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LA CAÍDA DE UN «RAHAM»

El Irawadi, o Erwadi, o Iravati, o mejor aún Arah-wah-ty, como lo llaman los indígenas, es el más grande de los ríos que surcan la península indochina. Se ignora dónde están situadas las fuentes de este río, en cuyas orillas se levantan opulentas ciudades e importantes ruinas, por no haber sido explorado su curso por viajeros europeos. Algunos las sitúan en el monte Damtsuk-kabad, en el Tibet oriental, en los 30° 10' de latitud Norte y los 79° 35' de longitud Este; otros en el corazón de la gran cadena del Himalaya, más exactamente en las estribaciones del Davvlagiai. Los geógrafos modernos, con más fundamento, lo sitúan en el país de Khanti, en los 28° de latitud, entre Assam y la frontera china.

De las salvajes regiones del Norte, el Irawadi desciende lentamente hacia el sur, describiendo unas curvas más o menos anchas, abriéndose paso entre los montes, llanuras y bosques, recogiendo las aguas de los ríos Gogung, Ghia-lungru, Chiardi, Phoung dioydzanbo, Djot-chou, Chang, Galdyaomourau Putchon, Madard, Myinguyamyt y Pau long por su lado izquierdo y bañando sucesivamente las ciudades de Jikadze, Rimboung, Jagagungghar, Kanni-Yua, Chagain, que en otro tiempo fue ciudad imperial y que actualmente cuenta con veinte mil habitantes; Amarapura, la Ciudad de los inmortales, capital en 1824, bien poblada, defendida por bastiones, murallas y fosos y con un soberbio palacio; Ava, la moderna capital, centro comercial, célebre por sus templos; Pahemghee, con astilleros de pequeños navíos y bosques de tek; Prome, que tiene un puerto capaz para navíos de quinientas toneladas y, en fin, la elegante Bassein, situada en la parte occidental del río, y la opulenta Rangún a treinta y dos kilómetros del mar, con más de cuarenta mil habitantes.

Este gran río, que es para Birmania lo que el Ganges para Bengala y el Nilo para Egipto, que en junio, julio y agosto se desborda fecundando extraordinariamente la campiña, después de recibir a tantos afluentes, después de haber bañado tanta ciudad, y después de formar un delta amplísimo y recorrer más de mil novecientos kilómetros, desemboca a través de cuatro bocas y centenares de canales, en el golfo de Martaban, ¡sustrayendo al territorio birmano sesenta y dos metros cúbicos de terreno por minuto…!

Los viajeros, acercándose a la orilla, que distaba más de mil metros de la otra ribera, habían desmontado de sus caballos y buscaban algún barquero.

—Mirad allá, junto a la orilla, cerca de aquel bosque, ¿no veis un grupo de cabañas? —dijo el chino—. Aquello es un pueblo, y un pueblo que está situado a la orilla de un río debe tener barcas.

—Dices bien, microscópico artillero —dijo James—. ¡Adelante!

Conduciendo a los caballos por las bridas, se pusieron en camino y llegaron, al cabo de media hora, al pueblo, el cual estaba formado por una doble hilera de cabañas. El americano pasó revista a todas las habitaciones, pero estaban bien cerradas y ninguna luz brillaba en su interior. Al acercarse a una de ellas, oyó un fuerte ronquido

—Duermen como lirones —dijo—. ¿Derribo la puerta?

—Dejémosles dormir —respondió el capitán.

—¿Y la barca?

—Allá veo una media docena de ellas. Tomaremos una y embarcaremos.

Ataron los caballos a un árbol y se dirigieron sin hacer ruido hacia la orilla, al lado de la cual se mecían diez o doce barcas de tres o cuatro toneladas, muy largas y levantadas por la proa y la popa. Apartaron una de ellas, la cargaron con sus armas, municiones y víveres, y saltaron a bordo, empuñando los remos.

—Adelante —dijo alegremente el americano.

