V

LAS LOCURAS DE DOS FUMADORES DE OPIO

A mediodía del día siguiente, después que el capitán y el chino hubieran salido a la búsqueda de noticias, el americano y el polaco, disfrazados de ricos burgueses y armados con sus bowie-knife, abandonaban la posada con la idea de llevar a cabo algo grande. Los dos valientes querían tener en sus manos la Cimitarra de Buda antes de la noche.

Apenas en la calle, a pesar de los prudentes consejos del capitán y del chino, encendieron sus pipas, atusaron sus bigotes, se echaron el sombrero sobre las orejas y empezaron a abrirse paso, el americano distribuyendo puntapiés y pescozones y el polaco metiendo los dedos en los ojos de los chinos que se rebelaban contra aquel brusco tratamiento.

Así, aterrando a algún campesino, tirando de la coleta a cualquier burgués, o enviando por los aires a un porteador o cegando a un barquero, llegaron hasta el muelle.

—¿Adonde vamos, sir James? —preguntó el polaco tirando el sombrero de un pobre diablo con el que había tropezado.

—A una taberna, a beber, muchacho —dijo el americano—. Es necesario emborrachar a media docena de estos granujas, si queremos saber alguna cosa.

—Pero ¿hablarán? Me parece que ninguno tiene ganas de hablar de la Cimitarra de Buda.

—Ya verás, muchacho, cómo les haremos cantar más fuerte que los gallos.

—¿Acaso ha comprado alguna bebida milagrosa?

—No es necesario, querido. Si encontramos un hombre que sepa algo y que no quiera hablar, lo agarramos y lo asamos a fuego lento. Con semejante tratamiento todas las lenguas se desatan.

—¡Mil bombas! Sus medios no son muy distintos de los que utilizan los pieles rojas.

—Si no lo hacemos así, no conseguiremos nada. Vamos, busquemos una taberna.

—Ahí hay una que nos irá bien. A decir verdad me parece un poco oscura y…

—Mejor, muchacho —le interrumpió el americano—. Así podremos retorcer cualquier cuello y arrancar alguna coleta sin que nos vean. Los dos valientes entraron en la taberna, que a juzgar por su aspecto, debía ser la peor de la ciudad. Era muy amplia, de techo bajo y apenas iluminada por ocho o diez linternas de talco, gran cantidad de mesas de bambú cojas y empapadas de licor y grasa, alrededor de las cuales se encontraban vociferando, porteadores, barqueros, ladrones, bandidos, rateros y soldados ingiriendo enormes vasos de fuertes bebidas. A su alrededor se veían vasos rotos, linternas destrozadas, pipas echas pedazos, banquetas desmontadas, montones de huesos, borrachos tendidos bajo las mesas y esterillas de bambú sobre las cuales roncaban fragorosamente y se agitaban en medio de violentas convulsiones hileras de fumadores de opio.

El americano y el polaco, sofocados por el humo de las pipas y por las emanaciones de los licores, ensordecidos por el vocerío, los cánticos y el ruido de todos aquellos bebedores, en orgía desde hacía dos o tres semanas, se pusieron a dar vueltas buscando un sitio para sentarse.

—¡Demonios! —exclamó el americano—. ¡Esto es un infierno! Vigila a los borrachos, Casimiro, y cuídate de tropezar con cualquier adormecido, si no quieres ganarte una cuchillada. Aquí estamos rodeados de bribones.

—Le confieso, sir James, que en las tabernas de Cantón no he visto jamás una escena semejante. ¡Fíjese allí qué cantidad de fumadores de opio!

—¿Y aquellos comedores de opio apoyados a la pared con la cabeza entre las rodillas que parecen moribundos?

—Pero ¿es que el opio se come?

—El capitán me dijo que en el Asia central son muchos los comedores de opio, y el que se habitúa difícilmente abandona tal vicio. El desgraciado continúa hasta que el veneno acaba con él.

El polaco se acercó a aquellos hombres que parecían mongoles, apretados los unos a los otros, temblando, que respiraban con gran fatiga. Sus ojos habían perdido el brillo normal, los labios colgaban inertes mostrando los dientes, su rostro era pálido, desfigurado. De cuando en cuando un fuerte temblor sacudía los miembros de aquellos miserables, seguido de sobresaltos nerviosos en la cara y de un ronco sonido que salía de la cavidad de su pecho. Casimiro retrocedió horrorizado.

—Causan horror —dijo.

—Son verdaderamente asquerosos —dijo el americano.

