo inmediatamente. Un segundo cohete ascendía lentamente hacia el cielo. También allí había enemigos emboscados.

—¡Estamos bloqueados! —exclamó el capitán malayo—. ¡Mil rayos! La madeja se está enredando y yo empiezo a tener sed de sangre.

No se engañaban. Los peguanos, aprovechándose de la oscuridad, les habían seguido sin hacer ruido y les habían rodeado, resueltos, sin duda, a castigar a los profanadores de la pirámide sagrada y a reconquistar la Cimitarra de Buda.

—¿Qué hacemos? —preguntó el polaco.

—Presentar batalla —contestó Jorge.

—¡Mil rayos! —exclamó el malayo—. Hablas bien, capitán. ¡A las armas! ¡Mahoma está con nosotros!

La defensa se organizó rápidamente. Como se ha dicho anteriormente, la cima de la colina estaba defendida al Norte y al Sur por rocas perfectamente lisas, imposibles de escalar, y al Este por una empinada pendiente, difícil de superar bajo el fuego de media docena de carabinas. No era accesible más que por el Oeste, pero aquí la subida se estrechaba formando una especie de garganta larga y estrecha, flanqueada por enormes rocas excavadas y agujereadas de mil maneras. Los malayos y los blancos se agruparon cerca de aquella garganta, después de haber preparado una mina de treinta kilogramos de pólvora en una pequeña gruta. Sólo ocho hombres fueron encargados de la defensa de la subida oriental.

—Valor, amigos —dijo el capitán—. Calma, y fuego sobre blanco seguro.

La tempestad se calmaba poco a poco. Las nubes se habían desgarrado y dejaban ver algún rayo de luna. Solamente al Norte, hacia los montes, brillaba y retumbaba aún el trueno. Los combatientes estaban apostados desde hacía sólo diez minutos, cuando se oyó el gong batir en la llanura. A la luz del último relámpago pudo verse el ejército peguano, armado con fusiles, cimitarras, lanzas, hachas, cuchillos, avanzar al asalto seguido de una horda de raham, phongi y talapoini. Malayos y blancos se agazaparon tras las rocas y cargaron rápidamente sus carabinas. ¡Había llegado la hora!

Un grupo de cien o más hombres, después de ascender la cuesta, se plantó a la entrada de la garganta, dispuestos a lanzarse al asalto.

—¡Atención! —se oyó gritar al capitán Jorge.

Los gongs llamaban a la carga. Un rayo, dos, veinte, cien, doscientos, estallaron en la llanura, extendiéndose a derecha e izquierda. Eran los peguanos, que hacían un fuego infernal intentando desalojar a los profanadores de la Choé-Madú. Se ola silbar el plomo por todas partes, rebotar en las rocas basálticas y caer junto con partículas de rocas. Un humo blanquecino y denso se levantó entre los cañaverales.

—¡Fuego! —ordenó Jorge.

La colina, de improviso, llameó como un cráter en actividad. Detrás de cada roca, de cada grieta, de cada peñasco, surgían relámpagos seguidos de detonaciones. El efecto de aquella descarga fue desastroso para los peguanos que se habían lanzado al ataque sin ninguna precaución. Se oyeron gritos desgarradores, imprecaciones, gemidos, y por último se vio cómo huían. Algunos hombres, heridos de muerte, cayeron rebotando entre las rocas y rodaron por la pendiente. Un profundo silencio siguió a las detonaciones de los fusiles, a los gritos de los combatientes y a los gemidos de los heridos. La gran llanura volvió a tornarse silenciosa y oscura; pero entre las cañas se veían brillar todavía las armas. Cinco minutos habían pasado, cuando volvió a oírse el fragoroso batir de los gongs, seguido por el agudo sonido de varias pullanays (flautas).

—¡Todos a la garganta! —rugió el americano, que había avanzado hasta las primeras rocas.

Un grupo de trescientos o cuatrocientos peguanos se había formado al pie de la colina y ascendía agitando frenéticamente las armas.

