XIX

EL PEGÚ

Prome, o Paai-miu, y también Pye, está situada en la orilla izquierda del río, en una hermosa llanura cortada por numerosos canales y sembrada de antiguos monumentos derruidos, a unas setenta y cinco leguas del mar.

En 1858, todavía era una ciudad importantísima, poblada por más de quince mil habitantes. Estaba defendida por una muralla de tierra batida y por empalizadas; tenía numerosos palacios de hermosa y artística arquitectura, un vasto serrallo para los elefantes de guerra, fábricas de papel, bellos puentes y varios astilleros en los cuales se botaban barcos de cuatrocientas y quinientas toneladas.

Jorge, apenas notó que el ancla había caído al río, ordenó a sus compañeros que se desnudaran y se ataran los vestidos al cuello, así como las armas, las municiones y los pocos víveres que todavía les quedaban.

—Ánimo, compañeros —les dijo, levantando la última tabla—. Es preciso que nos encontremos muy lejos de aquí antes de que el sol aparezca por el horizonte.

Sacó la cabeza por el agujero, miró a derecha e izquierda y aguzó el oído. A doce o quince pasos se encontraba la orilla, repleta de grandes balsas de madera de tek o de pequeñas embarcaciones de variadas formas y dimensiones. Sobre el puente de la barca, así como en la ciudad, reinaba el más absoluto silencio.

—Los birmanos ya están durmiendo —dijo—. Entrad en el río poco a poco y sin ruido. Podría ser que hubiese alguien en cubierta.

Los cuatro aventureros, uno detrás de otro y con grandes precauciones, se introdujeron en las negras ondas del río, nadando vigorosamente. En menos de cinco minutos alcanzaron una gran balsa e inmediatamente después, la orilla.

Se secaron lo mejor que pudieron, se vistieron, cargaron las carabinas y pistolas, y se pusieron en marcha por una ancha calle cortada aquí y allá por puentes de madera que conducían a los bastiones orientales. No se veía un alma. Todas las cabañas estaban herméticamente cerradas y oscuras, y un absoluto silencio reinaba en las calles laterales y en los canales. Tampoco se veía guardia nocturna alguna, que tampoco hubiese detenido la marcha de los aventureros, caso de aparecer, dispuestos como iban a hacer uso de sus armas si fuera necesario. A medianoche llegaron ante un gran bastión sobre cuya cima se encontraba un soldado apoyado en una larga pica. Al ver que no se movía, subieron con decisión el muro, saltaron la empalizada y bajaron al foso.

—Todo va bien —dijo el capitán—. Adelante, y paso rápido.

Delante de ellos se extendía una vasta llanura cubierta de escombros, de pagodas derribadas, pirámides destruidas, enormes animales de piedra, y un espeso bosque, al Este, que cerraba la llanura. Dos caminos se les ofrecían: uno se dirigía hacia el Este y el otro hacia el Sur, bordeando el río. Los fugitivos, dirigiendo una última mirada a Prome, próximo a la cual se alzaba el templo de Chiok-Santapré, rodeado de gran número de khium, tomaron por el camino del sur, que debía conducirles a Schwedung, marchando rápidamente, en fila india, con las carabinas bajo el brazo.

El camino era horrible. De cuando en cuando se veían obligados a atravesar pequeños afluentes, pantanos pegajosos, en los que el pie resbalaba o se hundía; también atravesaron espesos macizos boscosos, en los que era un verdadero milagro no perderse. Pese a tantos obstáculos, al caer el alba llegaron a Schwedung, poblado por trescientas o cuatrocientas almas, y situado a la orilla del río.

Los habitantes se despertaban poco a poco. Los comerciantes y los cargadores salían de sus casas, acercándose al muelle, ante el cual estaban ancladas varias embarcaciones. El capitán y sus compañeros se dirigieron hacia el mercado, donde adquirieron, por treinta onzas de oro, cuatro caballos peguanos, pequeños, vigorosos, llenos de fuego. Con otra cantidad igual se aprovisionaron de alimentos, municiones, vestidos y mantas. Habían ensillado ya sus caballos, cuando un cañonazo retumbó en dirección a Prome. El capitán dio un salto.

—¿Qué es eso? —preguntó el americano.

—Se han dado cuenta de nuestra fuga —respondió Jorge—. ¡A caballo, amigos, a caballo y al galope!

Los caballos, espoleados vigorosamente, salieron a la carrera. Atravesaron como un rayo el pueblo y se lanzaron a través de la llanura del Este, alcanzando el camino que conduce a Namajek.