Dieron una vuelta por la taberna y se detuvieron ante las mesas de juego, donde porteadores, barqueros y ladrones perdían su dinero, sus cabañas e incluso sus vestidos, y entraron en una segunda habitación mucho más pequeña.

Se sentaron a una mesa coja frente a un chino, el cual, tendido en una silla de bambú, pálido como un cadáver, con la mirada perdida, presa de una aparente calma y una especie de sonambulismo, fumaba una pipa cargada de opio.

—Con ese fumador no creo que haya nada que hacer —dijo el americano.

—Allá tenemos jugadores, sir James —dijo el polaco—. Ofrezcámosles bebida, y cuando estén borrachos les haremos hablar.

—Tienes razón, muchacho. ¡Eh!, tabernero del demonio ¡Eh!, chino, muchacho, patrón, ¡trae whisky!

A la ruidosa llamada del americano, se acercó un mozo.

—¿Tienes un barril de whisky? —dijo el americano, enseñándole un puñado de oro.

—¿Whisky? —exclamó el chino haciendo una mueca—. ¿Qué es eso?

—¡Qué asno! Al menos tendrás gin, o brandy, o rum, o… qué sé yo, licores.

—No sé qué licores sean esos. Si queréis sham-shu de excelente calidad…

—Trae tu sham-shu, pero suficiente para emborrachar a diez hombres.

El mozo, al ver que los dos bebedores tenían mucho oro les trajo un enorme perol de más de quince litros.

—¡Mil rayos! —exclamó el polaco, impresionado por tal abundancia—. ¿Quiere beberse todo esto, sir James?

—Lo beberemos, muchacho —respondió el americano—. ¡Ánimo!, a beber.

Hundieron las tazas en el enorme perol y se pusieron a beber el infernal licor, como si se tratara de simple cerveza.

Al cabo de media hora el contenido del perol había disminuido en un tercio y los dos bebedores se balanceaban peligrosamente sobre las inseguras sillas. El americano, que veía doble, ofreció de beber a algunos chinos que estaban sentados en una mesa cercana, con la esperanza de emborracharles y hacerles hablar. Veinte veces después de haber hablado de política, historia y geografía a su modo, sacó el tema de la Cimitarra de Buda, pero sin resultado. Todos aquellos hombres desconocían su existencia.

—¡Uf! —exclamó el americano, que ya no tenía voz y sudaba como si estuviese en un horno—. Aquí no hacemos nada. Estos buenos hombres beben, pero no quieren hablar. Dime, Casimiro, ¿tienes la cabeza un poco desequilibrada?

—Un poquito, sir James.

—Yo también muchacho. ¿Crees que hayan mezclado algún narcótico en el licor?

—No, debe ser el humo del opio.

—Probemos de movernos.

—¿Y adonde vamos?

—A jugar un puñado de taels a aquella mesa. ¿No te parece que allá están jugando?

—Sí, sí, juguemos, sir James. Ganaremos, estoy convencido.

Los dos amigos, no muy firmes sobre sus piernas, se acercaron a la mesa donde un barquero y un porteador estaban ocupados en despojarse de lo poco que poseían. A su alrededor había siete u ocho tipos malcarados, sin duda compañeros de los jugadores.

—¡Oh, oh! —exclamó James, viendo al barquero sacarse la casaca y lanzarla sobre la mesa—. Ese pobre diablo ha perdido su último sapek y ahora se juega sus vestidos.

—Y después apostará su barca, si la tiene, después su casa —dijo Casimiro.

—La partida será interesante. Acerquémonos un poco a ver.

El barquero, después de dudar un poco, agitó los dos dados, y el porteador hizo lo mismo.

—Partida perdida —dijo James.

El barquero lo miró de reojo, y arrojó sobre la mesa sus zapatos, que también perdió.

El americano, que se divertía enormemente, estaba por lanzar un puñado de sapek a aquel infortunado, cuando éste sacó su cuchillo dejándolo sobre la mesa.

Sus compañeros intercambiaron algunas palabras en voz baja, y después el porteador tiró los dados. El barquero hizo lo mismo. Un rugido salvaje salió de sus labios; había perdido otra vez.

De improviso tomó el cuchillo y con terrible sangre fría se cortó el dedo meñique de la mano derecha que había jugado contra un tael (semejantes atrocidades son comunes entre los jugadores chinos). Todavía no había soltado el cuchillo, cuando un vigoroso puñetazo lo derribó con las piernas en alto.

—¡Miserable! —tronó el americano que no se pudo contener.

