II

EL RINOCERONTE

Al día siguiente, después de un sueño de casi veinte horas, los cuatro aventureros, montados en robustos caballos mandados comprar por los bonzos en una aldea inmediata, y bien provistos de víveres, abandonaron el mixto, descendiendo alegremente hacia las llanuras, que parecían extenderse hacia las fuentes del Po-Kiang.

El americano, contentísimo de encontrarse por fin a lomo de un buen caballo, charlaba por diez, haciendo reventar de risa a sus compañeros. El muy bromista hablaba nada menos que de fundar una colonia americana en aquellos parajes, haciendo adoptar a sus miembros la religión de Fo, que, según decía, comenzaba a atraerle muy seriamente.

—Escuchadme —decía—. Una vez hecho bonzo, llevaré una vida patriarcal, una vida a lo Noé. Me pondré gordo hasta espantar a un hipopótamo, más aún, me convertiré en una verdadera ballena. A despecho de todos los Fo del globo, empezaré por sacrificar un buey al día para hacer beef-steaks, llenaré la gruta del templo de pipas de tabaco, y colocaré un barril de whisky en la cima de la peña, lo que siempre hará mejor efecto que ese ídolo tan feo. Yo me encargaré de adorarlo cada día.

—¡Pero si la religión de Fo prohíbe dar muerte a los animales! —dijo el polaco, que reía hasta desencajársele las mandíbulas.

—Pero a mí me importa un comino el tal Fo, muchacho. Me gustaría saber quién sería el valiente capaz de espiarme. Lo echaría a rodar por el abismo.

—Sería un bonzo terrible. Nadie se atrevería a pedirle hospitalidad.

—¡Seguro! ¡Qué hermosa vida, Casimiro, la que llevaría en mi boncería! ¡Qué comidas y qué brindis! Cocina ocho veces al día y por la noche, ¡juerga en compañía de los ídolos!

Así hablando y riendo las ocurrencias del americano, los viajeros dejaban tras de sí, millas y millas sin darse cuenta, a través de bosques, prados, plantaciones, colinas, montañas, pasando a veces a corta distancia de míseros pueblos, habitados por una docena de familias, y escondidos por lo común entre los bosques o bien situados en las alturas.

Por la noche, después de cuarenta millas de marcha, atravesaron el Po-Kiang, reducido a la anchura de un riachuelo, y acamparon en la ribera opuesta, junto a un bosque de moreras enanas. El americano, acostumbrado a ver las moreras de Europa, se sorprendió mucho al hallar aquéllas tan pequeñas.

—¡Pero si esto no son más que arbustos! —exclamó—. ¿Cómo es que no crecen igual que sus hermanas de Europa y América?

—Porque los chinos las cultivan expresamente para que no crezcan —respondió el capitán—. Los chinos y los tonkineses, después de un estudio de varios siglos han observado que los gusanos alimentados con las hojas de árboles viejos y grandes dan una seda más ordinaria y basta que la que producen si se les alimenta con plantas jóvenes. Por eso, durante la estación invernal podan las moreras cerca del suelo para tener ramas y hojas enteramente nuevas.

—¿Se consume mucha seda en China? —preguntó Casimiro.

—La China, querido, puede llamarse el imperio de la seda. El consumo es tan inmenso, y tan enorme la producción, que asombra. Figúrate que de cuatrocientos millones de habitantes, al menos trescientos millones crían gusanos, y no menos de doscientos millones se visten de seda.

—La seda más fina, ¿de dónde procede?

—De la provincia de Tehe-Kien, donde se obtiene una variedad blanquecina, fina y extremadamente suave. Pero en la actualidad, todas las sedas que se envían al extranjero son blanquecinas, mórbidas y relucientes en grado sumo, merced a una solución de cal, que, bien aplicada, embellece la seda y hace más fácil su elaboración; si se aplica mal, en cambio, la quema.

—¿Y dónde se encuentran ubicadas las fábricas más importantes?

—En Nankín, Ou-tcheon, Peche-kian y Hau-tcheon. En esta última hay sesenta mil fábricas dentro de los muros de la ciudad y cien mil en los suburbios.

—¿Son muchas las calidades de seda que los chinos ponen en el mercado? —dijo el americano.

—Varias —respondió el capitán—. La calidad principal y que con más abundancia se exporta a Europa es la llamada tsatlii, o sea de siete hilos. Además, existen las sedas yuen-fa o flores de jardín, cuyo hilo es tan fino que se rompe con facilidad; la seda taysam, kaining, sz’chueu y, finalmente, las sedas verdes, de hilo más ordinario. El capullo chino, que generalmente es blanco, y el amarillo que producen nuestros gusanos de Europa, pertenecen a la calidad sz’chueu, que fue llevada a Europa por unos frailes bizantinos escondida en sus bastones.

