EL TEMPLO DE FO
El capitán y el pequeño chino, que hacia cuatro horas que habían regresado, estaban ya dispuestos a salir en bus ca de sus compañeros, cuando éstos llegaron.
No es necesario decir la sorpresa que se llevaron cuando los vieron tan maltratados, con los vestidos hechos jirones, sin sombrero y sin coleta, armados de dos palos, jadeantes y con la cara llena de contusiones.
—¡Gran Dios! —exclamó el capitán—. ¿De dónde venís?
—De la calle —respondió tranquilamente el americano.
—¿En este estado?
—En este estado.
—Pero, desgraciados, vosotros habéis tenido pelea.
—¡Nosotros! Han sido los chinos los que nos han seguido y apaleado.
—Pero ¿dónde habéis estado?
—Primero en una taberna. Queríamos emborrachar a algún chino, pero aquellos hombres eran auténticas esponjas y nos emborrachamos antes que ellos.
—¿Y no habéis averiguado nada?
—Estando los dos borrachos era imposible entender nada. Quizá hayan hablado, hayan confesado todo, pero yo no me acuerdo de nada y Casimiro tampoco.
—¿Dónde ha sido la pelea?
—Nosotros no, fueron los chinos los que nos asaltaron por la cañe, probablemente para robarnos. Pero te juro que por lo menos he tumbado a veinte y Casimiro otros tantos.
—He cometido un error dejándoos salir solos. Debí suponer que cometeríais alguna barbaridad.
—Te repito que no hemos empezado nosotros, sino los chinos.
—Vosotros o los chinos, poco importa. Hablemos de la Cimitarra de Buda.
—¡Oh! —exclamó el americano—. ¿La habéis encontrado?
—No la he encontrado, pero sé dónde se encuentra.
—Dínoslo.
—Óyeme, James.
—Soy todo oídos.
—Esta mañana, en una tabernucha de los suburbios, hemos interrogado a tres hombres: un burgués, un soldado y un capitán de junco.
—¿Emborrachándolos?
—Naturalmente.
—¿Y qué han dicho?
—El burgués nos ha dicho que la Cimitarra de Buda había sido robada en 1790 por una banda de ladrones y después vendida al emperador de Birmania.
—¿Al emperador de Birmania?
—Sí, James.
—¿Y dónde la hizo ocultar?
—En Amarapura, la capital de su imperio. El soldado nos ha dicho, en cambio, que la había adquirido un príncipe pe-guano, el cual la hizo esconder en la gran pirámide de Choé-Madú.
—¡Diablos! Un poco más y llegaremos a la India.
—El barquero, en cambio, nos ha dicho que fue comprada por los bonzos de Yuen-Kiang, los cuales la escondieron en uno de sus templos.
—¿Y sabemos en cuál?
—Sí, e incluso lo hemos visitado ya. La cimitarra, según parece, está escondida en el vientre de un ídolo de plata dorada.
—¿Y habéis visto ese ídolo?
—Sí, James.
—¿Está habitado el templo?
—Por los bonzos.
—Los estrangularemos a todos. De eso me encargo yo.
—¿Para hacer que nos maten a los cuatro?
—Entonces, ¿cómo entraremos?
—Por el tejado; abriendo un agujero en él. Después nos deslizaremos en su interior con ayuda de cuerdas.
—¿Y los bonzos?
—Por la noche no vigilan.
—¿Cuándo daremos el golpe?
—Esta noche. Ya está todo preparado.
—Vas muy rápido, Jorge.
—Es necesario actuar de esta manera. Temo que se descubra algo acerca de nuestra llegada y de nuestros proyectos. Hemos comprado otros cuatro caballos que nos esperan en el patio, cargados con municiones y víveres para un largo viaje; también hemos comprado cuerdas, linternas, martillos y escoplos. No nos queda más que pagar la cuenta y marchar.
—¿Y si no se encontrase allí la cimitarra? —dijo el polaco.
—Continuaríamos el viaje hasta Amarapura.
—¿Y si tampoco la encontrásemos en Amarapura?… —preguntó el americano.
—Entonces iremos a la pirámide de Choé-Madú.
