IV

YUEN-KIANG

Yuen-Kiang, es una de las mejores ciudadelas de la provincia de Yun-Nan. No es grande, ni muy populosa, ni fortificada; tampoco posee soberbios monumentos; pero tiene hermosas calles, anchas y rectas, sombreadas por tamarindos y mangostanes, numerosos jardines, bellas casitas pintadas con hermosos colores y dos o tres templos budistas.

Su población alcanza una cifra respetable, pero a pesar de estar situada la ciudad en el corazón de China, no todos sus habitantes son chinos. Allí se encuentran muchos birmanos, camboyanos y no pocos tonkineses y siameses.

El comercio es muy activo. Llegan numerosas caravanas procedentes de Kuang-Si, Tonkín, Laos y Siam, cargadas de ricos productos, y otras parten de allí en dirección contraria. Además remontan el río muchísimas barcas y algunas descienden desde las provincias septentrionales.

No es para decir cuál fue la emoción de los cuatro aventureros al contemplar aquella ciudad que, según los chinos, guardaba en uno de sus templos la famosa Cimitarra de Buda. El capitán, James, el polaco y también el pequeño chino, estaban profundamente conmovidos.

—¡Diablos! —exclamó el americano—. Siento que el corazón me late con una extraña ansiedad. Espero y temo. Maldita cimitarra. ¡Conmover el corazón de un yankee! ¡Es increíble!

—Y si te dijese que también el mío late con fuerza, ¿qué dirías? —dijo el capitán.

—Entonces diré que esa dichosa arma nos ha conmovido a los dos.

—A los tres —dijo Casimiro.

—A los cuatro —dijo el pequeño chino.

—¡Una conmoción general, pues! ¡Si al menos encontrásemos aquí la cimitarra!

—La encontraremos, James —dijo el capitán.

—Pero ¿y si no estuviera aquí? —insistió el americano.

—Iremos a Birmania.

—¿Y si tampoco estuviera allí?

—Iremos hasta donde sea, con tal de encontrarla.

—A esto se le llama hablar claro. Hasta donde nos conduzcas, te seguiremos; aunque sea al infierno. Ya me encargo yo de coger por la nariz a maese Belcebú.

—Se quemaría los dedos —dijo Casimiro, riendo.

—Poco importa, muchacho. Daría dos dedos, con tal de conseguir la cimitarra de aquel cretino de Buda.

Conversando de esta manera, los aventureros llegaron hasta una gran casa. El capitán, no queriendo que los viesen de aquella manera, sucios, destrozados, sin coleta y con el rostro blanco, condujo a sus camaradas a través de una plantación de bambú para pasar la noche y poder lavarse y arreglarse un poco.

Comieron allí en medio, sin encender fuego para no llamar la atención de los campesinos; montaron la tienda y se cobijaron en ella esperando pacientemente la llegada del nuevo día.

Durante toda la noche oyeron gritos de hombres y relinchos de caballos. Eran las caravanas que se dirigían hacia Yuen-Kiang, procedentes de la vecina provincia de Laos, de Tonkín e incluso de Siam, cargadas de sedas, azúcar, y preciosos barnices.

A los primeros albores, el capitán, el americano, el polaco y el chino estaban en pie. Se arreglaron bien los vestidos, se fijaron sobre la nuca la larga coleta, se afeitaron y se tiñeron el rostro con agua amarillenta obtenida con el jugo de una raíz; se cubrieron los ojos con unos anteojos ahumados y saltando sobre sus caballos, se pusieron en marcha precedidos por el pequeño artillero.

Yuen-Kiang centelleaba bajo los primeros rayos de sol, a una milla de distancia. A su alrededor, sobre las colinas, se descubrían bellos palacios con agudos tejados coronados por solitarios mástiles, banderolas y oriflamas y también se veía algún viejo fortín en mal estado. El camino era largo, sombreado por una doble fila de tek y flanqueado de bellas cabañas. Numerosas caravanas lo recorrían, formadas por una gran cantidad de caballos cargados y escoltados por compañías de soldados de fortuna armados con lanzas, catane japoneses, espadones medievales, arcabuces de pedernal o mecha. Todos saludaban a los viajeros con un cortés isin y un gracioso movimiento de manos. El americano se engallaba.

—¡Diantres! —dijo—. ¿Acaso nos creen príncipes?

