III

EL PASO DEL KOU-KIANG

El rinoceronte, herido en un ojo por la infalible carabina del capitán, no daba señales de vida. Yacía tumbado sobre el costado derecho, con el cuerpo hundido en el fango, las gruesas y pesadas patas al aire y la boca abierta.

Aquel gran animal, feo entre los feos, el más peligroso de todos, recubierto de una piel durísima a prueba de lanzas y de balas, medía cuatro metros y medio. Podía decirse que era uno de los más grandes de su raza.

—¡Qué masa de carne! —exclamó el americano, que giraba alrededor del cadáver—. ¡Mira, Casimiro, qué pezuñas! Si te llega a colocar una encima te hace tortilla.

—Pero seremos nosotros los que hagamos una fritada con él —dijo el polaco.

—¡Una fritada! Jamás, muchacho mío, lo meteremos entero en el asador.

—¿Y dónde encontraremos el asador? —dijo el capitán—. Sería preciso una barra de hierro tan grande como el palo mayor de un bergantín.

—No importa: haremos filetes —dijo el americano.

—¿Con esta carne? Es más correosa que la de un tapir. Los mismos chinos la desdeñan.

—¡Los chinos! —exclamó el americano—. ¿Acaso matan ellos semejantes monstruos?

—Sí, y mejor que nosotros.

—Pero si este animal está acorazado como un barco de guerra.

—Lo cazan con fusil.

—¿De qué modo? ¿Acaso no he visto yo cómo rebotaba la bala de mi pistola sobre su piel?

—Aguardan a que el rinoceronte se duerma; entonces se acercan y le disparan en el vientre, que no tiene protección. La herida es siempre mortal.

—Si lo hubiese sabido hubiera imitado a los chinos —dijo el americano—. ¡Vamos!, mano a los cuchillos y cortemos…, ¿qué cortamos, Jorge?

—Una pezuña, que dicen que es un bocado apetecible.

—Y después el cuerno, que es de magnifico marfil y vale dinero.

Empuñaron los bowie-knife, y no sin apuros, lograron cortar la parte elegida, que confiaron al pequeño chino. El americano hizo cuanto pudo para hundir su cuchillo en el cuerpo de la bestia a fin de sacar algún beef-steak, pero hubo de renunciar, ¡tan resistente era la coraza! Intentó luego cortar el cuerno, pero después de dos horas se convenció de que sin un hacha no había nada que hacer.

—Esta enorme bestia es una fortaleza que no se puede demoler —dijo enjugándose el sudor que le bañaba—. Y sin embargo es una bestia china.

Comieron al borde del pantano. La pezuña, bien asada por el chino, fue unánimemente declarada no inferior a la trompa de elefante, a la jiba del bisonte, o a la zarpa del oso. Todos repitieron para vengarse del mal cuarto de hora pasado. A las nueve de la mañana, recogidos los víveres, los vestidos, las municiones, que el feroz animal había dispersado por la llanura, reemprendían la marcha para alcanzar la cordillera occidental de los montes Yun-Nan.

Hacía bastante calor. Un sol abrasador derramaba torrentes de fuego sobre sus cabezas y sobre los caballos, los cuales, a pesar de estar habituados a aquel clima, parecían sufrir también.

La llanura, que se extendía ante ellos era magnífica. Era una auténtica pradera, que recordaba por su extensión, por la altura de su hierba y por la cantidad de búfalos y ciervos que en ella se veían, a las de Arkansas. Un ganadero hubiera hecho fortuna allí.

A lo lejos, sobre la cima de algunas verdeantes colinas, se distinguían algunas chozas, torres destruidas, y alguna boncería, pero ninguna de las ricas caravanas que van de Tonkín a Mong-tse, transportando toda clase de mercancías. Sin embargo se veían huellas, aquí y allá, de su paso todavía reciente.

Hacia el mediodía, a su derecha, vieron un bosque, cuyos árboles llamaron la atención del capitán.

—Son tsi-chu —dijo.

—¿Quiere eso decir fresnos? —dijo el americano—. O mucho me equivoco, o esos árboles son fresnos; por lo menos tienen todo el aspecto de serlo.

—Te engañas, James. Esos son los árboles que producen el preciosísimo barniz chino.

—Yo creía que ese magnífico barniz se componía de diferentes materias.

—Durante muchos años, eso creyéronlos europeos.

—Pero ¿cómo y cuándo se recoge?

—En el verano, cuando la planta ha alcanzado su pleno desarrollo, se hacen sobre la corteza unos cortes oblicuos, por los cuales destila un jugo rojizo y muy gomoso. Ese líquido es el barniz.

—¿Y produce mucho cada árbol?

—Una cantidad tan ínfima, que son necesarios mil árboles para recoger veinte libras. Esta es la causa por la que se vende a precio de oro.

—¿Es fácil la recolección?

