XVII

SAIGAING

Los aventureros, presa de la más viva impaciencia, no permanecieron mucho rato en la destruida cabaña. Escondidas de nuevo las carabinas, salieron a la calle dirigiéndose hacia el muelle, a fin de procurarse una barca y víveres. No fue difícil adquirir una de aquellas embarcaciones birmanas socavadas en el tronco de un árbol, con la proa y la popa levantada y esculpida, con una especie de cobertizo en el centro. Con diez onzas de oro, obtuvieron del propietario, además de la embarcación, una pequeña vela, remos, cierta cantidad de pescado seco, arroz y varios frascos de excelente cerveza. Dejaron al polaco en el muelle, y el capitán, el americano y el chino se dirigieron a la posada que no estaba muy lejos. Había mucha gente en su interior, pero el siamés no estaba, a pesar de que ya era mediodía.

—Esperaremos, mientras comemos —dijo el capitán.

Dieron buena cuenta de una sopera llena de arroz, royeron unas costillas de babirusa, bebieron varias botellas de vino español y encendieron sus pipas. Transcurrieron varias horas sin que apareciera el siamés. El capitán habla perdido ya toda esperanza, cuando entró el joven marino.

—¿Nada? —preguntó el capitán corriendo a su encuentro.

—Calma —dijo el siamés—. Me sigue un barquero, el cual podrá deciros muchas cosas.

Todavía no había terminado de hablar cuando entró el barquero.

—Pasemos a aquella estancia —dijo el siamés, señalando una que estaba vacía.

Jorge hizo llevar lau, y después de que se sentara el barquero, cerró la puerta. Después de haber apurado algunas tazas, se dirigió al birmano.

—¿Eres tú el que pretende saber dónde está oculta la Cimitarra de Buda?

—Sí, milord —respondió el barquero, que hablaba perfectamente el inglés.

—¿Quieres ganarte veinte onzas de oro?

—¿Qué debo hacer? Por veinte onzas de oro soy capaz de acuchillar a quien me digáis.

—Sólo tienes que decirme dónde está escondida la cimitarra. Bebe, y cuando hayas bebido, habla.

—Escúcheme atentamente, milord. En 1822, si no me equivoco, el príncipe Yanytse vendió la cimitarra a nuestro emperador por una cifra que, según dicen, fue enorme. Hasta 1839 estuvo sobre los brazos de Gadma en el khium-doge de Amarapura; después, no se sabe por qué motivo, fue ocultada en la gran pirámide de Choé-Madú, en Pegú.

—¡En la Choé-Madú! —exclamó Jorge que se puso en pie como impulsado por un resorte—. ¿Has dicho en la Choé Madú? ¿Tú la has visto?

—Sí, milord. La he visto y la he tocado con estas manos.

El capitán, presa de una extraordinaria emoción, miró fijamente al birmano. El americano y el chino ni siquiera se atrevían a respirar.

—Dinos cuanto sepas, te lo ordeno —dijo Jorge.

—Era yo soldado de caballería del regimiento Cassay —dijo el birmano—. Una noche me despertaron diciendo que debía escoltar la Cimitarra de Buda. Escogí a cuatro compañeros y me dirigí al muelle donde había una cañonera con varios raham y phongi a bordo. En el centro de la embarcación, dentro de un arca, estaba la valiosa arma. Dos días después desembarcaba en Pegú, y la misma noche, yo, con estas manos, abrí un agujero en la cima de la pirámide y en él emparedé la cimitarra.

—¿Es cierto cuanto dices?

—Es cierto.

—¡Júralo!

—Lo juro por Gadma, el dios al que adoro.

—¿Sabes dibujar?

—Como todos los birmanos.

—Hazme un esquema de la pirámide y señala el lugar en el que escondiste la Cimitarra de Buda.

El birmano tomó el papel y el lápiz que el capitán le tendía, pero, a los pocos trazos, se detuvo.

—¿Para qué quiere este diseño, milord? —preguntó.

—Para llevarlo a Europa —respondió el capitán.

