VII

UN ELEFANTE MALHUMORADO

En el centro de la gran península indochina, encerrada entre Birmania, Siam, Tonkín, y la provincia china de Yun-Nan, se encuentra una vastísima región recorrida por dos grandes ríos, con pocas montañas e inmensas llanuras, que se llama Laos. ¿Cuál es su extensión? ¿Cuál el número de sus habitantes? ¿Cuáles sus reinos? ¿Cuáles sus ciudades? Nadie lo puede decir con exactitud.

Son pocos los viajeros que han osado atravesar aquella región, y casi todos han dejado descripciones poco claras y nada exactas. Algunos, incluso, se contradicen.

Se afirma que hay allí un reino llamado Jangomá, gobernado por monjes budistas, con grandes arrozales, rico en metales preciosos, benjuí y almizcle, y célebre por la belleza de sus mujeres, codiciado por los reyes de los países vecinos. ¿Dónde se encuentra? Nadie puede precisarlo.

También se ha dicho que existe un reino llamado Lac-Tho, sin ciudades, ni ríos, ni montes; rico, en cambio, en plantaciones de bambú, algodón y depósitos de sal. Las tribus que lo habitan viven en la simplicidad de la edad del oro y la propiedad es comunitaria. Las cosechas se dejan en el campo sin vigilancia, las puertas de las casas permanecen abiertas de noche, los forasteros son acogidos con gran cordialidad. ¿Existe realmente este reino, o se confunde con el verdadero Laos al que los chinos llaman Lac-chue? Nadie lo sabe, como tampoco se sabe dónde pueda encontrarse.

Se dice, por último, que hay un tercer reino que da el nombre a la región, llamado Laos, que es el más potente, el más poblado y el más extenso, con hermosas ciudades que se llaman Kiang-Seng, Lé, Meng, Kemerat y Leng. Es una gran llanura sin apenas colinas o montañas, bien regada según Méndez Pinto, Marini, Da-Crusc, Kemfer y Du-Halde, y sin ningún río según La Bissachere. No obstante, es cierto que el Lam-tsan-kyang, que penetra en Siam, recorre la región en toda su extensión.

Algo más se sabe del reino de Laniang, que ocupa la parte meridional de la extensa región.

Este reino, vastísimo, está poblado por gente bien formada, robusta, de color aceitunado y, generalmente, afable y cortés.

La capital, que también da su nombre al reino, y que significa en el idioma del país «miles de elefantes», surgió a la orilla del Me-Kong o Lam-tsan-kyang, y está defendida por murallas altísimas y profundos fosos. El palacio del rey, grandioso como el que más, ocupa más de media ciudad.

El rey es el príncipe absoluto y no reconoce ningún superior, tanto en asuntos temporales como espirituales, disponiendo totalmente de las tierras y riquezas de sus súbditos. La ciudad es muy populosa, la tierra fertilísima, rica en minas de oro, plata, hierro, plomo, estaño, y rubíes; abundante y a bajo precio, la sal, que se forma en los arrozales en forma de espuma que el sol endurece; fauna muy variada y gran número de elefantes, rinocerontes y búfalos.

Desde hacía un mes, los buscadores de la Cimitarra de Buda, con buenos caballos y bien armados, recorrían esta vasta región, desconocida tanto para el capitán como para Min-Sí. Al no encontrar el arma en Yuen-Kiang, aquellos hombres de hierro se habían lanzado sin vacilar sobre el interminable camino del oeste, decididos a llegar a la frontera birmana y descender el Irawadi hasta Amarapura, para reemprender su búsqueda, dispuestos, si fuera necesario, incluso a llegar hasta Pegú y a la gran pirámide de Choé-Madú.

Los volvemos a encontrar una noche, poco después del crepúsculo, acampados en una extensa llanura rodeada de bosques, y a cerca de ocho millas del río Nu-Kiang.

La tienda estaba montada y un gran fuego ardía a pocos pasos.

El chino y el polaco jugaban a los dados cerca de los caballos, que estaban atados a una estaca. El americano, más gordo que nunca, tendido sobre un lecho de frescas hojas, fumaba beatíficamente una sucia pipa de arcilla fabricada por él, mientras el capitán examinaba atentamente su mapa, midiendo la distancia con un viejo compás.

—¿Has acabado? —preguntó el americano—. Ya hace media hora que estás rompiéndote la cabeza delante de ese jeroglífico.

—Mido la distancia que deberemos recorrer para llegar al Nu-Kiang.

—¿Qué es ese Nu-Kiang?

—Un hermoso río que nos veremos obligados a atravesar.

—¡Otro río! Ya hemos atravesado el Me-Kong, el Lam-tsam-kiang y el Me-Nan. Esto no se acabará nunca.