—Peligrosísima: los recolectores se ven obligados a utilizar guantes de piel, y a cubrirse la cabeza con una máscara, los pies y los miembros con gruesos vestidos de cuero y la cara con una materia aceitosa. Sin estas precauciones, las emanaciones del líquido les producirían rápidamente atroces dolores, inflamaciones en todo el cuerpo y úlceras vivas. Cada año pierden la vida muchos recolectores,

—¿Es un veneno, acaso?

—Peor que un veneno. El upas (árbol muy venenoso de Malasia, cuyas emanaciones causan dolores y también la pérdida del cabello) no es tan terrible como el tsi-chu.

—¿Y se utiliza inmediatamente después de extraído, este barniz?

—No. Primero es necesario purificarlo haciéndolo filtrar a través de una tela clara y poco tejida, después, y una vez conseguida cierta fluidez, se aplica a la madera untada con un poco de aceite. Dos o tres capas bastan para que quede tan brillante como una ligera chapa de vidrio.

—¿Y dices que se paga a peso de oro?

—Más que el oro, cuesta.

—Jorge, ahí tenemos millares de esos árboles. No se podría…

—¿Estás loco? —le interrumpió el capitán que comprendió lo que quería decir—. Además, ¿dónde quieres ponerlo si sólo llevamos una cacerola?

—Tienes razón, pero no olvidaré este lugar. Si un día me encuentro sin dinero, vendré aquí a hacer fortuna.

La marcha se reemprendió a través de un gran número de pequeños pantanos y ríos poco profundos, pero impetuosos, que iban a desembocar, sin duda alguna, en el Kou-Kiang.

El paisaje, poco a poco, cambiaba de aspecto. A la desierta llanura, le sucedían deliciosas colinas y pueblecitos populosos, alrededor de los cuales pastaban gran número de bueyes, caballos y ciervos domesticados. En las plantaciones se veían bastantes campesinos y se divisaban algunas caravanas, en ruta hacia Mong-tse, o Santschao, o a las provincias de Laos.

A las cuatro, los aventureros hicieron una breve parada a la orilla de un vasto lago, para dar un poco de reposo a sus caballos, medio derrengados por la larga carrera; después iniciaron la subida de la última cadena montañosa, tras la cual discurría el Kou-Kiang.

Afortunadamente, había muchos senderos que, antiguamente, debieron servir de paso a las caravanas.

Después de salvar profundos barrancos sobre puentes poco seguros, y de haber atravesado espesos bosques, llegaron hacia el crepúsculo a la cima de la montaña.

El americano, que se había rezagado para beber agua en un manantial, advirtió a sus compañeros al volver, que había visto un gran fuego que ardía en la cima de un monte, una media milla al Oeste.

—Serán montañeses —dijo el capitán.

—¿Y por qué no bandidos? —dijo el americano.

El capitán salió de la tienda y subió a la cresta de la montaña.

—Fíjate —dijo el americano, que lo había seguido—. Mira sobre todo aquellas armas que brillan a la claridad de las llamas. Aquellos hombres parecen bandidos que hacen vivac a la falda de la Sierra Verde.

Jorge, examinó atentamente aquellos pretendidos bandidos y los contó uno a uno.

Sus uniformes azules listados con franjas de color naranja daban a entender que se trataba de soldados chinos.

—Aquellos hombres no nos molestarán, James —dijo Jorge—. Son soldados que acampan al pie de una torre semiderruida.

—Si se trata de soldados chinos, ya no me preocupa. Son los hombres más villanos que existen. Los ratoncitos tienen más coraje que estos jetas amarillas.

—No digas tantas tonterías, James.

—¿Y qué? ¿Quieres decir que son valientes los soldados chinos?

—Seguro que lo son. Si no estuvieran oprimidos por el antimilitarismo, si no fueran despreciados por los grandes, los intelectuales y por el emperador, serían excelentes soldados.

—¡Cómo! —exclamó indignado el americano—. ¿Los mili tares son despreciados?

—Sí, James. Los chinos exaltan a un literato y desprecian a un soldado.

—¡Oh, qué imbéciles!

—Y además, en vez de poner en sus manos tratados sobre la guerra, les dan libros de moral que no hacen más que enseñarles a sentir horror por la sangre.

—¡Qué asnos! ¿Mantienen bien, al menos, a estos pobres diablos?

—No mucho, James; pero el chino se contenta con poco. Al soldado de infantería el gobierno le paga cuatro onzas de plata mensuales y al de caballería seis y dos medidas de pienso para su caballo.

—¿Están bien armados?

—No pueden estarlo peor. Unos tienen carabina, otros fusiles de pedernal, otros arcabuces de mecha, y los más lanzas, sables, arcos, bayonetas… En un regimiento no se encontrarían treinta igualmente armados.

—Entonces se trata de un ejército mal armado y desorganizado.

