LA ORILLA DERECHA DEL IRAWADI
Las tinieblas, que caían rápidamente, favorecían la precipitada fuga de los aventureros, los cuales, sin preocuparse de la granizada de balas de los birmanos, se internaron a toda prisa en los bosques, confiando en el vigor y elasticidad de sus piernas. Ninguno de ellos conocía el territorio, pero en aquel momento eso importaba poco. Uno junto a otro, con los fusiles bajo el brazo, los oídos atentos y los ojos bien abiertos, corrían como ciervos, ocultándose entre los espesos matorrales, saltando grandes árboles abatidos, atravesando charcas o remontando pequeños torrentes para no dejar huellas tras de sí. Los gritos de los birmanos y los disparos que cada vez se escuchaban más cerca, les espoleaban. Sabían todos que si caían en manos de aquellos fanáticos no saldrían con vida. Hacía ya veinte minutos que corrían, siempre perseguidos, cuando el capitán se detuvo bruscamente a la orilla de un pequeño río.
—¿Qué sucede? —dijo el americano, que llegaba jadeante y empapado de sudor.
—Veo la cúspide de una pagoda —dijo el capitán, mostrando a los últimos resplandores del crepúsculo una alta barra de hierro que sobresalía entre el follaje del bosque.
—¿Qué haremos?
—Es necesario seguir adelante, James. Es posible que ahí haya un pueblecito y podamos comprar caballos.
—Pero… ¿y si nos reciben a balazos?
—Responderemos; rápido, saltemos el riachuelo y a la carrera.
No había tiempo para titubeos. Los birmanos se acercaban rápidamente disparando sin cesar, batiendo furiosamente sus tambores y soplando desesperadamente sus trompetas. Los fugitivos vadearon rápidamente el riachuelo, treparon a la orilla opuesta y se internaron por un sendero que les condujo hasta un pequeño claro. Allí, para su desgracia, no había pueblecito alguno, pero sí una pagoda que parecía haber sido bombardeada, a juzgar por su aspecto totalmente ruinoso.
—Volvamos al bosque —dijo el capitán.
Armaron las carabinas y volvieron bajo los árboles. Iban a reemprender la carrera, cuando oyeron a muy poca distancia relinchos, mugidos y voces humanas.
—Es una caravana que se acerca —dijo el pequeño chino.
Del bosque salían, en aquellos momentos, caballos, bueyes, ovejas y cabras, conducidos por dos campesinos. El capitán se colocó delante de la manada disparando su carabina al aire. La detonación hizo huir a los dos campesinos, los cuales creían tener delante una partida de bandidos.
—¡A caballo! —gritó Jorge, dejando caer al suelo un puñado de monedas para indemnizar a los campesinos.
Los birmanos llegaban a la carrera gritando y agitando sus armas. Los fugitivos cubrieron con sus mantas el lomo de cuatro vigorosos caballos, saltaron sobre ellos y partieron rápidos como el viento en dirección al mediodía. Sus perseguidores hicieron seis o siete disparos, pero sin alcanzar a nadie. Los jinetes forzaban a sus caballos pinchándoles con sus cuchillos, y en pocos minutos estuvieron fuera de tiro. La noche era muy oscura. A duras penas distinguían los troncos de los árboles y los espesos arbustos que de cuando en cuando les cerraban el paso, y pese a ello los fugitivos dejaban que los caballos prosiguieran su carrera. Habían recorrido ya cinco o seis millas, cuando un bulto negro atravesó rápidamente el sendero que recorrían, a muy pocos pasos del capitán. Éste se detuvo bruscamente, haciendo inclinase al caballo hasta tierra.
—¡Alto! —ordenó, sacando la carabina del arzón.
—¿Qué sucede? —dijo el americano que llegaba a la carrera.
—Es extraño —dijo el capitán después de una pausa—. Me ha parecido ver a un hombre atravesar el camino.
—Habrá sido un tigre —dijo el americano.
