AMARAPURA
Amarapura, o Ummerapura, a la que los birmanos llamar; la Ciudad de los inmortales, está situada a caballo sobre un istmo bañado al Oeste por el Irawadi y al Este por el lago de Tunzema. Fundada en 1783 por el rey Mendera Gschi, habla alcanzado, como otras muchas ciudades del imperio, las más altas cumbres de grandeza y potencia para después decaer con una rapidez espantosa.
En marzo de 1810 un gran incendio destruyó las tres cuartas partes de sus 25 000 casas. En 1819, para mayor desgracia, fue privada del rango de capital. Lo recobró en 1824, y quince años más tarde fue devastada por un terremoto. En 1858, a pesar de ser residencia del emperador, no contaba con más de 30 000 habitantes. A pesar de ello todavía era una espléndida ciudad, con espaciosas calles, templos bellísimos, entre los cuales destaca el famoso de Arracan sostenido por columnas doradas, y el Kium-Doge, palacios de madera grandiosos, fortificaciones sólidas y hermosos barrios. Continuaba siendo célebre por su orfebrería y sus diamantes, y su comercio era muy activo con Ava, Sai-gaing, Prome, Pegú y Rangún.
Como ya hemos dicho, cuando la barca de Nan-Yua atracó en el muelle, había caído la noche. A duras penas se distinguían, al claror de las estrellas, las barcas ancladas a lo largo del muelle, las pagodas, los palacios y las casas.
—Nan-Yua —dijo Jorge, volviéndose hacia el birmano—, si no nos conduces a alguna posada, no sabemos dónde pasar la noche.
—¿Posada a estas horas? —exclamó Nan-Yua con sorpresa—. Es imposible encontrar alguna abierta, es más, os aconsejo que no la busquéis, si es que no queréis caer en manos de la guardia nocturna y tener que habéroslas con el maivum (jefe de la policía).
—Entonces ¿a dónde iremos? —murmuró el yankee, quedándose pensativo.
—Las casas en ruinas se cuentan por centenares —dijo Nan-Yua—. Podéis pasar la noche en una de ellas. ¡Buena suerte!
El barquero volvió a la barca y ordenó partir de nuevo. Pocos minutos después, el «Rangún» desaparecía entre las sombras de la noche.
—Busquemos algún cobertizo —dijo Jorge.
—O alguna pagoda destruida —dijo el chino.
Volvieron la espalda al río y se adentraron por una calle ancha, larga, recta, flanqueada por hermosas cabañas, en cuyos tejados se distinguían extraños objetos.
—¿Qué diantres es eso? —preguntó el americano—. Parecen pájaros.
—No, son recipientes llenos de agua —dijo el capitán.
—¿Para qué sirven?
—Para sofocar los incendios. Es una precaución necesaria en esta ciudad, que está totalmente construida de madera.
—No está mal, para ser pensado por los birmanos.
Caminando con precaución, deteniéndose de vez en cuando para escuchar, llegaron, después de un cuarto de hora, ante una pagoda destruida y sin cúpula, quizá derrumbada durante el terremoto de 1839. El interior estaba lleno de escombros, mesas rotas, ladrillos, fragmentos de porcelana, banderolas y barrotes de hierros retorcidos.
—El lecho resultará algo duro —dijo el capitán—, pero es preferible al que nos ofrecía el muelle.
Eran las doce. Los viajeros, que se caían de cansancio y de sueño, arrancaron la hierba que crecía alrededor, improvisaron en el centro un lecho y colocando las armas a un lado, cerraron los ojos. Apenas transcurridas dos horas, cuando el capitán fue despertado por dos voces que hablaban fuera. Presa de una viva inquietud, se levantó, empuñó la pistola y se acercó a una ancha hendidura intentando ver alguna cosa. Cuatro hombres, armados con sables y fusiles y otro provisto de una linterna, daban vueltas alrededor de la pagoda. Qué hacían y quiénes eran, no lo pudo averiguar en el primer momento, pero no tardó en darse cuenta que eran soldados de patrulla.
—Dime, Kupang —decía el que parecía ser el jefe—, ¿estás seguro de haber visto aquellas sombras torcer por esta calle?
—Te lo aseguro Mesur. Las he visto con mis propios ojos descender de una barca y salir corriendo.
—Seguramente sopan espías que el maivum nos pagaría a peso de oro. Muchachos, mañana iremos a vaciar un barril de licor a la salud de Gadma, nuestro señor. Preparad las armas y busquemos atentamente.
—¿Y si antes nos fuésemos a vaciar algunas tazas a casa del viejo Kanna-Luy? Eso nos daría más valor —dijo otro soldado.
—¡Bien pensado! —exclamó Kupang.
—Andando pues; vamos a ver a Kanna-Luy —dijeron a coro los demás—. A los espías los apresaremos después.