—Es el último, James, después ya no volveremos a encontrar ningún otro hasta llegar al Irawadi.

—¿Cuánto necesitaremos para llegar hasta el río birmano?

—Por lo menos un mes más.

—¡Otro mes!

—¿Te asusta?

—No, pero nuestros caballos me parece que están algo fatigados. Si encontrásemos alguna ciudad…

—Es muy difícil, James.

—¿Acaso no hay ciudades en esta región?

—No digo que no, pero ¿dónde están?

—¿Tu mapa no las indica?

—Mi mapa está casi en blanco.

—¡Oh! ¡Los geógrafos!

—Estamos recorriendo un país totalmente desconocido. Quizá seamos nosotros los primeros en explorarlo.

—Bueno ¿Cuándo volveré a…? ¡Oh!

—¿Qué ocurre?

—¡Silencio! ¿No oyes?

El capitán prestó atención. En la lejanía, entre los bosques, se oía un sordo martilleo que iba acercándose poco apoco.

—¿Qué sucede? —preguntó el polaco, levantándose precipitadamente.

—Se diría que en los bosques hay caldereros —dijo el americano—. ¡Din!, ¡din! ¡Bum!…, ¡bum!… Esto es música.

—Tocan los gongs —dijo Min-Sí.

—¿Qué son esos gongs? —dijo el yankee.

—Tambores de cobre que golpean con un martillo.

—¿Y vienen a tocarlos a los bosques?

—Tendrán algún motivo para ello —respondió el capitán.

—¿Quizá nos vengan a dar una serenata?

—¿No oye, sir James, que también cantan? —dijo el polaco.

—Dime, Jorge, ¿y si fuese a ver qué es?

—Sé sensato, James —dijo el capitán—. No sabemos con quién tendríamos que enfrentarnos.

Los músicos estaban ya muy próximos y se oían sus diferentes y desacompasadas voces. Debían ser unos treinta, con cuatro o cinco gongs que batían furiosamente, despertando todos los ecos de los bosques.

El capitán, que se había alejado unos centenares de pasos de la tienda, divisó, entre el follaje del bosque, numerosas antorchas que despedían resplandores rojizos.

—Es una procesión —dijo al americano, que se le había reunido—. Quizá hayan sacado a su dios a pasear.

—¿Tienen dios estos salvajes?

—Como todo el mundo, James.

—¿Cómo le llaman?

—Shaka, que quiere decir «el comandante».

—Seguro que será cualquier trozo de madera esculpido y dorado.

—Es probable, James.

—Me gustaría seguirlos hasta su pueblo.

—No necesitamos nada, James. Los caballos no son muy buenos, pero podemos caminar y los víveres son abundantes. ¿Qué más queremos? Volvamos al campamento e intentemos dormir, que mañana quiero hacer una buena tirada.

Los dos aventureros volvieron a la tienda donde les aguardaban con inquietud sus compañeros. Tomaron una taza de té y, excepto Casimiro que se encargaba de la primera guardia, los demás se tendieron bajo la tienda cerrando los ojos.

A media noche, no había pasado nada, ni ningún ser viviente había aparecido por allí: Casimiro despertó al chino, al cual correspondía la segunda guardia.

—¿Nada? —dijo Min-Sí.

—Nada —respondió el polaco.

—¿No han vuelto los que batían los gongs?

—No los he vuelto a oír.

El chino tomó su carabina, dirigió una mirada sobre la llanura y satisfecho después de aquel examen se sentó cerca de la tienda fumando una pelotita de opio. Como ocurre casi siempre en estos casos, incluso a los fumadores habituados desde la infancia, el chino poco a poco cerró los ojos y se durmió profundamente. Imaginémonos su sorpresa y su terror cuando, al despertar, vio ante él, a siete u ocho pasos de distancia, un animal de enormes dimensiones, gris, con una larga trompa y dos blancos y agudos colmillos. Lo reconoció rápidamente.

—¡Un elefante! —murmuró palideciendo horriblemente.

Se vio perdido. No fue capaz ni de pedir ayuda, ni de utilizar su carabina que tenía a su lado. Pasaron unos instantes sin que el elefante se moviese. Parecía como si el muy bribón se divirtiera enormemente con el terror del pobre diablo. Lo miraba con dos ojos maliciosos, agitaba lentamente la trompa, movía la cabeza, y levantaba sus patas, ahora una, ahora la otra, pero nada más.

De pronto dio dos pasos hacia adelante, avanzó su trompa y con un fuerte golpe, derribó la tienda sepultando bajo ella al chino y a los que dormían dentro.

El americano, el polaco y Jorge, despertados de aquella manera, se apresuraron a salir con la carabina en la mano.

