LAS EXIGENCIAS DEL HERMANO DE MA-KONG
El elefante, herido en un ojo, estaba muerto. Estaba caído sobre un costado y todavía inspiraba temor. El americano, que afortunadamente no había sufrido ninguna herida, no se cansaba de dar vueltas alrededor de aquella masa de carne que cincuenta hombres no hubieran sido capaces de mover.
—¡Qué animalote! —exclamó, llevándose las manos a las costillas para asegurarse de no tener ninguna rota—. Os confieso, amigos míos, que me ha hecho temblar. Un poco más y mi pobre cuerpo hubiera sido reducido a un montón de huesos rotos.
—Pero ahora nos vengaremos por ese mal rato —dijo el polaco—. Aquí tenemos la trompa, que según dicen es un bocado exquisito.
—Déjame hacer a mí, muchacho —dijo el americano—. Devoraré tanta carne que me convertiré en un pequeño elefante.
—E invitaremos a los indígenas.
—¡Bravo!, pero ¿dónde se han escondido que no se les ve?
—Han huido hacia el bosque —respondió el capitán.
—¿Y quiénes eran? ¿Cazadores, quizá?
—Probablemente los dueños del elefante.
—¿Entonces no era un elefante salvaje?
—No es posible, porque los indígenas iban desarmados. Sin duda el coloso había comido mucho azúcar y manteca.
—¿Qué?… ¿Que el elefante había comido demasiado azúcar? ¿Acaso le hace el efecto del whisky?
—Exactamente, James. Para habituar a los elefantes a combatir entre ellos, se les da azúcar y manteca. Al cabo de cierto tiempo se vuelven furiosos y muy peligrosos.
—Entonces será más sabroso. ¡Cáspita! Un elefante engrasado con manteca y azúcar. ¡Afuera los cuchillos!
Los cazadores pusieron manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos cortaron una pata, bocado exquisito y delicado. El capitán, que en sus viajes lo había comido más de una vez, se encargó de asarla según el método africano. Excavó en la tierra un hoyo bastante grande, lo llenó de leña seca y prendió fuego. Esperó a que la leña se consumiese, separó los tizones y colocó la pata entre dos grandes hojas, envuelta, cubiertas de ceniza caliente y encima encendió otro fuego. Al cabo de una hora los viajeros se sentaban en medio de la hierba con el asado ante ellos exhalando un perfume delicadísimo. El americano iba a atacar con su cuchillo, cuando los tam-tam volvieron a escuchar se en el bosque.
—¿Qué sucede? —preguntó, acercando la mano a su carabina.
—¡En pie, amigos! —ordenó Jorge.
Ochenta o noventa indígenas, armados con cimitarras y lanzas y protegidos con grandes escudos, avanzaban con rapidez, lanzando gritos que no tenían nada de alegre. En medio de ellos caracoleaba un pequeño caballo indochino, enjaezado lujosamente, montado por un indígena de arrogante aspecto, vestido de seda amarilla y armado con una cimitarra dorada.
—¿Quiénes son? —dijo el americano, más sorprendido que asustado.
—Habitantes de Laos —respondió el chino—. ¿No ves que llevan las trenzas ensartadas en las orejas?
—¡Diantre! Esto es nuevo para mí. En vez de pendientes estos señores se colocan los cabellos. ¿Qué querrán?
—No lo sé, pero estemos en guardia. Nos hallamos en un país en el que se adora a los elefantes.
—Son capaces de atacamos para vengar la muerte del elefante, su ídolo —dijo el capitán.
—Bastará una descarga para dispersarlos —dijo Casimiro.
—Me temo todo lo contrario. Se dice que estos indígenas son muy valerosos.
Los indígenas estaban ya junto al elefante y lo habían rodeado. El jinete desmontó, tendió las manos hacia el cielo, después hacia los viajeros y pronunció un discurso lanzando sobre el elefante frutas, flores y puñados de arroz.
—Esos hombres están locos —dijo James—. ¿Qué significa toda esa comedia? Parecen patos asustados,
—Lanzan maldiciones contra nosotros —dijo Min-Sí.
—Me río yo de sus maldiciones.
—Y yo, sir James —dijo Casimiro.
—Te creo, muchacho. Veamos…
No pudo acabar. Había dado cuatro o cinco saltos hacia dos indígenas que se habían acercado poco a poco aprovechando su descuido y se llevaban el asado.
—¡Bergantes! —gritó el yankee—. ¡Ayuda, amigos!