Los cañonazos habían cesado y no se veían jinetes cabalgar hacia el pueblo que ya había quedado muy atrás. Los caballos, que parecían tener alas en los pies, animados por los gritos y los latigazos, devoraban el camino, atravesando grandes plantaciones de índigo, algodón, bambú, caña de azúcar, bosques de tek, de hapaea dorada y de herede-re robusta. De trecho en trecho se veían pagodas, khium o conventos, pequeñas aldeas y numerosas ciudades en ruinas; las cuales, al juzgar por la cantidad de materiales, debieron haber sido, anteriormente, muy grandes. En los arrozales y en las plantaciones se veían campesinos, los cuales interrumpían su trabajo para mirar a los cuatro jinetes que galopaban con creciente velocidad. A las once de la mañana había desaparecido todo rasgo de existencia huma na. Ante los fugitivos se extendía una gran llanura cubierta de espesos bosques y hierba muy alta, donde pacían búfalos de mirada feroz, gamos y tapires. Con emoción, el americano descubrió un elefante ocupado en arrancar algunos árboles.

Al llegar la noche, los aventureros habían recorrido más de cuarenta millas y acamparon en medio de un bosque de tek.

—Confío en que no nos vendrán a buscar hasta aquí —dijo el americano—. Cuarenta millas no son ninguna tontería.

—Estoy seguro de que nos buscarán —dijo el capitán—. El cabo habrá movilizado todas las cañoneras del río y toda la caballería de Prome.

—¿Y qué hubiera hecho con nosotros el emperador, si nos llegan a entregar a él?

—Bufones, quizá.

—¡Cómo! ¿Bufones? —rugió el yankee.

—Me hubiera gustado verle bailar delante del déspota, sir James —dijo Casimiro, riendo.

—¡Oh, el muy bribón! Pero ese bandido de emperador no nos tendrá, al menos por esta vez.

Transcurrió la noche hablando de Birmania y del emperador, que se hace llamar «Señor de la tierra, del aire, de to das las piedras preciosas y de todos los elefantes». Hacia la medianoche, se acurrucaron bajo la guardia de Min-Sí, pero pronto debieron levantarse para hacer huir a algunos tigres que se habían aproximado a los caballos, emitiendo fuertes rugidos. Al alba volvieron a ponerse en marcha, entrando en el Pegú, extensa región limitada por la provincia británica de Aracan al Noroeste, por el Mranna o territorio birmano propiamente dicho al Norte, la provincia británica de Martaban al Este, y el mar al Sur. El Pegú, o Begú, es normalmente llano y está surcado, especialmente hacia el Sur, por innumerables cursos de agua que van a desembocar en el gran delta del Irawadi. La tierra es de una extraordinaria fertilidad. Sin necesidad de cultivarlos, crecen todo tipo de árboles y plantas, pero son pocos los habitantes que se dedican a la agricultura, debido a los fuertes impuestos del gobierno birmano. En un tiempo, el Pegú fue un poderoso imperio. Se hizo temer por todos los reinos que le rodeaban; pero hacia el siglo XIII, a causa de las largas guerras sostenidas contra Siam, empezó a decaer. Los birmanos se aprovecharon rápidamente, y se apoderaron de Ava y Martaban. Reconquistadas ambas gracias al valor de su rey Bin-ga-Della, los peguanos volvieron a perderlas en 1757, así como la capital, tomada por el birmano Alompra, después de tres meses de asedio. De esta manera desapareció, para siempre, el imperio peguano. El país, que en aquel momento atravesaban los jinetes, era llano y repleto de bosques hacia el Norte e inmensas plantaciones de índigo y arrozales hacia el Sur. Se veían pocas cabañas, situadas las que había, a orillas de los cursos de agua. Sólo tres o cuatro peguanos, de baja estatura, más blancos que morenos, con ojillos bizcos, fueron vistos por el capitán que cabalgaba a la cabeza de sus compañeros. Hacia las diez, los jinetes hicieron una breve parada cerca de Menglangi, aldea de casi un centenar de cabañas, e inmediatamente reemprendieron la marcha dirigiéndose hacia una cadena de colinas que bordeaba durante un buen trecho el río Namojek. A la una de la tarde, no sin dificultad, atravesaron el río y seis horas más tarde, después de encontrarse varios riachuelos que debieron vadear, y atravesar pantanos y bosques, se detuvieron cerca de la margen derecha del Bago-Kiup, situada precisamente frente a la ciudad de Pegú.