—¿Qué ocurre? —dijo el americano—. ¡Rayos! ¡Un elefante!

—¡Corramos! —gritó el polaco.

—¡Dispara, Casimiro! —tronó el americano.

—¡Quieto! ¡Quieto! —gritó el capitán—. ¿Dónde está Min-Sí?

El chino, frío del espanto, se incorporaba.

—¡Quietos! ¡quietos! —decía—. No disparen o estamos perdidos.

El elefante, después de su jugarreta, se alejaba dirigiéndose lentamente hacia el bosque, meciendo su enorme trompa y emitiendo sordos mugidos.

—Pero ¿cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó el americano.

—No lo sé —respondió el chino—. Me dormí y al despertar me lo he encontrado delante.

—¿Y no le has disparado?

—Estaba a diez pasos.

—Tanto mejor.

—Una bala no basta, James —dijo el capitán.

—¿Y lo vamos a dejar marchar? —interrogó el americano—. Un gigante de su talla merece una bala y… ¡Oh!

La exclamación era producida por un retumbar de gongs y un griterío ensordecedor que provenía del bosque.

—¡Diantre! —exclamó el americano—. ¡Otra vez la procesión!

—Bueno —dijo el polaco—. Tendrán un hermoso encuentro.

—¡A caballo!, ¡a caballo! —gritó el capitán—. Si no nos apresuramos, el elefante hará una masacre con todos esos pobres diablos.

Examinaron rápidamente sus carabinas y pistolas y salieron al galope. El elefante estaba en el límite del bosque y se disponía a entrar, cuando aparecieron treinta o cuarenta laosianos de mediana estatura, cubiertos con blancos vestidos muy ajustados, sin armas, batiendo furiosamente los gongs que llevaban sujetos a la cintura.

Con gran sorpresa de los jinetes, aquella tropa en vez de huir, rodeó al gigante chillando y batiendo los gongs con mayor rabia si cabe. Los aventureros detuvieron sus caballos.

—¡Esos hombres están locos! —exclamó el americano.

—¿Puede tratarse de un elefante amaestrado? —preguntó el capitán al chino.

—No puede ser otra cosa —respondió el chino.

—¿Y si nos apoderáramos de él para montarlo? —dijo James.

—¿Y por qué no? Un viaje en elefante debe ser divertido;

—¡Preparad las carabinas! —gritó el capitán.

El elefante, después de soportar tranquilamente el griterío y el ensordecedor batir de los gongs, había asido de pronto con su trompa a un indígena.

El pobre hombre, sofocado por la formidable trompa y sacudido con fuerza, lanzó un grito desgarrador mientras sus compañeros se precipitaban a huir, deteniéndose en el límite del bosque.

—¡Corramos! —gritó el americano, montando la carabina.

—¡Adelante! ¡Adelante! —tronó el capitán.

Los caballos partieron rápidos como el viento hacia el elefante que no abandonaba su presa.

A cuarenta pasos de distancia los jinetes dispararon sus armas.

El paquidermo, herido en varias partes de su cuerpo, lanzó un furioso mugido, apretó con más fuerza al desgraciado que ya no daba señales de vida, y lo zarandeó a veinte pies del suelo, estrellándolo contra el tronco de un árbol.

Los jinetes, al ver que las balas no habían producido ningún efecto, no se atrevieron a acercarse y volvieron los caballos, alejándose lo más rápidamente posible.

El paquidermo vaciló un momento, después, presa de una cólera espantosa, se lanzó tras los fugitivos dando tumbos gigantescos, derribando árboles y arbustos con la rapidez de un huracán. Infundía terror al más valiente.

Los caballos temblaban de miedo, corrían al azar, encabritándose, lanzando coces y sin obedecer a las bridas, intentando librarse del jinete e impidiendo a éste cargar la carabina.

El elefante, en cambio, avanzaba recto, con la boca abierta, la trompa levantada, los ojos encendidos, dispuesto a aplastar a sus adversarios.

En menos de cinco minutos se colocó detrás del americano, que luchaba desesperadamente para dominar su caballo. Viéndose la trompa del elefante a pocos metros de distancia, el yankee se puso a chillar:

—¡Socorro!… ¡Me mata!…

En aquel mismo momento se sintió derribado con el caballo.

El coloso, cubierto de sangre, se inclinó sobre él lanzando un largo mugido. Su trompa se movía en el aire como si dudase qué víctima escoger.

—¡Ponte bajo el caballo! —gritó una voz que el americano reconoció como la del capitán—. ¡Atención!

Los tres jinetes corrían en su ayuda. Se oyeron tres detonaciones. De pronto el elefante, sin duda herido de muerte, se tambaleó a derecha e izquierda, giró sobre sí mismo y cayó a tierra con un sordo rumor.