XII

EL GUÍA BIRMANO

El tiempo no era bueno. Espesas nubes se amontonaban en la profundidad del cielo, cubriendo las cimas de los montes. Parecía inminente un aguacero o una tormenta. En efecto, a seis millas de la cabaña empezó a caer una densa granizada, que desnudaba con gran rapidez las plantaciones de bambú y molestaba a los viajeros de tal modo que les obligaba a resguardarse la cabeza con las mantas. A pesar de ello, ninguno dijo nada de volver a la cabaña o de dirigirse hacia el bosque que cubría las faldas de los montes. Los cuatro tenían prisa por llegar hasta el Irawadi para alquilar una barca y descender hasta la Ciudad de los inmortales. El territorio circundante estaba deshabitado, viéndose en cambio gran cantidad de charcas en las que miles y miles de pájaros acuáticos se solazaban; también se veían plantaciones de bambú, tulda y árboles de tek. A las once de la mañana volvió a salir el sol, y el capitán ordenó parar al pie de un tamarindo para que descansaran los caballos. A los pocos minutos de detenerse oyeron a poca distancia un disparo de fusil. En un país tan desierto, un disparo era para ser tenido en cuenta, y por ello los viajeros corrieron a tomar sus armas y a ponerse en guardia.

—¿Quién habrá disparado? —dijo James—. ¿Habrá sido el birmano de la cabaña?

—Vayamos a verlo, James. Pero tened las armas listas.

La detonación había sonado en medio de un bosque que se extendía hasta las primeras estribaciones de las montañas. Se internaron en él con los oídos atentos a los más leves ruidos. Después de diez minutos llegaron a un pequeño claro, en medio del cual, junto a una pequeña charca, un birmano estaba desollando un jabalí. A poca distancia de él, apoyado en un árbol, estaba su fusil. Aquel hombre era grueso, robusto, con la cara salpicada de viruela asiática, y de un color oscuro. A primera vista no inspiraba confianza alguna. Al oír el relincho de los caballos, se incorporó con sorprendente agilidad.

—¿Eres cazador? —le preguntó el capitán en chino.

El birmano le miró unos instantes en silencio, después contestó también en chino:

—Sí, cazador.

—¡Vaya! —exclamó el americano—. Este bribón habla chino.

—¿Eres birmano? —dijo Jorge.

—Sí, birmano de la Ciudad de los inmortales —respondió el cazador.

—Nosotros nos hemos extraviado y debemos llegar a Amarapura. ¿Quieres servirnos de guía?

El birmano se pasó una mano por la cara, y después de una breve vacilación, respondió:

—Yo no soy rico.

—Lo imagino —dijo el capitán—. Cuando lleguemos a Amarapura te daremos diez onzas de oro.

El birmano no lo dudó y se comprometió a conducirles hasta las orillas del Irawadi, y después, en barca, hasta Amarapura. Concluido el trato se dispusieron a asar un trozo de jabalí. El birmano, ayudado por el polaco, terminó de preparar la carne; encendieron un gran fuego y asaron los trozos más suculentos. Mientras se preparaba el asado, el capitán llamó al chino y al americano aparte para discutir lo que debían hacer. A decir verdad, el aspecto de aquel indígena no era muy tranquilizador, pero con una fuerte suma se le podía comprar para que les ayudase a encontrar la cimitarra. Esto fue lo que el capitán expuso a sus compañeros. El americano, que todo lo encontraba bien y fácil, lo apoyó, pero el chino no estuvo de acuerdo, hasta que no hablaran con el birmano explorando prudentemente el terreno antes de hacerle la propuesta. La comida estuvo preparada inmediatamente. El birmano, que no era menos tragón que el americano, entre bocado y bocado explicó a los extranjeros que se llamaba Bundam y que había recorrido todo el imperio, de Norte a Sur, como barquero, soldado, cazador, pescador, campesino, criado o minero. Había hecho, en suma, un poco de todo. El capitán, que no perdía ni una palabra, aprovechó la ocasión que se le presentaba tan oportunamente.

—Dime, ¿has oído hablar de la Cimitarra de Buda?

—Sí, desde luego que he oído hablar de ella.