—En efecto —respondió Min-Sí—. Lleváis sobre el pecho un dragón con cuatro garras que puede pasar por ser un distintivo principesco.

—¿Te burlas?

—Hablo en serio.

—¿Y dices que me creen un príncipe? Entonces en Yuen-Kiang despertaré gran entusiasmo. ¡Un príncipe en Yuen-Kiang! Si las cosas van bien…

—¿Qué harás? —dijo el capitán.

—Provocaré una revuelta popular y me haré nombrar príncipe o rey de Yuen-Kiang.

—No cometas semejante locura, James. Serían capaces de masacrarte a golpes de bambú o de descuartizarte en diez mil pedazos en el pozo de los traidores.

—¡Brrr! Me haces temblar.

—Silencio —dijo el chino—. Ya estamos en Yuen-Kiang.

En efecto estaban a pocos centenares de pasos de las puertas de la ciudad, que estaban defendidas por viejas torres semiderruidas y vigiladas por algunos soldados armados con largos sables, viejos arcabuces y gruesas lanzas.

Los viajeros se calaron los sombreros hasta los ojos, torcieron hacia abajo sus bigotes y espoleando sus cabalgaduras entraron en la ciudad con el puño en el costado.

Ninguno de aquellos soldados intentó detener al grupo; antes bien, más de uno creyendo realmente estar frente a un príncipe decorado con el dragón de cuatro garras, saludó, lo cual llenó de no poco orgullo al yankee.

—¡Cáspita! —exclamó haciendo caracolear su cabalgadura—. Si empezamos así haremos mucho ruido en la ciudad.

—Silencio, charlatán —dijo el capitán—. Cuida de no aplastar a la gente.

La advertencia no era gratuita, ya que el camino que recorrían, muy hermoso, amplio, sombreado por tamarindos y flanqueado por casitas, estaba lleno de gente muy atareada.

Chinos, birmanos, camboyanos, siameses e incluso indios, iban y venían hablando o discutiendo.

—¡Paso! ¡Paso! —tronó el americano.

—¡Apartaos de ahí, gandules! —gritó el polaco.

—Fustígalos, muchacho, fustígalos.

El joven no se hizo repetir la orden y descargó su fusta contra la gente a diestro y siniestro, sin mirar si golpeaba en la espalda o en la cara. A golpe de gritos y de fusta, después de diez minutos entraron en el patio de un albergue, uno de los más bellos de la ciudad.

Confiaron los caballos a los mozos de cuadra que se apresuraron a acudir y llamando al patrón se hicieron conducir al mejor aposento, compuesto por cuatro espaciosas habitaciones amuebladas con cierto lujo. Dieron cuenta de una opípara comida compuesta de cabeza de jabalí en salsa picante, trompa de elefante al horno, ratas fritas con manteca, pemiles, huevos y gran cantidad de licor. Al final el capitán tomó la palabra.

—Amigos míos —dijo—, ante todo os recomiendo, ya que hemos llegado al corazón de la ciudad, la máxima prudencia y discreción. Una palabra de más que se nos escape será suficiente para echar por tierra todos nuestros esfuerzos y sacrificios e incluso puede costamos la vida.

—Seré más mudo que un pez —dijo James—. Pero ¿cómo lograremos averiguar dónde se halla la cimitarra?

—La cosa no es tan difícil como parece. Con licor se desatan muchas lenguas.

—¿Se trata, pues, de embriagar a algunas personas?

—Precisamente, James. Nos meteremos en las tabernas y emborracharemos a porteadores, soldados, barqueros, comerciantes, en fin, a cualquiera que pueda proporcionarnos información, y después les haremos hablar.

—¡Buen plan! —exclamó el yankee haciendo una mueca—. ¿Quieres que me convierta en un alcahuete?

—La Cimitarra de Buda así lo exige.

—¡Maldita cimitarra! En fin, qué remedio. Y tú, ¿cómo te vestirás?

—De cualquier manera. Si queréis me vestiré de mendigo.

—¡Hermosa cuadrilla! ¡Si nos viesen nuestros amigos de Cantón!

—Afortunadamente no nos verán, James.

El pequeño chino se encargó de adquirir los vestidos necesarios, y fue tan hábil que al cabo de media hora entraba cargado de vestidos chinos, birmanos y tonkineses, ricos unos, andrajosos los otros, comprados todos a un ropavejero.

El americano, que pasaba revista a todos los vestidos, encontró una túnica de bonzo.