El polaco, con un vigoroso golpe de remo, impulsó la barca y se dejaron llevar por la corriente que descendía del Norte, con notable velocidad, envolviendo en sus simas gran número de árboles, de más de cien metros de longitud. Hacia el sur no se divisaba ni barca ni pueblo alguno. Las dos orillas separadas por más de ochocientos metros, no mostraban más que inmensos arrozales y bosques espesísimos, bajo los cuales se oían bramar elefantes, rugir tigres y silbar a los rinocerontes. El americano, al oír a las fieras, se estremecía y acariciaba el gatillo de su carabina.

—Las orillas de este río son un auténtico jardín zoológico —dijo—. Daría unos meses de vida por desembarcar y cazar a esos gigantes.

—¿Para que le maten, sir James? —dijo el polaco.

—¿Qué tontería dices, muchacho?

—¿Acaso no oye a los elefantes?

—Con un balazo en un ojo, cae el elefante más pintado.

—¿Y los rinocerontes, y los tigres? Son bestias birmanas, no chinas…

—Birmanas o chinas, son bestias asiáticas.

—¿Qué quiere decir?

—Que no son peligrosas. ¡Eh!, nos hacen señales.

Seis o siete cohetes habían surgido de improviso por encima de la espesura del bosque, a una media milla de la orilla derecha, estallando y esparciéndose en medio de una lluvia de chispas.

—Tranquilos —dijo el capitán—. Estamos en el mes de setiembre que es cuando los birmanos acostumbran a lanzar gran cantidad de cohetes.

—¿Para divertirse?

—No, para conocer los pronósticos. He ahí un cohete que se ha apagado a mitad de camino; el pobre hombre que lo ha lanzado, quedará envilecido.

—¿Por qué?

—Porque se considerará mal visto por su dios.

—¡Por su dios! ¿Tienen un dios los birmanos, Jorge?

—Tienen más de uno.

—¿También aquí está Buda?

—Buda está en China, Birmania, Siam, Tonkín, Cochinchina e India.

—Dime, Jorge, ¿quién era este señor Buda?

—¡Cómo!, ¿no lo sabes?

—Sé que es un dios y que tenía una cimitarra: la que desde hace cuatro meses buscamos con gran peligro para nuestro pellejo.

El capitán se puso a reír.

—¿Por qué ríes? —preguntó el americano—. ¿Es que he dicho alguna tontería?

—¿Pero es que crees que pertenezca realmente a Buda la cimitarra que estamos buscando?

—¿Lo dudas? Así lo dicen todos los chinos.

—¿Y quién se lo ha dicho a los chinos?

—¿Quién?… ¿quién?… ¡Y yo qué sé! —dijo el americano rascándose la cabeza—. ¿Y quién te ha dicho a ti que no perteneció a Buda?

—Buda no fue un guerrero, James, todos deberían saberlo.

—Entonces, ¿quién era ese maldito Buda?

—Primeramente, te diré que no existió un solo Buda, como generalmente se cree.

—¡Cómo! —exclamó el americano—. ¿Hubo más de un Buda?

—Efectivamente, los Buda son muchísimos, pero únicamente se conocen los nombres de los veinticuatro últimos.

—¡Yo, por lo visto, bajo de las nubes!

—Te explicaré quiénes fueron esos Budas. En diversas épocas, separadas por unos espacios de tiempo incalculables, aparecieron en la India hombres de una gran sabiduría y de santidad perfecta, los cuales, libres de la influencia de las pasiones, consiguieron apagar en ellos todo deseo sensual, incluso el de vivir. Y por virtud perseverante, por esfuerzo intelectual, adquirieron un conocimiento exacto de la verdad universal y la enseñaron a los pueblos, que los adoraron y les dieron el nombre de Buda, que quiere decir «iluminado». ¿Has comprendido?

—Perfectamente —dijo el americano—. Pero ¿a cuál Buda dicen que pertenece la cimitarra que estamos buscando?

—Al último, que nació en el año 624 antes de Cristo, en la ciudad de Kapilavastu, capital del reino que gobernaba su padre, el rajá Suddhodano. Al nacer, este Buda recibió el nombre de Ssiddarth, pero se le conoce con el nombre de Ssakya-Muni. Y ahora aprovechemos la comente que nos lleva para descansar un poco.

