XX

LOS MALAYOS

La ciudad de Pegú, capital de la provincia de Talong y en otro tiempo capital del imperio peguano, se levanta en la orilla izquierda del Bago-Kiup, a sólo quince leguas de su desembocadura. En el siglo XV Pegú era una grande, populosa y rica ciudad. Tenía palacios reales grandiosos, innumerables monumentos, robustas fortificaciones, centenares de templos y casi ciento cincuenta mil habitantes. Después de su rendición, en 1757, decayó con una rapidez vertiginosa, a pesar de los esfuerzos de los vencedores para realzarla. En 1858 se puede decir que era una ciudad en ruinas. No contaba más de siete u ocho mil habitantes; pocos palacios y pocos monumentos se mantenían en pie. Apenas levantada la tienda, el capitán condujo a sus compañeros hacia el río que en aquel momento se veía recorrido por muy pocas embarcaciones, y les señaló una alta pirámide que sobresalía, con mucho, por entre todos los palacios y templos de la ciudad.

—La Choé-Madú —dijo.

—En veinte minutos podemos llegar hasta ahí —dijo James—. Pero, ahora que pienso, no será nada fácil escalarla sin llamarla atención de los peguanos.

—Esperaremos una noche oscura y después seguiremos un plan…

—¡Que sepamos cuál es! —exclamaron los aventureros.

—Escuchadme, amigos. Si recordáis, el birmano nos dijo que cerca de la pirámide se elevan numerosos monasterios habitados por una legión de monjes. Sería muy difícil mantener a raya a toda esa gente, si nos descubrieran.

—Somos cuatro hombres fuertes, Jorge.

—Lo sé, pero cuatro hombres, por muy valerosos y bien armados que estén, no pueden hacer frente a quinientos, seiscientos o mil.

—¡Diablos! —exclamó James, rascándose furiosamente la cabeza—. Pero ¿dónde encontrar hombres que nos ayuden en esta empresa?

—En Rangún, James.

—Pero esa es una ciudad habitada por peguanos, Jorge —dijo James.

—Cierto, pero también hay en ella malayos y tú sabes que esos demonios de hombres, marineros hoy y piratas mañana, están siempre dispuestos a prestar sus brazos a quien les pague.

—¿Y quién irá a Rangún a reclutar a esos valientes?

—Tú y Min-Sí.

—Te agradezco que me confíes una misión tan importante. Me traeré un puñado de gente capaz de todo, incluso de asaltar la ciudad.

—Ahora vayamos a descansar —dijo Jorge—. Nos lo hemos ganado.

Al día siguiente, después de una noche tranquilísima, James y Min-Sí, montando los dos mejores caballos, se dispusieron a marchar hacia Rangún.

—¿Cuáles son tus instrucciones? —dijo el yankee al capitán.

—Sed breves —respondió—. Alquilad una barca, un prao a ser posible, y recluta una cuarentena de malayos de buen temple.

—Confía en mí.

—En marcha, pues, y que Dios os ayude.

Los dos jinetes, después de estrechar las manos de sus compañeros, se alejaron al galope dirigiéndose hacia el Sur. Iban tan veloces, que diez minutos más tarde no eran más que dos puntitos negros en la lejanía.

—¿Venceremos, capitán? —preguntó el polaco.

—Venceremos, Casimiro. Dentro de tres días, la Cimitarra de Buda estará en nuestras manos.

El capitán, viendo que en aquel momento una barca atravesaba el río, llamó al barquero.

—¿Qué quiere hacer? —preguntó el polaco, sorprendido.

—Me acercaré a la ciudad —dijo el capitán—. Es mejor conocer el terreno antes de actuar.

—¿Y yo?

—Quédate guardando los caballos.

El capitán se proveyó de un par de pistolas, ocultándolas en sus bolsillos, y subió a la barca, que se dirigió hacia la ciudad.

—¡Qué hombre tan valiente! —exclamó el polaco, siguiéndolo con la mirada—. ¿Por qué mi patria no tendrá mil hombres como él? Serían suficientes para deshacernos del yugo de los rusos.

El digno marinero suspiró profundamente y permaneció algunos minutos sumergido en profundos pensamientos. Después desenfundó el bowie-knife, cortó varias ramas y construyó una sólida cabaña, rematada en un cono, capaz de guarecer a media docena de personas.

A mediodía, el capitán estuvo de vuelta.

—¿Buenas noticias, capitán? —le preguntó Casimiro.

—Primero deja que te felicite por el abrigo que has preparado. Después te diré que estoy contentísimo de mi inspección.

—¿Ha visto la pirámide?

—Sí, y la he encontrado soberbia.

—¿Se ha fijado con atención en la media torre?

—Sí, y a pesar de ser muy alta he descubierto las huellas de un emparedamiento.

—Una palabra más, capitán.

—Cien, si quieres.

El valiente muchacho parecía embarazado. Miraba al capitán de reojo y se rascaba la cabeza.

—Dime, Casimiro.

—Esto…, ¡vaya!, dígame, mi capitán: ¿es cierto que la Choé-Madú está dedicada al dios del oro?

—Efectivamente, la pirámide fue dedicada al dios del oro.

—¡Cuerpo de una pipa rota! Entonces nos haremos tan ricos que podremos comprar nodos los barcos de China.

—¿Y cómo, Casimiro?