—¿Y si me la pusiera? —exclamó.

—¿Para qué? —dijo el capitán.

—Para entrar en las boncerías a pedir noticias. ¡Ah!, ¡qué magnífica idea!

—Tan magnífica que no permitiré que te pongas ese vestido. ¿Quieres que te apaleen o te condenen a la kangue?

—¡Eh! ¿Qué es este vestido tan largo de seda negra?

—Un vestido de letrado —respondió Min-Sí.

—¿Y si me convirtiese en letrado?

—Nadie te lo impide —dijo el capitán—. Siempre que no te dé por ponerte a predicar en medio de la calle.

—Seré prudente, Jorge. Te lo prometo.

En breves instantes se arreglaron sus nuevos trajes. El capitán, vestido de rico burgués, el chino de birmano, el polaco de labriego de la frontera meridional y el americano de letrado de tercera clase, salieron a la plaza que estaba llena de gente.

El americano se abrió paso rápidamente repartiendo a diestro y siniestro golpes y puntapiés.

—¡Sea más cortés, sir James! —dijo el polaco que reventaba de risa—. Si se abre paso a golpes se hará odiar por el populacho.

—¡Bah! —dijo el americano—. Un letrado como yo debe tener el paso libre. Tanto peor para los perezosos. Paso, paso, u os cojo por la coleta.

El feroz letrado iba ya a agarrar a un chino por la nariz, cuando llamó su atención un grupo de siete u ocho mujeres chinas de la aristocracia.

Aquellas damas se aproximaban con un gesto todo lo contrario a gracioso, debido a la extrema pequeñez de sus pies, cruelmente aprisionados en los niu-hiai o escarpines invisibles; vestían con bastante elegancia y eran muy bonitas, al menos eso le pareció al letrado.

Eran de estatura mediana y más bien delgadas; pequeñas, bien proporcionadas, un poco oblicuos y dulces los ojos; la boca diminuta con los labios muy rojos; largo y negro como el ala de un cuervo el cabello, adornado con una cabeza de palomo dorado o una cabeza de dragón. Su vestido se componía de una casaca de seda azul, un par de anchos calzones y una túnica ricamente recamada que llevaban recogida en uno de los costados, con la mano.

—¡Por Baco! —exclamó el polaco, poniéndole ojos dulces a una de ellas aunque sin éxito—. Son verdaderamente hermosas. Y si no se bambolearan como un lobo de mar, lo serían doblemente.

—Ese balanceo, ¿depende de la pequeñez de los pies? —dijo James, que acariciaba sus bigotes para dejarse admirar mejor.

—Tú lo has dicho —respondió el capitán.

—¿Son muy pequeños? —preguntó Casimiro.

—Tanto como la mano de una mujer europea, o quizás algo menos.

—Y ¿cómo lo consiguen?

—Con ligaduras. Apenas nace una niña, la madre le aprisiona los pies muy estrechamente, a fin de impedir casi to, talmente su desarrollo.

—Pero eso debe causarles mucho dolor.

—Al principio sí. No creáis, de todas maneras, que todas las mujeres chinas tienen los pies así de pequeños. Las campesinas, las barqueras, y muchas mujeres de la burguesía, los dejan crecer libremente.

—Dígame, capitán, ¿no le parece que van pintadas esas mujeres? —dijo Casimiro.

—¡Y de qué manera! Las chinas, en cuestión de pintarse, dan ciento y raya a las mujeres de Europa y América. Por ejemplo, en tiempos de la dinastía Ming, sólo la corte gastaba cada año diez millones de pesetas en coloretes para el tocado de las damas.

—¡Rayos! Aquellas princesas debían pintarse cincuenta veces al día.

Sin darse cuenta, en medio de la conversación, habían llegado hasta el muelle del Kou-Kiang. El americano señaló a Jorge una taberna de sucio aspecto, ante la cual se alzaba un tosco altar sobre el que había una fea estatua que quería representar a la diosa del placer.

—Entremos ahí —dijo James—. Recogeremos noticias.

—Sí, entremos —respondió el capitán—. Pero tengamos prudencia y cuida tus exclamaciones americanas. Aquí se habla chino.

Se ajustaron los anteojos, se calaron los sombreros y entraron en la taberna, llamada pomposamente «jardín de té», por seis o siete arbustos que languidecían en el interior de enormes vasijas de porcelana.