Al día siguiente, cuando el sol reapareció en el horizonte, el río ofreció una espléndida vista. Las dos riberas se habían ensanchado mucho y mostraban majestuosos bosques, en las lindes de los cuales surgían animados pueblecillos formados por cabañas de madera con tejados arqueados y cubiertos con enormes hojas dispuestas en forma de tejas. Aquí y allá, semiocultas por los árboles, aparecían graciosas casas cubiertas de dorados, refulgentes a los primeros rayos de sol; bellísimos quioscos de extraña arquitectura y numerosos templos, erizados de puntas doradas, sostenidos por columnas variopintas, bajo las cuales se podían ver monstruosos ídolos representando algunos a Gadma, y otros rakress, o demonios indios, de la ciudad de Arracan.

Una docena de barcas con la proa levantada y rematada por una cabeza de tigre, o de elefante o cocodrilo, y varias balsas formadas por enormes troncos de tek, descendían a favor de la corriente, tripuladas por semidesnudos barqueros del color del bronce, llenos de brío, cantando monótonas canciones.

—Mire cuántos templos, sir James —dijo el polaco—. Ya he contado una docena.

—Y todavía tendrás ocasión de contar muchos más —dijo Jorge—. Los birmanos han cubierto su país de templos y muchos de ellos son bellísimos.

—He ahí uno que parece muy grande —dijo el chino, señalando seis o siete agujas doradas que se elevaban en medio de un bosque situado a media milla hacia el sur.

—Un templo tan alto indica que estamos próximos a Kanny Yua —dijo el capitán.

—¿Encontraremos licor?

—Tanto como quieras, James, y también alimentos.

La barca, hábilmente conducida, en breves instantes llegó a la orilla, repleta de barcas de todas dimensiones y formas, construidas con troncos vaciados. Los aventureros, protegidos por sus ropas birmanas y por el color térreo de su piel, desembarcaron sin ser molestados, atando su barca a la orilla. Kanny-Yua está formado por ciento cincuenta cabañas de madera que pueden desmontarse en diferentes piezas y trasladarse a cualquier lado. De importante no tiene más que dos o tres templos, uno de los cuales tiene muchos dorados y muchas columnas cubiertas de laminillas metálicas. Su población oscila entre mil y mil quinientos habitantes, chinos en su mayoría, procedentes de la frontera septentrional, y algunos arracaneses. Su importancia es grande, ya que domina el río, y su tráfico es muy activo, comerciando tanto con los países septentrionales como con los meridionales. Los viajeros, después de dar un pequeño paseo por la ciudad visitando algunos templos, entraron en una taberna donde hicieron algunas compras y comieron, aunque bastante mal, por no permitir la religión birmana sacrificar animales domésticos. El americano hizo honor, a pesar de ello, a las hojas de acedera selvática, hervidas junto al arroz; al búfalo de la selva, al camaleón y al té, que los birmanos toman en rama, condimentado con ajo y aceite. A las cinco de la tarde, cargados de arroz, pescado seco, carne de búfalo y respetables frascos de aguardiente de arroz, volvieron a la orilla para embarcar. Imagínense su sorpresa al no encontrar la barca que tan sólidamente ataran por la mañana.

—¿Quién la habrá robado? —rugió el americano, enfurecido.

—No es posible que la hayan robado —dijo el capitán—. Las leyes birmanas castigan muy severamente a los ladrones.

—Entonces ¿dónde se ha metido? —preguntó el violento yankee que no cesaba de dirigir furibundas miradas a su alrededor—. No creo que se haya roto la cuerda.

—Quizá se haya ido a pique. ¡Bah! compraremos otra.

El americano iba a seguir al capitán, cuando oyó gritar a Casimiro:

—¡Nuestra barca! ¡Nuestra barca! ¡Ah, bribones!

El capitán se volvió y vio la barca en medio del río, dirigiéndose a la otra orilla. Tres hombres la montaban; dos eran barqueros y el tercero era un personaje de pequeña estatura, con la cabeza rasurada y envuelto en una túnica amarilla. En una mano llevaba una gran caja barnizada llena de frutas y arroz.