—¿No será para robar la Cimitarra de Buda?

—Los europeos no creen en Buda, ni tampoco sabrían qué hacer con un arma venerada por los budistas.

—Tiene razón, milord.

El barquero, convencido por la explicación de Jorge, volvió a tomar el lápiz, y con la precisión y finura que distinguen al pueblo birmano, trazó un esbozo de la gran pirámide. El capitán, casi se lo arrebató de la mano. Su vista se posó en un círculo dibujado en la escalinata, en el centro de una especie de torre truncada.

—¿Es ahí donde la escondiste? —preguntó, intentando ocultar su emoción.

—Sí, dentro de ese círculo —contestó el barquero.

—¡Partamos, amigos! —exclamó.

Sacó del bolsillo veinte onzas de oro y se las dio al birmano, mientras el americano deslizaba otras tantas en la bolsa del siamés.

—¡Partamos, amigos!, ¡partamos! —repitió.

—Que la suerte os sea propicia —les dijo el siamés.

—Gracias, mi valiente amigo —respondió el capitán—. Y si un día vas a Cantón, pregunta en la colonia danesa por el capitán Jorge Ligusa, y tendrás todo cuanto necesites.

Se estrecharon una vez más las manos y salieron con furia.

Se lanzaron a paso ligero por la calle, se detuvieron unos instantes en la cabaña para recoger las armas y corrieron hacia el muelle por el cual iba y venía el polaco, corroyéndose de impaciencia.

—¿Y bien? —preguntó, precipitándose hacia el capitán.

—A Choé-Madú, muchacho —respondió Jorge—, la Cimitarra de Buda está allí.

—¡Hurra por Choé-Madú! —gritó el marino.

Los aventureros saltaron a la barca. El capitán se sentó a popa empuñando la barra del timón; el americano a proa, provisto de un largo arpón; el chino y Casimiro en los bancos con los remos. Dos eran los caminos que se les presentaban como posibles: el canal interior, que corría por el Este de la ciudad y desembocaba en el Irawadi un poco más abajo de Ava, pero que estaba ocupado por centenares de barcas, y el verdadero río que corre casi recto hacia Prome, donde se divide en una gran cantidad de canales.

—Mejor el río que el canal —dijo el capitán—. Iremos más rápidos, y estaremos más tranquilos.

El polaco y el chino hundieron los remos, y la barca, hábilmente guiada, se deslizó hacia el Irawadi, abriéndose paso fatigosamente entre las numerosas barcas y pequeños veleros que subían o descendían la corriente. Después de más de media hora, la barca entraba en el gran río, el cual descendía con calma majestuosa, entre dos riberas separadas por más de un kilómetro.

Aquí eran pocas las embarcaciones mercantes, y en cambio eran numerosas las cañoneras que iban y venían, siguiéndose e intentando abordarse. Nada más bello que aquellas pesadas embarcaciones, socavadas en el tronco de un tek de cien metros de longitud, armadas de una pieza de artillería a proa y tripuladas por treinta fusileros y sesenta remeros semidesnudos.

Centenares y centenares de barcas iban de una ciudad a otra, ya que debido a la distancia entre las dos orillas y a la profundidad del río, no había ningún puente que las uniese.

Es increíble la velocidad de aquellas barcas, que, por su peso, se sumergen casi completamente. Guiadas por un habilísimo patrón e impulsadas por sesenta remos, se deslizan como flechas, sin tropezarse y sin desviarse ni un ápice. Es proverbial el valor de los marinos birmanos. No hay metralla que los detenga y abordan las embarcaciones enemigas con una rapidez y audacia tal que infunde terror a las tripulaciones más aguerridas.

—¿Posee Birmania muchas de esas cañoneras? —dijo James.

—Muchas —respondió Jorge.

—Tendremos un hueso muy duro para roer, si alguna de esas embarcaciones nos viene a asaltar a Choé-Madú.

—Choé Madú no está a orillas del río.

—Dime, Jorge, ¿crees que será fácil ascender a la gran pirámide?

