XXI

LA CIMITARRA DE BUDA

La pirámide de Choé-Madú, erigida en honor del dios del oro hace 2300 años, según dicen los historiadores peguanos, es un monumento de dimensiones gigantescas, construido con ladrillos y cal, de una altura de casi trescientos setenta y dos pies. Su base está formada por dos anchas plataformas superpuestas, la primera de tres metros y medio de altura y la segunda de seis metros, con una hermosa escalinata por delante. Sobre estas dos plataformas, que forman dos paralelogramos, se levantan cinco pirámides, cuatro en los ángulos, pequeñas, coronadas por un bizarro cono; la quinta es altísima, colosal, con ocho caras que en su base miden más de cincuenta y cuatro metros de anchura. Alrededor de esta gran pirámide destacan dos escalones muy anchos, el primero sostenido por cincuenta y siete columnas piramidales de nueve metros de altura, y el segundo con otras tantas columnas también piramidales, pero un poco más pequeñas. Después de estos dos escalones, que parecen dos grandes salientes, la pirámide se eleva estrechándose gradualmente y forma, cerca de su cima, una especie de torre, la cual está coronada primero por dos extrañas campanas invertidas, construidas no obstante en ladrillo, y después por una especie de parasol de hierro dorado, adornado con cadenillas y campanillas, de una altura de dieciocho metros, y construido en Amarapura por orden del emperador Minderagi. Alrededor de todo el monumento se elevan elegantísimos monasterios, sostenidos por esbeltas columnas doradas, pintados y con los tejados arqueados. Desde ellos vigilan centenares de raham y talapoini. Algo más lejos, el terreno está sembrado de astas de ciervo dispuestas de forma caprichosa, escabeles de piedra sobre los cuales los fíeles depositan sus ofertas de arroz, almendras o coco, frutas y dulces, y numerosísimas estatuas de madera, de cobre, plata e incluso de oro. Por último, todavía más lejos, suspendidas por cuatro columnas, se ven tres gruesas campanas, que de vez en cuando dejan oír su tañido.

Tal era la pirámide de Choé-Madú, en la cual se escondía la famosa Cimitarra de Buda y que los cuatro aventureros, ayudados por los malayos, se disponían a asaltar.

La noche, tal como había previsto el capitán, era borrascosa. El cielo estaba cubierto por densísimas nubes acumuladas por el viento del norte, y pálidos relámpagos brillaban en el cielo de cuando en cuando. Los árboles, sacudidos por el impetuoso viento, se doblaban sobre las aguas del río, gimiendo. Los cuatro aventureros, apoyados en sus fusiles, contemplaban con inquietud la furia de los elementos, aguardando la medianoche.

El capitán, delante de todos, tenía los ojos fijos en la gran pirámide, iluminada por los relámpagos.

—Jorge —dijo en un momento el americano—, ¿triunfaremos?

—Triunfaremos —respondió el capitán.

—No sé por qué, pero tengo miedo, Jorge. ¿Y si los talapoi-ni nos cerraran el camino…?

—Los haremos huir.

—¿Y si nos atacan los peguanos?

—Nos enfrentaremos a ellos.

—¡Formidable hombre! —exclamó el americano con entusiasmo.

En aquel instante un gran relámpago hendió la masa de nubes iluminando la orilla del río, la ciudad y los lejanos bosques.

El capitán mostró al yankee los malayos que bajaban a tierra con las armas en la mano.

—En marcha, compañeros —dijo—. Es medianoche.

Se dirigieron hacia el río, en cuya orilla se alineaban los malayos.

—¿Estamos listos? —preguntó el capitán del prao.

—Listos —respondió Jorge.

Los treinta y siete hombres, decididos a todo con tal de conquistar la famosa arma del dios asiático, bien armados y provistos de abundantes municiones, atravesaron el río en dos canoas, desembarcando delante de Pegú. La ciudad estaba profundamente dormida. No se veía a nadie por la calle, ni un centinela en los destruidos baluartes, ni una luz que indicase que alguien velaba, ni un grito. Sólo la gran voz de la tempestad rugía entre las cabañas, alrededor de las pagodas y por encima de las inmensas ruinas. El capitán Jorge se colocó a la cabeza, y el grupo, en fila india, con los fusiles ocultos, se puso en marcha. En diez minutos atravesaron la ciudad sin encontrar a una sola persona y a las doce y cuarto se detengan al pie de la gran pirámide, la cual, ora sepultada en las tinieblas, ora iluminada por los relámpagos, se alzaba fieramente entre tempestad que rugía a su alrededor. Las campanillas de la gran «T» dorada, furiosamente sacudidas, sonaban incesantemente. El capitán Jorge señaló al malayo la cúspide del edificio.

—Allí está —le dijo.

