XVIII

EN LA BODEGA DE UN BARCO

Después de dormir catorce horas, el capitán se despertó. Por un pequeño ventanuco abierto a estribor, entraba un soberbio rayo de sol, el cual iluminaba vivamente la bodega, que estaba llena de barriles desfondados, cadenas, anclas y balas de cañón de diversos calibres. James, Casimiro y Min-Sí, tendidos uno junto a otro, con las armas cerca de las manos, dormían roncando fuertemente. Jorge, restregándose fuertemente los ojos, se levantó con intención de alcanzar la escalera y subir a cubierta, pero después de dar unos pasos se detuvo con la más viva sorpresa dibujada en su rostro. La barca ya no estaba inmóvil, como la noche anterior. Se mecía de babor a estribor, haciendo gemir todas las tablas y cuadernas, al mismo tiempo que bamboleaba la carga. A lo largo de los costados se escuchaba el espumear del agua. El capitán, creyéndose dormido todavía, se pellizcó y volvió a restregarse los ojos, pero la barca continuaba navegando y la notaba avanzar* con rapidez poco común.

—¡Qué extraño! —exclamó—. ¡Estamos navegando!

Prestó atención y oyó con claridad el crujido del timón que giraba sobre sus goznes, el tamborileo de las velas, el roce de las cuerdas entre los aparejos y unos pasos apresurados. Se precipitó al ventanuco y vio la orilla alejarse rápidamente con sus bosques, plantaciones y cabañas, así como la espuma del agua acariciando los costados del barco. Una carcajada brotó de sus labios.

—¡Eh! —exclamó James, despertándose con sobresalto—. ¿Qué es lo que te hace reír? ¿Ha saltado por los aires Sai-gaing con todos sus habitantes?

—No. Lo que ocurre es que estamos descendiendo el Irawadi a toda velocidad.

—¿Hemos soltado las amarras? —preguntó el polaco.

—Hay tripulantes en cubierta.

El americano y el polaco estallaron también en una carcajada.

—¡Vaya sorpresa! —exclamó el polaco.

—¿Sabemos al menos, quién forma la tripulación? —preguntó el americano.

—No —respondió el capitán.

—Se van a quedar de piedra cuando nos vean en cubierta.

—Mientras no nos reciban a golpes… —dijo el polaco—. Podrían tomarnos por ladrones o piratas.

—Vamos a llamar —dijo el capitán—. Les diremos que no somos mercancías y que por eso no tenemos suficiente con el aire y la luz que entra por ese ventanuco.

Subieron la escalera y se detuvieron debajo de la escotilla para escuchar. Se oían gemir los mástiles, batir las velas, varias voces, y un continuo ir y venir.

—Tenemos que vérnoslas con birmanos —dijo Casimiro.

—¡Hola! —gritó el capitán, acercando sus labios a una rendija.

En el puente se oyó arrastrar un sable, y luego cuatro golpes secos, como de fusiles que se dejaran caer sobre el suelo de madera y una voz firme que preguntaba en chino:

—¿Quién sois?

—Esa voz… —exclamó el capitán—. Yo la he oído antes de ahora.

—¿Dónde? —dijo James.

—No recuerdo, pero os aseguro que no es nueva para mí.

—¿Cómo es que estáis ahí dentro? —repitió la misma voz.

—Nos hemos equivocado de embarcación —respondió el capitán—. Estábamos completamente borrachos ayer noche, y con la oscuridad no supimos ver dónde nos metíamos.

—¿Cuántos sois?

—Cuatro. ¿A dónde vais vosotros?

—A Prome, en una embarcación del Estado.

—Nosotros también vamos a Prome. Levanta la escotilla y te daré un puñado de oro por las molestias.

El birmano, que debía estimar mucho el precioso metal, sé apresuró a abrir la escotilla, pero en seguida la dejó caer con gran violencia, lanzando un grito de estupor.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Jorge.

—¿Por qué? —dijo James—. No entiendo nada.

—¿No habéis reconocido a ese birmano?

—No, Jorge.

—Es el jefe de la patrulla que emborrachamos en Amarapura.

A pesar de que su situación no era muy boyante, el americano, el polaco y también el pequeño chino se pusieron a reír.

—No es para reírse, amigos míos —dijo el capitán—. Ese bribón no se dejará emborrachar dos veces. Tenemos ante nosotros la amenaza del maivum, y tras él está el verdugo con las tenazas candentes.

—Es para asustarse —dijo James—. Si no hallamos manera de escaparnos, ese cabo nos entregará a los jueces de Pro me.

—Intentemos comprar a ese bergante. Los birmanos, quien más quien menos, son todos venales.

—Llamemos, pues, Jorge. Oro tenemos, y no poco.

El capitán volvió a subir la escalera y se puso a golpear con su carabina. Durante unos minutos nadie respondió; al cabo de un rato, el cabo habló con su vozarrón.

—¿Qué desean mis prisioneros? —preguntó, con su sable en la mano.

—Tengo un negocio de oro para proponerte, pero debes dejarme salir a cubierta.

El cabo dejó ir una risotada.

—¿Crees que no he visto tu carabina? —le dijo—. ¡Bah! No soy tan estúpido para caer en la trampa. Si lo deseas, hablemos a través de la escotilla.

—¡Pedazo de asno! —masculló James—. Si te pudiese echar la mano encima…

—Ya que no quieres abrir, hablaré con la escotilla cerrada —dijo el capitán—. Dime: si te ofreciera doscientas onzas de oro a cambio de nuestra libertad, ¿aceptarías?

—Ni siquiera por mil. El emperador me dará cinco mil, quizá diez mil o veinte mil.

—¡Miserable! —gritó el capitán que empezaba a perder su flema—. Escúchame, ladrón. ¿Y si te ofrezco mil onzas ahora y cuatro mil cuando lleguemos a Rangún?

—Yo voy a Prome, no a Rangún.

—¡Como caigas en mis manos, te corto el pescuezo!

—Como gustes.

—¡Y yo te arrancaré el corazón! —aulló el americano, que ya no se aguantaba—. ¡Abre, o hago saltarla escotilla!

El cabo se alejó riendo alegremente. James intentó inútilmente forzar la escotilla con sus puños y con la carabina.

—Cálmate —dijo Jorge, que había recobrado de nuevo su acostumbrada sangre fría—. Ya encontraremos la manera de salir de aquí.

—Pero ¿cómo?