—Lo dudo. Se dice que alrededor de la pirámide hay muchos khium habitados por un gran número de raham.

—¡Por Júpiter! —exclamó el americano, rascándose el cogote—. Será una empresa difícil para cuatro hombres.

—No nos apuremos. Tengo un proyecto que os explicaré a su debido tiempo.

—Eres un gran hombre, Jorge.

A las seis de la tarde, el río, hasta entonces casi desierto, comenzó a poblarse. Aquí y allá se veían lanchas, barcazas y pequeños navíos que subían a Amarapura y que cargaban o descargaban ante los numerosos pueblecillos enclavados en las márgenes. También vieron dos de aquellas magníficas embarcaciones reservadas a los príncipes de sangre real, tan largas como una cañonera, con la proa muy levantada, un soberbio dosel de seda y terciopelo en el centro y esculturas y dorados en gran cantidad. La tripulaban cuarenta remeros vestidos de manera extravagante, que hacían avanzar la barca con admirable precisión. A las siete, ante los ojos de los aventureros, iluminada por los últimos rayos de sol, apareció Ava, o mejor Ratnapura (Ciudad de los joyeros), sobre la orilla izquierda, con sus inmensas ruinas y sus grandiosos monumentos, y Saigaing, con sus innumerables pagodas, sobre la orilla derecha.

El capitán, después de aconsejarse con el chino, dirigió la barca hacia Saigaing, y a las siete y media desembarcaban en el muelle. Saigaing, Zikkain, Tsigain, o mejor aún Chagain, está situada al pie de un collado, sobre una ribera escabrosa, empinada, poco abordable. En otro tiempo, cuando fue sede de los emperadores, era grandiosa y muy poblada; ahora cuenta con unos pocos millares de habitantes, no muchas cabañas, grandes ruinas y una multitud de templos de todos los tamaños y formas. Del lado del río hay un muro, que, no obstante, no sería capaz de resistir un asalto. Al otro lado hay grandiosos jardines, formados generalmente por viejos tamarindos de enorme tronco. Ssigaing parece estar destinada a recobrar parte de su antiguo esplendor, pues a medida que Ava decae, la ciudad se puebla más y más. Quizá no alcance los 150 000 habitantes que tuvo cu otro tiempo, pero sin duda se convertirá en una gran ciudad y por añadidura, una ciudad comercial, al no estar muy lejos de las florecientes ciudades del delta. Los viajeros, después de atar la barca a un árbol y cargar con todas sus cosas, se pudieron a buscar una posada para cenar y pasar la noche a cubierto, pero por más vueltas que dieron no hallaron nada. Ninguna cabaña tenía la enseña de las posadas y ningún habitante quería recibidos en su casa.

Para comer tuvieron que encender fuego al pie de un viejo tamarindo. A las diez de la noche regresaron al muelle para pasar la noche en la barca, pero, con gran sorpresa, comprobaron que había desaparecido.

—¿Nos la habrá quitado otro ahora? —preguntó el yankee.

—No —dijo el capitán, que observaba atentamente el trozo de cuerda, aún atado al árbol—. Nuestra barca hacía agua, y como no nos hemos preocupado de vaciarla, se ha ido a pique,

—También ésta… ¡Eh!

El americano se volvió rápidamente y armó su carabina, apuntando a seis personas armadas de langas y sables, que pasaban a trescientos metros de distancia, con paso cadencioso.

—La guardia nocturnal exclamó el pequeño chino.

—¡Huyamos! —dijo el capitán.

—Pero ¿adonde? —preguntó el americano.

—Allá, a aquella barcaza dijo el polaco.

Corrieron hacia la orilla y subieron al puente de una gran barca en cuya popa ondeaba la bandera del imperio, El capitán se aseguro con una mirada de que no había nadie.

—A la bodega amigos.

Abrieron la escotilla y bajaron al vientre de la embarcación. Temiendo que la guardia nocturna se hubiese detenido cerca de la orilla, se tendieron entre los distintos bultos que había allí, y poco a poco se durmieron profundamente.