—Es un raham —dijo.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó el americano enseñando sus puños.

—Una especie de bonzo; un fraile, en una palabra.

—Monje o fraile, lo cojo por el pescuezo y lo estrangulo.

Mientras lo decía, y antes de que el capitán pudiese de tenerlo, el yankee se precipitó hacia el raham que deseen día a tierra en aquellos momentos.

—¡Miserable! —rugió asiéndolo por el cuello—. ¡Te voy a matar, fantoche!

Descargó su puño sobre el rostro del monje, que empezó a sangrar. Un grito desgarrador se escuchó, seguido inmediatamente por cien rugidos de rabia. Los mercaderes, cargadores y barqueros que estaban en la orilla se lanzaron como un solo hombre en ayuda del monje, el cual había caído pesadamente a tierra, medio muerto por el terrible puñetazo del americano.

—¡Huyamos! ¡Huyamos! —gritó el capitán, empujando al americano hacia la orilla.

Los cuatro aventureros se precipitaron en la barca empuñando rápidamente los remos. Los birmanos, furiosos, les seguían de cerca gritando con todas sus fuerzas:

—¡Muerte al sacrílego!

El más decidido de ellos, no contento con gritar, sujetó la barca por la proa, pero el capitán, que estaba atento, de un fuerte empujón lo derribó.

—¡Remad! ¡Remad! —gritó, saltando al remo—. ¡Rápido, rápido o nos matan!

No había tiempo que perder. Los fugitivos se encorvaron sobre los remos e impulsaron la barca, dirigiéndose hacia la orilla opuesta, a pesar de los gritos, las amenazas e intimidaciones de la muchedumbre, que iba creciendo por momentos. De los campos, de las cabañas, de todas partes, atraídos por un furioso batir de gongs y tam-tam, acudían soldados y campesinos armados con mosquetones de mecha y pedernal, lanzas, picas, sables, hachas, cuchillos, palos y piedras. La barca estaba ya situada en medio del río, cuando un disparo salió de la orilla. La bala, rebotando en el remo del polaco, hirió al americano en la frente.

—¿Estás herido? —preguntó el capitán con ansiedad.

—Tengo la piel dura. ¡Ah! Allá veo al bribón.

Un birmano, semidesnudo, se agitaba en la orilla del río, mostrando el mosquete todavía humeante. El americano cogió su carabina y de un disparo lo derribó.

—¡Mirad!… —gritó de pronto el polaco, que hacía esfuerzos desesperados.

El capitán miró a estribor y distinguió una gran barca de casi cien metros, pesadísima, tripulada por una cincuentena de hombres y armada, a proa, con una pieza de artillería.

—¡Valor, muchachos! —gritó—. Si nos aborda esa cañonera, estamos perdidos.

La barca de nuestros amigos estaba separada de la orilla por unos doscientos metros, mientras que la cañonera estaba a más de medio kilómetro, aunque se acercaba con la rapidez de una saeta, impulsada por muchísimos remos.

—¡Alto! —oyeron gritar al timonel.

—¡Aprisa! ¡Aprisa! —gritó a su vez el capitán.

Un trazo de fuego y una nube de humo blanco, aparecieron en la proa de la cañonera, después una fuerte detonación y un agudo silbido se escucharon. Una bala de cuatro libras atravesó la popa de la barca.

—¡Maldición! —rugió el americano, viendo entrar el agua en gran cantidad.

—¡Valor! —gritó el capitán—. ¡Estamos salvados!

La orilla estaba a muy pocos metros. Los aventureros, con cuatro vigorosos golpes de remo acercaron la barca a la arena en el momento en que una segunda bala salía de la cañonera.

—¡A tierra! —gritó el capitán—. Y encomendémonos a nuestras piernas.

Tomaron las armas, municiones, mantas y víveres, saltaron sobre la arena y salieron corriendo a toda prisa, seguidos por el griterío rabioso de los birmanos, que veían cómo el sacrílego escapaba sano y salvo.