—Hombre o animal, sigamos adelante —ordenó Jorge—. Estamos aún muy cerca del Irawadi.
Continuaron por el sendero y después de atravesar la plantación llegaron al Mena-Kiung, el cual discurría con gran furia por entre dos riberas cubiertas de árboles y grandes charcas en las que se pudrían enormes montones de vegetales. Buscaron un vado pero, no encontrando ninguno, decidieron acampar en la orilla, al pie de unos zarzales.
Al día siguiente, 10 de setiembre, después de una noche bastante tranquila a pesar de los rugidos de los tigres y de los mugidos de una manada de elefantes, los intrépidos viajeros reemprendieron la marcha. Atravesaron el Mena-Kiung dos millas más arriba, y galoparon hacia el Sur, manteniéndose a diez o doce millas del Irawadi, orientándose por el sol, ya que la brújula se había quedado en la barca. Los bosques se sucedían unos a otros, formados por soberbias encinas de las cuales se cuentan más de setenta especies; hopaco oloroso, árbol muy bello que da excelente madera para construcción, y mimosas chatecu, planta preciosa de cuyas ramas, cortadas en pedacitos y cocidas, los birmanos extraen el chatecu, también llamado «tierra japonesa». Un poco más tarde a estos bosques sucedieron unos bosquecillos, después pequeñas llanuras y a lo lejos algunas colinas. Pronto empezaron a aparecer cabañas aisladas, pueblecitos y algunas antenas adornadas con campanillas indicando que se trataba de un templo de talapoines o una pagoda de rahaa. A mediodía los jinetes se detuvieron delante de una cabaña medio derruida, invadida por una enorme cantidad de hormigas grandes de color verde. El americano se sorprendió.
—¡Rayos! —exclamó—. Parece que no son sólo las ratas las que se dedican a los movimientos migratorios. Nunca había visto un país semejante.
—Cuidado con los picotazos de estos insectos, porque son terribles —dijo el capitán.
—¡Estos birmanos son verdaderamente desgraciados!
—Todo lo contrario, son muy afortunados. Las hormigas verdes son un plato delicioso para los indígenas.
—Me gustaría probarlas.
—Ya las probarás en Amarapura.
A las dos, los jinetes reemprendieron la marcha bajo un sol ardiente y algunas horas después llegaban a las primeras estribaciones de una gran cadena de montañas que se perdían en el horizonte.
A pesar de que el capitán no recordaba haber visto en su mapa (perdido como la brújula) elevarse montañas tan próximas al Irawadi, dirigió su caballo hacia ellas en las cuales se distinguían huellas de antiguos senderos.
A las ocho, en el momento en que el sol se ocultaba, el polaco, que cabalgaba a la cabeza del grupo, señaló una cabaña de bambú de cuyo techo se veía salir una delgada columna de humo.
Los jinetes se encontraban en la cima de una colina. En pocos minutos descendieron y se dirigieron con gran alboroto hacia la cabaña, de la que no cesaba de salir humo.
—¡Eh! ¡Posadero, birmano, tonkinés, negro, sal fuera! —gritó el americano, desmontando.
Un hombre semidesnudo, de tez muy oscura, salió mirando de reojo a los jinetes.
—¡Qué tipo más feo! —exclamó el americano.
—Sí que lo es —dijo el polaco—, me da la impresión que no está dispuesto a recibimos muy bien. ¡Fíjese cómo nos mira!
—Si no nos acoge bien, le obligaremos a hacerlo. Ahí veo alimentos que nos están esperando.
El birmano, apoyado en la puerta de la cabaña, con los puños apretados como si estuviera dispuesto a repeler un ataque, no abría la boca.
—¡Eh!, amigo mío, nos morimos de hambre —dijo James—. Pon tu despensa a nuestra disposición. Te pagaremos bien.
El birmano, al ver que se acercaban a él, entró en la cabaña tratando de cerrar la puerta, pero el americano de un salto lo alcanzó sujetándolo por los hombros.