—La exportación debe ser enorme, ya que todo el mundo pide seda a China.

—Di más bien que es prodigiosa. Básteos saber que sólo de Shanghai se exportaron, en el año 1845, 10 127 balas de sesenta kilos cada una, y en 1885, cerca de 50 000 balas. A pesar de la exportación y del consumo interior, la producción es tan grande que el precio de la seda no ha variado aún, y un vestido de seda cuesta menos que si fuera de algodón.

—¿Y son los chinos los que pintan las sedas con pájaros, flores, dragones y paisajes?

—Sí, los chinos, que fueron precisamente los primeros que fabricaron los colores e hicieron uso de ellos. Aún no se había descubierto América, cuando los chinos llevaban ya tiñendo por espacio de varios siglos.

—Un descubrimiento más que poner al lado de tantos otros que se deben a los chinos, sir James —dijo el polaco mirando al americano.

El yankee, que temía una segunda discusión y una nueva derrota, permaneció callado.

Bien entrada la noche, se apresuraron a guarecerse en la tienda, después de cenar. Min-Sí tomó a su cargo la primera guardia junto al fuego, precaución indispensable en aquellos lugares, que parecían frecuentados por no pocas fieras.

En efecto, no tardaron en acercarse tigres y panteras, maullando, rugiendo y aullando, deteniéndose a pocos centenares de metros de la tienda. Min-Sí tuvo que acercar los caballos al fuego y atarlos a las estacas de la tienda, además de lanzar contra las fieras un buen número de tizones. Con todo, el desagradable concierto duró toda la noche, a pesar de las frecuentes detonaciones de la carabina de James.

La marcha se reanudó hacia las cuatro de la mañana, a través de las grandes llanuras de Yun-Nan, y duró cuatro días. A la quinta jornada, después de dejar atrás Kué-Koa, ciudad de cierta importancia, situada casi en el trópico, los viajeros abandonaban la llanura, subiendo por pequeñas alturas coronadas por unos árboles llamados faca, cuyos frutos pesan no menos de cien libras.

El americano, que había oído con frecuencia hablar de estos frutos, y el chino, que sabía que eran excelentes, arrancaron dos soberbios ejemplares de más de noventa libras cada uno, de un verde oscuro por fuera, de corteza muy gruesa, durísima, cubierta de espinas puntiagudas. Era imposible llevarlos así, y el americano, que no estaba dispuesto a quedarse sin ellos, los abrió, sacando unas castañas blancas muy olorosas y de muy buen sabor, especialmente cuando se asan.

El 25 de agosto, los jinetes remontaban las pendientes de la cordillera de Yun-Nan, enorme macizo de montañas que ocupa el corazón de la provincia, dividiéndose en tres ramificaciones, dos de las cuales se dirigen al Sur, penetrando en el Tonkín, en tanto que la otra tuerce hacia el Norte flanqueando el curso del Kou-Kiang.

Dificilísima y fatigosa fue la subida, pues hubieron de salvar espantosos barrancos, numerosas quebraduras del terreno que les obligaban a dar grandes rodeos, espesos matorrales, peñas empinadas y grandes torrentes que se precipitaban a saltos con un estruendo ensordecedor. De vez en cuando descubrían en las crestas de los montes algunas torrecillas, puestos de guardia de los soldados chinos, pueblecitos en ruinas, muros derrocados, y allá abajo, en los desfiladeros o en las lejanas llanuras, pequeñas ciudades y lagunas pintorescas.

A mediodía, los viajeros llegaban a la cima de la cordillera. Después de un descanso de dos horas, descendieron por la vertiente occidental, que era pronunciadísima.

Las vistas que se presentaban a sus ojos desde aquellas alturas eran soberbias. Montañas que alzaban al cielo sus crestas, coronadas de espléndidos árboles; abismos que producían vértigo; inmensos bosques, probablemente vírgenes; torrenteras furibundas, lagos y estanques. A lo lejos, la verde llanura, plantaciones inmensas, y pueblecitos apenas visibles.

El capitán, que examinaba con atención el paisaje, indicó al americano un grupo considerable de casitas, cuyos tejados amarillentos centelleaban bajo los rayos del sol.

—Aquello es Mong-tse —dijo—, una ciudad bastante poblada, por lo que he oído decir.

