XVI

EL «KHIUM-DOGE»

No se puede imaginar el ansia con que los aventureros aguardaban la medianoche. Acurrucados en la derruida cabaña, mantenían los ojos fijos en sus relojes, contando los minutos, sin hablar, sin mirarse a la cara para no perder de vista la esfera en la cual se movían con lentitud las manecillas del reloj.

¡Cosa extraña! Aquellos hombres que habían desafiado terribles peligros y fatigas extraordinarias, que habían llevado a cabo uno de los más extraordinarios viajes que jamás se haya emprendido, atravesando la salvaje península indochina; que tantos y tantos desengaños habían recibido, temblaban como si tuvieran fiebre. Tenían motivos para ello. Era la penúltima carta que los esforzados aventureros iban a jugar. Si la Cimitarra de Buda no se encontraba en la Ciudad de los inmortales, ¿dónde buscarla? En la gran pirámide de Choé-Madú. ¿Y después? ¿Y si no estuviese tampoco en Choé-Madú? El temor al fracaso desconcertaba y hacía temblar a aquellos hombres que cien veces habían afrontado, sonriendo, la muerte. Cuando las saetas de los relojes señalaron las once y media, se levantaron como un solo hombre, con las carabinas en la mano.

—Valor, amigos —dijo el capitán, cuya voz temblaba—. Nos jugamos la penúltima carta.

—Él corazón me late como si fuese el de un soldado que entra en fuego por primera vez —exclamó el americano.

—Y yo tengo fiebre —confesó el polaco—. ¡Permita Dios que no nos topemos con la guardia nocturna! Por lo menos, esta noche no.

—Si nos encontramos con ellos, los pondremos en fuga —dijo el capitán con acento casi feroz—. Esta noche nadie podrá cerrarnos el paso, ni siquiera el mismísimo dios birmano.

Los cuatro aventureros salieron a la calle. Hacia una noche hermosísima, tibia, perfumada. Una luna muy clara resplandecía en el azul del cielo, reflejándose vagamente en las aguas del río y alumbrando como en pleno día la dormida ciudad de los inmortales; la brisa, fresca, cargada de delicados perfumes, hacía tintinear las campanillas de las pagodas y rozarse las banderas, meciendo las cadenas de los heetel de hierro dorado. Ninguna ventana iluminada, ninguna puerta abierta, nadie en las calles. Ni una voz, ni un grito, ni una cantinela, ni una barca. Sólo se oía el murmullo del río que se rompía contra la orilla y contra los escollos y los barcos anclados. Avanzaron con cautela, uno detrás de otro, con los fusiles bajo el brazo, decididos a dar la batalla a la guardia nocturna antes que retroceder un solo paso; a las doce llegaron a la anchurosa plaza en la que, majestuoso, se alzaba el khium-doge, o monasterio real, uno de los más bellos edificios de Amarapura, digno de estar frente a la gran pirámide de Choé-Madú, a la de Rangún y a las gigantescas pagodas de Pagan y Mengun. Era inmenso, cercado de murallas y de columnatas de varios colores, todo frisos, oro, caballetes, puntas, agujas, y se alzaba en distintas plantas las cuales se acortaban a medida que se acercaban al heetel de hierro dorado.

—Es soberbio, Jorge —dijo James.

—Es maravilloso, James. ¿Ves al siamés?

—No —respondió el americano, dirigiendo la mirada a su alrededor.

En aquel momento, un silbido muy agudo partió de un ángulo de la plaza.

—¡El siamés! —exclamó el capitán.

—¿Estáis todos? —preguntó éste.

—Todos —respondió Jorge.

Dieron una vuelta a la plaza para asegurarse de que no hubiera ningún espía. El siamés encendió una linterna y se agruparon todos.

—Adelante —dijo el siamés.

Se acercaron a la muralla, totalmente agrietada, de pocos metros de altura y la inspeccionaron atentamente, temiendo que se viniera abajo mientras la saltaban.

—¿Están los raham adentro? —preguntó el americano al siamés.

—¿Quién sabe? —dijo, cruzándose tranquilamente de brazos.

—¿No lo sabes?

—Lo ignoro, señor.

—Si nos encontramos con alguno de ellos, se le ata y en paz.

—Dice bien, señor —dijo el siamés sonriendo—. ¡Vamos!, manos a la obra, antes de que la guardia nocturna nos sorprenda.