—Estoy dispuesto a seguirte, Jorge.
—Lo sé, James, y te lo agradezco. En marcha, amigos, y que Dios nos ayude.
Llamaron al posadero, pagaron con generosidad y bajaron al patio. Cuatro vigorosos caballos, cargados de víveres, municiones, armas, cuerdas y ropas, estaban preparados para partir. Los viajeros subieron a ellos y abandonaron la posada, internándose por una ancha calle que dividía en dos a la ciudad.
La noche era muy oscura, y el cielo estaba cubierto de grandes nubes. No se oía ningún ruido, exceptuando el lúgubre chasquido de las banderolas agitadas al viento y el sordo murmullo del río.
A medianoche, después de haber recorrido seis o siete callejuelas totalmente desiertas, los jinetes llegaron a una amplia plaza, en cuyo centro se encontraba un gigantesco templo, aislado, de forma rectangular, con toscas columnas, balaustradas y escalinatas, y adornada su cima con pequeños ídolos de porcelana amarilla, banderolas de hierro, serpientes de porcelana azul y agujas finísimas y muy altas.
—Ya hemos llegado —dijo el capitán, desmontando.
—¿Este es el templo? —preguntó el americano mirando a su alrededor, para asegurarse que no eran espiados.
—Sí, James.
—¿Quién subirá al tejado?
—Min-Sí, tú y yo. Y tú, Casimiro, lleva los caballos hasta aquel grupo de árboles y espéranos.
No había tiempo que perder. El polaco cogió los caballos por las riendas y se alejó. Rápidamente el pequeño chino/ ayudándose con las manos y los pies, se encaramó sobre el techo del templo. Una vez arriba, sujetó un cuerda que llevaba enrollada a su cuerpo a una aguja y lanzó el otro extremo a sus compañeros.
El americano y el capitán, en dos minutos subieron hasta el tejado. Febrilmente se pusieron a trabajar, abriéndose paso entre las tejas, que amontonaban a derecha e izquierda, con gran precaución.
—¡Alto! —dijo el chino después de algunos pasos.
—¿Qué has visto? —dijo el americano.
—Un pequeño agujero.
—Es el que deja pasar luz al interior del templo —dijo el capitán—. Cae justo encima de la cabeza del gran ídolo.
—¿Es cierto eso? —dijo James.
—Me he fijado esta mañana.
—¿Se puede pasar por él?
—No pasaría ni un gato —dijo el chino.
El capitán levantó todas las tejas de alrededor del agujero, y agachándose metió la mano en él para comprobar el espesor del techo.
—No es más de un pie lo que tendremos que taladrar —dijo—. No será mucho trabajo.
—¿Es muy resistente el techo? —preguntó Min-Sí.
—Muy poco. Lo siento crujir bajo mis pies.
—Déjeme a mí que ensanche el agujero. Usted es demasiado pesado.
—Tienes razón, Min-Sí. Retirémonos, James.
El chino se arrastró hasta el agujero, empuñó su bowie-knife y levantó lentamente la arcilla dejando al descubierto un entramado de bambú que con unos cortes deshizo, practicando un amplio orificio.
Retiró los escombros y miró el interior del templo.
—¿Ves algo? —le preguntó el capitán, arrastrándose junto a él.
—Una lámpara que arde ante el altar —respondió el chino.
—Y el ídolo, ¿lo ves?
—Sí, está debajo de nosotros.
—¿Ves algún bonzo?
—El templo está absolutamente vacío.
—Entonces, valor; descendamos.
Min-Sí, aseguró una cuerda alrededor de una gruesa columna de hierro que sostenía un dragón y lanzó el otro extremo hacia el interior del templo. Aguzó el oído, miró una vez más, y se dispuso a descender con el cuchillo entre los dientes. Jorge y el americano le imitaron en silencio.
El templo era bastante amplio, débilmente iluminado por una lámpara de talco, suspendida del techo. En el centro había una pirámide de ladrillos de cemento, en cuya cima se encontraba la estatua sedente de un ídolo de plata dorada.
