IX

DEL NU-KIANG AL IRAWADI

Se encontraban recorriendo el territorio comprendido entre el Mei-Nam y el Nu-Kiang, país desconocido totalmente, jamás pisado por europeos. Al Oeste se extendían algunas cordilleras de respetable altitud, con extraños perfiles y laderas cubiertas de espesos bosques; al Este, Sur y Norte, en cambio, se extendían inmensas llanuras, en parte cultivadas y en parte cubiertas de plantaciones de índigo y caña de azúcar y surcadas aquí y allá por ríos de poca importancia. Los aventureros, a pesar de no conocer el territorio, galopaban en dirección a las montañas. Min-Sí abría la marcha y detrás de él, en apretado grupo, marchaban los demás con las carabinas delante de la silla, dispuestas para ser utilizadas contra un probable asalto de los guerreros de Ma-Kong. A mediodía, la pequeña patrulla llegaba al pie de las montañas y emprendía decididamente la ascensión, a través de arbustos y macizos de nardos, plantas de la familia de las liliáceas que crecen únicamente en terrenos áridos y arenosos. Avanzando con bastante rapidez, a pesar de los frecuentes obstáculos que les obligaban a desmontar, hacia el crepúsculo llegaban a la cima de la montaña. El 2 de septiembre los aventureros descendían a la vertiente opuesta y contemplaban una llanura árida, sin un solo árbol, sin hierba y totalmente ennegrecida.

—¿Ha habido un incendio? —dijo James, sorprendido.

—Los mismos habitantes lo provocaron —respondió Min-Sí.

—¿Con qué objeto?

—¿No ve pequeños esqueletos por todos lados?

—Sí, sí, los veo. Son mil, dos mil, diez mil. ¿A qué animal pertenecen?

—A ratas.

El americano soltó una sonora carcajada.

—¿Quiere eso decir que los habitantes de este país han prendido fuego a la llanura para destruir las ratas?

—Exactamente, James —dijo el capitán.

—¿Temen a esos roedores?

—Mucho y con razón, porque a veces irrumpe un ejército de esos roedores, dificilísimos de combatir y lo destruyen todo a su paso.

—¿De dónde vienen?

—De las montañas, James. En Birmania las ratas son una plaga periódica. A intervalos variables, estos devoradores, de dientes puntiagudos, invaden las llanuras destruyendo las cosechas y asediando los pueblos, que sus habitantes se ven obligados a abandonar.

—Es curioso. ¿Y no se pueden destruir de otra forma?

—Sólo con el fuego; y no siempre. Son tantos que a veces apagan las llamas con sus cuerpos. Ni siquiera los ríos pueden detenerlos y es preciso ver con qué orden los atraviesan. Se dice que no se extravía ni uno y que ninguno se ahoga.

—¿Y por qué emprenden semejante emigración?

—Cuando en las montañas y cerros falta alimento, obligados por el hambre, descienden en masa compacta hacia la llanura y muchas veces los habitantes de los pueblos sufren hambre por culpa de las ratas.

—Es una auténtica plaga.

—Precisamente, James.

—Me gustaría ver una emigración de esos animalitos.

La conversación se vio interrumpida por un fuerte trueno que se perdió en el lejano horizonte, cubierto de densas masas de vapor.

—La estación de las lluvias vuelve —dijo el capitán.

—¡Cómo! ¿Todavía no ha acabado? —dijo James.

—Todavía no. Tenemos lluvia para un mes. Los ríos de Birmania aún no se han desbordado.

—¿Corremos peligro, pues, de que se repita la desagradable aventura de las inundaciones?

—No lo creo. Llegaremos al Nu-Kiang antes de que inunde la llanura.

—¿Qué distancia crees que nos separa del río?

—Antes de llegar será preciso atravesar un gran afluente. Calculando todo, nos quedan todavía cincuenta o sesenta millas. Apresurémonos, amigos, ya está aquí la lluvia.

En efecto, las cataratas del cielo empezaron a abrirse. Primero cayeron goterones, después una lluvia espesa, acompañada de truenos espantosos, relámpagos que cegaban y un endiablado viento.

Los viajeros, cubriéndose de la mejor manera posible, recibieron con resignación aquel aguacero, apresurando la marcha de los caballos, los cuales se hundían hasta media pata en anchos charcos formados por los hoyos del terreno.

A mediodía, atravesaron, por un puente de bambú, el afluente del que hablara el capitán, y después de un breve descanso, ascendieron una nueva cadena de montañas que se extendía a lo largo de más de cincuenta millas. La lluvia no cesó un solo instante. Parecía que quisiera repetirse el Diluvio Universal. De las montañas descendían torrentes impetuosísimos y tan anchos, que hacían difícil y peligrosa la maniobra de atravesarlos.