—¡Eh! —gritó uno de los jugadores, acercándosele—. ¿Qué quieres tú?

El americano por toda respuesta, sacó su bowie-knife. Los jugadores asustados corrieron precipitadamente hacia la puerta seguidos por el mutilado.

—¡Qué bergantes! —exclamó el yankee—. Me disgusta no haberles roto la cabeza a todos esos ladrones.

—Yo he visto a un chino cortarse los cinco dedos, sir James —dijo el polaco—. Los chinos son jugadores más desenfrenados que los mexicanos y que los peruanos.

—Tienes razón, Casimiro. Vamos, bebamos, que tengo sed.

Volvieron hasta el perol que ya estaba medio vacío y empezaron a beber con furia hasta emborracharse completamente.

El americano, que no sabia lo que hacía después de haber bebido más de veinte tazas, de mandar traer más licor, invitar a beber a varios borrachines, machacado algún ojo y roto alguna cabeza, después, en fin, de haber cantado en todos los idiomas, inglés, chino, italiano, francés, detuvo a uno de los mozos, gritándole:

—¡Eh, tunante!, tráeme una pipa. Hoy es un día de juerga y quiero fumar opio.

—¿Qué hace? —preguntó el polaco, que conservaba todavía un poco de lucidez. Se embriagará, sir James.

—¿Quién se embriagará? —tronó el americano—. Mil pipas de opio no son capaces de emborrachar a un hombre de nuestra talla. ¡Eh, mozo, dos pipas!

—El capitán nos ha prohibido fumar.

—Fumaremos poco, dos o tres bocanadas, lo suficiente para ascender al paraíso de Buda iluminado por cien mil linternas, ¡opio, opio!

El mozo se apresuró a acudir llevando dos pipas de concha con caña de bambú y dos pelotillas de opio, gruesas como dos garbanzos, ensartadas por un pincho. Los dos borrachos, olvidando a sus compañeros que quizá los estuvieran esperando con impaciencia, se tendieron en las esterillas de bambú y encendieron la pipa.

La primera impresión que notaron, al aspirar el humo del venenoso narcótico, fue de una gran calma, una sensación de bienestar, un alivio en la cabeza, una ligereza tal que parecían flotar en el aire; después una hilaridad insólita y una mayor actividad y energía de los sentidos. Arrebatados por estas sensaciones, continuaron fumando hasta que sus párpados se hicieron pesados. Sus rostros no tardaron en empalidecer, los ojos se rodearon de un círculo azulado, sus movimientos empezaron a ser convulsivos, las pulsaciones se aceleraron sensiblemente, los labios temblaron, y por fin, sintieron que sus fuerzas les abandonaban. En medio de una especie de sonambulismo, dejaron caer, sin darse cuenta, las pipas, se estiraron sobre las esterillas y se adentraron en el mundo de los sueños.

Visiones espantosas unas, extrañas otras, pasaban y volvían a pasar ante sus ojos, impresionando vivamente su fantasía, consumiendo sus fuerzas y su sensibilidad.

Unas veces eran monstruos de proporciones gigantescas, cubiertos de armas y de flores y manchados de sangre y leche, que se aproximaban danzando desordenadamente; otras eran enanos deformes, con los miembros truncados, los ojos despidiendo fuego, que asomaban de entre enormes cubetas de sham-shu o botellas de whisky; divinidades chinas del templo de Fo que se contorneaban de mil maneras, negros individuos, cubiertos de largos cabellos y largas coletas que devoraban a los niños; procesiones de condenados con los pechos abiertos, los miembros rotos, descabezados.

Poco a poco, aquellas visiones terribles dejaron paso a otras de banquetes, de alegres fiestas, donde hadas fantásticas con vestidos chinos tendían sus brazos como invitándoles a la fiesta.

El americano acabó su sueño precipitado en un mar de whisky y el polaco dentro de una taza de té hirviendo.

Eran las siete de la tarde, cuando James se despertó, sorprendido de no estar ahogado en el mar de whisky. Se sentía debilísimo y todavía medio borracho. Sacudió al polaco que roncaba con fuerza y lo despertó.

—Vamos, muchacho balbució. Una última taza… de sham-shu y nos marchamos… de este infierno. No comprendo nada…, nada.

Dejaron sobre la mesa algunos taels, vaciaron otra taza de licor, se cogieron del brazo y salieron, uno cantando en inglés el yankee-dodle, el otro, en eslavo, el himno sagrado de Dombrowski con una musicalidad muy apropiada para asustar a la gente.