—Desde luego, pero se organizará bien y se armará bien. China se ha dado cuenta que necesita despertar para detener la invasión de los blancos y empieza a moverse. Sus juncos de guerra empiezan ya a desaparecer para dejar paso a los bajeles; la flecha, poco a poco, es sustituida por el fusil; el antiguo cañón es reemplazado por nuevas piezas de artillería que rugen en los campos de batalla europeos. Quizás un día China esté tan potentemente armada como Inglaterra o América. No le faltan los recursos, pero sí los hombres con buena voluntad.

El capitán regresó a la tienda seguido por el americano.

El 28 de agosto, antes de las diez de la mañana, los viajeros habían logrado descender la montaña y galopaban hacia el Kou Kiang, que discurría por un vasto valle cubierto de plantaciones de caña de azúcar. En breve tiempo los caballos pasaron las plantaciones y trasladaron a sus impacientes jinetes hasta la orilla del río, que nace en los confines septentrionales de Yun-Nan y después de un largo recorrido, desemboca en el Lisien-Kiang.

El capitán descabalgó para ver si era posible atravesar lo, pero las aguas eran profundísimas y no se veía ningún puente ni al Norte ni al Sur. Afortunadamente, a quinientos o seiscientos pasos más arriba, se divisaba una choza con una gran barcaza ante ella.

—Adelante, amigos —dijo el capitán.

Al oír el relincho de los caballos, un chino de aspecto vigoroso, andrajoso, armado de una caña de bambú, salió de la choza, pero, al ver a los viajeros, se dio a la fuga. El americano, que se esperaba aquello, en dos saltos se colocó a la altura del fugitivo sujetándolo por las orejas.

—¡Eh! —gritó—. No seas malo si no quieres que te corte la coleta. No somos bandidos nosotros, sino personas de lo más selecto.

Min-Sí, intentó tranquilizar al barquero, el cual miraba sospechosamente a los extranjeros, maravillado al comprobar que no llevaban coleta ni tampoco tenían los ojos oblicuos.

—¿Quiénes son? —preguntó el barquero a Min-Sí.

—¿Qué te importa saber quién son y adonde van? Te he dicho que te pagarán espléndidamente y basta.

El barquero no parecía satisfecho e intentó huir, pero el americano sin tantos cumplimientos lo cogió por el cuello y lo echó en la barca.

—¡Andando, bribón! —gritó—. No se puede hacer el mulo con personas honradas, ni ladrar cuando no se tienen dientes para morder.

El americano, el chino y dos caballos entraron en la barca que se alejó inmediatamente. Jorge y el polaco con los otros dos caballos permanecieron en la orilla.

La barcaza, a pesar del esfuerzo del americano y del chino, que habían tomado los remos, en vez de atravesar el río, descendió tres o cuatrocientos metros, amenazando con estrellarse en un islote boscoso. Jorge y el polaco se dieron cuenta, de pronto, de que el barquero intentaba sorprender al chino y al americano.

—¡Sir James! —gritó el polaco—, ¡cuidado!

El americano lo comprendió. Saltó sobre el barquero y poniéndole el bowie-knife en el cuello, lo sujetó.

El pobre diablo, aterrado, se puso a chillar como si le estuviesen degollando.

—¡No me irrites! —tronó James—. Si no nos conduces sanos y salvos a la otra orilla te degüello como lo haría a un camero.

El barquero tomó el remo y la barca hendió oblicuamente la corriente, pero por poco tiempo. Mal dirigida, a pesar de los esfuerzos del americano y del chino, volvió a desviarse, pasando a través de los bancos contra los que se estrellaba la corriente furiosamente.

De pronto se oyó un choque violento. La barca había tropezado con un escollo y se hundía.

El americano y el chino, al ver que la orilla estaba cercana, montaron sus caballos y se pusieron a salvo, dejando al barquero en la destrozada embarcación.

—¡James! —gritó el capitán desde la otra orilla.

—¡Estamos a salvo! —respondió el americano—. ¿Pero cómo pasaréis vosotros?

—A nado. Este río no es para asustamos.

—¡Perro de barquero! ¡Nos ha burlado como a niños!

—Pasaremos igualmente, James.

El capitán y el polaco se despojaron de sus vestidos, se sujetaron a la espalda la tienda, las armas, las provisiones y saltaron a la grupa de los caballos, entrando en el río, mientras el barquero seguía aguas abajo sobre los restos de su barca.

El río era profundo y el agua corría con bastante fuerza* pero los dos marinos eran hábiles y los caballos vigorosos. Después de dar muchas vueltas entre las olas y de ser transportados por la corriente, llegaron sanos y salvos a la otra orilla.

—¡Bravo, capitán! —dijo Min-Sí.

—¡Y bravo, Casimiro! —añadió el americano—. Pero ¿dónde estamos?

—¿Dónde? Mire allá abajo, en la orilla derecha del río —dijo el chino—. ¿Qué ve?

—¡Una ciudad!

—Es Yuen-Kiang.