Los gongs llamaron por segunda vez a la carga y todos aquellos hombres se lanzaron con coraje al asalto, con el sable entre los dientes y los arcabuces en la mano. Los malayos, que se habían agrupado todos ante la garganta, amparándose detrás de enormes rocas, apuntaron sus fusiles e hicieron llover una granizada de balas sobre el enemigo, Algunos hombres cayeron por la pendiente de la colina, pero otros continuaron subiendo, vociferando espantosamente, fanatizados por los raham que marchaban a la cabe za, desafiando intrépidamente la muerte. La mosquetería se hizo rápidamente furiosa. Los malayos cargaban y descargaban incesantemente, mezclando sus feroces aullidos con la potente voz del huracán. A pesar de todo, los peguanos ascendían, resueltos a morir todos antes que retroceder. Al cabo de pocos minutos llegaron a pocos centenares de pasos de la garganta, donde se detuvieron un instante para descargar sus armas. Un malayo, herido en la frente, cayó fulminado; un segundo, que estaba a caballo de una alta roca, cayó herido en el pecho; otros dos vacilaron y cayeron al lado de Jorge.

—Nos van a aplastar —gritó James—. Es necesario hacer estallar la mina.

—Hazla estallar —respondió el capitán descargando su carabina.

—¡Voy!

El americano, a pesar del nutrido fuego de los peguanos, saltó sobre las rocas, se dejó caer al suelo y se arrastró hacia la pequeña gruta que se encontraba en el centro de la garganta. Jorge, a la cabeza de una docena de malayos, se adelantó valientemente hacia los peguanos disparando fusiles y pistolas, a fin de retrasar algunos minutos su ascenso.

De pronto, entre el fragor de los disparos, se oyó la voz del americano que gritaba:

—¡Sálvese quien pueda! ¡La mina va a explotar!

Los malayos retrocedieron a la carrera seguidos por el americano y se refugiaron en la vertiente opuesta de la colina. En aquel mismo momento los peguanos se lanzaron a la garganta aullando por el triunfo. De pronto una columna de fuego atravesó las tinieblas y la tierra tembló en media milla a la redonda. Una horrenda explosión se escuchó, seguida por un horrible griterío de terror. Las rocas, desprendidas, vacilaron y se derrumbaron contra el desfiladero, sepultando a gran cantidad de peguanos, mientras caían granizadas de pedruscos de todas dimensiones.

Jorge se subió a una roca y observó. Los peguanos, aterrados, huían desesperadamente cuesta abajo de la colina.

—¡Adelante! —ordenó.

Un instante después, los malayos y los aventureros, pasadas las ruinas, descendían la colina a la carrera. Al pie de ella se encontraron con el segundo grupo de peguanos que acudía en ayuda de sus compañeros. El choque fue sangriento. Los malayos, ebrios de sangre y pólvora, se lanzaron furiosamente contra los peguanos. El capitán, rodeado por sus amigos, iba a la cabeza señalando el camino. La lucha duró poco. Los peguanos, desmoralizados por los primeros descalabros y mal conducidos, después de una tentativa de abrirse camino, volvieron las espaldas dejando a varios de sus compañeros sobre el campo de batalla. El capitán, al ver el paso libre, se lanzó hacia adelante gritando:

—¡Seguidme! ¡En retirada!

El valeroso grupo, muy reducido después de la batalla, atravesó la llanura a la carrera, dirigiéndose hacia el río. ¡Ya era hora! Una nueva oleada de peguanos desembocaba de los bosques circundantes, corriendo hacia el lugar de la batalla. Una carrera de velocidad se entabló entre vencedores y vencidos. Los malayos, lanzando las municiones para estar más libres, corrían como liebres, siempre precedidos por los cuatro aventureros, que tenían alas en los pies. Los peguanos continuaban siguiéndoles. Habían recorrido más de media milla y empezaban a perder la respiración, cuando apareció el río, sobre cuyas aguas se mecía el prao con las velas desplegadas. La proa del barco pareció incendiarse y una nube de metralla surcó el aire. Los peguanos, agotados por la larga carrera, desanimados, asustados, volvieron la espalda huyendo hacia la ciudad. Una segunda andanada hizo apresurar sus pasos. Los cuatro aventureros y los malayos estaban junto a la orilla. Las canoas fueron lanzadas al agua y les transportaron a bordo.

Pocos minutos después el prao, a toda vela, descendía la rápida corriente del Bago-Kiup, dirigiéndose hacia alta mar.