—Amigo mío, no hagas tonterías —le dijo haciéndole salir—. No es ésta la manera de tratar a unos caballeros.
El salvaje lanzó un grito de rabia e intentó morder al americano, pero éste, con una violenta sacudida lo derribó, arrastrándolo hasta una estaca de la cabaña donde, ayudado por sus compañeros, lo ató sólidamente, a pesar de la desesperada resistencia que oponía.
Examinaron la cabaña, descubriendo una cazuela con trozos de ciervo y bajo el cobertizo hallaron una gran cantidad de arroz. El polaco y el americano se apresuraron a preparar la comida.
Cuando estuvo preparada, los viajeros se dispusieron a hacer trabajar sus mandíbulas, sin preocuparse en absoluto de los gritos y amenazas del birmano.
James, como de costumbre, comió y bebió por dos, ingiriendo una gran cantidad de aguardiente verdoso.
—Nunca había comido tan bien —dijo el glotón—. Las maldiciones de ese salvaje me han despertado un hambre de oso.
—Pero esas maldiciones nos acarrearán desgracias, sir James —dijo el polaco—. Ese bribón continúa invocando la venganza de Gadma.
—Yo no temo a Gadma. Si se acerca por aquí lo aso y me lo como.
—¡Qué antropófago! ¡Eh, tú! ¡Cállate, por mil demonios! ¿No has acabado aún? —dijo el polaco dirigiéndose al prisionero que continuaba gritando de tal forma que no podían escuchar lo que decían—. ¿Quieres volverte hidrófobo?
—Me parece que ya lo está. En cuanto lo soltemos nos saltará encima —dijo James.
—Pero nosotros somos cuatro, y él está solo.
—¿Quién dice que está solo? —preguntó el chino—. Ahí veo un ajedrez y para jugar se necesitan dos personas:
—¿Un ajedrez? —exclamó el capitán levantándose—. Nada mejor para pasar una buena velada.
Se acercó al tablero de ajedrez, al cual los birmanos, jugadores apasionados, dan el nombre de xedrin, y comprobó que no faltaba ninguna pieza. Preguntó al birmano quién era su compañero de juego, pero no obtuvo respuesta y sí en cambio una lluvia de maldiciones.
—Dejemos ahí a ese animal rabioso —dijo el americano—, y si te parece hagamos una partida.
El capitán y el yankee, se encontraron algo extrañados al principio al hallarse con piezas de formas muy extrañas; pero pronto comprendieron que la reina estaba representada por el primer ministro y que las torres estaban sustituidas aquí por elefantes.
La partida fue larga y reñida entre aquellos dos buenos jugadores, pero al final perdió el americano. El capitán iba a concederle la revancha, cuando oyeron gritar al polaco:
—¡Aquí! ¡Aquí!
El americano lanzó el ajedrez a un rincón de la cabaña y se precipitó afuera seguido por Jorge.
La luna brillaba por encima de los montes y se veía como en pleno día. El polaco señaló a sus compañeros un hombre, armado de un gran mosquete, que descendía de la colina.
—¡Eh, amigo! —gritó el americano—. Puedes venir sin miedo.
El birmano le oyó y se detuvo bruscamente, haciendo pasar el fusil del hombro a sus manos. Parecía indeciso; dio algunos pasos, y después, al ver que el americano salía a su encuentro, escapó con la velocidad de un ciervo. En menos de cinco minutos alcanzó la cima de la colina, desapareciendo entre las sombras de los bosques.
Volvieron a entrar en la cabaña, asegurando bien las ataduras del prisionero, el cual ya no tenía fuerzas para gritar y se tendieron sobre un lecho de hojas, quedando de guardia el chino. A las cinco de la mañana los viajeros, bien provistos de víveres que pagaron al birmano en monedas sonantes, abandonaron la cabaña, y se dirigieron hacia el sur.