—Viene a propósito —respondió el americano—. En ella encontraremos buena cama y buena comida.

—No vale la pena arriesgar el pellejo por una comida, James. Tenemos una tienda para dormir y víveres en cantidad suficiente, sin necesidad de entrar en la población.

—Pues yo iría voluntario a Mong-tse.

—¿Por qué?

—Para buscar algunas chuletas, nidos de golondrina y whisky. Hace ya dos meses que no vaciamos ninguna botella de licor.

—En Mong-tse no encontrarías ni nidos ni whisky.

—Pero encontraremos beef-steak.

—Nos los procuraremos cazando.

—¿Qué quieres cazar en este país? ¿No ves que todas las bestias huyen delante de nosotros? ¡Ya!, se comprende, son bestias chinas.

—¿Acaso ha olvidado el tigre? —dijo el polaco.

—¡Los tigres!, ¡los tigres! —gritó el americano tocado en lo más vivo.

—Sí, aquellos tigres chinos que no tuvieron miedo de guardar prisionero en un árbol a un ciudadano de la libre América.

—¡Cállate, bribón! —exclamó el americano—. Te ríes de mí pero no por mucho tiempo. Como encuentre uno de esos tigres…

—¿Qué hará?

—Lo agarraré vivo, lo subiré a un árbol y lo mantendré quieto allí.

La bajada de la vertiente occidental se realizó sin incidentes, y los viajeros, en el momento en que el sol desaparecía entre las florestas del Oeste, alcanzaban la llanura.

Montaron la tienda en un lugar apropiado, en el centro de una llanura circundada al Norte y al Sur por bosques, y al Este por un pequeño pantano.

Como siempre, el chino montó la primera guardia, sentándose cerca del fuego, con la carabina montada. Pronto comenzó a oírse un endiablado concierto de maullidos, gruñidos, aullidos y rugidos. Tigres y panteras aparecían por todas partes, dando vueltas sin cesar alrededor de la tienda y de los caballos, manteniéndose a distancia tan sólo a causa del fuego, que despedía en tomo una luz vivísima.

A media noche, el polaco reemplazó al chino. Al oír el terrible concierto, reavivó el fuego, examinó la carabina, y encendiendo una pipa, se sentó al pie de un árbol con ojos vigilantes, resuelto a hacérsela pagar cara a aquellos audaces salteadores de cuatro patas.

Habían pasado dos horas, cuando se escuchó un prolongado silbido. Se incorporó de un salto mirando con atención a su alrededor, descubriendo, a quinientos pasos de la tienda, una pesada masa que salía de entre un grupo de árboles, en dirección al pantano.

Más sorprendido que asustado, permaneció silencioso observando con detenimiento aquel animal, desconocido para él. Al principio le vio trotar con movimientos ridículos, y estrellarse después contra las cañas y los arbustos, como si de pronto se hubiese enloquecido; destruyó cuanto hallaba a su paso y, por último, se revolcó en la tierra con las patas en alto.

El polaco comenzó a preocuparse y a sentir cierta inquietud, cuando vio que aquel extraño animal retrocedía al galope y se detenía a unos doscientos metros tan solo de la hoguera, mostrando una cabezota feísima, provista de un largo cuerno.

«¿Qué querrá esta bestia?», se preguntó el polaco, guardándose la pipa y preparando la carabina. «¿Querrá asaltamos?».

No sabiendo qué hacer, y poco convencido de que una sola bala bastase para derribar aquella enorme masa, se deslizó en la tienda y despertó al capitán.

—¿Qué quieres? —preguntó Jorge, restregándose los ojos.

—Ahí afuera hay un animal tan grande como un elefante y que parece estar loco —dijo el polaco.

El capitán se levantó y salió de la tienda. A cien pasos se hallaba el animalote, con los ojos fijos en el fuego y la cabeza baja, como preparada para atacar.

—Es un rinoceronte —dijo—. Un vecino peligroso, muchacho.

—¿Nos atacará? —preguntó Casimiro.

—No, si se le deja tranquilo. Mientras arda el fuego no se acercará. Buenas noches y buena guardia, Casimiro.

El capitán volvió a entrar en la tienda, dejando solo al marinero, el cual después de añadir más leña al fuego, se tendió en el suelo con la carabina y las pistolas montadas.

—Si se acerca, descargo sobre él todo mi arsenal —murmuró.

Por fortuna, el rinoceronte se mantuvo a distancia. Dio dos o tres vueltas alrededor de la tienda y por último se alejó, internándose en el pantano.