El americano, que en aquel momento se sentía capaz de levantar una casa entera, se apoyó contra la muralla, y subieron a sus hombros el capitán, el polaco y el siamés. Min-Sí tomó carrera, y con una agilidad felina trepó a la cima de aquella torre humana, agarrándose al borde de la muralla. La torre humana se deshijo en el momento en que el chino desenvolvió una larga y sólida cuerda. Ató un extremo a una gruesa barra de hierro y lanzó el otro a sus compañeros. La escalada se efectuó en pocos instantes por aquellos hombres que sentían la sangre arder en sus venas. Se acomodaron sobre el muro y escucharon conteniendo la respiración, mientras miraban con curiosidad la imponente mole del monasterio que proyectaba su gigantesca sombra. No se oía nada, ni se veía nada entre el bosque de columnas coloreadas que rodeaba y sostenía el edificio. Solamente el aire hacía sonarlas cadenillas doradas.

—Preparad las pistolas y bajemos —dijo el siamés empuñando un largo cuchillo.

Recogieron la cuerda, la lanzaron al interior del recinto y, de uno en uno, en silencio, con los oídos atentos y los ojos bien abiertos, descendieron.

Sobre un basamento de doce pies de altura se elevaba el gran monasterio, construido totalmente de madera, rodeado por centenares de columnas cubiertas de dorados, de balaustradas finamente esculpidas y de una gran plataforma. El siamés, con el cuchillo en la mano derecha y la linterna en la izquierda, el capitán, el americano, el chino y el polaco, con las pistolas en la mano, ascendieron a una escalinata que gimió bajo su peso. Habían atravesado ya la plataforma y se habían introducido en la galería que conduce al templo, cuando se detuvieron sobresaltados, tropezando unos con otros. A través de una rendija penetraba un sutil rayo de luz que se reflejaba en las doradas balaustradas.

—¡Alto! —murmuró el siamés, que sintió un fuerte escalofrío.

Jorge montó su pistola.

—¡Compañeros! —dijo con viril acento—, no se dirá jamás que hemos desafiado durante cuatro meses sufrimientos y peligros para detenernos en el último momento. Sacerdotes o guardias, sombra o dios, ¡adelante!, la Cimitarra de Buda es posible que esté aquí.

Arrebató la linterna al siamés y se lanzó decididamente por la galería. Los demás, electrizados por las palabras de coraje que les había dirigido, y exaltados por su ejemplo, se precipitaron tras él, importándoles poco el ruido de sus pasos.

Recorrieron la galería, traspusieron la segunda balaustrada y entraron en el monasterio, sostenido por numerosas columnas cubiertas de oro, con la base pintada de rojo y separadas unas de otras por unos cinco metros, y que a medida que se acercaban a la amplia sala se elevaban a mayor altura. Por segunda vez se detuvieron los intrépidos aventureros: habían visto dos puntos de color verdoso que brillaban en las tinieblas, y oído un sordo murmullo que no tenía nada de humano, mezclado a un confuso fragor de cadenas,

—¿Qué es eso? —preguntó James, palideciendo ante el inminente peligro.

Un nuevo fragor de cadenas retumbó en el templo. De sobras estaba demostrado el valor de los aventureros, pero ante el resplandor de aquellos puntos verdosos y al ruido de cadenas, sintieron miedo.

—¿Acaso se haya irritado Gadma? —murmuró el siamés, con voz temblorosa.

—Ahora lo sabremos —dijo Jorge.

Dio cuatro o cinco pasos adelante y levantó la linterna. A cinco pasos de ellos gruñía un magnífico tigre real, encadenado a una columna.

—¡Huyamos! —balbució el siamés.

—¡El que se mueva es hombre muerto!

—Pero no podemos pasar —dijo el polaco El tigre nos lo impide.

—Pasaremos —respondió el capitán, que caminó derecho hacia la bestia.

—¡Jorge! ¡Jorge! —exclamó el americano.

—¡Adelante, James!

El tigre, encogido hasta entonces, al ver avanzar a los hombres se incorporó con los pelos erizados, los ojos contraídos y las fauces abiertas.

—¡Fuego! —exclamó el capitán.

Tres detonaciones conmovieron el monasterio, seguidas de un furioso rugido y de un arrastrar de cadenas. El tigre, herido de muerte, dio dos saltos en el aire, y después cayó debatiéndose desesperadamente entre los estertores de la agonía. El polaco puso fin a sus sufrimientos con otro disparo.

—¿Dónde está el dios? —preguntó el capitán con voz ahogada.