—¿La has visto?

—No porque no está visible. Desde que unos sacrílegos intentaron robarla, el emperador la hizo esconder.

—¿Dónde?

—¿Quién lo sabe? Unos dicen que en Amarapura y otros aseguran que está en la ciudad de Pegú.

—¿Y tú no la robarías si se te presentara la ocasión?

—¡Yo! —exclamó el birmano con indignación—. ¿Yo robar a mi Emperador? ¡Jamás! ¡Jamás!

El capitán frunció el entrecejo. Se hallaba ante un hombre incorruptible; sin embargo volvió a probar otra vez.

—Y si se te ofreciese una suma tan enorme que pudieras vivir con ella como un señor toda la vida ¿aceptarías?

El birmano lo miró con profundo estupor, con las facciones ligeramente alteradas. Un brillo siniestro, rápido, pasó por sus ojos.

—¿Acaso tenéis… la idea de robar la Cimitarra de Buda? —preguntó.

—¡En absoluto! —exclamó el capitán, dándose cuenta de que había ido demasiado lejos—. Tendría miedo de ser fulminado por la cólera del dios.

El birmano fingió creer las palabras del capitán y cambió la conversación, hablando del país, de sus habitantes, de la caza y de los animales. La conversación se mantuvo animada hasta las nueve de la mañana, hora señalada para partir. El birmano montó en la cabalgadura del chino, y el grupo se puso en marcha a través de senderos apenas visibles, interrumpidos de vez en cuando por impetuosos torrentes que discurrían hacia el Este. Toda la jornada los jinetes se mantuvieron cerca de las montañas, atravesando hermosos bosques y plantaciones de índigo, algodón, plantas medicinales y de mimosas chatecu. Algunas casuchas se veían aquí y allá, encaramadas como águilas en las cimas de las peñas, y también algún fortín, sobre el cual se veía ondear la bandera imperial.

A las ocho de la noche, cuando el capitán ordenó detenerse, hacía varias horas que había desaparecido cualquier vestigio de poblado. Sólo se veían bosques y grandes montañas. El polaco se apresuró a encender fuego, pero cuando se disponía a llenar la marmita, se acordó de que su cantimplora estaba vacía, igual que las de sus compañeros. Iba a montar a caballo para volver al último torrente, cuando el birmano se ofreció a llenarlas en una fuente que se encontraba en medio de los montes. Los viajeros consintieron y Bundam, con su mosquetón y las cantimploras se alejó con paso rápido desapareciendo entre la oscuridad del bosque. Pasó media Hora y el birmano no regresó, a pesar de que el capitán le había recomendado darse prisa. El americano, que veía cómo se agotaba el fuego, empezó a impacientarse. Transcurrió otra media hora, cuando sobre la cima de la montaña más próxima apareció una llamarada que rápidamente adquirió dimensiones gigantescas, iluminando vivamente los bosques y los picos circundantes.

—¡Oh! —exclamó el americano—. ¿Qué significa aquel fuego?

—Mire, sir James —dijo el polaco—. ¿No ve a un hombre agitar en el aire tizones encendidos?

—En efecto, lo veo. Pero ¿dónde se ha metido nuestro birmano? ¿Será él quien está haciendo señales? ¡Oh!, ¡oh!

La doble exclamación se debía al hecho de ver otro fuego arder sobre la cima de otra montaña más alejada. Las dos hogueras duraron cinco minutos, y se extinguieron casi al mismo tiempo.

—Es extraño —dijo el capitán, algo inquieto—. Esos fuegos son, sin duda alguna, señales.

El birmano apareció al cabo de otra hora, con las cantimploras llenas de agua. El capitán, al verlo llegar sudoroso y jadeante como si hubiese estado corriendo, le preguntó de dónde venía.

—De la fuente —respondió Bundam—. He tardado porque el camino estaba cubierto de plantas muy espesas.

—¿Has visto los fuegos?

—Sí, los he visto. Me encontraba en la cresta de una roca.

—¿Puedes decirnos qué significan?

—Lo ignoro.