A las cuatro de la mañana, el polaco despertó al americano, advirtiéndole de la proximidad del rinoceronte. El yankee, en vez de asustarse, se frotó las manos alegremente.

—¡Oh! —exclamó—. Lo que es hoy, comeremos chuletas de rinoceronte.

Se aseguró de que estuviesen cargadas, tanto la carabina como las pistolas, y se situó detrás de los caballos esperando la ocasión de dar un buen golpe.

El rinoceronte seguía dando saltos y revolcándose entre las charcas y las aguas del pantano, lanzando fuertes silbidos y gruñendo sordamente. Parecía en verdad que estuviese loco, pues a veces salía de las charcas y se arrojaba con furia contra los arbustos de la llanura, destrozándolos. Sin embargo, no se aproximaba a menos de media milla de la tienda.

El americano aguardó con paciencia durante una hora; al cabo de ella, impaciente, dejó la tienda y se apostó detrás de algunos árboles, a pocos pasos del bosque.

No esperó mucho. El rinoceronte, después de hacer estragos entre las cañas y plantas, se dirigió hacia el bosque, con intención evidente de ganar su guarida, si es que la tenía. El americano armó resueltamente su carabina, y sin pensar en el peligro que podía correr, apuntó a la fiera. A ciento cincuenta pasos hizo fuego. Oyó un silbido agudísimo, y al punto vio venir sobre él al rinoceronte con la cabeza baja y el cuerno tendido horizontalmente.

El americano, al ver aquella masa enorme que se le venía encima con increíble rapidez, no osó empuñar las pistolas. Arrojó la carabina y huyó hacia la tienda, gritando:

—¡Socorro, Jorge! ¡Ayuda, Casimiro!

Sus gritos fueron innecesarios, porque sus compañeros, despertados por la detonación, salían de la tienda con las armas en la mano.

—¡A los caballos!, ¡a los caballos! —gritó el capitán.

Descargaron las carabinas a discreción y saltaron sobre los caballos, los cuales, sintiéndose libres, se precipitaron a través de la llanura. El americano galopó con rapidez sobre su caballo, al que fustigaba despiadadamente.

El rinoceronte, mal servido por sus pequeños ojos, no se apercibió de la fuga y se lanzó contra la tienda, que en pocos segundos destrozó, diseminando cacerolas, parrillas, platos, municiones, ropas y víveres. Al reanudar su carrera, descubrió a los jinetes, que galopaban en distintas direcciones, tratando de cargarlas carabinas.

Lanzó un ronco gruñido, bajó la enorme cabeza y arrancó con la rapidez de una flecha, persiguiendo el caballo del polaco que era el más próximo a él.

La carrera fue tan rápida que en pocos instantes se situó a la espalda del pobre muchacho, cuyo caballo, asustado, galopaba alocado sin obedecer a las riendas.

—¡Socorro, capitán! —gritó Casimiro, aterrado.

Desenfundó con resolución su cuchillo y pinchó con él el cuello del caballo; éste, en dos saltos, alcanzó el pantano, pero, al cabo de cuarenta metros, se desplomó, atrapando a su jinete bajo él.

El polaco lanzó un segundo grito:

—¡Socorro, capitán!

El rinoceronte embestía con furia irresistible, con el cuerno bajo, dispuesto a destrozar a sus dos víctimas. Sus ojillos despedían llamas y sus dientes rechinaban.

Se metió en el pantano haciendo saltar por el aire una tempestad de agua fangosa y se dirigió, hundiéndose cada vez más, hacia el polaco que trataba en vano de librarse del caballo.

—¡Valor, Casimiro! —gritó de repente una voz.

El polaco lanzó una mirada de angustia hacia la llanura. El capitán y el americano, encorvados sobre sus sillas, se dirigían al galope en su auxilio.

A cuarenta pasos de distancia, el yankee descabalgó, entró en el pantano y disparó su pistola, pero sin éxito.

—¡Atención! —gritó en aquel instante el capitán.

Abandonó su caballo al chino, apoyó una rodilla en tierra y apuntó al ojo derecho del rinoceronte. Sonó un disparo. La enorme bestia lanzó un agudo gruñido, vaciló, levantó y bajó la cabeza, dio dos o tres pasos, y por fin cayó pesadamente sobre el fango.

—¡Hurra! ¡Hurra! —tronó el americano, ayudando a Casimiro a salir de debajo del caballo.

El chino, Jorge, James y el polaco, se dirigieron hacia el animal.