Alrededor, dentro de nichos, se veían otros idolillos menores, algunos de porcelana amarilla, otros de metal y otros de madera, adornados con flores y hierbas.
—¿Dónde están los bonzos? —dijo el americano algo inquieto.
—Mire aquellas ocho o diez puertas —dijo el chino—. Conducen a sus habitaciones.
—¿Podría salir alguno ahora?
—Es probable.
—Sacad los cuchillos —dijo Jorge—, y silencio absoluto.
Escuchó en todas las puertas, y después ascendió la pirámide de ladrillos donde estaba el ídolo. Mientras subía, el corazón le latía con fuerza y gruesas gotas de sudor corrían por su frente.
En un momento dado se detuvo indeciso, sobresaltado, con el cuchillo preparado. Sus compañeros habían dado un rápido salto hacia atrás, ocultándose tras la pirámide. Un ligero rumor se oía en la otra punta del templo.
Se diría que una llave había girado en su cerradura.
Pasó un minuto, tan largo como un siglo.
Los tres aventureros miraban con ansiedad hacia las puertas, temiendo ver abrirse alguna y aparecer los bonzos.
—Nos hemos engañado —murmuró el pequeño chino, después de otro minuto de angustiosa espera—. ¡Valor, capitán!
—¡Valor, Jorge! —dijo el americano—. Al primero que aparezca lo agarro por el cuello.
El capitán no necesitaba que le animaran; tenía fuego en las venas. Ascendió la pirámide, se acercó al ídolo y le clavó el bowie-knife en el pecho. La hoja penetró en el metal con un ruido seco, deteniéndose ante un obstáculo. Una exclamación, a duras penas sofocada, surgió de la garganta del capitán.
—¿Qué hay? —preguntó el americano, con viva emoción—. Habla, Jorge, habla.
—¡Silencio! —ordenó el capitán, que por primera vez en su vida temblaba como una hoja—. Hay un obstáculo…
—¿La cimitarra, quizá?
—¡Silencio, James, silencio!
Jorge sacó el cuchillo que ya no podía penetrar más, y después de titubear unos instantes, rasgó el pecho del ídolo.
De repente, sus compañeros le vieron vacilar y retroceder pálido, con los cabellos erizados y los ojos extraviados.
—¡Gran Dios! —le oyeron exclamar con voz destrozada.
—¿La cimitarra?, ¿la cimitarra? —dijo el americano, intentando ascender hasta él.
El capitán hizo un gesto de desesperación.
—¡Jorge!… —murmuró el americano.
—¡Capitán!… —murmuró Min-Sí.
—¡James!… No hay nada…, ¡nada!… —dijo Jorge.
El americano emitió un auténtico rugido.
—¡Nada!… ¿No está la cimitarra?… —exclamó.
—¡No, James, no!
—¡Silencio! —dijo en aquel instante el chino—. ¡Baje, capitán, baje!
Se había abierto una puerta con un prolongado chirrido y en ella apareció un bonzo cubierto con una larga túnica amarilla y con una linterna en la mano. Jorge, el yankee Y el chino se apresuraron a esconderse detrás del altar.
El bonzo, después de escuchar atentamente y mirar a su alrededor, avanzó con paso silencioso hacia la pirámide. Colocó la linterna en el primer escalón, desciñóse el rosario que llevaba en la cintura y sentado en el suelo inició una plegaria.
Min-Sí le dirigió al capitán una seña decidida.
—Te comprendo —murmuró Jorge—. Sé prudente.
El chino se alejó de puntillas, dando la vuelta al altar para no ser visto.
El capitán y el americano, inmóviles como estatuas, con el corazón oprimido, seguían la audaz maniobra de su compañero, dispuestos a correr en su ayuda.
De repente el chino se lanzó sobre el bonzo, al que sujetó por la coleta; lo derribó y amordazó en un abrir y cerrar de ojos antes de que pudiera decir nada. El capitán y el americano, provistos de sólidas cuerdas en pocos instantes lo ataron fuertemente, impidiéndole hacer el menor movimiento.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó el americano.
—Lo sacaremos fuera y lo haremos cantar —respondió el capitán—. Nos dirá dónde está la Cimitarra de Buda.