El capitán no insistió y ayudó a sus compañeros a preparar la comida. Aquella noche Jorge durmió con un ojo abierto, al igual que Min-Sí. Entre los dos observaban al birmano del cual no se fiaban. Al día siguiente los aventureros querían ponerse en marcha inmediatamente, pero el birmano, pretextando unos fuertes dolores, retardó la salida hasta después del mediodía.

Al cabo de pocas horas de marcha, las montañas que hasta entonces seguían siendo muy altas, empezaron a serlo menos. Pronto aparecieron colinas, seguidas de pequeñas elevaciones y, por fin, inmensas llanuras verdeantes, en medio de las cuales podían verse algunas casas.

«Nos acercamos al Irawadi», pensó el capitán.

En efecto, todo indicaba la proximidad del gran río: la multitud de riachuelos que corrían hacia el este, la extraordinaria fertilidad del terreno, fecundado por las crecidas periódicas, los inmensos arrozales, el mismo aire, húmedo y fresco. Los jinetes espoleaban sus caballos, pero el birmano les conducía a través de senderos pantanosos y llenos de arbustos que hacía fatigosa y lenta la marcha. Se diría que aquel hombre quería, quién sabe con qué fin, retrasar la marcha. No obstante, aún era de día cuando, fatigados, quemados por el sol, llegaron a las márgenes del Irawadi. El río estaba completamente desierto y descendía tranquilamente, como si en vez de agua llevara aceite, arrastrando algunos árboles y montones de plantas de bambú. Las dos orillas, separadas por más de una milla, estaban cubiertas de espesos bosques y, a primera vista, no se veía ningún pueblo ni hacia el norte ni hacia el sur.

—¿Cómo atravesaremos el río? —dijo James.

—Construiremos una balsa —respondió Bundam.

—¿Y los caballos?

—¡Bah! —dijo el birmano encogiéndose de hombros—. Están tan reventados que no valen dos onzas los cuatro juntos. Usaremos las tripas para hacer más flotable la balsa.

No era cosa de risa. El birmano degolló los caballos y los destripó con sorprendente habilidad, inflando y cerrando después las tripas. Jorge, James, el polaco y el chino derribaron gruesos bambúes y construyeron una hermosa balsa, dotándola de un largo timón. No faltaba más que embarcarse. El capitán y sus compañeros subieron a bordo. La noche era oscura, y a duras penas podía distinguirse la orilla opuesta. La balsa, tomando el largo, empezó a descender por el río, sostenida por las vísceras de los caballos. Pero no habían recorrido medio kilómetro cuando un cohete partió de los bosques de la orilla opuesta, describiendo una amplia curva.

—¿Qué significa eso? —preguntó el capitán, que presentía una traición.

—Estamos en setiembre —respondió el birmano—. ¿Tenéis miedo de un cohete?

—No —dijo el capitán, volviendo al remo—. Amigos, vigilad atentamente las dos orillas.

En aquel instante se escuchó un extraño ruido procedente de la orilla opuesta.

—¡Oh! —exclamó el americano—. ¿Es una señal?

—Es un faisán —dijo Bundam.

El capitán armó la carabina, miró atentamente la orilla, pero no vio nada sospechoso. La balsa continuó cincuenta o sesenta pasos cortando oblicuamente la corriente. Ya estaba en el centro del río, cuando un nuevo cohete estalló a pocos pasos de los navegantes. El polaco lanzó un grito:

—¡Hombres!

Todavía no había acabado, cuando una descarga de fusiles retumbó en medio de un bosquecillo, seguida de un griterío indescriptible. Un grupo de hombres se lanzó hacia la orilla agitando frenéticamente sus armas.

Una docena de disparos fueron hechos contra la balsa. El capitán iba a disparar, cuando recibió un empujón que le hizo caer. Intentó levantarse mientras sus compañeros empuñaban las armas, pero dos brazos de hierro le sujetaron. Levantó la cabeza y vio sobre él a Bundam que empuñaba un cuchillo.

—¡Ah, miserable! —rugió Jorge, furibundo—. ¡Ayuda! ¡A mí!

James acudió presto, se lanzó sobre el birmano, lo derribó y, agarrándolo por los cabellos lo lanzó a la corriente, que lo engulló.