Se abrieron paso entre la gente que llenaba la negra pero amplia sala, y se sentaron alrededor de una mesa, pidiendo té y sham-shu.

—James —dijo el capitán, mostrándole un pequeño chino que apuraba un vaso de licor en la extremidad de la mesa—, ese es un burgués que tiene todo el aire de ser ignorante como un barquero. Acércate a él y entabla conversación. Nosotros intentaremos introducir en la conversación el tema de la Cimitarra de Buda.

El americano no deseaba nada mejor y sin más preámbulos se acercó y empezó a hablarle al chino, el cual, satisfecho de ser interrogado por un letrado, se aprestó a responder.

El yankee, para demostrar sus conocimientos, se puso a hablar de comercio, agricultura, marina, política, astronomía, matemáticas, historia, confundiendo un emperador con otro y disparatando de tal manera que hacía reventar de risa al polaco e irritar al capitán.

El pobre chino, aturdido por aquel torrente de palabras, había olvidado su vaso y escuchaba con la boca abierta y los ojos asombrados, preguntándose si acaso tenía ante él al letrado más ilustre del imperio. No osaba interrumpir, y el americano, animado por aquel silencio, continuaba con la velocidad de un steamer lanzado a todo vapor, soltando despropósitos, enredándose, utilizando un poco el chino, otro poco el inglés, para explicar toda aquélla serie de cosas. Un vigoroso codazo del capitán le advirtió de que ya era hora de que hablase de la Cimitarra de Buda. Como en aquel momento estuviese hablando de política, cambió inmediatamente al tema de la religión, y después de una perorata de un cuarto de hora, pronunció el gran nombre de Buda.

—Como le decía —continuó hablando con la misma rapidez—, Buda era un gran hombre nacido en la India cuando China todavía no se había constituido en imperio. En su tiempo fue un gran guerrero y dejó dentro de una gruta su cimitarra, que se encontró hacia 1790 por un príncipe chino, el cual la regaló al emperador Khieng-Lung. ¿No ha oído hablar de esta cimitarra?

—Sí, he oído hablar de ella —respondió el chino.

—Bien, sin duda sabrá que esta famosa cimitarra poco tiempo después fue robada y traída aquí, a Yuen-Kiang, para ser ocultada. ¿Es cierto? Usted debe saber algo de ello.

—¿En Yuen-Kiang?… Mi ilustre letrado, usted bromea.

—¡Bribón! ¿Crees que un letrado es capaz de bromear? ¡Vamos!, habla, explícate. Yo no me iré de Yen-Kiang, sin haber visto la milagrosa cimitarra.

—Pero si yo no sé nada —insistió el chino, que ya había bebido en abundancia—. Usted, ilustre letrado, que sabe tantas cosas, debe saber mejor que yo dónde se encuentra.

—¡Al diablo el ilustre letrado! —exclamó James, que empezaba a perder la paciencia—, dilo tú, sucio hocico amarillo, ¡te lo ordeno!

—Pero ¿qué letrado es usted?

—Un letrado que te romperá las costillas, si te obstinas en callar.

El chino palideció e intentó salir, pero el americano lo había asido por el cuello y empezó a apretarlo. Jorge se lanzó hasta él, rechazándolo.

—¿Estás loco? ¿No ves que te mira todo el mundo? —dijo—. ¿Qué te parece? Un letrado que estrangula a un honesto burgués.

—¿No ves que se obstina en no decir nada?

—¿Qué importa? Ya buscaremos otro.

—Si empezamos así, no sabremos nunca nada.

—Paciencia, James, no es necesario precipitarse.

Aquel día no averiguaron nada, a pesar de interrogar a

otros dos bebedores después de emborracharlos. ¡Cosa extraña! Todos decían no saber dónde estaba oculta la Cimitarra de Buda.

Los viajeros, un poco desanimados, abandonaron la taberna deambulando por la ciudad, visitando algún templo, sorbiendo algunas tazas de té, comprando mantas, una tienda y algunos otros objetos. El capitán cambió también un cierto número de diamantes por oro.

La noche la pasaron en el muelle admirando los fuegos artificiales y especialmente los pao-chu o bambú crepitante, que imita el crepitar de la leña verde, rumor muy grato a los oídos chinos, que incluso lo cantaron en el romance Kung-lo-mêng (sueños del cuarto rojo). A las diez, después del gong, volvieron a la posada.