El siamés se acercó a un tabique que dividía en dos partes iguales el templo y abrió una celosía de casi dieciocho pies de altura. Los rayos de luz de la linterna iluminaron inmediatamente una estatua de piedra de gran tamaño, sentada en un trono de oro.

El capitán, el americano, el polaco y el chino se lanzaron sobre Gadma. El mismo grito que resonó en el templo de Yuan-Kiang, volvió a resonar ante la estatua del dios de los birmanos.

—¡Nada!… ¡Tampoco está aquí! —exclamó el capitán con voz estrangulada.

Permaneció allí, como petrificado, pálido, transfigurado, los ojos ferozmente fijos en los brazos de Gadma, que no sostenían la Cimitarra de Buda.

Un ímpetu de furor se apoderó a un mismo tiempo de aquellos hombres, que por segunda vez veían esfumarse sus esperanzas. Se lanzaron como locos, rebuscando por todo el edificio, desplazando ídolos, volcando vasos, golpeando columnas, mirando por todas partes. Al no encontrar nada en la nave, penetraron en las galerías, treparon a los tejados, a las agujas, a los caballetes, a las astas de hierro, y volvieron a bajar y a repasar minuciosamente el templo, pero sin resultado: la Cimitarra de Buda no estaba en el monasterio real de Amarapura.

¿Qué había sucedido con aquella desgraciada arma que desde hacía cuatro meses buscaban con un ardor sin igual? ¿Dónde la habían escondido los birmanos? ¿Estaba todavía en Birmania o habría sido vendida? ¿Habrían seguido los aventureros una falsa pista? ¿Resultarían inútiles los gigantescos esfuerzos realizados en las salvajes regiones de Indochina?

—¡Todo se ha acabado! —exclamó el americano—. La Cimitarra de Buda no existe.

El capitán, que todavía miraba con ojos feroces al dios, al oír aquellas palabras se estremeció. Aquel hombre de acero, por un instante derrotado por tan tremendo golpe, se irguió más enérgico que nunca.

—¡No! —dijo con firmeza—. ¡No! ¡No se ha perdido todo, compañeros! La última esperanza todavía no se ha perdido ¿Quién dice que la Cimitarra de Buda no existe? Sí, existe, James; existe y nosotros la encontraremos. Amigos, James, Casimiro, Min-Sí, ¡a Choé-Madú! ¿Porqué desesperar cuando todavía nos queda una carta que jugar? ¡Todos a Choé-Madú, amigos!, ¡todos a Pegú, donde quizá nos espere la victoria que nos fue negada en Yuen-Kiang y ahora en la Ciudad de los inmortales!

El tono enérgico, la seguridad con que el capitán habló, el nombre de Choé-Madú que hallaba un extraño eco en los corazones de aquellos valientes aventureros, hizo volver a todos la esperanza.

—¡A Choé-Madú!, ¡a Choé-Madú! —gritaron a una James, Casimiro y Min-Sí.

Ya no les quedaba nada que hacer en aquel monasterio. Los cuatro aventureros y el siamés abandonaron la sala, alcanzaron la galería y salieron a la plataforma. La luna se había ocultado ya por oriente y dejaba ver una ancha franja plateada. Al cabo de media hora, o quizá menos, debía aparecer el sol por el horizonte.

Saltaron apresuradamente el recinto y se dejaron caer al exterior.

—¿Dónde vamos? —dijo el americano.

—Al muelle —contestó Jorge—. Ya no tenemos nada que hacer en Amarapura.

El capitán se volvió hacia el siamés y le puso en la mano las restantes cuarenta onzas de oro diciéndole:

—Las has ganado.

El bravo marino las recibió casi a regañadientes.

—No debería aceptarlas —murmuró—, ya que la cimitarra no ha sido hallaba. ¿Cuándo partirán, señores?

—Dentro de una hora si es posible.

—Escúcheme, patrón. Tengo muchas amistades en la ciudad y podría averiguar algo referente al arma que van buscando. ¿Le importaría retrasar la salida cinco o seis horas?

—No.

—Bien, al mediodía nos encontraremos en la posada. Confío en poder llevarle alguna buena noticia.

—Allí estaremos.

—Adiós, señores. Cuenten conmigo.

El capitán estrechó la mano del joven, que se alejó rápidamente.

—¿Qué hacemos? —preguntó James.

—Esperaremos —respondió el capitán—. ¡Quién sabe! Nunca puede decirse. ¡A nuestra cabaña, amigos!