—¡Por Baco! Sir James me ha dicho que esta llena de oro.

—Me disgusta decírtelo, pero la pirámide está llena de piedras y cal.

El polaco hizo una mueca de contrariedad.

—¡Qué golpe! —murmuró—, ¡ah, esto no me lo esperaba! Nunca me consolaré de esta desilusión tan terrible.

El resto del día lo pasaron cazando en los bosques y lo mismo hicieron al día siguiente, matando varios pavos y una pequeña babirusa, animal que tiene aspecto de cerdo y ciervo a la vez.

En la tarde del tercer día, mientras dormitaban, fueron despertados de improviso por un cañonazo. Se pusieron en pie rápidamente, mirándose con sorpresa. Jorge se dirigió hacia la orilla del río y miró hacia el Sur. Un grito salió de su garganta.

—¡Mira, Casimiro! ¡Mira!

—¡Una gran barca! —exclamó el polaco.

—El prao amigo mío, el prao.

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Una llama se distinguió en la proa del barco, y le siguió una fuerte detonación.

—¡Bravo por sir James! —gritó el marinero.

Cargaron rápidamente sus fusiles y los dispararon al aire. Un hombre apareció sobre la proa, agitando la estrellada bandera de la gran república americana.

—¡Es James! —gritó el capitán.

—¡Viva la cimitarra! —tronó el americano, con aquel vozarrón suyo que se oía a media milla de distancia.

El prao avanzaba rapidísimo con sus inmensas velas desplegadas al viento. Era una gran embarcación malaya, solidísima, baja de casco, provista de balancines y de toldilla, una auténtica embarcación corsaria, capaz de desafiar a los más veloces steamer. Sobre el puente se distinguía a una cuarentena de malayos, de color oscuro, pequeños pero membrudos, armados con fusiles, machetes de abordaje y kriss, largos puñales de acero muy fino y hoja ondulada, impregnados de upas, potente veneno capaz de matar en breves instantes a un paquidermo. El barco, en menos de un cuarto de hora abordó la orilla. El americano y el chino corrieron al encuentro de sus compañeros y se precipitaron unos en brazos de otros.

—¡La Cimitarra de Buda es nuestra! —gritó alborozado el americano.

Los malayos desembarcaron para pasarles revista. Eran cuarenta y dos, todos naturales de Perah, un poco marinos y un poco piratas. Al frente de todos ellos iba un capitán, hombre grueso, fuerte como un toro, de tez muy oscura, nariz chata, ojos grandes y amarillentos y cabellos largos,

hirsutos, cayéndole por la espalda. Jorge le estrechó la mano y pasó revista a la tripulación.

—¿Estás contento, Jorge? —preguntó el americano.

—Contentísimo, James —dijo el capitán—. La Cimitarra de Buda está ya en nuestras manos.

Hizo romper filas y condujo al capitán malayo a la cabaña. Descorcharon algunas botellas de whisky, que el precavido americano había llevado, y se abrió la conversación.

—¿Sabes para qué te hemos contratado? —preguntó Jorge al malayo.

—Me han dicho que para asaltar la pirámide de Choé-Madú.

—¿Has oído hablar de la Cimitarra de Buda?

—No, pero si quieres tenerla en tus manos, te juro que la tendrás.

—¡Es un valiente, este pirata! —exclamó el americano—. ¡Fíjate cómo habla!

El malayo, que hablaba perfectamente el inglés, se puso a reír mostrando dos filas de formidables dientes, ennegrecidos por el uso del betel.

—Sí —dijo Jorge—, se trata de apoderarse de la Cimitarra de Buda. Y es muy probable que sea necesario utilizar los fusiles.

—Los kriss —corrigió el malayo—. ¿Tiene mucho valor esa cimitarra?

—Ninguno —se apresuró a decir Jorge.

—¿Entonces…? ¿Sois budistas?

—No, se trata de ganar una apuesta.

—Comprendo. ¿Quién vigila el arma?

—Los talapoini y los raham.

—¡Mil rayos!, ¡los machacaremos a todos! —dijo el malayo.

—¡Bravo! —exclamó el americano entusiasmado.

—No obstante es probable que acudan los peguanos —dijo el capitán— y tú sabes que los peguanos tienen cañones y fusiles.

—¡Bah! —dijo el malayo, encogiéndose de hombros—. No me dan miedo los peguanos, aunque fueran mil. ¿Cuándo asaltaremos la pirámide?

—Esta noche, antes del primer toque. La tormenta vendrá en nuestra ayuda. Mira esas nubes negras que no presagian nada bueno.

—¿Y después que hayamos hecho el asalto?

—Nos embarcaremos y nos conducirás a Batavia. ¿Te conviene el precio que te hemos ofrecido?

—Cuatrocientas libras esterlinas, son muchas. ¡Mil rayos! Pagáis como un rajá.

—Añado otras cien libras.

El malayo se frotó las manos, sonriendo.

—Sois generosos y yo seré leal. Cuando lo ordenéis, mis hombres se lanzarán contra la pirámide y, si es necesario, contra la ciudad.

—Hasta medianoche, pues. Nos seguirán treinta y dos hombres y el resto permanecerá de guardia en el prao.

—¡Quién sabe! Podríamos necesitar el cañón.

—Hasta medianoche —respondió el malayo, alejándose.