Jorge, Casimiro e incluso el flemático Min-Sí se lanzaron contra los ladrones que intentaban huir con su presa, pero se detuvieron de pronto, al ver a todos los otros reunirse en tomo del jinete y preparar sus armas.
—Deja ir el asado —gritó Jorge a James, que corría tras los dos ladrones—. Todos junto a mí con las armas prestas. Aquí no se respiran buenos aires para nosotros.
—¡Démosles batalla! —gritó el americano que empezaba a calentarse.
—No cometamos imprudencias, James. ¡A caballo! ¡A caballo!
Los indígenas se acercaban rápidamente haciendo un ruido infernal. El capitán y sus compañeros se lanzaron hacia los caballos que pastaban a doscientos pasos de distancia, pero apenas subieron a las sillas, fueron rodeados por aquella banda rugiente.
—Yo disparo contra estos sucios cerdos —dijo el americano, montando la carabina.
—No, James, no los irritemos. Min-Sí, pregunta qué es lo que quieren de nosotros —dijo el capitán.
El chino dirigió su caballo hacia el jefe de la banda y le hizo señas de que quería hablarle. El griterío ceso en el acto.
—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó Min-Sí mirando de arriba abajo al jefe—. ¿Y quién eres tú que osas amenazarnos?
—Soy el hermano del rajá Ma-Kong, señor de esta comarca.
—¿Y qué quieres?
—Que se me pague el elefante.
—Fija la suma y se te pagará.
—Antes dime qué habéis utilizado para abatir a un animal tan fuerte y tan grande.
—Nuestras armas —respondió Min-Sí, imprudentemente,
—Entonces, me las entregaréis.
—Imposible.
—Te repito que me las daréis, si es que queréis marchar, y ten en cuenta que el hermano del rajá Ma-Kong no es hombre que tolere las burlas.
El chino se dirigió hacia sus compañeros y les puso al corriente de lo que exigía el salvaje.
—No consentiré nunca desprenderme de mi fusil —dijo Jorge.
—Ese bribón nos querrá hacer alguna jugarreta.
—¿Quién? ¿Ese papanatas? —dijo James—. Me lo como de un solo bocado si se atreve a poner su mano en mi caraba na. Peleemos, Jorge; tengo la sangre hirviendo.
—Calma, sir James —dijo Min-Sí—. Tengo una idea que quizá nos saque del apuro.
Volvió hasta el jinete y después de haber reflexionado unos instantes, le dijo:
—Aceptamos entregarte las armas que han abatido el elefante, pero queremos darte un consejo.
—Di lo que sea, te escucho —respondió el hermano del raja.
—Nuestras armas son potentes, ciertamente, pero para poder utilizarlas es necesario disponer de una protección especial por parte del dios Gadma. Sin ella, al primer disparo morirás.
El jinete hizo un gesto de espanto.
—¿Es cierto lo que dices?
—Te lo juro. ¿Eres protegido de Gadma?
—No, ¿y tú?
—Somos sabios de las fuentes del Mei-Nam y protegidos de Gadma. ¿Quieres ahora nuestras armas?
—¡No! ¡No! —exclamó el indígena.
—Entonces déjanos marchar.
El jinete hizo una mueca.
—Pides mucho —dijo—. Mi hermano ha perdido un elefante, y es justo que paguéis algo.
—Sólo tengo unas onzas de plata.
—De acuerdo, me darás cuarenta y os dejaré el paso libre.
La suma no era muy grande para los viajeros, que todavía tenían bastante oro. El capitán, que tenía prisa por partir, sacó las cuarenta onzas, pero el jinete, en vez de abrir paso, hizo rodear más estrechamente los caballos, que quedaron inmovilizados.
—¡Oh! —gritó el americano furibundo—. ¿Qué juego es éste?
—Será necesario pelear —dijo el capitán—. Esta chusma no nos dejará pasar si no los obligamos a golpe de carabina.
—¡Deja paso! —amenazó el chino, volviéndose hacia el jinete—. ¿Todavía no estás satisfecho?
—Todavía no —respondió el salvaje—. Atravesáis el territorio del rajá Ma-Kong; pagad, pues, el derecho de peaje. Diez onzas más y me voy.
—¡Tú quieres robarnos, ladrón!
—Dadme las diez onzas.
—¿Y si no queremos?
—Os hago matar —respondió con decisión el indígena.
El chino, viéndolo decidido a no ceder, se resignó a pagar la suma exigida. Los indígenas esta vez mantuvieron su palabra y se apresuraron a dispersarse por la llanura, dirigiéndose unos hacia el bosque y otros hacia el elefante. Los viajeros, al ver el paso libre, se lanzaron al galope en dirección Oeste.