—¿Y qué es lo que había en el interior del ídolo?
—Una barra de hierro en vez de la cimitarra. Apresurémonos, amigos, antes de que lleguen los otros bonzos.
Min-Sí, viendo que no sería fácil salir por el tejado con el prisionero, abrió la puerta del templo. El americano se cargó a las espaldas al pobre bonzo que estaba medio muerto del susto y lo trasladó hasta la orilla del Kou-Kiang, poniéndolo al pie de un árbol. Sus compañeros, cerrada la puerta, se apresuraron a alcanzarlo.
—Amigo mío —dijo Jorge al prisionero, quitándole la mordaza y colocándole el cañón de su pistola bajo las narices—, ante todo te advierto que haré funcionar esta arma si te obstinas en callar o si intentas engañarnos. Tú sabes que con una bala se va directamente a encontrarse con Buda.
El bonzo, aterrorizado, temblando, lanzó un gemido.
—¡Piedad! —balbució—. ¡Piedad! Soy un pobre hombre.
—No te tocaré ni un cabello, si me respondes a todo lo que te pregunte. Escúchame bien, y no pierdas ni una palabra. En 1790, desapareció del palacio del emperador Khieng-Lung la Cimitarra de Buda. ¿Quién la robó y dónde la ocultó? Piénsalo bien antes de contestarme, y no olvides que hay tenazas enrojecidas que arrancan la piel a tiras, cuchillos que dejan los huesos desnudos y braseros que asan las plantas de los pies.
—¡No sé nada! —balbució el pobre bonzo, al que ya no quedaba sangre en las venas.
El capitán hizo ademán de disparar la pistola.
—No me matéis —gimió el bonzo cayendo hacia atrás.
—Habla, pues. ¿Dónde está la Cimitarra de Buda?
—No lo sé…, en Yuen-Kiang no está.
—Escúchame, bonzo: nosotros hemos sido enviados aquí por el emperador, tu señor, para encontrar el arma de Buda. Engañándonos a nosotros, engañas al emperador. Habla, habla, te lo ordeno, y te lo ordena el emperador.
El bonzo golpeó el suelo con su cabeza dos o tres veces, pero sin decir palabra. Parecía estar a punto de morir de miedo.
—¡Bonzo! ¡bonzo! —repitió el capitán con acento amenazador—. Habla o te hago asar a fuego lento.
—¿No os he dicho que la cimitarra no se encuentra en Yuen-Kiang? —gimió el pobre diablo.
—Pero tú debes saber dónde se halla. Lo leo en tus ojos.
—Os lo diré, pero no me matéis.
—Te prometo que te dejaremos marchar libremente.
—Escúchame, pues.
El capitán, James y Min-Sí se acercaron al bonzo.
—En 1790 —empezó a decir, después de haber meditado unos instantes—, un ferviente creyente de Buda, el príncipe Yung-se, robó la cimitarra del Palacio de Verano de Pekín y la donó a nuestro templo. Durante catorce o quince años permaneció en nuestro poder, pero en 1804, el príncipe, totalmente arruinado, nos la arrebató para venderla. Primeramente fue a parar a Tonkín, después a Siam y finalmente a Birmania.
—¡Birmania! —exclamó el capitán.
—Sí, a Birmania.
—¿Y la vendió?…
—Al emperador por un precio fabuloso.
—Y ahora se encuentra…
—En Birmania.
—¿Dónde?… ¿En qué ciudad?
—No lo sé. Algunos dicen que está escondida en un templo de Amarapura, otros en cambio, aseguran que está en la pirámide de Choé-Madú.
—¿Es todo lo que sabes?
—Todo —respondió el bonzo.
—¿Y tú me aseguras que no está en Yuen-Kiang?
—Te lo aseguro, no está.
—Júralo por tu Buda.
—Lo juro —contestó el bonzo sin titubear.
El capitán volvió a amordazarlo, lo ató al árbol, y se incorporó. Su mano se tendió hacia occidente, en dirección a Birmania.
—Amigos —les dijo con voz vibrante—, hacia Amarapura, y que Dios nos ayude.