El jefe y los cuatro soldados interrumpieron su búsqueda, apenas comenzada, y se alejaron arrastrando ruidosamente sus cimitarras. Puede imaginarse con qué ansiedad escuchó el capitán aquella conversación. Apenas cesó el ruido de las armas, sacó la cabeza por la hendidura, para asegurarse de que no había nadie. Un profundo suspiro le salió del pecho al comprobar que la calle estaba totalmente desierta.
—¡De buena nos hemos librado! —murmuró—. Sin duda el que nos denunció estaba detrás de algún árbol. Esperemos que se emborrachen los cinco y nos dejen tranquilos.
Volvió a acomodarse entre sus compañeros que roncaban sonoramente y no tardó en hacer lo mismo. Pero estaba escrito que aquella noche no dormiría tranquilo. Al cabo de una hora, nuevamente fue despertado y no por un murmullo de voces, si no por una aguda punta que se clavaba en su brazo. Se puso en pie y se encontró ante los cinco soldados que él creía borrachos en alguna taberna. Cuatro fusiles y una cimitarra apuntaban contra él.
—¡En pie, amigos! —gritó, intentando que los soldados bajasen sus armas.
El americano, el polaco y Min-Sí respondieron inmediatamente a su llamada.
—¿Qué sucede? —preguntó el yankee.
—La guardia nocturna nos ha cogido —dijo Jorge.
—¡Mil rayos! ¿Dónde está mi carabina?
—No ofrezcamos resistencia, James. Nos tienen encañonados con sus fusiles.
—¡Qué os parece! ¡Violar a las dos de la mañana el domicilio de una honrada familia! En América…
—Estamos en Birmania, James. Cálmate y te aseguro que el maivum no llegará a vernos.
El jefe de los soldados, convencido de haber hecho una buena presa, cogió a Jorge por un brazo intimándolo a seguirlo con sus compañeros.
—Despacio, querido —dijo el capitán, en chino, oponiendo un poco de resistencia—. ¿Dónde pretendes conducimos?
—Ante el maivum —contestó el soldado en el mismo idioma.
El capitán se disponía a seguirlo, cuando se detuvo.
—¿Está lejos el maivum? —preguntó.
—En el centro de la ciudad.
—Entonces tenemos tiempo de vaciar un barrilillo de arak en casa de maese Kanna-Luy.
—¡Cómo! —exclamó el jefe de la patrulla con sorpresa—. ¿Conoces a Kanna-Luy?
—Desde hace muchos años. Si venís conmigo os invito a beber.
—¿Y nos pagarás mucho?
—Un barril —respondió Jorge.
No era necesario nada más para decidir a aquellos dignos soldados, que adoraban más el arak que a su poderoso emperador. Desarmaron a los prisioneros y todos juntos, como buenos amigos, se dirigieron hacia la taberna de Kanna-Luy. El capitán, por el camino, advirtió a sus compañeros de la jugarreta que preparaba a sus guardianes. Al cabo de pocos centenares de pasos, llegaron ante una taberna. Un fuerte puntapié contra la puerta bastó para hacer salir al propietario, el cual se apresuró a conducir a los bebedores a una pequeña pieza cuyas ventanas daban a unos vastos jardines. Una docena de lámparas fueron encendidas en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Eh!, tabernero, tráenos de beber —dijo el capitán lanzándole un puñado de monedas—. Te advierto que tenemos mucha sed.
El tabernero recogió las monedas, y corrió a tomar un gran jarro de un fuerte licor. El capitán llenó las tazas, y alzando la suya, gritó:
—¡A tu salud, valiente cabo!
—¡A la tuya, generoso extranjero! —respondió el soldado.
Todos bebieron.
—¡Excelente licor! —exclamó el americano—. Me bebería todo el jarro seguro de no emborracharme.
—Yo también soy gran bebedor, y mis compañeros lo mismo.
—¡Bah! ¿Aceptaríais una apuesta? Yo pago.
El cabo abrió desmesuradamente los ojos. Tanta generosidad le confundía.
—¡Eh, muchachos! —exclamó—. El señor nos desafía. ¿Quién acepta?
—¡Todos! —respondieron los soldados volviendo a llenar sus tazas.
Los soldados se pusieron a beber con ansiedad, sin preocuparse por contar las tazas. James llenaba la suya a cada momento, pero con gran habilidad derramaba su contenido por detrás de sus compañeros.
Media hora más tarde, el cabo rodaba por tierra como fulminado por un rayo, y sus compañeros no resistieron mucho más.
—Todo el amoniaco de Birmania no podría despertar a estos borrachos —dijo Jorge alegremente—. ¡Eh!, maese Kanna-Luy, te recomiendo a estos pobres diablos.
Salieron dé la taberna y, caminando a lo largo de las paredes de las casas, volvieron a la pagoda y concluyeron su interrumpido sueño.