Durante un buen trecho anduvieron tropezando con todo el mundo que se encontraban, repartiendo puñetazos y patadas a diestro y siniestro, después se detuvieron en el muelle, cerca de un grupo de personas, que rodeaban a un tao-sse, especie de adivino, que hacía levantar a un pajarillo unos papelitos escritos.

—Muchacho —dijo el americano—, ¿y si interrogásemos a ese hombre para… para saber dónde se encuentra la cimitarra? ¡Qué magnífica idea!

—Bien pensado, sir James. ¡Hurra por…, por la Cimitarra de Buda!

Sosteniéndose el uno al otro, se abrieron paso, acercándose a la mesa.

El americano, de un puñetazo aplastó al pobre pajarillo y poniéndolo bajo la nariz del adivino, se puso a gritarle:

—Buen hombre…, te regalo…, ¿comprendes?, te regalo un puñado de oro… pero cuida…, hocico amarillo…, cuida de no engañarme… o te ensarto en un asador o te aplasto… como he aplastado a tu pajarillo.

Lanzó sobre la mesa un tael, que el adivino a pesar de su espanto se apresuró a recoger, y continuó tambaleándose a derecha e izquierda:

—Dime, buen hombre de hocico torcido…, dime si sabes dónde…, dónde han escondido todos estos canallas la Cimitarra de… de Buda. Tú lo sabes, seguro; tú, pero… ¿Qué pasa que la tierra no está firme?

—Estás borracho —dijo el adivino.

—¡Yo borracho! —gritó el yankee, hundiendo la mesa de un puñetazo—. ¡Yo borracho! ¡Mírame, puerco!

El yankee se quitó el sombrero, mostrando su cabeza cubierta de cabellos y lanzó al suelo los anteojos ahumados, mostrando sus ojos perfectamente horizontales. El adivino y todas las personas que estaban allí lanzaron un grito de estupor.

—¡Tú no eres chino! —exclamó el tao-sse, retrocediendo.

El americano se puso a reír estrepitosamente. El polaco, que no estaba tan borracho, lo tomó por una mano, tratando de sacarlo de allí, pero sin conseguirlo.

—¿Qué te importa que no sea chino? —gritó James—. Yo soy James…, James Korsan, ciudadano libre de América…, y tú…, tú eres un bribón. ¡Ja, ja, ja! ¡Que feo eres! ¡Ja, ja, ja!…

—¡Muerte al americano! ¡Muerte, muerte! —gritaba el adivino.

James, aunque ebrio, comprendió que corría un gran peligro. Su puño chocó furiosamente con la nariz del adivino que cayó al suelo ensangrentado. Un grito de rabia retumbó entre la muchedumbre.

—¡Muerte a los extranjeros! ¡Matad a esos perros!

El americano y el polaco, algo asustados por el mal cariz que tomaban las cosas, intentaron escapar antes de que toda la población acudiera a cercarlos, pero cuarenta o cincuenta brazos los detuvieron.

—¡Paso, muchachos! —gritó James—. Soy…, soy un chino como vosotros. ¡Qué diablos!… ¡Sed buenos, muchachos!

Su voz quedó ahogada entre los gritos de la furiosa muchedumbre.

—¡Al río los extranjeros! ¡A la kangue los ladrones! ¡Muerte! ¡Matadlos, matadlos! —gritaban por todas partes.

James intentó rechazar a los más próximos, pero recibió a cambio seis o siete puñetazos. El polaco, con cuatro puntapiés se abrió paso.

Los descargadores y los barqueros, excitados por los gritos estridentes del adivino que perdía sangre a borbotones por su nariz aplastada, se lanzaron impetuosamente adelante, alzando los puños.

El polaco y el americano, armados con las patas de la mesa, cargaron contra la turba, dando palos de ciego, destrozando sombreros, rompiendo cabezas, hundiendo costillas.

Bastaron cinco minutos para poner en fuga a todos aquellos chinos.

—¡Larguémonos! —dijo el polaco.

—¡Sigamos! —rugió el americano—. ¡Nos apoderaremos de la ciudad!

—¿Y el capitán?

—¡Al diablo el capitán!

—Pero vendrán soldados y dispararán contra nosotros. Vayámonos rápido, sir James.

Por el extremo de la calle apareció una patrulla de soldados. El americano, viendo los fusiles, emprendió la fuga, seguido de su digno compañero.

Cinco minutos después, jadeantes, empuñando aún sus palos, entraban en la posada.