Al llegar la noche, los viajeros, abatidos, empapados de agua, se detuvieron cerca de un bosque de areches, cuyas hojas, grandes, sirvieron para construir un rudimentario cobertizo que les protegiese de la lluvia. La noche fue horrible. Se desencadenó un furioso huracán, que rugía pavorosamente entre los árboles y sacudía y levantaba el débil cobertizo. Ninguno pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, haciendo un esfuerzo, se pusieron nuevamente en marcha, forzando rabiosamente a los pobres animales que estaban agotados. La subida de aquellas montañas fue durísima. Se vieron obligados a parar veinte veces al borde de profundísimos barrancos; veinte veces sintieron los caballos que les faltaba terreno donde posarse y veinte veces corrieron el peligro de despeñarse por agudas pendientes. A las diez de la mañana, después de haber atravesado nuevas montañas y de descender a las llanuras del Oeste, inundadas en gran parte, llegaban a orillas del Nu-Kiang. Este río, casi desconocido, caprichosamente trazado en los diferentes mapas, es uno de los más importantes que posee la península indochina. Según parece, nace en la parte oriental del Tibet, en la provincia de Cham, en un pequeño lago encajonado entre aquellas altiplanicies. Con el nombre de Burung se abre paso entre las montañas y penetra, primero, en la provincia de Yun-Nan occidental, después en Birmania, donde toma el nombre de Nu-Kiang, Than-Luen, Thaleayn o Muttama, se acerca por debajo del paralelo 25° hacia el Schue-Kioung, afluente izquierdo del Irawadi, y prosigue su marcha hacia el sur entre las regiones más desconocidas del alto Laos, donde se ensancha y aumenta su caudal, desembocando en el golfo de Hartaban, después de recibir las aguas del Gen y haber recorrido cerca de mil cuatrocientas leguas. Justo donde estaban los jinetes, el río tenía una anchura de un kilómetro aproximadamente, pero discurría con gran rapidez entre las dos márgenes, cubiertas de una exuberante vegetación. Junto a algunos islotes, el capitán divisó a varios indígenas ocupados en pescar, tripulando unas barcas de alta proa. Aquellos hombres tenían la piel bronceada, los rasgos no muy diferentes a los de los chinos, cabellos largos, algunos de cuyos mechones se ensartaban en los orificios de las orejas, desmesuradamente alargadas. El americano observó que llevaban el pecho cubierto de numerosos tatuajes.

—¡Qué extraño adorno! —dijo—. Parecen maoríes de Nueva Zelanda.

—Realmente es extraño, pero útil, James.

—¿Útil?, ¿para qué?

—Porque preserva de las lanzadas y sablazos.

—Tú exageras, Jorge.

—Así lo dicen los birmanos.

—¿Y tú te lo crees?

—Algo sí, ya que el tatuaje aumenta notablemente el espesor de la piel. En cambio no creo que el tal espesor sea capaz de que una lanza lo atraviese.

—Apresurémonos a pasar el río —dijo Min-Sí—. Me parece que aquellos pescadores tienen intenciones de marcharse.

A la primera llamada del capitán, se acercó una gran barca tripulada por media docena de indígenas. Hombres y caballos embarcaron y pocos minutos después desembarcaban en la orilla opuesta, ante un numeroso grupo de cabañas y cobertizos. El capitán compró arroz, pez seco y el excelente chou-chou chino, y aprovechó la parada para disfrazarse, junto con sus compañeros, de birmano, a fin de poder moverse con mayor libertad en el territorio del gran imperio vecino. Se pintaron la cara y gran parte del cuerpo de un color bronceado brillante, se afeitaron apuradamente la barba, que los birmanos suelen arrancarse, y ennegrecieron sus dientes y se cubrieron con una larga zamarra y un par de anchos calzones de tela. Un sombrero acabado en punta y un par de zapatos con la puntera vuelta hacia arriba completaban su atavío.

—Me da la impresión de volverme cada vez más feo —dijo el americano—. Primero amarillo, ahora bronceado, ¿y después?… Acabaré negro.

A las cuatro de la tarde los viajeros volvieron a montar sobre sus fatigadas cabalgaduras, marchando siempre hacia el Oeste, atormentados por una lluvia sutil que calaba hasta los huesos. El paisaje empezaba a cambiar. A las llanuras húmedas, cultivadas, bien regadas, sucedían colinas boscosas que se elevaban como si quisieran formar una cadena montañosa. Se veían aquí y allá algunas cabañas, miserables chozas, pero era de esperar que más adelante no encontraran ninguna hasta las orillas del Irawadi. Al caer la noche llegaron a las primeras estribaciones de una cordillera que separa el valle del Nu-Kiang de la cuenca del gran río de Birmania, y al día siguiente se internaban por espesos bosques de ték, de calambucr de royoc, de umbelíferas y de gutagambas. Aun cuando los caballos no podían más, los viajeros no se detenían más que breves momentos, decididos a llegar, cerrada la noche, a unas cincuenta millas del Irawadi. El 4 de setiembre el tiempo aclaró, ante los soplos impetuosos del viento que descendía de la lejana cadena del Tibet. El capitán, viendo que los caballos se caían de fatiga, atrasó la partida hasta el mediodía. El día 5, el gran río birmano no se veía todavía. Llanuras inmensas, totalmente desiertas, la mayor parte convertidas en lagos, sucedían a otras no mucho mejores. Muy de tarde en tarde se divisaba un collado o algún bosquecillo. Ni una sola cabaña, por más que se mirase a lo lejos.

Caía ya la noche y el capitán estaba a punto de dar la orden de detenerse cuando Min-Sí, escuchando atentamente, creyó oír en la lejanía un sordo mugido.

—¡Alto! —exclamó—. Allá abajo hay un río.

—¿El Irawadi? —preguntaron a una el capitán y el polaco.

—Sin duda alguna.

Desmontó, apoyó un oído en tierra y escuchó, conteniendo la respiración. La tierra transmitía claramente el murmullo prolongado propio del agua, que al correr choca contra la orilla.

—¡El río! ¡El río! —gritó volviendo a montar su caballo.

Los caballos, impulsados con fuerza, volvieron a correr, atravesando llanuras húmedas, bosques de tek y plantaciones de bambú. Empezaban a aparecer cabañas por todas partes, semiocultas entre el verdor de los bosques y también algunos pueblecitos.