—¿Y los enemigos?

El capitán le mostró los monasterios que se alzaban alrededor.

El malayo contrajo los labios en un gesto horrible.

—Comprendo —dijo con feroz acento—. El tigre empieza a tener sed.

—Da la vuelta a los khium y escóndete con tus hombres.

—¿Y tú?

—Yo voy a subir.

—Pero ahí arriba la tempestad ruge con fuerza. Te va a echar abajo.

—No tengo miedo —dijo el capitán con tono resuelto—. Voy a ascender.

El malayo lo miró con admiración y se alejó murmurando:

—Esto es un hombre. ¡Tiene sangre malaya en las venas!

El capitán Jorge se volvió hacia sus compañeros y les dijo:

—¡Adelante, amigos! ¡Allá arriba está la Cimitarra de Buda que tantas fatigas nos ha costado ya!

Los cuatro se lanzaron hacia la pirámide que parecía desafiarles, mientras los malayos, después de dar la vuelta se emboscaban a poca distancia de las tres campanas, con los kriss entre los dientes y los dedos acariciando los gatillos de los fusiles.

—¡Adelante, amigos! ¡Adelante! —repitió el capitán—. ¡Dios nos ayuda!

Se despojaron de las armas y de las casacas, escalaron la primera y la segunda explanada, subiendo uno sobre las espaldas de otro, y alcanzaron la escalinata, a cuyo pie descansaron unos instantes.

Sus corazones latían furiosamente como si quisieran estallar, y mil temores los agitaban. Entre los tremendos rugidos de la tempestad, les parecía oír el griterío de los raham y talapoini; entre el estruendo horrible y los fulgores, les parecía escuchar el sonido del cañón que llamaba a las armas a todos los habitantes de la ciudad; entre las quebradas líneas de los relámpagos les parecía ver a hombres correr por la llanura y extender el puño amenazante hacia la gran pirámide.

—¡Jorge! —exclamó el americano—. Estoy temblando,

—¡Valor!

—¿Y si no estuviese la Cimitarra de Buda?

Un sordo rugido salió de los labios del capitán.

—¡No! —exclamó—. No es posible. La cimitarra está ahí arriba.

—Pero ¿y si nos hubiese engañado aquel siamés?

Un trueno formidable ahogó su voz. El capitán señaló la cima del edificio.

—¡Allí! ¡Arriba! —tronó.

Sosteniéndose uno a otro alternativamente, ayudándose con las manos y con los pies, agarrándose a las piedras para no ser arrastrados por el viento, ensordecidos por el estruendo de los truenos y el rugido cada vez más fuerte del viento, cegados por los relámpagos, se dispusieron a continuar la ascensión. En el segundo saliente, jadeantes, empapados de agua, sofocados por las descargas eléctricas, volvieron a detenerse para recuperar fuerzas. Dirigieron la mirada a su alrededor, bien pegados a las columnas, y descubrieron a los treinta y tres malayos dispuestos en cadena entre las campanas y los monasterios. Parecían otros tantos tigres apostados entre la hierba en espera de su presa.

Reemprendieron la ascensión, siempre agarrándose a los escalones y encorvados para ofrecer más resistencia al viento. El capitán iba a alcanzar ya la cima de la escalinata,

cuando oyó un grito del polaco. Se detuvo de golpe, pálido, angustiado, temiendo que el desgraciado muchacho se hubiese estrellado contra la explanada,

—¡Casimiro! ¡Casimiro! —gritó.

—¡Cuerpo de un cañón! —exclamó el polaco.

El capitán se volvió y vio al joven en pie, agarrado a una columna, con los cabellos al viento y los ojos fijos en la ciudad. Presintió algo grave.

—¿Qué hay? —le preguntó.

—¡Capitán!… ¡Allí!… He visto un hombre… alejarse.

—Es imposible…, Casimiro.

—Se lo aseguro… Estaba allá abajo y corría hacia la ciudad.

Jorge miró a sus pies; la llanura estaba desierta. Lanzó un silbido y vio la cimitarra del capitán malayo agitarse a derecha e izquierda.

—Los malayos no han visto nada —dijo.

Faltaban pocos escalones para alcanzarla meta. Anhelan tes, con los cabellos erizados, las manos contraídas alrededor de los bowie-knife superaron la distancia que les separaba de la media torre.

—¡Valor! —tronó una vez más el capitán.

Los cuatro bowie-knife, se clavaron en la pared que se agrietó mostrando un boquete. El capitán introdujo la mano…

—¿Está? —preguntaron James, Casimiro y Min-Sí con angustia.

Un rugido de triunfo les contestó.

—¡La Cimitarra de Buda! ¡La Cimitarra de Buda!

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Casi en el mismo instante un cañonazo retumbó en los baluartes de Pegú.